domingo, 29 de mayo de 2011

Amor creador

Nada del mundo es amable para un hombre si no hay alguien que lo ame.
                                                                                                San Agustín
                                                                                                                               
                                            Esperando a María

Atanasio ya se estaba impacientando. Hacía una hora interminable que esperaba a María, apoyado en un árbol del patio desprovisto de hojas por lo avanzado del otoño. De a ratos descansaba un pie y luego el otro, como le habían enseñado en la colimba para cuando había que cubrir largas horas de guardia. Había cambiado de pie innumerables veces y María, nada, seguía sin aparecer. No quería sentarse en el suelo por no ensuciar su pantalón recién comprado en el almacén del pueblo y porque no le parecía muy galante aguardar en esa posición que pondría en evidencia que  estaba harto de esperar. Se entretuvo mirando las vacas que pastaban en el campo tranquilo y para distraerse del lento transcurrir del tiempo se dio a ponerle un nombre a cada una, que la distinguiera y expresara su personalidad.

 Pero se habían acabado las vacas y María seguía sin aparecer. Decidió entonces ponerle un nombre  a cada perro del patio, a cada uno según sus cualidades. Y siguió con los árboles cercanos y  los que se perdían en la lejanía, y con los pajaritos que habían hecho sus nidos entre las ramas de los árboles o en la punta de algún poste. Y siguió y siguió con obstinación hasta que ya no  quedó cosa por nombrar en todo el horizonte de sus ojos.
Mientras, el tiempo pasaba y María  no aparecía. La desazón y la duda sobre su amor fueron ganándole el corazón y su mundo comenzó a derrumbarse.

Cuando esa mañana venía por el camino con la expectativa de verla, se sentía  feliz y todo le parecía radiante. El sol lucía en todo su esplendor y la brisa fresca le acariciaba el rostro. El campo, que se extendía como una alfombra más allá del alambrado, lo elevaba a un reino mágico de lejanías y distancias. El mundo le mostraba su rostro más amable y le llenaba el corazón. La vida le sonreía

Pero ahora todo había cambiado. María se obstinaba en no aparecer y él  estaba perdiendo las esperanzas de tenerla. Lo invadió la angustia. El sol  había perdido su esplendor y la brisa su frescura. El campo sólo era una tierra dura y chata donde había que deslomarse trabajando todo el día. No se sentía a gusto en ese mundo presentido sin el amor de María.

 Para alejar sus malos pensamientos, se entretuvo  en pensar un nombre para sí, uno propio, que él eligiera y lo definiera cabalmente. Su nombre de pila no le parecía apropiado, porque no decía nada sobre él y sólo remitía a un personaje antiguo que nada tenía  que ver con la realidad de su vida. Había averiguado que Atanasio significaba “inmortal”, pero él se sabía tan mortal como cualquiera.

—¿Cuál es ese nombre que expresaría lo que soy?  —se preguntaba—. Antes tengo que saber quién soy yo —se dijo—; si no lo sé, no me podré definir y no tendré un nombre propio sino un nombre inadecuado.

Por más que pensaba y pensaba no lograba saber quién era, porque se sentía  uno más del montón, como  esa hormiga que se entretenía picándole la mano. No encontraba en él nada personal que lo distinguiera de los demás.

—Soy un don nadie —se dijo con desánimo—. Con razón María no me quiere  ver. Ella es tan personal, tan crítica y exigente que mi amor le queda chico.

 Cuando ya le parecía que él tenía menos entidad que un pajarito y que nunca tendría el amor de María, ella apareció en el vano de la puerta.

—¿Quién sos vos? Vos sos aquel a quien yo amo —le respondió María con voz de brisa y mirada de cielo.

Sintió que todo comenzó a resucitar. Volvió el encanto al sol y al viento y la vida a sonreírle

Desde entonces Atanasio supo que tenía un nombre propio y que ese nombre lo hacía feliz.

                                                                                                Raúl Czejer



                                                                      

                                                                              

                                             
                                                                                            
                                                                                 
Autor: Vicente Huerta | Fuente: Arvo.net
El amor en el cine
"Amar realmente no es desear a alguien, sino desear el bien para alguien, hacerle feliz, darle lo que necesita en cada momento. Las personas sólo son felices cuando experimentan el amor, pero un amor que prioritariamente es dar.

El amor en el cine
EL AMOR DE BENEVOLENCIA EN EL CINE

El cine se ha convertido hoy en una formidable medio de transmisión cultural. Valores, modelos de conducta, personajes, historias o simplemente imágenes, iconos más o menos significativos, van constituyendo hoy —como hiciera en otra época la literatura— nuestra “imagen del mundo”. Por eso resulta siempre interesante pararse a reflexionar sobre él. Resulta curioso observar cómo, por encima de crisis de todo tipo, emergen en la pantalla una y otra vez los grandes valores del humanismo cristiano.

