viernes, 19 de abril de 2013

Todo es relativo, excepto lo que yo digo




 

                                      
“El hombre es la norma de todas las cosas”   Protágoras (Grecia, siglo 5° a.C.)
 “Nada es verdad ni es mentira. Toda cosa es del color del  cristal con que se mira”  Calderón de la Barca: “La vida es sueño”
 “No habiendo ninguna certidumbre meridiana, ningún "metarrelato" en pie, no hay sino discursos diversos y alternativos en un ámbito sumamente pluralista en el que el sujeto adquiere el protagonismo al tener que elegir entre opciones igualmente infundadas” Gianni Vattimo
 
¿Será verdad lo de Protágoras, Calderón y Vattimo? Se me ocurre pensar que si ellos tienen razón, lo que dicen es falso.
 
Muchas veces   he escuchado decir  que sobre lo  bueno y lo malo  hay una gran dispersión de pareceres, pareceres que  son cambiantes y contradictorios entre sí. En otras palabras, lo que para un sujeto es malo resulta que es bueno para otro; o lo que en una cultura es visto como bueno  en otra se lo juzga como malo.
El hecho es innegable y conocido desde antiguo; ya  Herodoto lo había señalado y los sofistas lo tomaron apresuradamente como justificación  de sus posiciones, escépticas, nihilistas  o relativistas acerca del bien y del mal.
 Permíteme desarrollar someramente las visiones de estos pensadores acerca de la moralidad.
El escéptico es alguien que reconoce la existencia de las normas morales, pero niega que puedan ser fundamentadas o demostradas como justas, es decir, niega su validez, porque —dice— es imposible distinguir entre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto,  ni hallar un criterio para preferir  una opción sobre otra ya que ninguna se puede probar como mejor. El escéptico no cree que pueda demostrarse la verdad ni la bondad de nada porque no es posible admitir ningún criterio válido  que nos permita discernir entre lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, por lo cual  se mantiene en la duda como el burro de Buridán,  suspende el juicio y no tiene razones para emprender un curso de acción determinado con preferencia sobre otros. Si en la vida práctica aplicara su filosofía, quedaría paralizado como el burro de la leyenda y moriría de inanición. Por fortuna el escéptico es intelectual, pero no bobo.
 El nihilista, a su vez, extremando su escepticismo  niega la existencia de normas y valores morales. No cree en la bondad ni en el deber. El nihilismo ha sobrevivido al paso de los siglos como un rescoldo bajo las cenizas y en el presente ha resucitado para formar parte de la mentalidad postmoderna. Se habla de “muerte de Dios”, de “crepúsculo del deber”, de “pensamiento débil”, de  “muerte de los ideales”; se asiste al desprestigio de principios, instituciones, jerarquías y autoridades; “todo lo sólido se desvanece en el aire”, “caminante, no hay camino”— se dice—; se rescata del polvo a un pensador nihilista como Nietzsche y se lo venera como a un profeta…y, lo que es más preocupante, los principios morales no son tenidos en cuenta en la vida pública y privada: amoralismo práctico, adscribiéndose la gente a un cínico pragmatismo: Cultura de muerte y de vacío, como lo expresan estos textos:
 "El nihilismo tiene, a saber, literalmente una sola verdad que decir: que al final la nada prevalece y que el mundo no tiene significado." Helmut Thielicke: El Nihilismo: Su origen y naturaleza.
 El Macbeth de Shakespeare  resume elocuentemente la perspectiva existencial del nihilismo, desdeñando la vida:
¡Apágate, apágate, corta vela! La vida no es sino una sombra pasajera, un mal actor que se pavonea y que teme su hora sobre el escenario. Y luego no se escucha más.  Es un cuento contado por un idiota, lleno de sonidos y furia, sin ningún significado
 Por último, el relativista reduce la validez a la vigencia: son válidas para cada cultura —y sólo para ella—  las normas  que la mayoría  cree que deben cumplirse, aunque de hecho no las cumpla. No hay normas válidas universalmente.
 Escepticismo, relativismo y nihilismo son las musas inspiradoras  del ethos occidental postmoderno: cinismo desengañado y vacío espiritual.
 Si todo quedara en dar cuenta del hecho de la variedad de opiniones  o del ocaso de los valores morales, la cosa no sería preocupante, porque ni los hechos ni  las modas culturales crean la verdad y puede esperarse que algún día esos valores  vuelvan a ser respetados y considerados como válidos para el universo del género humano. Pero estas formas de pensar —afirman—no es meramente una cuestión de hecho, sino que obedece a la naturaleza de las cosas, más precisamente, al tenor de los juicios morales. Este es el punto crucial. Para estas personas lo esencial no es que de hecho asistimos al ocaso y la banalización de los valores morales, sino que no puede ser de otra manera. Por consiguiente, lo más sensato  —dicen— es adscribirse a un sano escepticismo o, por lo menos, a un lúcido relativismo, aunque suene paradójico.
 ¿En qué se fundamentan para afirmar  la coherencia de sus posturas?
 Ninguna de ellas representa una postura de avanzada, más bien significa  retroceder a una antigua manera de entender lo moral. En efecto, fueron los sofistas de la Grecia antigua los que inauguraron esta tradición. Desecharon la idea de que existan cualidades morales objetivas que califiquen  a las personas y que, por ende,  puedan ser objeto de conocimiento racional, como lo enseñaba Sócrates. Lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo son sólo productos del convencionalismo social y del parecer de cada uno.
Heredera de esa tradición, en el siglo XX  la filosofía analítica ha hecho resucitar la idea de que las palabras y enunciados  morales no dicen nada sobre la realidad objetiva sino que sólo expresan estados de ánimo del sujeto.   
