domingo, 21 de agosto de 2011

Camino a la felicidad




Buscando el bien de nuestros semejantes, encontramos el nuestro (Platón)


por En Positivo el Lunes, agosto 8, 2011


¿Sabemos lo que nos motiva?
Cuanto más aprendemos, más evolucionamos. Cada uno de nosotros se encuentra a sí mismo en su propio proceso evolutivo en el que cambian necesidades y motivaciones.
Para la gran mayoría de culturas milenarias, la mariposa representa la metamorfosis. Lo cierto es que la ciencia contemporánea ha comprobado que es el único ser vivo capaz de modificar totalmente su estructura genética. El ADN de la oruga que se envuelve en la crisálida es diferente al de la mariposa que sale de él. De ahí que este proceso natural se haya convertido en el símbolo del cambio y la transformación.

Y entonces, ¿qué es mejor? ¿La oruga, la crisálida o la mariposa? No hay mejor ni peor. Simplemente son diferentes estadios en el camino de la evolución. Y por estadios nos referimos a “las etapas o fases que forman parte de cualquier proceso de desarrollo o transformación”. Lo mismo sucede con la especie humana. Cada uno de nosotros se encuentra en un estadio evolutivo que no es ni mejor ni peor que el del resto de seres humanos.

Como las orugas, estamos llamados a seguir un proceso natural de evolución. Se realiza por medio del aprendizaje que podemos extraer de nuestras experiencias. Consciente o inconscientemente, todos avanzamos a nuestro propio ritmo y siguiendo nuestras propias pautas. Eso sí, muchos solemos quedarnos estancados en alguna fase de este camino de aprendizaje, sin convertirnos en quienes podríamos llegar a ser.

LA ESPIRAL DE LA MADUREZ


“Resistirse al cambio es ir en contra del fluir natural de la vida”
(León Tolstói)


Este proceso evolutivo no tiene nada ver con la edad física, sino con la madurez psicológica. Se sabe de individuos que al llegar a la edad adulta siguen adoptando actitudes y conductas infantiles y adolescentes. Y también de jóvenes que han asumido las riendas de su vida, dejando de culpar a los demás por las consecuencias que tienen sus decisiones y sus actos.

Cuanto menor es nuestra evolución, más egocéntricos, victimistas, ignorantes e inconscientes somos. Y como consecuencia, más sufrimos, luchamos y entramos en conflicto con los demás. Por el contrario, cuanto mayor es nuestra evolución, más altruistas, responsables, sabios y conscientes somos. Y por ende, más felices nos sentimos y mayor es nuestra capacidad de amar y de servir a los demás. A este proceso de cambio se le conoce como “la espiral de la madurez”. En la medida que aprendemos de nuestros errores, vamos avanzando por el camino que nos permite convertirnos en la mejor versión de nosotros mismos.

LA PIRÁMIDE DE MASLOW


“La satisfacción de una necesidad crea otra” (Abraham Maslow)


Según la pirámide de Maslow -creada por el psicólogo humanista Abraham Maslow-, los seres humanos compartimos necesidades que dan lugar a motivaciones. La principal es nuestra necesidad de “supervivencia física”, que incluye motivaciones fisiológicas, de protección y de seguridad. A nivel emocional, también necesitamos mantener “relaciones sociales” con otros seres humanos. En este punto, nuestra motivación consiste en compartir tiempo y espacio con personas cuyas creencias, valores, prioridades y aspiraciones sean similares a las nuestras. Por eso solemos agruparnos en familias, cultivar vínculos de amistad o formar parte de organizaciones sociales, profesionales, políticas, religiosas… Queremos pertenecer a un colectivo con el que sentirnos identificados.

En este sentido, también buscamos ser queridos y aceptados. Está en juego la valoración que los demás tienen de nosotros. Y es precisamente esta necesidad la que nos mueve a diferenciarnos emocionalmente del resto de miembros que componen nuestro grupo social, construyendo nuestra propia personalidad. Y puesto que solemos asociar lo que somos con lo que tenemos, y lo que tenemos con lo que valemos, en general basamos nuestra autoestima en aspectos externos como el estatus, el poder, la riqueza material, el éxito o la belleza.

EL ‘CLIC EVOLUTIVO’


“Las cosas no cambian, cambiamos nosotros”. (Henry David Thoreau)


Todas estas necesidades -de supervivencia física, de relaciones sociales y de valoración- gozan de protagonismo en nuestra existencia cuando nos guiamos por nuestro instinto de conservación físico y emocional. No en vano, la función del egocentrismo es garantizar nuestra preservación como seres humanos. De ahí que nos lleve a fijar el foco de atención en cuestiones externas, orientándonos a saciar nuestro propio interés. Eso sí, en la medida que vamos cubriendo estas necesidades se produce un punto de inflexión. Un clic evolutivo que provoca la aparición de nuevas necesidades y motivaciones. De pronto surge la necesidad de autoconocimiento. Principalmente porque intuimos que más allá de nuestro falso concepto de identidad -la máscara creada con las creencias con las que hemos sido condicionados por la sociedad- podemos reconectar con nuestra esencia.

En base a esta nueva necesidad, nuestra mayor motivación consiste en orientarnos a la transformación. De ahí que empecemos a centrar la mirada en nuestro interior. Así comprendemos que nuestra autoestima no tiene nada que ver con los aspectos externos, sino con la valoración que tenemos de nosotros mismos. Al respetarnos y amarnos, comenzamos a cultivar una serie de fortalezas como la humildad, la confianza y la libertad. El signo más evidente de que vivimos desde nuestra verdadera esencia es que ya no dependemos de lo que piensen los demás ni perdemos el tiempo alimentando miedos e inseguridades. Confiamos en la vida. La pregunta que aparece es: “¿Para qué estamos aquí?”.