Amar es hacer feliz a alguien.

Código desconocido (Haneke, 2000) nos plantea varias historias que se entrecruzan a raíz de un incidente ocurrido en un boulevard de París. Una de esas historias, quizá la principal, nos muestra la relación entre un fotógrafo-corresponsal de guerra y una joven actriz, Anne (Juliette Binoche). Como ocurre con el resto, las vidas de estos dos jóvenes —que luchan duramente por salir adelante en lo profesional— es más bien doliente y llena de carencias. Sus vidas de ven rodeadas por una sociedad inclemente, que parece querer contagiar su dureza a todos los que la habitan. Un buen día  escucha el llanto de la hija de unos vecinos y sospecha que se están dando malos tratos a la niñita, como luego se confirmará. Se plantea una duda moral ¿debe hacer algo?

En una antológica secuencia, mientras recorre un supermercado acompañada de su novio, le plantea esta inquietud. El novio le contesta que no es su problema y ella, muy alterada, le reprocha su actitud egoísta. En el calor de la discusión ella le pregunta a él si ha hecho feliz a alguien alguna vez:

— ¿A quién has hecho feliz? Contéstame: ¿has hecho feliz a alguien?

La pregunta es contundente y —aunque en forma de reproche— va al núcleo del problema, porque lo que falta en las relaciones que nos va planteando el film, unas relaciones que parecen absurdas, como si estuvieran cifradas en un “código desconocido”, es precisamente el amor. Quizá ese joven fotógrafo pensaba que amaba a su novia porque la deseaba, deseaba su compañía, su presencia física tras largas ausencias obligadas, pero nunca se había planteado que amar realmente no es desear a alguien, sino desear el bien para alguien, hacerle feliz, darle lo que necesita en cada momento. Las personas sólo son felices cuando experimentan el amor, pero un amor que prioritariamente es dar. Sólo una larga depuración del egoísmo, una perseverante apertura a los demás, a sus problemas e inquietudes, una generosa disposición de entrega, puede hacer real una amor que hasta entonces no era más que un código desconocido.

Amar es dar

En La habitación de Marvin (Zaks, 1997) se nos ofrece una aguda reflexión sobre la vida familiar y el sacrificio por los seres queridos. Marvin es un hombre mayor, enfermo; obligado a estar postrado, e incapaz de hablar; respira gracias a la botella de oxígeno. Tiene dos hijas: Bessie (Diane Keaton), que dedica su vida a cuidar con abnegación de su padre y de su anciana tía Ruth; y Lee (Meryl Streep) que se fue de casa, en parte porque le parecía inútil esa vida dedicada a un enfermo incurable. Las dos hermanas han ido distanciándose. Bessie no ha tenido tiempo ni para enamorarse, ni formar su hogar. Lee no ha llegado a triunfar. Al cabo de veinte años de separación a Bessie le han detectado leucemia, y la única posibilidad de curación es por un trasplante de médula de un pariente próximo. Por ese motivo, decide acudir a su hermana.

Si la habitación de Marvin fue el lugar donde se puso de manifiesto el amor de una hija, la enfermedad de Bessie debe cumplir la misma función con el resto de la familia. Una conmovedora conversación entre las dos hermanas nos plantea una de las dimensiones más importantes del amor:

BESSIE: He tenido tanta suerte de tener a papá y a Ruth. He tenido tanto amor en mi vida...
LEE: Ellos te quieren mucho...
BESSIE: No. No quiero decir eso, no... Me refiero al amor que yo he tenido por ellos, he tenido tanta suerte de haber podido amar a alguien...

Toda persona conoce ese intercambio de bienes que llamamos amor, pero pocas veces se nos plantea tan directamente la importancia de “dar”. La dignidad de la persona se pone de relieve al recibir amor, pero en este caso se nos revela algo importante: hay más dignidad, y felicidad en dar que en recibir. El encuentro con el dolor es siempre una prueba importante para la persona, una oportunidad de acrecentar el temple ético. El dolor es un callejón oscuro que reclama una luz que de sentido. Además, la persona que sufre, no sólo sufre en presente; tiene memoria y tiene capacidad de anticipación; es la única criatura que sufre por adelantado. Pero la persona, con su capacidad de amar, puede convertir el sin-sentido del sufrimiento en algo con sentido. Puede decir en medio del sufrimiento: he tenido tanta suerte de haber podido amar a alguien...