 En consecuencia,  los juicios morales  no pueden ser  verdaderos ni falsos  —y por lo tanto válidos para todos— porque no son verificables. Sólo expresan sentimientos, actitudes y emociones del sujeto que emite el juicio, estados que están afectados por diversos factores, ninguno de los cuales es idéntico a los que afectan a otros sujetos.
 Por ejemplo, según esta postura el enunciado “matar es malo” no es  verdadero ni falso, sino un enunciado  que en boca de determinado individuo expresa el rechazo   que siente por la acción de matar. Puede pensarse con toda razón que debe de haber sujetos a quienes el matar le caiga fantástico sin que  implique para ellos algún problema de conciencia. Se sigue de esto que, si matar o no matar depende del sentimiento de cada uno, nadie puede ser juzgado por hacerlo o dejar de hacerlo ya que sobre gustos no hay disputa.
 Otro ejemplo: ¿Abortar es bueno o es malo?  Estas personas contestarían que no es ni bueno ni malo en sí o que es tanto bueno como malo, pero no objetivamente ni lo uno ni lo otro. Ninguna de las alternativas tiene fundamento, de modo que la mujer tiene que optar según su sensibilidad, a solas con su libertad  Que si la mujer que se lo plantea  lo siente como aceptable, abortar está bien para ella, es decir, concuerda con su sentido moral; si, en cambio, lo siente como detestable, abortar está mal. El planteo de si está bien objetivamente o no, no tiene sentido en esta manera de entender los juicios morales.  No hay hechos ni verdades morales. No hay personas malas ni buenas, ni acciones malas ni buenas. Sólo hay personas auténticas o inauténticas y que son juzgadas por otros sin razón como malas o como buenas según la sensibilidad de cada uno.
 Resumiendo: El argumento que sostiene la postura de escépticos, nihilistas y relativistas morales  es la tesis de que bondad y maldad no son valores objetivos de los actos humanos —los cuales serían moralmente indiferentes—, sino que bondad y maldad son valoraciones del sujeto acerca de las personas y sus acciones. Desde este punto de vista, el hecho de la dispersión de pareceres  es perfectamente lógico.
Si esto fuera así, se justificarían  sus opiniones y seríamos unos ilusos lo que creemos en los valores morales. Nos asiste el derecho de preguntarnos:¿Es así?
Veamos.
Antes que nada debo decir que no estoy de acuerdo con el postulado de los sofistas. Mi propio postulado es que los juicios morales se refieren a realidades objetivas presentes en las personas y en sus acciones y que en consecuencia hay juicios morales verdaderos y falsos. Y que como tales son válidos para todos, aunque puede suceder que haya sujetos que no alcancen  a verlo claramente.
Abusando de tu paciencia,  voy a tratar de explicarlo.
Los actos humanos son acciones  libres y concientes. Por experiencia interna y externa nos consta que esta clase de acciones tienen existencia en la vida real. Como somos nosotros mismos los que las producimos, y porque lo decidimos libremente nos sabemos  responsables de implantarlos en la realidad y de las consecuencias que acarrean para los demás y para nosotros mismos. La realidad se vuelve más penosa o más agradable en mayor o menor medida gracias al tenor de nuestras acciones. No da lo mismo para la vida humana en el planeta que todos arrojemos nuestros desechos a la calle contaminando el ambiente y perjudicando a todo el mundo  o que los dirijamos a donde no perjudiquen a los demás. No es lo mismo para la vida humana que todos nos dediquemos a la rapiña o que nos ganemos el pan con el sudor de la frente. Quiero decir, las acciones humanas son cosas reales y sus efectos benéficos o perjudiciales para la vida son también reales. La realidad se ensucia y la vida se vuelve más corta y miserable.
La acción deliberada y dirigida a  beneficiar la vida porta un valor que cualquier ser humano reconoce y aplaude: el valor moral o, si se quiere, la bondad. Así mismo, la acción humana que perjudica a la vida porta un antivalor que todo el mundo reprueba: la inmoralidad o  la maldad.
El valor moral es tan real como la acción que califica. Bondad o maldad de las acciones humanas no son entelequias o fantasías: son realidades operantes en la vida real, tanto que crean un mundo feliz o un mundo infernal.
Cuando falta la bondad en los seres humanos y sus acciones, se siente su ausencia  y se sufre la presencia de la maldad. Cuando las acciones humanas están llenas de maldad en todas sus formas, la vida se vuelve insoportable y se “clama al cielo” por una liberación. Tanta es la consistencia del mal moral que hasta se lo ha imaginado como un ángel de las tinieblas, como un semidiós  que atribula a los hombres y busca su desgracia. El horror que sentimos ante las acciones perversas no son más que la confirmación de la cuasi sustantividad del mal moral.
El valor moral —como todas las clases de valores— es una cualidad objetiva  que se manifiesta en el encuentro de la realidad con el sujeto. El ser humano no crea el valor, sólo lo siente, como el ojo no crea la luz. No todos los seres humanos tienen la misma capacidad de visión ni todos la misma sensibilidad para los valores. Por eso se dan diversas opiniones frente al valor moral de las acciones humanas y parece que fuera relativo El valor negativo de “matar” es invariable; lo que varía es la conciencia de los hombres y la imputabilidad de tal acción debido a las circunstancias. El ciego no ve no porque no exista la luz, sino porque a él le falta sensibilidad. Creo que a escépticos, nihilistas y relativistas les pasa algo semejante, con todo respeto.
Gracias por tu amable atención
                                                                                          Raul Czejer