ORIENTACIÓN AL BIEN COMÚN


“Buscando el bien de nuestros semejantes encontramos el nuestro” (Platón)


Con la finalidad de encontrar nuestro lugar en el mundo, iniciamos una búsqueda personal que nos abre las puertas a lo desconocido. De pronto sentimos la necesidad de entrenar el músculo del altruismo, encaminando nuestra existencia hacia el bien común. Así es como surge la motivación de trascendencia. Ya no pensamos en términos de empleo o de carrera profesional. Lo que buscamos es alinearnos con una misión que vaya más allá de nosotros mismos.

Al habernos resuelto emocionalmente, ya no nos movemos desde la carencia, sino desde la abundancia. Y esta nos inspira a entrar en la vida de los demás con vocación de servicio. Nuestra motivación es ser útiles. Así comprendemos que nosotros no somos lo más importante, sino lo que ocurre a través nuestro. Es entonces cuando amamos lo que hacemos y hacemos lo que amamos. En este estadio evolutivo surge la última de las necesidades humanas: la de unidad. Ya no solo aceptamos y respetamos al resto de seres humanos tal y como son, sino que extendemos este respeto a la naturaleza y al resto de seres vivos. Si bien pensamos de forma global, actuamos localmente. Por medio de esta conciencia ecológica hacemos lo posible para que nuestro paso por la vida deje tras de sí una huella útil, amorosa y sostenible.

El valor de un ser humano
Un joven discípulo preguntó a su maestro: “¿Cuál es el valor de un ser humano?”. El sabio sacó un diamante del bolsillo y le dijo: “Ofrece esta piedra a diferentes comerciantes del mercado y me cuentas qué tal te ha ido”. Primero entró en una frutería, y el frutero le dijo: “Te lo cambio por un racimo de uvas”. Más tarde, un carpintero le dijo: “Te ofrezco tres trozos de madera”. Fue a una bisutería, donde le cambiarían cien monedas de oro. Y finalmente, el discípulo visitó la mejor joyería de la ciudad. El joyero afirmó: “Me encantaría poder comprártelo. Pero este diamante es tan valioso que no tiene precio”.

El joven regresó con la piedra preciosa y le explicó a su maestro lo que le acababa de ocurrir. Sonriente, el sabio concluyó: “Al igual que sucede con esta piedra, para el que sabe ver, el valor de un ser humano es inconmensurable”.

Borja Vilaseca.
Fuente: El País Semanal



Desiderata (Max Ehrmann)


Anda plácidamente entre el ruido y la
prisa, y recuerda que paz puede haber en el
silencio. Vive en buenos términos con todas
las personas, todo lo que puedas sin rendirte.
Di tu verdad tranquila y claramente; escucha a
los demás, incluso al aburrido y al ignorante,
ellos también tienen su historia. Evita las
personas ruidosas y agresivas, sin vejaciones al
espíritu. Si te comparas con otros puedes
volverte vanidoso y amargo porque siempre
habrá personas más grandes y más pequeñas
que tú. Disfruta de tus logros así como de tus
planes. Mantén el interés en tu propia carrera,
aunque sea humilde; es una verdadera posesión
en las cambiantes fortunas del tiempo.
Usa la precaución en tus negocios porque el
mundo está lleno de trampas. Pero no por eso
te ciegues a la virtud que pueda existir; mucha
gente lucha por altos ideales y en todas partes
la vida está llena de heroísmo. Se tú mismo.
Especialmente no finjas afectos. Tampoco
seas cínico respecto del amor; porque frente a
toda aridez y desencanto el amor es perenne
como la hierba. Recoge mansamente el consejo
de los años, renunciando graciosamente a
las cosas de juventud. Nutre tu fuerza espiritual
para que te proteja en la desgracia repentina.
Pero no te angusties con fantasías.
Muchos temores nacen de la fatiga y la soledad.
Junto con una sana disciplina, se amable contigo
mismo. Tú eres una criatura del universo, no
menos que los árboles y las estrellas; tú tienes
derecho a estar aquí. Y te resulte evidente o no,
sin duda el universo se desenvuelve como debe.
Por lo tanto, mantente en paz con Dios, de
cualquier modo que lo concibas y cualesquiera
sean tus trabajos y aspiraciones, mantén, en la
ruidosa confusión, paz con tu alma. Con todas
sus farsas, trabajos y sueños rotos, este sigue
siendo un mundo hermoso. Ten cuidado.
Esfuérzate en ser feliz.
 

 
Gracias a Grupo Educativo Presencias. Buenos Aires

miércoles, 17 de agosto de 2011

Sueños de libertad

                                                 
                                    
La libertad en el bote de la basura

Dejó a un costado el libro que había estado leyendo bajo un sauce llorón poblado de trinos, en una isla lejana del Delta, casi llegando a los Bajos del Temor, donde sólo los pescadores más audaces se atreven a adentrarse en sus aguas. Solía ir a esa isla cuando quería desprenderse del ajetreo de la ciudad para concentrarse en la lectura  de algún escritor que le ayudara a entender el significado de lo que estaba aconteciendo. Allí, en esa quietud que dejaba oír el rumor del agua, tenía la oportunidad de pensar.