Amar es perdonar

La trama de Una historia verdadera (Lynch, 1999) se desarrolla en la década de los noventa. Se trata de otra película importante de aquél director que, en los años 80 nos sorprendió con ese morboso canto a la humanidad que es El hombre elefante. Alvin Straigh, un anciano de 73 años, vive en Laurens (Iowa), con una hija suya, Rose muy buena, que oculta un doloroso pasado. Rose ha perdido la custodia de sus hijos tras un incendio doméstico. Una caída, con ruptura de cadera, y otros males propios de la vejez, retienen a Alvin en casa, haciendo una vida más o menos rutinaria.

Tiene un hermano, Lylle, que vive en Wisconsin, con el que no se habla desde hace diez años. Recibe la noticia de que está enfermo, y decide visitarle y hacer las paces antes de que sea demasiado tarde. La reconciliación con su hermano va a resultar costosa. Como no tiene dinero, ni tampoco le permiten tener carnet de conducir se anima a realizar el trayecto en un pequeño tractor cortacésped. Así recorrerá 560 Km, a una velocidad de 10 Km./hora. La película es la realización de este recorrido, en el que Alvin va adentrándose en diferentes paisajes naturales y humanos, reconociendo lugares y personas, descubriendo otros, solucionando pequeños problemas, y arreglándoselas para solucionar los diversos y pequeños imprevistos de su tractor y de su salud física.

Llegará a ver a su hermano y, sin necesidad de explicaciones, el uno junto al otro, en la terraza de la casa ponen punto final a esta película. Nos quedará la luz y la sensibilidad de una trama, de una historia verdadera, que bien podría ser la nuestra, porque a todos nos puede costar olvidar afrentas pasadas. El protagonista parece olvidar sus años, sus achaques, los problemas familiares, las dificultades naturales de un viaje en solitario, los problemas técnicos de su medio de transporte, su soledad. Y va esencialmente a donde se ha propuesto, consiguiendo iluminar con el amor fraterno un rincón oscuro de su vida. Esta insólita road movie relata en realidad lo que bien podríamos llamar un verdadero y lúcido itinerario moral y existencial que conducirá a Alvin a redimirse de su pasado y a reconciliarse con la vida justo en el ocaso de sus días.

Tú haces que yo quiera ser mejor

En Mejor imposible (Brooks, 1997) Jack Nicholson encarna a Melvin, un solitario y rico escritor de novelas románticas, sumamente egoísta y neurótico, esquizofrénico y obsesivo; ofende a todo el mundo de manera cruel resultando una persona francamente insoportable. Ofende a su vecino de lujoso apartamento, un joven pintor (Greg Kinnear), descaradamente homosexual. Molesta a los clientes y al servicio del restaurante al que diariamente va: sólo Carol (Helen Hunt), la sencilla camarera ­madre soltera­ que le atiende, y no quiere en absoluto otra, sabe pararle los pies. Así las cosas, entre estos tres personajes ­interpretados de modo sobresaliente­ y sus respectivos mundos, se van a crear unas relaciones de amistad y amor que, dentro de lo que cabe, harán de ellos mejores personas.

Poco a poco Melvin irá descubriendo que se ha enamorado de Carol, pero su proverbial torpeza sentimental dificulta enormemente la relación. Un día la invita a cenar en un restaurante y tras una serie de desafortunadas intervenciones consigue enfadarla de tal modo que Carol le amenaza con marcharse si Melvin no es capaz de decirle un cumplido inmediatamente:

Melvin. —Verás. Tengo una dolencia. Mi médico, un psiquiatra al que solía ir continuamente, dice que, en el cincuenta o sesenta por ciento de los casos una pastilla ayuda mucho. Yo las odio. Son muy peligrosas. Odio. Aquí utilizo la palabra odio para referirme a las pastillas, Y mi cumplido hacia ti es que aquella noche cuando viniste a mi casa y me dijiste... vale, bien, ya sabes lo que dijiste. Bien, mi cumplido para ti es que por la mañana empecé a tomar las pastillas.
Carol. — No logro captar por qué es un cumplido para mi.
Melvin. —Tú haces que yo quiera ser mejor persona.
Carol. — Puede que sea el mejor cumplido de toda mi vida.