sábado, 30 de marzo de 2013

El discreto encanto del relativismo (Primera parte)






“¿Tu verdad? No, la Verdad, / y ven conmigo a buscarla. / La tuya, guárdatela.”
                                                                                                         Antonio Machado

Algo duro  don Antonio. Sepamos comprenderlo: En su tiempo aún no habían cundido el pensamiento débil y la verdad relativa. Hoy sí, y no sé si celebrarlo o ponerme a llorar.

                                                                                                         
Verdades en pugna.
 (Diálogo de sordos en el fin del mundo)

                                    
Dos filósofos del estaño discuten sobre cuál es la verdad verdadera, en un bar del fin del mundo. Han pasado unas cuantas horas y unas cuantas copas polemizando sobre la verdad, pero no logran ponerse de acuerdo. Uno cree que si la verdad es la verdad de todos, no es verdad; el otro, que si la verdad es sólo personal, no es verdad. Yo los escucho con curiosidad por saber si logran sacar algo en limpio.  Aquí te cuento lo que están diciendo. A uno llamaré “El relativista”; al otro, “El absolutista”.

El relativista: Ser relativista es muy piola, che. Intentálo. No hace falta que te hagás problema por averiguar  si algo    está bien o está mal en la realidad objetiva —que vaya uno a saber cuál es, si es que la hay—, sino si a vos te parece bien o no. Por ejemplo, si tenés ganas de violar a una mujer, basta que vos lo veas bien y ya está; estás habilitado. Nadie puede juzgarte,  porque tu verdad es la que vale para vos.

 El absolutista:  Pero che, todo el mundo condena la violación. Por algo debe ser.
 
El relativista: Los demás que piensen lo que quieran. Si creen que nunca deben violar a una mujer, pues que no lo hagan. Pero no por eso van a ser mejores que vos. Nada más serán distintos. Y entre diferentes lo que corresponde es la tolerancia, no la descalificación o la condena en nombre de no sé qué principio absoluto. ¿Por qué va a prevalecer  el criterio de los demás por sobre el tuyo, si no hay un criterio patrón con que medir los criterios de cada uno?

 El absolutista: ¿Te parece, che?  A mí me parece que una cosa es la realidad y otra cosa son las opiniones de cada uno. La violación es un mal real, no  una acción ni buena ni mala  cuya índole moral dependa de la mirada del sujeto. Las opiniones no pueden cambiar la realidad. Quien  no vea que la violación es un mal real, simplemente es un obtuso moral.

 El relativista: ¿Por qué va a ser la violación una realidad mala independientemente de quien la juzgue?  ¿En qué entidad real radica su maldad?

 El absolutista:  En que es un daño físico y psicológico que un individuo le hace a otro.

El relativista: ¿Y por qué dañar al otro va a ser intrínsecamente malo? La bondad o maldad depende de la intención del sujeto y de la situación. Según las circunstancias, dañar a otro puede ser bueno. Un cirujano que corta la pierna gangrenada de  un sujeto  realiza un acto de bondad. Ya ves, la bondad es relativa a la situación.

 El absolutista:  Admito que me expresé mal. Quise decir que la inmoralidad de nuestros actos consiste en destruir la subjetividad del otro. Por ejemplo, la violación significa tratar al otro como una cosa, como un útil para mi placer, agraviando su dignidad y su libertad.

 El relativista:  Mirá, yo creo que no hay realidades malas o buenas. La realidad es lo que vemos y ni yo ni nadie vemos la maldad ni la bondad de los actos humanos, sino sólo su realidad física. Los calificativos de bueno o malo son sólo expresión del agrado o desagrado que tales actos nos causan. Cada quien lo siente distinto, por eso la bondad o la maldad es relativa al sentir de cada sujeto.

El absolutista:  Te concedo que la realidad es lo que vemos, pero lo que vemos no es sólo su realidad física, sino también la realidad ideal y la axiológica. Para ello estamos dotados de sentidos, inteligencia y sensibilidad o intuición emocional. Por la sensibilidad vemos los valores de las cosas, su hermosura, su bondad o su maldad etc. Frente a los valores morales esa sensibilidad se llama conciencia moral. Así como se cultiva la conciencia intelectual para que sepa ver la idealidad de las cosas naturales, se puede y se debe cultivar la conciencia moral para que sea más sensible a la calidad moral de las acciones humanas. La calidad moral de las acciones es siempre la misma; lo que varía de sujeto a sujeto es la capacidad de su conciencia. Sucede como con las matemáticas: sus teoremas son inmutables y unívocos, pero la comprensión de tales teoremas varía de sujeto a sujeto según la capacidad de su inteligencia.

 El relativista: La sensibilidad no puede ver lo que no hay en las cosas. Es meramente una reacción afectiva de cada sujeto frente a situaciones de la vida. Nos gustan o no nos gustan ciertas cosas y, como dicen, sobre gustos no hay disputa

 El absolutista: Decíme, flaco, Hitler hizo matar a seis millones de judíos. ¿Cómo te impresiona a vos? ¿Lo sentís como agradable o como desagradable? ¿Te gusta o no te gusta?

 El relativista: Lo siento como horroroso, pero no tengo derecho a juzgar a Hitler porque no sé cómo lo sentía él. De hecho, hay quienes aplauden tal matanza.

 El absolutista: ¿Y por qué te parece que casi toda la humanidad la siente como horrorosa? ¿No será porque el hecho mismo de esa matanza es una realidad espantosa que causa  sentimientos de horror a quienquiera que tenga noticia de lo ocurrido?

 El relativista:  No todos lo sienten así. Ya te dije: Hay quienes levantarían un monumento en honor de Hitler. Quiere decir que la “espantosidad” de sus acciones no es una realidad tangible.

 El absolutista: Es que la percepción del bien o del mal de las acciones humanas requiere tener una conciencia cultivada, tanto o más cultivada que la conciencia intelectual. Si esos admiradores de Hitler reflexionaran tal vez verían la perversidad de la “limpieza étnica”.

 El relativista: ¿Ver la perversidad? Eso parece platónico. Como si la perversidad fuera una entidad fantasmal, un espectro, que podemos alcanzar a “ver”. ¿Quién ha visto alguna vez a la perversidad?

 El absolutista:  ¿Y quién ha visto alguna vez a la ley de gravitación? No la vemos, pero sabemos que es algo real ¿Alguien alguna vez vio las leyes de la estática? No. Pero si un constructor de puentes no las tuviera en cuenta, correría el riesgo de ver su puente derrumbado. Lo mismo sucede con los valores morales que califican a las personas. No los vemos ni los tocamos con los sentidos corporales, pero los vemos con los ojos de la sensibilidad, metafóricamente, con los ojos del corazón o intuición emocional. El corazón no crea el valor, sólo lo aprecia, como el ojo no crea la luz, sólo la ve. Porque tenemos corazón, sensibilidad, el mundo puede desplegar ante nosotros su concierto de valores, como la luz nos puede ofrecer su espectáculo de colores porque tenemos ojos para verlos. A la inversa,  porque el mundo es valioso  nosotros podemos sentir amor, aprecio, arrobamiento, éxtasis…

 El relativista: No es lo mismo. Las leyes físicas operan en el mundo físico, lo cual no sucede con las leyes morales,  que sólo operan en la conciencia de los sujetos. Las leyes físicas determinan a las cosas reales de modo inexorable, unívoco y universal;  las reglas morales, en cambio,  exigen a cada sujeto  de modo distinto, o exigen acá pero no exigen allá. Por eso cada uno tiene una opinión distinta de qué es perverso y en qué medida lo obliga.