Acababa de leer  “El crepúsculo del deber” y estaba deslumbrado. ¡Al fin se sentía liberado de la tiranía de la obligación!

—¿Por qué tengo que vivir regido por reglas? ¿No es la libertad mi condición y tarea esencial? —se preguntaba, sabiendo ya la respuesta.

Sintiéndose desligado de lo que juzgó como prejuicio moralista, decidió vivir como se le daba la gana. Y como hacía calor y le molestaba la ropa, se la quitó y la colgó de la rama de un ceibo, como proclama de libertad. Así, totalmente desnudo, se sintió una parte más de la naturaleza. Tal era su contento que se puso a  brincar como un cabrito.

El ruido de  un motor lo sacó de su sueño de libertad. Era la lancha de la Prefectura

—Señor —le decía alguien por un altavoz—, usted no puede andar desnudo; va contra la ley. Por favor, vístase.

Pero Ambrosio no estaba dispuesto a volver a sujetarse a órdenes y prohibiciones, así que  lo vistieron a la fuerza y fue a dar con su humanidad a la cárcel, acusado de exhibiciones obscenas. Allí volvió a desvestirse, protestando que él era libre de andar como se le ocurriera. No hubo más remedio que atarle las manos tras la espalda.

Llevado ante el juez, alegó que podía hacer y decir lo que quisiese, porque para eso era libre. Que en ese mismo momento se le estaba ocurriendo decir que usted, señor juez, tiene una cara de orto que se cae de madura, que esa es mi verdad y no tengo por qué ocultarla, y por eso se la estoy diciendo sinceramente y con todo respeto, sabiendo que con la verdad no ofendo ni temo.

Condenado  por exhibicionismo y desacato,  Ambrosio meditaba  las razones que lo habían llevado a esa situación.                                                                              .

—¿Qué delito he cometido? —se preguntaba—. ¿No es que ser humano es ser libre? Yo sólo he pretendido vivir como tal y me han reducido a la condición de fiera enjaulada. ¿O es que la libertad es puro cuento? ¿En qué me equivoqué?

Como tenía todo el tiempo del mundo a su disposición, se propuso leer qué habían pensado otros hombres sobre el tema, a ver si hallaba alguna claridad.

Leyó y leyó, y cada página y cada autor que pasaba más se embrollaba y menos entendía. Las opiniones  se contradecían y parecía que la libertad quedaba reducida a
una quimera. No alcanzaba a ver la salida de su laberinto por más que se pasara las horas cavilando. Pensó, entonces, que la libertad tal vez no existía y que sólo se trataba de una bella ilusión propia de tiempos en que no se tenía conciencia del límite. Se fue haciendo a la idea de que la libertad humana se resiente de cierta impotencia, por lo que la bandera de la independencia absoluta no tenía sentido y debía ser abandonada como emblema de una empresa descabellada: Eran tantas las influencias que sufría el sujeto que pretender determinarse en forma totalmente libre parecía una locura.
En una página de Internet había leído que uno mismo pulsa las cuerdas de su vida, pero sospechaba que se trataba de una ilusión y que en realidad uno es interpretado por quién sabe quien y vaya uno a saber según qué partitura.

No estaba solo en su celda. Compartía el reducido espacio que le tocó en suerte con dos hombres: Uno ya entrado en años que pasaba las interminables horas de prisión leyendo gruesos volúmenes que le prestaban en la biblioteca. El otro, más joven, tirado en la cucheta dormía la mayor parte del tiempo, o parecía que dormía. Respondía al nombre de Aurelio y estaba preso por sabotear la antena de televisión que una empresa de cable había levantado en el pueblo. Ambrosio observó que el más viejo tenía entre manos un libro  cuyo título le llamó la atención: “Poder y libertad en la sociedad postmoderna”. Y que sobre el banco había dejado otro, que decía en su tapa: “Poder y contrapoder en la era global”.  Le pareció que el asunto tenía que ver con su problema y que tal vez su compañero lo podría ayudar. “El diablo sabe por diablo…”, se decía como para justificarse.

—Perdone que lo interrumpa, don Anastasio —tal era el nombre del viejo—. Veo que está interesado en el tema  de la libertad en relación con el poder. Si no es molestia, me gustaría conversar sobre ese  asunto.

—Descuide. Vea, mi amigo —dijo el viejo con tranquilidad—, en cuestión de libertad y de poder hay mucho discutido  pero muy  poco acordado. Yo solamente puedo darle mi opinión. ¿Y por qué le interesa el tema?

—Mire, para ser preciso voy a referirle brevemente los motivos de mi condena.

Ambrosio contó entonces cómo había llegado a la situación en que se encontraba, mientras el viejo lo escuchaba con toda atención. Cuando concluyó el relato, Anastasio carraspeó,  limpió sus anteojos mientras  pensaba una respuesta y dijo, como dictando una sentencia:

—Por lo que usted me contó de su condena, yo creo que está preso por trasnochado, pelotudo y salame

—¡No le permito! —vociferó Ambrosio, irguiéndose y blandiendo la banqueta con la evidente intención de desarmarla contra la testa calva del viejo.

 —¡Espere, espere! Antes de tirarme la banqueta por la cabeza, escuche mis razones; me complacería que lo discutamos. ¡No sea tan cabrero, caramba! Si no le caen bien  esas palabras  lo puedo  llamar romántico, pusilánime e ingenuo, que suena más lindo.

—Tampoco me tome el pelo —protestó Ambrosio.