Ciertamente es difícil expresar mejor ese aspecto nuclear y misterioso del amor, que nos lleva a sacar de dentro lo mejor de nosotros mismos. Algo de esto podemos ver también en la reciente película Mi vida sin mí (Coixet, 2003). Ann (Sarah Polley) es una joven madre de familia que vive en una precaria situación laboral y es madre de dos niñas. De repente un diagnóstico médico que le da pocos meses de vida cambiará todos sus planes, llevándole a replantearse muchas cosas. La pregunta acerca de lo que es verdaderamente importante está implícita en toda la historia. Ann lo descubre cuando su vida se le escapa entre las manos, y entonces siente que le falta el tiempo para decir a sus hijas lo mucho que les quiere, para preparar el futuro a su familia o para visitar a su padre en la cárcel.

Ann no tiene mucha formación, no siempre acierta en el modo de plantearse las cosas, comete errores, pero tiene un gran corazón e intuye que amar es el camino. Su joven esposo, a quien oculta su enfermedad, va descubriendo esa luz que irradia del bondadoso amor de Ann, y llega a confesar en un momento de intimidad que desearía “ser mejor para ella”. Una vez más, el amor de benevolencia es bellamente puesto en imágenes de manera convincente y real en este caso con el heroísmo de una joven que siente la apremiante necesidad de dar amor a quienes le rodean. Una vez más ese amor es el catalizador que despierta en otros el afán de sacar de dentro lo mejor de uno mismo.

Tener fe en las personas

Terminamos este breve recorrido con una forma peculiar de benevolencia que es la que se da entre educador y educando. Un ejemplo clásico lo tenemos en El club de los poetas muertos (Weir, 1989). Recordemos brevemente el tema que trata. El protagonista de la película es John Keating, a quien encarna con una magnífica interpretación de Robin Williams, antiguo alumno de la Academia Walton, una estricta y prestigiosa escuela privada situada en Vermont (Nueva Inglaterra). A ella vuelve en 1959, esta vez como profesor de Literatura en el curso de preparación para la Universidad. La educación que imparte este colegio de élite se basa en cuatro pilares: "Tradición, honor, disciplina, grandeza", pero Keating parece dispuesto a romper, con sus peculiares métodos pedagógicos, estos principios: quiere inculcar en sus alumnos el amor por la libertad y la búsqueda de la belleza como pautas fundamentales en el camino que conduce a la realización del ser humano.

Keating vive con intensidad y dedicación su trabajo como educador, pero sobre todo quiere a sus alumnos. No impone las cosas, sino que estimula la libertad, corriendo con ello importantes riesgos y alcanzando también satisfactorios logros. Recordemos una de las secuencias en la que se muestra una clase práctica sobre la poesía. Se trata ésta de una de las secuencias más memorables de la película. Los alumnos deben componer y recitar en público un poema original. Todo transcurre con normalidad hasta que le toca el turno al alumno tímido, que primero es invitado a vencer los respetos humanos lanzando desde la tarima un bárbaro gañido y después será "invitado" —casi obligado a viva fuerza— a recitar su poema delante de toda la clase. La secuencia muestra con gran plasticidad lo que es la esencia de toda labor educativa: ayudar a sacar de uno mismo las mejores cualidades. Para conseguir esta meta será necesario tener fe en la persona (yo creo que lleva algo dentro de usted de gran valor, dice en un determinado momento el profesor Keating) y no ahorrar esfuerzo ni sacrificio tanto por parte del educador como del educando.

El profesor Keating nos va a dejar una lección imborrable de optimismo y de fe en las personas, condición indispensable para ayudar a crecer a los demás. Queda bien sintetizada en la cita de Whitman que él mismo hace en la película:



"Oh mi yo, oh vida de sus preguntas
que vuelven del desfile interminable de los desleales,
de las ciudades llenas de necios
¿qué hay de bueno en estas cosas?"

Respuesta: "Que tú estás aquí,
que existe la vida y la identidad,
que prosigue el poderoso drama
y que tú puedes contribuir con un verso...
¡QUE PROSIGUE EL PODEROSO DRAMA
Y QUE TÚ PUEDES CONTRIBUIR CON UN VERSO!"