 El absolutista: La obligación moral es una experiencia universal de los seres humanos; puede variar su contenido pero todo sujeto normal se siente obligado por algunas cosas que exigen ser respetadas. Esta universalidad ha de responder a algo real. Ha de haber algo en ciertas acciones que suscita el mismo rechazo en todos los seres humanos. Por ejemplo, ha de haber algo disvalioso objetivo   en el mentir que  motiva su rechazo universal. Es su valor moral, que es tan objetivo como su realidad física.
 
 
Continuará.....................................................................

 Te cuento: Los muchachos siguieron discutiendo hasta que el bar cerró y nos tuvimos que ir a casa, sin que los contendientes alcancen  el mínimo consenso. Quedaron en seguir la disputa otro día, para ver si logran  encontrar la quinta pata al gato.  Cuando suceda te cuento.

 Gracias por tu amable atención.
                                                                              Raul Czejer

 

Felices Pascuas



En estas Pascuas, compartamos o no la misma fe, deseo se cumpla tu esperanza mejor.


Felices Pascuas.
                                                              Raul Czejer

viernes, 8 de marzo de 2013

Salvar el alma




          “De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si al final desperdicia su vida"
                                                         Jesús de Nazaret

                  “Vivir se debe la vida de tal suerte que viva quede en la muerte"
                                                               Teresa de Avila

 De mis años de niño me han quedado algunas imágenes grabadas en la memoria. La más viva  es  de una cruz de madera clavada en el patio de tierra de una capilla de suburbio. En el travesaño, pintada con letras grandes y bien visibles, una leyenda llamaba la atención de los transeúntes con una frase que sonaba inquietante."Salva tu alma", decía.

Yo no sabía qué significaba eso de "salvar" y menos aún la palabra "alma". Pero luego me contaron que además de un cuerpo tenemos un alma, que ésta es espiritual, que no muere jamás y  que luego de la muerte del cuerpo tiene dos destinos posibles por toda la eternidad: salvación o perdición, eternidad feliz o desgraciada, según cómo uno haya vivido la vida.

 Aquellas primeras exhortaciones y  enseñanzas dejaron en mí una convicción que no me ha abandonado a lo largo de los años: que la salvación del alma es la más importante tarea que se debe atender  en la vida y que esa salvación depende de uno mismo; que todo otro proyecto debe subordinarse a éste y que lo más sensato es consagrar la vida a conseguir ese tesoro.

El problema era saber cuál es el camino, porque hay muchas formas de vivir la vida y no sabía  bien cuál era la conducente a lo que yo pretendía. Con todo empeño ensayé varios derroteros espirituales, pero en ninguno encontraba  un camino de salvación. Con todo, no me daba por vencido: Viví entre monjes, viajé a lejanos conventos, escuché coferencias de gurús orientales, escudriñé los libros sagrados de una y otra religión, leí filosofías de todo tipo y sólo logré una terrible maraña de opiniones que me dejaron totalmente confundido.

Pero como no hay mal que dure cien años un día descubrí que el camino que estaba buscando era muy sencillo. Lo encontré en las palabras  que el evangelio de Mateo atribuye a  Jesús de Nazaret: "Ven, bendito, a recibir el premio que mereces por tu vida. Porque tuve hambre, y me diste de comer;tuve sed, y me diste de beber, estaba de paso, y me alojaste; desnudo, y me vestiste; enfermo, y me fuiste a ver; preso, y me visitaste".

Allí también leí que si dedicaba mi vida a salvar mi alma, la perdería. Que debía descentrarme y olvidarme de mí y concentrarme en la salvación de los demás, en el orden  terrenal como en el celestial. Me empeñé entonces en negarme a mí mismo y consagrarme a la felicidad del prójimo, pero no lograba despojarme del egoísmo, que me acompañaba como mi sombra en todo lo que hacía.

En eso andaba cuando me di cuenta de que mi camino de salvación  era compartido por muchos hombres y mujeres de buena voluntad que no profesaban fe religiosa alguna. Para ellos  Dios, alma inmortal, vida eterna, salvación y perdición  son palabras que no tienen significado. Sin embargo, demostraban la misma consagración a la promoción de los más necesitados que los creyentes en alguna religión; el mismo compromiso con la lucha por la dignidad humana, o mayor aún. Evidentemente no los impulsaba ninguna aspiración a una vida trascendente, pero debía haber algún valor superior a ellos mismos que justificara el sacrificio de sus  vida. En ese valor que daba sentido a sus actos debía radicar su salvación

Comencé entonces a pensar en la salvación de los seres humanos que no tienen fe en la vida eterna pero creen que hay ciertos valores que llaman a empeñar la propia vida. Lo que te cuento aquí es lo que he alcanzado a barruntar sobre el tema, sin ser un entendido ni mucho menos. No pretendo más que expresar mi parecer, tal vez una burrada. Me animo a hacerlo porque sé que cuento con tu benevolencia.

 ¿Qué puede significar "salva tu alma" para aquel que no tiene fe en la vida eterna?¿De qué tiene que salvarse? ¿Cuál es el bien supremo a alcanzar que lo justifica ante sí mismo?

Salvarse significa librarse de la posibilidad de sufrir  un mal terrible. ¿Cuál sería ese mal del que habría que librarse para salvar la propia alma, en términos puramente seculares?

Permíteme anticiparte mi opinión: Ese mal terrible sería la frustración total del alma. El bien supremo consistiría en la plena realización de la propia humanidad. A ver si lo alcanzo a exponer claramente.

 Desde un punto de vista secularizado no corresponde decir que  el alma sea una entidad que pueda tener una existencia separada del cuerpo, como lo creen el platonismo y las religiones. Desde ese punto de vista y siguiendo en esto a Aristóteles, diría que alma es aquello que constituye esencialmente a los seres humanos,  diferenciándolos   de los demás animales. En consecuencia, todo ser humano es materia y alma. El alma es lo que hace que el cuerpo del hombre no sea puramente animal.