—Si a usted le parece,  yo le haré algunas preguntas como para empezar la charla, y luego veremos qué va saliendo —propuso el viejo en tono conciliatorio.

—Bueno, bueno —respondió Ambrosio con la expectativa de aclarar sus ideas, volviendo a sentarse y aguantando estoicamente los calificativos.

—Dígame, don Ambrosio, ¿para qué quiere ser libre?

—¿Cómo para qué? Para vivir como un ser humano, no como un animal —contestó Ambrosio, casi con fastidio.

—Según algunos, la libertad es como una maldición para el ser humano, que lo obliga a tener que decidir a cada instante para dónde rumbear; piensan que viviríamos mejor si todo ya estuviera decidido. No experimentaríamos la angustia ante el riesgo de equivocarnos ni nos imputarían los errores.

—Pero en ese caso seríamos como autómatas programados desde el inicio hasta el fin.

—¿Pero usted está seguro de que viviendo libre va ser más feliz?

—¿Y usted cree que viviendo como un animal va a ser más feliz? —retrucó Ambrosio.

—Los animales parecen estar muy satisfechos en su corral. Y la mayoría de la gente parece estar conforme con obedecer  sin chistar para evitar  problemas con los que mandan. Siguen el consejo del Viejo Vizcacha: “Hacete amigo del juez, no le des de que quejarse”.

—¿Cómo pueden sentirse felices viviendo en la sumisión?

—Les basta para ser felices con su ración diaria de entretenimiento. La libertad les molesta porque los obliga a pensar. Usted sabe que es más cómodo no pensar y dejar a otros las decisiones.

—Me parece una actitud indigna de un hombre; es comportarse como un títere.

—¡Bravo! Totalmente de acuerdo —exclamó Aurelio, demostrando que no estaba dormido y que seguía la conversación

—Además, se sienten inseguros si los demás también son libres —continuó Anastasio—. Están más tranquilos si hay muchos controles y limitaciones que lo protejan del peligro del otro y de sus propios errores.

—Mire, amigo, yo sigo creyendo que la libertad es el bien más precioso del hombre, aunque nadie más lo crea, y que hay que sacrificarlo todo para conseguirla. Libres, aunque andemos en pelotas, como decía San Martín.

—Pero en tiempos de San Martín todos amaban la libertad y se jugaban por ella, y los que morían por la libertad eran venerados como héroes Hoy debería decir: “Libre, aunque la mayoría de los hombres esté en otra cosa”.

—A mí no me interesa lo que hagan los demás: no quiero ser otra oveja del rebaño.

—Entonces tiene que estar dispuesto a crucificarse por la libertad, ante la mirada indiferente de la gente. Y clavar en su cruz  un cartel que diga: “crucificado y abandonado, pero libre”.

—Yo sigo creyendo que es mejor morir de pie que vivir de rodillas, como dijo alguien.

—Estoy de acuerdo con ésa —terció Aurelio—. Por eso estoy aquí.

—Por suerte o por desgracia, no estará solo en el calvario —continuó Anastasio—. Le pinto una escena imaginaria: ¿Ve ése que está  aquí? Puso su esperanza en la justicia. Aquél otro, creyó en la igualdad. El de más allá, se jugó por la lealtad. ¿Ve aquél de más arriba? Creyó en el amor. La gente, en tanto, mira el espectáculo, menea la cabeza y exclama: “¡Qué ilusos! Veamos si la justicia,  la igualdad,  la lealtad o el amor  vienen a bajarlos de la cruz”

—Como usted dijo, tal vez yo sea un trasnochado que sigue persiguiendo algo que los demás han arrumbado en el desván de los trastos en desuso. Pero es mi naturaleza y no la voy a traicionar a esta altura de mi vida.

—No vaya a creer que yo considere como meras utopías a todos los valores por los que antaño se jugaba la gente. No, no. Por el contrario, creo que todavía quedan causas que defender en el mundo.

—Pero usted dice que ya nadie se juega por una causa

—Así es. Creo que la crítica moderna se ha dedicado tanto a  desencantar el mundo que la gente ya no cree en nada que merezca el sacrificio de la vida. El hombre se ha quedado sin corazón  porque el corazón se quedó sin pasiones ¿Recuerda aquel poemita de Antonio Machado?

“En el corazón tenía la espina de una pasión; logré arrancármela un día: Ya no siento el corazón”

—Pero dígame, don Anastasio, de amores y corazones se habla por todos lados. Hasta hay un día de los enamorados… ¿Cómo dice que el hombre perdió el corazón?

—Tiene razón. Diría entonces que lo ha reducido a una sola dimensión.

—¿Quiere decir que la gente ya no desea otra cosa más allá de lo material y sensible?

—Tal cual. Esta realidad es la que relevan los pensadores actuales y es la que ha desmovilizado a los hombres y los ha reducido a mansos corderos que son llevados al matadero. Es, además, la que conviene al poder global. Y los  románticos utópicos como usted que aún viven persiguiendo  valores ideales están solos como Jesús en la cruz.

—Y usted, ¿dónde se para?, si me permite la pregunta.

—Yo miro lo que pasa y lo lamento, porque también soy un trasnochado; pero tengo la esperanza de que el hombre algún día saldrá de este marasmo y recuperará el corazón. Y de que habrá nuevos cielos por los que jugarse la vida.

—¿Y en qué basa su esperanza, porque el panorama que me pintó es bien sombrío?