domingo, 22 de mayo de 2011

A pesar de todo



                                                 Dios se lo pague                                 


En la soledad de la catedral, arrodillada en el último banco, una mujer ya anciana rezaba. Un rayo de luz  cruzaba el recinto en penumbras y dibujaba en el piso del presbiterio un arabesco multicolor. Por las ventanitas entreabiertas se colaban los cantos de los pájaros que jugueteaban en el parque contiguo. Desde el órgano del coro bajaba la “Tocata y Fuga como una catarata de sonidos deslumbrantes, tal vez ensayada para el casamiento de esa noche. Era la hora de la siesta, cuando todos en el pueblo se refugian en la sombra de las casas buscando un alivio ante el calor abrasador del verano. Las gruesas paredes de la iglesia ofrecían una buena defensa y mantenían un ambiente fresco y recogido, donde era posible concentrarse en la oración. El reloj del campanario acababa de dar las tres.
La viejecita era a todas luces muy pobre. Había dejado en el suelo una bolsa de arpillera donde seguramente llevaba las pocas cosas que tenía. Era evidente que vivía en la calle, como tantos otros seres humanos que han quedado estancados en un remanso de la corriente. Muy en voz baja musitaba una plegaria, sencilla y concreta.
—Oh, Señor. ¡Si tan solo tuviese un cuartito donde dormir!
Sumida en su invocación no escuchó los pasos sigilosos que se acercaban desde la puerta de la iglesia. Sólo cuando un objeto duro y frío se apoyó en su cabeza se dio cuenta de que no estaba sola en la nave del templo.
—¡Dame la plata o te quemo! —le dijo alguien a sus espaldas. Ella giró la cabeza para  ver quién la estaba amenazando. Lo vio pobre y desesperado.
—Mirá, m’hijo: yo tengo menos plata que vos, pero si te sirve de algo, ahí en el mono tengo un monederito con algunos pesos. Llevátelos y dejame con mis rezos.
El ladrón rápidamente se apoderó del monedero y salió. La viejita se sentó y  se quedó pensativa.
—Y ahora, ¿quién me va devolver lo que me robaron? —se decía mientras meditaba cuál era el camino más conveniente para recuperar lo perdido. La policía, ni hablar; no le harían caso —pensó—. De pronto se hizo la luz.
—Ya sé. Voy a reclamar que el obispo se haga cargo de mi pérdida, ya que sucedió aquí en su casa. Probablemente tenga un seguro por responsabilidad civil.
El obispo estaba durmiendo su siesta clerical, así que debió esperar hasta que se hicieran las cinco de la tarde.
La recibió en su despacho, con la cara  recién lavada para espantar el sueño de sus ojos. La escuchó atentamente, meditó unos instantes y con toda naturalidad y sin vergüenza dictaminó:
—Mire, hija mía. Usted sabe que el templo es la casa de Dios, por lo tanto su reclamo debe dirigirlo a quien es dueño del lugar.
La anciana era pobre pero no tonta; la calle le había enseñado a lidiar con  mañosos y caraduras.
—Tiene usted razón, monseñor. Ahora que me acuerdo… usted nos dice siempre que todos somos hijos de Dios, ¿no?
—Así es.
—Bueno. Esta es la casa de Dios y yo soy su hija, así que en parte esta casa me pertenece. Por lo tanto voy a acomodar mis petates en aquel cuartito que veo vacío y dormiré allí hasta que encuentre otra cosa.
—¡!
—¡No  —se decía la anciana, acomodando sus cosas —, si yo sabía que Dios me iba a escuchar cuando le pedía un cuartito para dormir! 

                                                                                                     Raúl Czejer



A pesar de todas las contradicciones que nos presenta la vida, siempre podemos hallar en la opaca realidad  una hendija  por la que podemos avizorar un futuro mejor, desplegando las alas del alma para ver más allá de lo circunstancial.






                                                                                                     

domingo, 8 de mayo de 2011

Cambio de rumbo




                                                       El giro de Gregorio
—¿Te acordás de Gregorio? ¿No? No te hagás el gil, si lo conociste bien. Vivía a la vuelta de tu casa, por la calle  de Salsipuedes. Un tipo bueno pero muy reservado. No jodía a nadie ni daba bola a nadie… Ah, ahora te acordaste. Bueno, resulta que  Gregorio un buen día desapareció del barrio y nadie supo a dónde fue a parar. Era un hombre ya mayor cuando sucedió.  Recordás que vivía solo y no tenía parientes conocidos, así que no  había a quién preguntarle sobre su paradero. Como suele suceder, las vecinas más chismosas se dieron a conjeturar las explicaciones más disparatadas: Que lo pisó un tren de carga. Que se volvió loco y fue a parar al manicomio. Que se hizo linyera y/o polizonte (ambas versiones tuvieron defensoras). Que lo chupó un ovni. Que se tomó una purga excesiva y se fue por el caño. Y cosas así que no tenían ningún fundamento en datos concretos
Vos sabés que  yo no soy chismoso y que no me gusta andar averiguando vida y milagros de los demás, pero el caso de Gregorio me intrigaba. No acostumbro  opinar sin hacer una investigación exhaustiva, así que anduve recabando información y creo que llegué a hacerme una idea plausible de lo que le pasó al vecino. Tuve que deducir varias cosas y otras imaginarlas, por lo que mi versión no es más que una conjetura con fundamento en testimonios de los muchachos del bar y necesitaría  nuevas investigaciones que la confirmen. No me mirés con esa cara, que los muchachos saben lo que dicen…vos sabés que los argentinos somos expertos en todo tipo de temas.
Si me tenés un poco de paciencia, te  cuento la historia. Si no, a otra cosa mariposa. ¿Te interesa escucharla? ¿Sí? Bueno, ahí va. La tengo escrita para publicarla en el pasquín del barrio. Te la leo y después decíme qué te pareció y si es creíble. Pensé varios títulos para el relato y me quedé con “El giro de Gregorio” porque creo que de eso se trata lo que sucedió con él.