 Pero el alma así entendida no es una realidad dada de manera completa al ser humano desde que comienza  su vida, sino un talento a cultivar, una potencia o capacidad de ser que uno puede realizar o dejar de hacerlo. Sucede  de modo semejante a un hombre que viniera  al mundo con  gran capacidad   de violinista. Si se ejercita,  puede llegar a serlo en forma eminente. Si, por el contrario, deja enterrada  esa capacidad, por indolencia o desinterés, quedará estancado en violinista mediocre.

Uno es ser humano desde que es concebido, pero lo es sólo como composición de realidad y posibilidad. Esa posibilidad necesita ser llevada a cabo por la  persona misma, no se realiza espontáneamente. Si la persona no se ocupa de concretarla, quedará en posibilidad, pero posibilidad frustrada.

Perder el alma es, entonces, malograr la posibilidad de llegar a ser un ser humano de excelencia y quedar estancado en un ser humano pequeño y miserable. Es malograr el talento más importante con que hemos venido al mundo: nuestra propia humanidad.
 
¿Cuáles son las conquistas que al cabo de sus días hacen que un  ser humano pueda sentir que ha alcanzado la salvación terrenal?

Hay muchas opiniones al respecto. Hay quienes piensan que la propia salvación depende de haber logrado poder, o  amores, o  riqueza, o fama, o aplauso, o  cargos honorables…Yo tengo mi opinión. Te la cuento sin ninguna pretensión de originalidad  ni mucho menos.
 
No creo que dependa de los éxitos  en aspectos secundarios de la persona, como ser la realización profesional, o económica, o amorosa, o política, etc. porque son aspectos parciales de la vida y aquí de lo que se trata es de la realización de la persona humana como tal, es decir, de lo que constituye su núcleo esencial y cuyo fracaso invalida todos los éxitos en los aspectos parciales y cuyo buen resultado resta toda la importancia que puedan tener los fracasos en tales aspectos.
 
 Voy a seguir la huella de Aristóteles: de la experiencia a la idea. No haré  un recorrido por las teorías sobre la cuestión, sino que trataré de ensayar una respuesta a partir de los casos de personas concretas que me han impresionado como hombres y mujeres ejemplares en humanidad. No porque me parezca inadecuado el otro método,  sino porque no me siento capacitado para hacer ese tipo de recorrido.

 
 ¿Qué personas concretas representan para mí ejemplos de vidas realizadas, que han alcanzado la salvación en la tierra y por qué?

Creo que Luther King es un ejemplo de vida realizada.
¿Por qué? Porque dedicó su vida a luchar por la libertad y la felicidad de los oprimidos en su país. Al margen de los resultados de su lucha, que sin duda han sido importantes, vale el propósito que lo alentó: la intención de hacer justicia al pobre. Supo ser fiel al llamado de su espíritu cristiano que lo animaba a imitar a su dios, aquel dios que mereció el elogio del profeta: “Se yergue nuestro dios en la asamblea de los dioses para hacer justicia al pobre”

Creo que Iqbal Masih es también un ejemplo de vida realizada
¿Por qué? Porque entregó su juventud a la causa de los niños esclavos en Pakistán a pesar de las asechanzas de los explotadores, que acabaron con su vida. Corta pero magnífica vida. Gracias por tu ejemplo, Iqbal

 El doctor Laureano Maradona es un ejemplo de vida realizada
Porque dedicó su vida a la atención de los pobres más pobres: los indígenas de una de las zonas rurales más remotas de Argentina. Pudo tener una carrera brillante de médico de ciudad, pero eligió ser humanitario, logrando así una vida de excelencia, a mi juicio.

 El doctor Henri Dunant es un ejemplo de humanidad
Porque se compadeció de los heridos en las guerras y catástrofes y dedicó su vida a aliviar sus dolores, creando para ello la Cruz Roja.

 El padre Luis Orione es un ejemplo de vida bien lograda.
Porque se consagró por entero a la atención de todos los que tuvieran un dolor o una necesidad, creando innumerables instituciones humanitarias en todo el mundo.

No son los únicos. Podríamos añadir muchísimos otros nombres ilustres y una legión de hombres y mujeres desconocidos que han hecho del don de sí mismos la norma de su vida. Gracias a ellos la humanidad no ha desaparecido de la faz de la tierra.

¿En qué coinciden estos campeones en humanidad?  A mi juicio, en que supieron consagrarse al bien de los demás, socorriendo a  los  pobres, los oprimidos y los excluidos y sacrificando su vida personal por ellos.
Todos ellos perdieron su vida, porque dejaron de lado sus gustos,  sus intereses y sus afectos. Murieron muchas veces,  pero triunfaron como seres humanos.
No importa si fueron creyentes o materialistas. Lo decisivo es que supieron consagrar su vida a la salvación de los demás, en cualquier aspecto en que el prójimo necesita ser salvado
Y creo que todos ellos, creyentes, agnósticos o ateos, salvaron sus almas de la muerte definitiva porque no eligieron salvarse a sí mismos aunque les costara mil muertes en la vida presente.
 
Gracias por tu amable atención.

                                                                                  Raul Czejer


                                              No te salves.


No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
no te salves
no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo

pero si
pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino
y te salvas
entonces
no te quedes conmigo.
 
                                                  Mario Benedetti



Lee todo en: No te salves - Poemas de Mario Benedetti http://www.poemas-del-alma.com/no-te-salves.htm#ixzz2MflH5UA2


 

 

domingo, 27 de enero de 2013

Metánoia


 

                                                         
Cuando comenzó a cantar el gallo  me di cuenta con alivio de que llegaba la madrugada. El tiempo estaba muy pesado y no me había dejado dormir. No bien el animalejo acabó de ejecutar su concierto, un estallido de luz iluminó la estancia y al momento el retumbar de un trueno  rodó por la bóveda del cielo.

—Parece que va a llover —pensé sin mucha imaginación.     
                                            
Miré por  la ventana hacia el campo iluminado a intervalos imprecisos y vi  que se acercaba un frente de tormenta. Negras nubes encendidas de relámpagos presagiaban un temporal.

—Debe ser Santa Rosa —diagnostiqué, sumándome a la creencia popular, por pura rutina, nada más.