—En que muchas personas, cada vez más, se sacrifican por otras personas concretas, que tienen  nombre y apellido, y un dolor o una necesidad. Eso me dice que aún queda un resto de corazón en el ser humano. Ya volverán los valores ideales a ser amados por el hombre.

—Ah, menos mal. Ya estaba creyendo que me había topado con alguien escéptico, cínico y amargado —suspiró  Ambrosio más animado.




La libertad en el barro de la vida

Anastasio quedó un instante pensativo. Se levantó, caminó unos pasos como para desentumecer las piernas, pues ya era un hombre viejo, y volvió a sentarse frente a Ambrosio, que lo miraba con expectación.

—¿Qué es para usted la libertad? —disparó sin anestesia y a quemarropa el viejo.

—La posibilidad de hacer lo que a uno se le da la gana, por supuesto —contestó Ambrosio, muy seguro de sí mismo y sin amilanarse ante la pregunta.

—Bueno, mire, no lo dé por supuesto. Hacer lo que a uno se le da la gana es justamente lo contrario a la libertad. La libertad es algo muy distinto, según mi parecer, que no es compartido por todos, por supuesto —sentenció Anastasio.

—No le comprendo bien. ¿Usted dice que la libertad no es esa facultad de hacer lo que nos dé la gana, sea bueno o sea malo? —preguntó Ambrosio intrigado

—Digo que es contrario a  lo que es el obrar propio del ser humano como distinto de las cosas y de los animales, de cualquier clase.

—Si me lo aclara…—dijo Ambrosio, preguntándose  en secreto: “¿A dónde quiere llegar este viejo? ¿No estará un poco chiflado de tanto leer?”

—Vea, las cosas están preprogramadas de modo que no pueden salirse de allí y los impulsos manejan al animal —continuó Anastasio, con aires de solvencia, aparentando que sabía de qué hablaba

—¿?

—Pero los humanos tenemos la posibilidad de liberarnos del poder de nuestros impulsos y pasiones. Eso es ser libre de nosotros mismos. Es el primer paso en el camino a la libertad.

Vea, don Ambrosio, las cosas obedecen ciega e inexorablemente a su naturaleza. Los humanos, en cambio, somos un bicho raro, porque podemos contrariar a la naturaleza y crear una vida y una historia distintas de las que nos impondría la naturaleza, al menos en parte. Esta capacidad de creación es propiamente la libertad. Es un margen de maniobra que nos permite ser nosotros mismos y crear nuestra propia historia, personal y social, nuestra vida, diría. 

—¿Cómo, por qué medio creamos nuestra vida?

—Por medio de nuestros actos. “Tú vives en tus actos”, dijo alguien.

—A ver si lo entiendo: ¿Con todo lo que hacemos vamos creando nuestra vida?

—No. Sólo con los actos que han nacido de nosotros mismos.

—Bueno, es que todos nuestros actos nacen de nosotros; por eso son “nuestros”.

—¿Usted lo cree? Le pongo un ejemplo extremo, a ver si me explico: Un automovilista borracho atropella y mata a una mujer y a su hijito. ¿Su acto salió de él mismo o de su borrachera? ¿No es un acto estúpido que nació de la estupidez?

—No puedo menos de admitir que nació de su estupidez, porque en esa circunstancia no tenía el control de lo que estaba haciendo.

—Exactamente. Y aquí quería llegar. La libertad individual nos posibilita controlar nuestros actos y dejar salir sólo los que nosotros queremos, pero esta capacidad está muy condicionada, entorpecida o limitada por múltiples factores. En este caso, por el alcohol.

—¿Quiere decir que si no controlamos los actos que realizamos ellos no son propiamente nuestros?

—Tal cual. Y en la medida que no lo hacemos, no vivimos, sino que nos viven

—¿Cómo que “nos” viven?

—Viven otros, los vivillos, usándonos a nosotros como instrumentos, quiero decir, a todo aquel que no es dueño de sus actos. Si me permite un lenguaje vulgar, nos forrean. En el caso del ejemplo, los que promocionan el consumo desmedido de alcohol con la promesa de que en las copas encontraremosla “felicidad”,por decir una palabra abarcadora

—¿A qué se refiere cuando habla de “múltiples factores” que limitarían o impedirían el ejercicio de la libertad?

—Hay factores internos y externos. La ignorancia (por eso alguien dijo “la verdad os hará libres”); los impulsos animales que son propios de nuestra condición de tales; las motivaciones inconcientes; los prejuicios; las pasiones propiamente humanas…Son factores internos, porque obran desde el interior del sujeto. ¿Recuerda la leyenda de Ulises y las Sirenas?

—Sí. Pero, ¿qué tiene que ver con todo esto?

—Ulises sabía que si oían el canto de las sirenas,estaban perdidos; no podrían dominar el impulso de ir hacia ellas aunque supieran que se estrellarían contra las rocas. No quiso renunciar al placer de oirlas, pero tomó las precauciones para cuando su libertad fuera anulada por la pasión.

—¿Cómo es eso de “contrariar a la naturaleza”? La verdad que no lo veo claro

—Mire, le pongo un ejemplo: Usted sabe que en la naturaleza rige la ley de la selección natural, por la que los individuos más aptos sobreviven y los débiles son eliminados, con lo cual la especie se ve fortalecida. Es un mandato natural que rige también para la vida humana. Pero dijimos que el hombre es un bicho raro y es libre de obedecer este mandato o no, según su parecer. Frente a este mandato natural, el hombre tiene la posibilidad de adoptar tres actitudes básicas: O deja al instinto correr, adoptando una conducta indiferente ante los más débiles y contribuyendo a instaurar la cultura del “sálvese quien pueda” —darwinismo social, lo llaman—, o crea una conducta distinta que signifique, o solidaridad con los más débiles, o liquidación de los más débiles. Las tres son distintas creaciones culturales que nacen de que el ser humano excede a la naturaleza.