Estando ya Gregorio más cerca del arpa que de la guitarra, se propuso llevar a cabo una transformación de su vida que lo rescatara de esa sensación de vacío que lo acuciaba, le abriera la posibilidad de una muerte reconciliado consigo mismo y lo salvara de la ominosa leyenda  que algún deudo socarrón podría consignar en su epitafio: “Aquí yace Gregorio, que supo vivir  ochenta años. Nunca se supo para qué”.
Desde que había completado su quinta década de vida venía haciendo un balance de sí mismo preguntándose si en caso de que le tocara finar en ese instante podría decir como Cabral “muero contento”, y no encontraba en los  años transcurridos nada que lo autorizara a conclusión tan venturosa.
Había leído que uno tiene que hacer de su vida una obra de arte: algo bello y singular. Pero juzgaba que la suya no era bella ni tenía nada de singular.
 La desazón lo impulsó a pensar en el origen del vacío que lo aquejaba y creyó encontrarlo en que siempre había hecho lo que mandaba la realidad y nunca lo que él mismo decidía. Tenía la sensación de haber vivido una vida que no le pertenecía y de que una realidad impersonal había vivido en su lugar.

La verdad  era que él  había seguido el río de la costumbre y  hecho lo que hace el común de los mortales: Remontó barriletes en el campito, jugó partidos legendarios a la bolita, sufrió por el cuadro de sus amores, fue lustrabotas y vendedor callejero, paseó perros desesperados, militó en el socialismo  y hasta se animó a vivir varios  años en un convento …pero no recordaba nada singular e importante que significara una contribución valiosa y personal  al mundo que un cierto día habría de dejar y  que lo rescatara del oprobio de haber vivido al cuete.
—¡Basta de boludeces! —se dijo un día en que el viento del norte  crispaba los nervios y acababa con la paciencia de la gente—. ¡Me cansé de seguir la ruta de las multitudes! Voy a retomar las riendas de mi vida  y  voy a buscar mi propio camino.
Se dio, entonces, a pensar cómo debía ser su vida para que  fuera lo  que pretendía.
Suponía que el propósito de semejante empresa estaba reservado para pocos; pero se ilusionaba con encontrar ese modo de vivir bello y especial que fuera para él un
motivo de legítimo orgullo. A su edad, ya no le interesaba el aplauso del teatro sino la aprobación de un solo espectador: él mismo.
No le resultaba fácil encontrar ese estilo original; todo lo que se le ocurría era más de lo mismo, lo que hacían todos o que él ya había hecho  en el pasado. Así, los días iban
transcurriendo , todos iguales los unos a los otros, mientras los guadañazos de la Parca sonaban cada día más cerca de su oído.
—Si la montaña no viene a mí… —se dijo, parafraseando al profeta y cansado de esperar una inspiración—. Voy a salir a los caminos para buscar ese hilo conductor que  permita replantearme la vida y reivindicarme ante mis ojos. Algo se va a presentar. Sólo tengo que estar atento para que la ocasión, si se diera, no me deje haciendo señas.