No bien había asegurado puertas y ventanas  cuando  el viento del sudoeste golpeó con violencia la casa haciendo tremolar  las chapas del techo como queriendo arrancarlas  de las clavaduras, silbando en las rendijas  y  agitando de  un lado a otro las ramas de los sauces del patio trasero.

—Es  el pampero. Si llueve mucho el arroyo va desbordarse  y me será imposible atravesarlo —pensé. Era evidente que no podría ir al pueblo porque corría el riesgo de no poder retornar.

Volví a la cama para esperar   que amaneciera. No bien me acosté, sentí el tamborileo de gruesas gotas sobre el techo de chapas

—¡Qué placer  escuchar el sonido de la lluvia! —exclamé y me dispuse a disfrutar del momento que me regalaba la primavera, ese año excesivamente lluviosa, a causa de la corriente de El Niño, según decían los pronosticadores en los medios.

—Tal vez llueva todo el día, así que voy a aprovechar para   holgazanear un rato. Un poco de ociosidad me va a venir bien —me dije complaciente conmigo mismo, cosa fácil para mí, como para la mayoría de los mortales, sospecho.

De pronto ladró el perro, que dormitaba vigilante bajo el alero del frente. Al instante cantó el tero y supe que alguien estaba cerca de la casa. Era raro. La casa estaba lejos del pueblo, más allá del arroyo, donde casi todo era baldío y sólo se veía uno que otro rancho aquí y allá, recostado en algún espinillo retorcido. Yo me había refugiado allí para poder hacer lo mío sin que nadie me moleste, harto de la competencia y de la guerra de todos contra todos en la ciudad. No tenía relación  con los escasos vecinos ni me interesaba tenerla. No quería problemas. El más cercano vivía como a trescientos metros y era para mí un perfecto desconocido. Yo tenía la convicción de que  el infierno eran los otros, así que no quería vínculos con nadie y seguía el consejo de Martín Fierro: “Su esperanza no la cifren nunca en corazón alguno. En el mayor infortunio pongan su confianza en Dios. En los hombres, sólo en uno, con gran precaución en dos”. ¿Misantropía? Tal vez, pero mi experiencia me decía que cuanta más cercanía, más oportunidad de conflictos con los demás, más roñas y pendencias. Adhería sin crítica al juicio  de Séneca, que en un rapto de cinismo confesaba: “Vuelvo más avaro, más ambicioso, más sensual, aún más cruel y más inhumano, porque estuve entre los hombres”. Pero desde aquel entonces ha pasado mucha agua sobre mí.

 —¿Quién será a estas horas? —me dije cuando oí que alguien golpeaba las manos

Me vestí como pude  y miré por la ventana. La lluvia arreciaba y el viento arrachado pugnaba por volar todo en su loca carrera. A duras penas pude distinguir una figura borrosa en la espesura de la noche. Era una sombra sin rostro que seguía golpeando las manos frenéticamente junto a la tranquera.

 —¿Quién es? —grité para hacerme escuchar en el fragor del temporal.

—Soy el vecino —dijo la sombra a voz en cuello.

Un relámpago corrió por un instante el velo de tinieblas  y alcancé a ver la cara de un hombre. Era como un espectro en el escenario fantasmal del campo.

—¿Qué pasa? —pregunté intrigado por lo inusual de la hora.

—Sucede que mi mujer está por dar luz y no puedo llevarla al pueblo porque no tengo cómo hacerlo.

—¿Y yo qué puedo hacer? —pregunté disimulando mi fastidio.

—Si me ayuda, entre los dos podemos asistirla en el parto —respondió el vecino.

—¡Huy, no! Yo no sé nada de partos —mentí, porque algo sabía del tema. La razón verdadera era que no quería involucrarme en problemas que no me concernían y perder así mi momento de placer.

—Cuatro manos pueden hacer más que dos, aunque sepamos poco —me contestó con lógica de hierro.

—¿Qué le digo a este tipo? Ya sé: Le haré una propuesta loca que no podrá aceptar —me dije,  creyéndome un gran estratega.

—¿Y si intentamos llevarla al pueblo? Si le parece, preparo ya mismo el sulky —propuse, esperando que lo creyera una locura y me dijera que no, por la furia de la tormenta.

—Bueno. Voy a avisarle, así se queda tranquila. Lo espero. Gracias compadre —aceptó dejándome sin excusas.

—Sonamos. Hasta me llama compadre —pensé entre malhumorado y risueño---. Adiós mi dormir al arrullo de la lluvia. “Nunca faltan encontrones cuando un pobre se divierte”—refunfuñé   repitiendo  a Martín Fierro.

Resignado a mi mala suerte y renegando de mí mismo preparé el sulky como para  afrontar la lluvia y salí.

—¡Qué lío! ¡Quién me habrá mandado a ofrecerme para llevarlos! —pensé enojado conmigo mismo. Pero la mano ya estaba en la trampa y no había más remedio que aceptar la realidad.

 Cuando llegué a la casa del vecino ya me estaban esperando. Acomodamos como se pudo a la mujer en el carruaje y partimos sin demora, adivinando la huella a la luz repentina de los relámpagos. Por suerte faltaba poco para el amanecer.

El camino era un barrizal resbaladizo pero como no era muy transitado se podía recorrer sin mucho problema. El problema era el viento y el arroyo amenazante.

Llegamos al arroyo cuando aún no había desbordado y podíamos vadearlo con alguna precaución. La corriente ya era intensa y pugnaba por arrastrar el carruaje  lanzando al agua a los temerarios pasajeros. Como no podía fallar, se cumplió la ley de Murphy: en medio del arroyo una ráfaga de viento venció la precaria estabilidad del sulky inclinándolo peligrosamente y arrancándole la capota, que desapareció al instante en la vorágine del río. Yo viajaba en el pescante;  no alcancé a sostenerme para evitar la caída y  fui a dar con mi osamenta en el arroyo. Por suerte pude  asirme de unos arbustos evitando que la corriente me arrastrara. Pero mi situación era precaria y no podría resistir mucho tiempo. Mientras tanto el vecino se desesperaba por  sacar el sulky del agua embravecida. La rama se rompió y sentí que me hundía. “Es mi fin”, me dije y me abandoné a la fuerza del destino. De pronto, cuando ya todo parecía perdido sentí que alguien me tiraba con fuerza del cabello. Abrí los ojos y vi  la orilla barrosa y una cara que me miraba preocupada. Era mi vecino,  que había acudido a socorrerme. Gracias a él estoy vivo.