—¿Usted me está tomando el pelo? ¿Liquidar a los más débiles es también una creación cultural?

—Sí. Es la cultura del genocidio, en la que los fuertes programan, ejecutan o consienten la eliminación de los débiles porque, dicen, degeneran a la humanidad o son un estorbo para la vida feliz. Aunque le parezca increíble, esta cultura existió y existe, defendida por publicitados “pensadores”, institucionalizada en políticas o encarnada en actitudes y comportamientos que se han hecho hábitos, como la discriminación ¿Se acuerda de Hitler? ¿Y de Nietzsche? ¿Se enteró de qué hacían los espartanos con los niños deformes? No sé qué pensará usted, pero ¿el aborto intencional no es algo semejante?

—No sé; al respecto tengo mis dudas. Pero volviendo al tema, dejar correr a la selección natural ¿es también una creación cultural? Parece más bien una animalada…

__Parece, pero véalo de esta manera. Alguien dijo que los seres humanos estamos condenados a ser libres, es decir, a elegir un modo de vida u otro. Pues bien, ante la ley de la selección natural, no podemos no elegir, porque aunque no hiciéramos nada, estaríamos optando por dejar a la naturaleza correr y estaríamos permitiendo que se establezca la cultura de la muerte de los débiles y de su explotación por los más fuertes. Alguien dijo, con razón, “Siempre somos responsables de lo que no tratamos de impedir”

—En ese caso, ¿qué pasaría con los más débiles?

—Abandonados a su suerte, serían esclavizados por los poderosos y no tendrían oportunidad de sobrevivir; quedarían eliminados por selección natural

—¿Cómo es eso?

—El fuerte sobrevive y el débil desaparece. Es dejar en libertad a la prepotencia del “hombre lobo para el hombre” o de las “aves de rapiña” y de la “bestia rubia” que preconizaba Nietzsche

—Parece cruel, ¿no?

—Natural, diría yo. El gato no es cruel porque se coma al ratón. Muchos piensan que hay que dejar correr a la naturaleza, sin interferir, ni para bien ni para mal. Que la naturaleza es sabia. Así, por ejemplo, en economía, hay que dejar que los mercados se conduzcan naturalmente, sin intervenir con políticas “distorsivas”. Si el rico se come al pobre, es ley natural y no hay nada que lamentar.

—Pero dígame, si los ricos se comen a todos los pobres, ¿a quiénes van a aprovechar después?

—No, mi amigo. Los gatos no se comen a todos los ratones. Dejan que siempre haya ratones para cazar. Del mismo modo, los ricos dejan que los pobres tengan un ingreso de subsistencia, para que puedan seguir produciendo para ellos. Los pobres que se mueren, bueno, son daños colaterales.

—Usted mencionó una cultura de la solidaridad, ¿cómo sería eso?

—Contrarrestar a la naturaleza se puede hacer de dos maneras: Obstaculizando o ayudando a la autoconstrucción de sí mismo y de los otros seres humanos.

—No lo veo muy claro…
—Vea, retomemos el ejemplo de la selección natural. Si dejo actuar a la naturaleza, en mí mismo y en los demás, colaboro en crear un mundo en que el pez gordo se come a los peces chicos, pero sin acabar con ellos. Si decido ser más duro que la naturaleza, contribuyo a crear un mundo en que los poderosos explotan o eliminan a los débiles, por pura perversidad. Pero si decido poner un freno a esa tendencia natural, contribuyo a crear un mundo en que, en lugar de que los fuertes se aprovechen de los débiles, los ayuden a vivir su vida con más plenitud.
—¿Cómo se practicaría en concreto ese freno a la selección natural?

—Primero hay que vencerse a sí mismo y luego adquirir la cultura de la solidaridad.

—¿Qué es eso de vencerse a sí mismo?

—Superar nuestro egoísmo y resistir a nuestra prepotencia natural que nos lleva a imponernos al otro, a dominarlo y explotarlo. No es fácil. Como dice el proverbio: “La cabra tira al monte".
Los humanos tendemos a dominar a los demás; ése es el programa ínsito en nuestro ser, que nos impulsa a imponernos a los más débiles. En la naturaleza impera la ley del gallinero: el de más arriba jode al de más abajo. La otra opción es la cultura de la solidaridad.
—¿Cultura de la solidaridad? No me queda claro.

—Ponernos a disposición del otro, sacrificando nuestro egoísmo. Solidario es el que asume la causa del débil como si fuera propia y obra en consecuencia. Es la cultura en que los fuertes se hacen cargo de los débiles.


—Todo eso está bien, pero no veo qué tiene que ver con mi supuesto “atolondramiento” y “pelotudez”

—Lo llamé “atolondrado” porque usted no evaluó las consecuencias de su acción antes de lanzar su exabrupto. Los demás no tienen por qué tolerar sus “ganas”.

—Bueno, bueno, pero lo de “pelotudo” me parece exagerado…

—Mire, sinceramente, si hubiera un campeonato mundial de pelotudos, usted se lo ganaría de punta a punta.

—¡Cómo se atreve! ¡Esto ya pasa de castaño oscuro, carajo!