No quería repetir las andanzas del Quijote, ni las correrías del Che, ni el vagabundeo de los hippies, así que no iría ni en moto ni a caballo. Tenía que ser algo singular. Descartó al auto y la bicicleta por muy vistos, al avión por burgués y al yate  por vergonzante. No olvidaba su raigambre socialista y no iba a ceder a las tentaciones del jet set.
—Ya sé —se dijo con entusiasmo—: Voy  a ir en monopatín. Será algo novedoso porque se han visto a muchos chicos viajar en esos vehículos de dos ruedas, pero nunca a un viejo como yo. A fin de aprovechar los vientos de cola, izaré una vela sujeta al árbol del rodado. Y para hacerlo aún más singular, voy a fijar en la punta del mástil un banderín en  que ondeará este lema: “A mi Manera”. No faltarán algunos globos multicolores y un barrilete para atraer la atención de los más chicos, a más de  una corneta para abrirme paso.
En su galpón del fondo trabajó y trabajó hasta que logró un modelo de alta gama a la medida de su aspiración. Por un tiempo practicó velopatinismo para estar en forma y cuando se creyó todo un experto se dispuso a organizar su viaje.
—Voy a ir hacia el norte —se dijo después de un concienzudo estudio de los posibles recorridos  y de exhaustivas consultas a cartógrafos, geógrafos y meteorólogos—.
Tomaré el camino del río cuarto, bordearé la sierra de abracadabra y desembocaré en los llanos del tigre donde reinan las larreas de flores amarillas; desde allí subiré a las
montañas  azules y bajaré por la cuesta de los sueños rotos  al desierto impenetrable,  que me llevará a la selva donde crece el jacarandá  florido; recorreré el río de las siete
corrientes  y llegaré al salto de las aguas grandes; luego descenderé por el camino de los apóstoles y en el camposanto dejaré una flor; por el río de los pájaros pintados volveré soñando que al fin puedo irme contento de esta vida. Confío que en el trayecto encontraré el camino que estoy buscando
—Vos estás loco —le dijo un amigo para alentarlo.
—No estoy loco; sólo estoy vacío —replicó.
—Con amigos así…—pensó. De todos modos no bajó los brazos y se aprestó a  partir.

Una mañana de viento del sudeste se dirigió hacia el norte, bien temprano, como era su costumbre. Cruzó campos de cebada que prometían cervezas memorables y de trigos maduros que soñaban con un destino de pizza y macarrones. Transitó pueblos que lo miraron con curiosidad o indiferencia. Vadeó arroyos impensados por las cartas y al pie del cerro colorado se concedió un descanso. La noche lo encandiló de estrellas y mirando la cruz del sur se quedó dormido.
La mañana siguiente lo encontró en los llanos  donde el sol es más sol que en cualquier parte. A la hora de la siesta se recostó bajo un mistol. Allí le pareció oír el retumbar de caballos lanzados al galope y soñó con un escenario de antiguas correrías  y batallas memorables que perduran en las zambas.

Desde el llano, subió a las montañas azules por senderos olvidados.  Recorrió valles y quebradas y durmió a la sombra de  sauces  y nogales que riegan las acequias. El rumor del agua clara lo arrulló en sus sueños.

Cuando ya le parecía que nada iba a acontecer y lo iba ganando el desaliento, una gran tormenta lo sorprendió bajando por la cuesta de los sueños rotos. Se refugió en el hueco de una peña, junto a un arroyo desbordado, y al momento lo alertó un grito  de socorro. Corrió a la orilla, desdeñando viento y aguacero.  Desde allí las vio: En medio del arroyo, dos mujeres pugnaban por evitar que el torrente las arrastrara en su vorágine. Asidas de la rama de un chañar a duras penas podían mantenerse a flote. No dudó. Ató una cuerda a su cintura y el otro extremo a un nogal cercano y se metió en la corriente. Sabía que su vida estaba en grave riesgo, pero no había venido hasta allí para medir peligros. Comprendió que no podría salvar a las dos a la vez. Optó por la más débil y con gran esfuerzo la rescató del torrente y la llevó a  la orilla. La lluvia era ya un diluvio.  Volvió al arroyo que rugía amenazante  y llegó a la otra mujer. La asió de la mano para atraerla hacia él y tomarla de la cintura  en el preciso momento en que una nueva embestida de la corriente  los empujaba con violencia. Lo invadió el miedo y vaciló un instante. Sintió que sus manos se deslizaban poco a poco y que ya no podía retenerla. Vio su mirada de súplica y reproche y cómo se alejaba  arrastrada por el agua hasta que se perdió de vista en un recodo del arroyo. Quiso desamarrarse de la cuerda para ir tras ella, pero ya era tarde. Retornó a la orilla y se sentó a llorarmaldiciendo su impotencia. La realidad había sido más fuerte que los designios de su voluntad.
—Debí rescatar a las dos y no lo hice  —se decía con desconsuelo—. No lo hice…

Bajaba con tristeza hasta el árbol para desamarrar la cuerda  cuando una avalancha de agua y piedras lo sepultó en un torbellino y lo arrastró río abajo. Creyó que era el fin; se sentía desolado pero  en paz. Allá quedaban una mujer agradecida que guardaría su memoria,  una cuerda amarrada a un árbol y un velopatín abandonado, mudos testimonios de su   arrojo.