No sé si por el susto o porque había llegado la hora, la mujer comenzó a tener trabajos de parto. Era evidente que no alcanzaríamos a llegar al pueblo antes de que naciera la criatura.

Volvimos al carruaje y nos dispusimos a afrontar lo que viniera. Le dije al vecino que manejara mientras yo me ocupaba del parto. No habíamos andado unas cuadras cuando se produjo el alumbramiento. Con lo poco que sabía me las arreglé para ayudar a la mujer;  por fortuna todo sucedió como la naturaleza lo tenía programado. Era un niño. Berreaba como si lo estuvieran matando. No era para menos. Llegaba al mundo de los hombres en medio de un temporal y bañado por una lluvia impiadosa.

 Llegamos al pueblo cuando ya era de día y nos dirigimos al hospital.  Me llamó la atención el inusual vacío de las calles. Todo estaba cerrado y en silencio.

 Llegamos al hospital: cerrado. En una de las puertas un cartel nos informaba la razón: “Paro general. Sólo se atienden emergencias por guardia”. Era un cartel mentiroso, porque  la guardia estaba desierta.

—Sonamos —le dije a mi vecino—. ¿Y ahora qué hacemos?

—Hay un sanatorio en la calle central. Tal vez ahí nos atiendan —contestó.

Hacia allá nos dirigimos. Por suerte estaba abierto. Nos atendió una recepcionista con cara de “¿tan temprano vienen a romper?”.

—¿Cobertura? —preguntó y comenzó a limarse las uñas con la seguridad de que no había tal cosa.

—Sí —contestó el vecino—. La traigo tapada con una frazada.

—Le pregunto si tiene seguro social.

—No; trabajo por cuenta propia.

—La atención cuesta quinientos pesos.

—Sólo tengo cincuenta que me pagaron por un trabajito de jardinería —dijo el vecino

—Entonces no la podremos atender —respondió como si fuera una computadora.

—Un momento. Yo me haré cargo de los gastos —tercié en la conversación  y me asombré de lo que estaba diciendo.

—Son quinientos por la consulta y quinientos más como garantía por si hay que internarla algunos  días —dijo la fulana como quien recita una letanía.

—Le pago quinientos y voy al banco a buscar los restantes. Tardaré un rato.

—No puede ser, porque hoy no hay bancos, por huelga —dijo con indiferencia.

—Le pago con tarjeta de crédito o de débito, la que prefiera.

—No es posible. Se cayó el sistema y los técnicos están de huelga.

—Le dejo en garantía este reloj que vale mucho más de quinientos pesos.

—No soy tasadora de relojes ni estoy autorizada a tomar objetos en garantía— objetó con frialdad y siguió limándose las uñas.

—A esta mina le emboco un sopapo en cualquier momento —pensé, pero me contuve y ensayé una nueva propuesta.

—¿Qué le parece si voy a buscar los quinientos pesos a mi casa? Tardaré un rato largo. Mientras, atiendan a la señora. Le doy mi palabra de que tendrán su dinero.

—Bueno, pero me tiene que firmar un pagaré. Cuando usted pague, se lo devuelvo.

 Firmé el documento y salí al viento y a la lluvia. Fui hasta la casa y volví con los benditos quinientos pesos. Una vez que había pagado, la fulana me informó que la vecina debía quedar internada porque había peligro de infección, dadas las condiciones del alumbramiento.

—Chau quinientos pesos —pensé con resignación y sin lamentos. Ni yo podía creer lo que estaba haciendo.

 Pasé a saludar a los vecinos y a ofrecerme para trasladar a la familia de regreso a su casa cuando le dieran el alta a la señora.

—Gracias, amigo. Le avisaremos. Por mi parte, cualquier cosa que necesite, dígame nomás — ofreció el vecino—. Yo me llamo Juan y mi mujer, María. Gracias por todo.

—No fue nada. Gracias a ustedes por confiar en mí aunque no me conocieran. A propósito, yo me llamo José.

—Lo conversé con mi mujer y nos gustaría que saliera de padrino. ¿Qué le parece?

—Con mucho gusto, Juan. Tendré que aprender el oficio.

 Volví a la casa al tranquito del caballo. Me sentía raro. ¿Era yo el que había hecho todo eso? Sentía  que algo, no sabía qué en ese momento, estaba cambiando.

El temporal había cesado y el sol volvía a brillar en el firmamento.


Gracias por tu amable atención

                                                                                    Raul Czejer

 

 
 

viernes, 11 de enero de 2013

Ideales, ¡go home!





"Lo preocupante no es la perversidad de los malvados sino la indiferencia de los buenos” Martin Luther King

 
Un día de esos en que lo inspiraban la genialidad y el delirio, Nietzsche proclamó la muerte de Dios a manos de los hombres y desató una caza de brujas que aún perdura. “Mueran los ideales. Viva el mundo real”, fue su lema y su programa. A la cabeza de una horda de abolladores de quimeras,  no dejó títere con cabeza y abolió  el mundo del más allá, decretando que la única realidad es el mundo y la vida del más acá.

 El “efecto Nietzsche” produjo una legión de corifeos que se dio a repetir sus ideas interpretándolas y aplicándolas como se le ocurría a cada uno y según su conveniencia. Uno tras otro fueron cayendo los ídolos con pies de barro con que se había ilusionado la modernidad que suplantaría al dios ya muerto: la patria, la ciencia, el progreso, la revolución, el socialismo, la democracia, la justicia, el deber, los principios, los derechos humanos…Hoy se ha acabado la orgía deconstructora y ya no queda nada en pie. Ya no hay ideales que justifiquen la vida y los hombres se encuentran  inmersos en un nihilismo sin precedentes. ¿Cómo hacer, entonces, para ser feliz, si ya no hay nada que valorice la vida?

Antes de que apareciera el “loco de Turín”  blandiendo  su martillo deconstructor, los hombres se ilusionaban con un mundo perfecto en el que no existirían las fealdades que hallamos en el mundo real y en nombre de tal mundo perfecto condenaban la vida presente como rastrera e indigna del hombre y la sacrificaban en su honor. Pero llegó Nietzsche e instaló una nueva ilusión: Vivir la eternidad en esta vida.