—Bueno, si no le gusta el término, lo puedo llamar“imbécil”

—¡Mire, me lo fundamenta o aquí nomás lo acogoto!

—Imbécil es el que actúa estúpidamente, es decir con escasa inteligencia. Pues bien, ahora dígame. ¿Actuó usted con inteligencia o arremetió como un bruto, dominado por sus “ganas"
__Tenía ganas de decírselo y se lo dije

__Por eso le dije que usted actuó como un bruto impulsivo. Usted tuvo ganas de enrostrarle al juez el mote de “cara de orto” y lo largó nomás al aire como quien larga un eructo en público, haciendo al magistrado el hazmerreír de todo el tribunal.
—Bueno, visto de esa manera, tiene usted un poco de razón. ¡Pero es que el tipo tenía una cara que no me pude resistir! —exclamó Ambrosio entre risas.

—A eso lo llamo yo ser un impulsivo y falto de libertad: No saber controlarse. Justamente es la libertad es la que nos capacita para controlar nuestros impulsos y no dejarlos salir sin ton ni son

—¿Y por qué me tengo que controlar? ¿No es mejor dejar que las ganas sigan su curso? He leído por ahí que si me reprimo y me reprimo a la larga me enfermo.

—Porque si usted no se controla va a causar daño a otros y éstos se van a ocupar de controlarlo, a las buenas o a las malas. Vea dónde está por no saber contener sus ganas. Imagínese dónde estaría si le hubiese dado ganas de tocarle la cola a la secretaria del tribunal ¡Tal vez en el hospital con el ojo en compota!

—Bueno, la verdad que la mina era un camión; pero no, no se me ocurrió.

—Usted demostró falta de carácter, de personalidad, como se dice. Se dejó manejar por sus ganas. A mi juicio, dejarse manejar es ser un pelotudo, o un sometido, si le ofende menos este término

—¿Es como ser un pollerudo?

—Exacto. Pollerudo es una especie de sometido. Hay muchas formas de ser un sometido, tantas como cosas que nos pueden manejar, internas y externas.

—¡A mí no me maneja nadie! —protestó Ambrosio.

—Mire, mi amigo, se sorprendería de  saber cuántas cosas nos manejan o pretenden hacerlo. Empezando por los medios de comunicación, la publicidad y un largo etcétera.

—Bueno, admito que muchas veces no he sabido dominarme. Pero dígame, ¿por qué me llamó salame? Todavía lo tengo acá, mire —dijo Ambrosio señalando su garguero y con aire de enojado

—Por varias razones, pero no se preocupe, que los salames abundan.

—Estoy de acuerdo. Ejemplo a la vista: Aurelio —dijo el más joven, señalándose a sí mismo.

—Vea, usted se dejó dominar por sus impulsos  —continuó Anastasio— pero se animó a ser independiente ante las normas sociales. Y chocó con el poder. Su independencia molestó a la justicia, que no perdonó su atrevimiento

—¡¿Ve, ve?! Yo no soy ningún sometido, porque me atreví a enfrentar al poder…—exclamó con vehemencia Ambrosio.

—Veamos. Usted se dejó manejar por sus ganas; en ese sentido creo que es un sometido. Por su parte, en relación con el poder, es un atolondrado temerario que no midió con qué fuerzas debía confrontar.

—Bueno, bueno, ya entendí…tampoco exageremos —protestó Ambrosio.

—No se preocupe, que en todas partes se cuecen habas…ya le dije

—¿Para ser libre en la vida social hay que confrontar con el poder? ¿No basta con la propia decisión? —preguntó Ambrosio, ya interesado en el tema.

—¿Nunca escuchó el dicho popular: “El que tiene plata puede hacer lo que quiere” Ergo, el que no tiene plata no puede hacer lo que quiere. Quiero decir: Para rebelarse ante las determinaciones sociales y abrir espacios de libertad hay que tener poder. Si las fuerzas propias son menores, mejor replegarse y negociar.

—Perdóneme, pero  a eso yo lo llamo cobardía.

—Bueno, si usted cree que ir al muere es ser valiente…—dijo el viejo en tono irónico

—No me parece que agachar la cabeza sea digno de un hombre libre —protestó Ambrosio, ofuscado.

—¡Muy bien dicho, macho! —exclamó Aurelio—. No sé quien, pero alguien dijo que los árboles mueren de pie.

—Tiene razón —contestó Anastasio—. Pero no hace falta ir al muere. Puede optar por el camino de la resistencia, que es una forma de rebeldía.

—Ah, eso me gusta. ¿Cómo se hace? —preguntó Ambrosio, interesado

—Obstaculizando al poder injusto por medios tolerados. Usted podría crear un movimiento como “Nudismo Libre”.

—Yo haría  un piquete en la autopista bajo el lema “Pelotas Free”. Es más  glamoroso y divertido —propuso Aurelio

—¡Uh!...pero así pueden pasar mil años y no cambiar nada…—objetó Ambrosio

—Y… sí;  sucede que los que tienen poder  le van a dejar hacer sólo aquello que no amenace sus posiciones de privilegio. “Pueden hacer mil huelgas”, dijo uno que tenía poder—respondió Anastasio.

—¿Entonces son inútiles los movimientos de resistencia? ¡No sea derrotista, che!...

—No si se transforman en masivos. Vea lo que hicieron Gandhi,  Mandela, Luther King y tantos otros, o lo que pasó en Egipto y lo que está pasando actualmente en Europa

—¡Pero entre yo y ellos hay una distancia infinita!