 “La vida tiene valor en sí misma y no necesita nada de fuera de ella para justificarse”, nos diría Herr Nietzsche. Hay que amar la vida como es. “Amar también lo feo, porque lo feo es necesario y es parte de la vida real”, decía, y rechazaba todo juicio peyorativo sobre la realidad emitido desde un punto de vista ideal.

 Siguiendo las huellas del profeta de Turín, André Compte Sponville nos aconseja “Esperar un poco menos, amar un poco más”: Amar la realidad tal como es en  el momento actual, sin añorar  paraísos perdidos ni desear mundos  mejores.  Porque la nostalgia de lo que ya no es y el anhelo de lo que aún no es nos dispersa en el tiempo y nos impide concentrarnos en vivir a fondo lo que tenemos entre manos, que es sólo la realidad presente, con sus luces y sombras.

 “La vida es eso que pasa a nuestro lado mientras estamos ocupados en otra cosa”, decía John Lennon.  ¿Qué será esa “otra cosa”? Es estar ocupado en luchar por utopías. Es negar la vida real en función de paraísos soñados. Es despreciar y rechazar la vida tal como es, con sus fealdades y miserias y aspirar a conjeturales nuevos cielos y nuevas tierras.
 
¿Suena lindo, no? Pero sospecho que la serpiente acecha bajo las  palabras bonitas.

 ¿Cómo le caería el consejo de amar la realidad tal como es a aquel que padece hambre y miseria? Tal vez nos diría “Vení vos y ponete en mi lugar. Después me contás si seguís pensando lo mismo”. No creo que ni Compte Sponville, ni Nietzsche, ni Lennon, ni los antiguos estoicos aceptarían dejar sus cómodas posiciones de burgueses satisfechos para abrazarse con amor al espanto de la indigencia.

 ¿Qué habría pasado con la humanidad si desde su aparición se hubiera ajustado al principio de amar la realidad tal como es? Se me hace que todavía viviríamos en las cavernas y de la caza y la pesca. Porque todas las mejoras en las condiciones de vida de la humanidad fueron anticipadas por la imaginación y el deseo de un mundo mejor y realizadas por los hombres capaces de sacrificio por el porvenir. Para vivir de la agricultura y dejarse de deambular de aquí para allá hubo que aprender a transformar la realidad insatisfactoria y a tener esperanza en que el futuro daría sus frutos. “Cuando siembra el hombre va llorando pero canta cuando recoge la cosecha”, leemos en los salmos de la Biblia. Llora porque no sabe cuál va ser el resultado de su sacrificio, pero tiene fe en la naturaleza de las cosas y espera la recompensa  por haber creído en el futuro.

Se me ocurre conjeturar, entonces,  que la prédica postmoderna de amar la realidad tal como es obedece al propósito inconfesado de desarmar los espíritus a fin de que cesen los reclamos, los conflictos, las exigencias, las indignaciones y acepte cada uno con alegría la suerte que le ha tocado.

O tal vez los espíritus se han desarmado por su cuenta y lo que hacen los corifeos del postmodernismo es sólo levantar acta de lo que pasa en nuestra sociedad decadente y presentarlo como lo que debe ser. Dirían: “La gente ya no cree ni aspira  a mundos mejores, y es bueno que así sea, porque serán más felices”.

 Si es verdad que la gente se ha bajado de los grandes relatos y sólo  se dedica a disfrutar la vida, ello se debe a las  decepciones que le han propinado esos mismos relatos. Pero eso no significa que todo relato deba ser decepcionante. La causa de la libertad y la felicidad de los seres humanos siempre será justificadora de una vida dedicada a promoverla, porque corresponde al deseo básico de todo ser humano. Pero la libertad y la felicidad no se consiguen con el abandono de las causas nobles, porque así la vida se queda sin sentido, y no es posible levantar el sinsentido mediante el mero disfrute de las cosas lindas  y la resignación ante las feas.

 Creo que esta valoración absoluta de la vida tal como es significa otro ídolo con pies de barro que viene a reemplazar a los valores derrumbados. Es sólo una nueva quimera. Porque la realidad es totalmente insatisfactoria, salvo en unos pocos momentos de felicidad en que parece que se abrieran las puertas del cielo. No por nada los hombres de todos los tiempos aspiraron a un mundo mejor, en el más acá o en el más allá. Los que creemos que debe ser en el más acá y en el más allá lo hacemos en vista de la radical finitud del mundo y de la historia que no puede satisfacer  la natural  aspiración al infinito que alienta el corazón del ser humano.

 Está reconocido por la filosofía de la existencia que el hombre es esencialmente un deber que se cumple  necesariamente. Ese deber  consiste en crear un mundo cada vez más humano mediante la realización histórica de los valores trascendentes. Si por su decisión deja de hacerlo y se dedica a disfrutar la vida, crea de todos modos un mundo, pero inhumano, porque deja que reine la opresión o que los niños se mueran de hambre u otras canalladas por el estilo.

Si el hombre es esencialmente un deber, es inmoral  que pretenda vivir encerrado en la realidad factual aceptándola tal como es, porque el deber del hombre es hacer que algo valioso suceda en el mundo. Si se encierra en la realidad, deja de lado su humanidad y se convierte en un cerdo contento con su chiquero.

 Me parece que la propuesta de aceptar la realidad tal como es se puede dar la mano con aquellos que dicen que la historia se terminó. Ambas miradas son sospechosas de promover la aceptación del estado de cosas flagrantemente injusto que significa la civilización capitalista.

 “El mundo que tenemos es el mejor de los mundos posibles”, decía Leibniz. ¿Para qué andar imaginando cambios? Todo cambio sería para peor.

 Yo prefiero seguir el consejo de Francisco de Asís: “Dame resignación para aceptar las cosas que no se pueden cambiar, valor para cambiar las que se deben cambiar y sabiduría para distinguir unas de otras”.

Gracias por tu amable atención.

                                                                           Raúl Czejer


"Yo amo los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles", dice Antonio Machado. Su amor a los mundos ideales lo alentó  a comprometerse con la lucha por el cambio de la realidad.