—La falta de confianza en sí mismo es el primer paso en el camino del propio fracaso, leí por ahí

—Prefiero una forma más expeditiva. Gandhi  y Mandela lucharon muchísimos años…Recuerdo a Norma Pla, que luchó por los derechos de los jubilados hasta su muerte sin lograr nada…

—Puede elegir el camino de la revolución y promover la abolición  del dominio y la opresión, en todas sus formas, como quieren los libertarios; pero eso no lo puede hacer
solo. Y no sé si hoy es posible, porque dudo que muchos lo acompañen.  Le sugiero que lea a los anarquistas. Usted quiere ser libre y no podrá serlo si no enfrenta al poder, que es como una hydra de mil cabezas que se cuela en todas las relaciones entre seres humanos.

—Usted lo pinta como que poder y libertad son incompatibles y que en consecuencia hay que eliminar al poder o eliminar la libertad.

—Los libertarios le dirían que hay que eliminar el poder; los totalitarios, que hay que acabar con la libertad. Yo no creo ni una cosa ni la otra. Más bien  creo que al menos el poder político es necesario, aunque sea un mal.

—No me queda claro, disculpe. ¿Es un mal pero es necesario? ¡A mí me parece  que hay que combatir el mal en todas sus formas, qué carajo…!

—¡Aaah, gaucho! ¡Usted sí que es de mi palo! —exclamó Aurelio.

—Creo que es necesario para evitar un mal mayor, o sea, para que la vida social no sea una guerra de todos contra todos y que los poderosos no se aprovechen de los más débiles, por aquello de que “el hombre es lobo para el hombre” —opinó Anastasio.

—Pero puede suceder que el lobo sea precisamente el poder político. Lo hemos visto en muchos países —objetó Ambrosio.

—Es que el poder político que debe estar controlado, como cualquier otra clase de poder, corporativo o individual. No se debe permitir la prepotencia, venga de donde venga.

 —Si tiene que haber poder, ¿qué pinta la libertad en ese caso?...Siempre habrá prohibiciones que nos limitan.

 —Sí; nuestra libertad es siempre incompleta, porque está limitada por los poderes naturales y humanos. Pero  el poder humano, de cualquier clase, tiene que ser puesto en caja para evitar el abuso y la opresión. Hay que controlarlo para que respete la dignidad de la persona. Libertad  y poder se limitan mutuamente.

—Ahí me perdí…perdóneme.

—No hay nada que perdonar, don Ambrosio. Vea, los seres humanos tenemos libertades y derechos inalienables que hacen a nuestra calidad de personas. No se debe permitir que ningún poder ni nadie se extralimite y los anule. Para eso hay que luchar contra la opresión o la ofensa y confrontar con los poderosos y abusadores, poniendo límites a su dominio o impidiendo su extralimitación.

—¿Por qué el poder tiene que limitar la libertad, si la libertad es un derecho inalienable?

—Porque la total libertad termina en abuso de poder, a causa de que las personas generalmente no se autolimitan. Por eso las constituciones suelen decir: “Los habitantes del país gozan de los siguientes derechos, conforme a las leyes que reglamentan su ejercicio”

—¿La libertad de expresión no es uno de esos derechos?

—Sí.

—¿Entonces por qué me condenaron? Me parece que el juez abusó de su poder…

—Porque nuestro espacio de libertad termina donde comienza el territorio de la otra persona, que no puede ser invadido o avasallado. Su libertad de expresión no incluye la
libertad de ofender al juez.  Usted con sus dichos atropelló su honor y su dignidad. Como dijo alguien: “El hombre es sagrado para el hombre”…más allá de que ese señor tiene realmente la cara que usted dice.

—Bueno, admito que en lo del juez yo estuve mal y no tengo nada que reprocharle; pero encarcelarme por andar sin ropas, sinceramente…

—Tal vez sea un abuso de autoridad no permitirle que usted ande desnudo en una isla solitaria. Yo que usted inicio un movimiento de protesta para que cambien las leyes.

—Entre las cosas que leí por ahí, alguien decía que la sociedad actual ha tirado por la cabeza de los individuos todas las libertades posibles y que ya no hay espacios para nuevas conquistas. ¿Qué opina al respecto?

—No es verdad en general, ni  es igual en todos lados. Por lo demás, se trata de libertades y derechos virtuales que no se concretan en realidades. ¿De qué vale tener  libertad de opinión si la opinión está al alcance sólo de los poderosos? Hoy la libertad se juega en el terreno de las oportunidades. Allí también hay que confrontar con el poder, y es mucho más difícil arrancarle algo.

—Me parece interesante lo que dice, pero lo dejamos para otra charla, si le parece.

—Como no, con mucho gusto

—Hay algo que me intriga, don Anastasio. Usted que la tiene tan clara sobre  poder y libertad ¿por qué está en la cárcel?

—Por  pelotudo y salame

—¿?

—Loco de celos, me dejé dominar por la ira y acogoté a mi mujer. Así que ya ve, “hasta el gaucho más pintado se cae de la bicicleta”.

—Si usted lo dice…Y dígame, cuando le retorcía el pescuezo, ¿no fue capaz de controlar su ira?, ¿no tuvo en cuenta  que iba a toparse con el poder?, ¿no evaluó si sus fuerzas eran suficientes para hacerle frente? ¿no contrarió a su naturaleza impulsiva?

—No. Ya le dije, don Ambrosio: En todas partes se cuecen habas.
                                                                                                 Raúl Czejer