Cuando abrió los ojos, dos hombres de a caballo  lo estaban observando. Le dolía todo el cuerpo y no podía incorporarse
—Debe ser el hombre que salvó a doña Juana de morir ahogada —oyó que decía uno, que parecía más viejo
—¡Cómo ha quedado el pobre cristiano! Habrá que llevar lo que queda de él al hospital del pueblo para que le arreglen los huesos.
—Hagamos una camilla con ramas y cuerdas para trasportarlo —propuso el viejo.

En el hospital lo compusieron como se pudo y le informaron que la otra mujer también había sobrevivido. Se alegró con la noticia y  sintió que su pena se aliviaba. Lo trataron como a un héroe. Le entregaron  un pergamino firmado por los notables del lugar. “A don Gregorio —decía—, que no dudó en arriesgar su vida por salvar a nuestras vecinas doña Juana  y doña María, nuestro reconocimiento”. 

Tirado inmóvil en la cama del hospital, Gregorio meditaba sobre lo que le había acontecido.
Estaba estropeado. Enyesado por los cuatro rumbos, rengo de una pierna y patitieso de la otra,  tuerto y escorado hacia la izquierda, los dientes volados y cosido por todos los costados.
 Pero estaba contento. Por primera vez sintió que era alguien y que había hallado su propio  camino, presintiendo que su vida cobraba significado y belleza cuando se jugaba por la vida de otro ser humano… Había encontrado el hilo de Ariadna que lo sacaría de su laberinto y lo haría merecer  otro epitafio: “Aquí yace Gregorio, que supo vivir ochenta años y supo hacer de su vida un don a los demás bello y singular”.

—Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.¿Y? ¿Qué te pareció? ¿Te gustó? ¡No me mirés con esa cara de nada!  ¿Te parece un cuento chino? … ¿Es un chisme delirante? ¡Che…flor de amigo me mandé! Bueno, tal vez tengas razón, pero no me digas que no es un chisme bien contado.  Dejá, no me digas nada. Mejor sigo con la ilusión de que es un  lindo cuento, aunque puede que no sea verdad. Total… soñar no cuesta nada.
                                                                                                       Raúl Czejer



Cuando muchos miraban para otro lado, hubo quienes se jugaron por salvar a seres humanos concretos  perseguidos por el poder. Mis respetos a su memoria.


El  doctor Esteban Maradona cambia de vía

El apellido Maradona es conocido por todos los argentinos y por todo el mundo por Diego, el brillante futbolista que con su magia dejó a la celeste y blanca en lo más alto. Pero aquí en Nuestras Raíces les contaremos de otro Maradona el Dr. Esteban Laureano Maradona un médico menos conocido pero que también realizó grandes proezas en su profesión y merece este reconocimiento y homenaje.
El Dr. Maradona, fue un médico que se preocupó por los más humildes y olvidados del monte formoseño, atendió a los aborígenes, a los leprosos, a los más pobres sin cobrar honorarios. Además fundó una colonia, una escuela y escribió libros. Leamos y conozcamos a este verdadero ejemplo de médico y de persona...
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Esteban Laureano Maradona nació en Esperanza (Santa Fe) el 4 de julio de 1895, de muy niño fue llevado a la estancia "Los Aromos", junto a sus hermanos, y allí, con ellos y sus padres, en contacto íntimo con la naturaleza, pasó los mejores días de su vida. Sin embargo, antes de entrar en la adolescencia, se vio obligado a dejar su paraíso, pues la familia se trasladó a vivir a Buenos Aires. En ella se recibió de médico dos décadas después, en 1928. Se instaló unos meses en la Capital Federal y luego se fue a vivir a Resistencia, capital del entonces Territorio Nacional del Chaco. Por persecuciones políticas emigró al Paraguay, y ofreció sus servicios para desempeñarse como médico en la "Guerra del Chaco", sostenida entre Bolivia y Paraguay, y que acababa de estallar. Se lo incorporó en la Armada y estuvo contento de que se le confiarán enfermos y heridos de los dos países, pues según sus palabras, "el dolor no tiene fronteras".
Terminada la guerra, volvió a la Argentina, a pesar de que el gobierno paraguayo le pidió que se quedara. En nuestro país se desempeñó primero como "camillero" pero tres años después era el Director del Hospital Naval.
En medio de un viaje en tren que lo llevaría de Formosa a Tucumán, sucedió un curioso episodio: el tren que lo transportaba se detuvo a hacer un trasbordo de pasajeros en Estanislao del Campo, un pequeño pueblito del monte formoseño, allí una parturienta se debatía por su vida y la de su hijo en un parto y siendo el único médico que andaba por el lugar se quedó atendiéndola. Los lugareños no dudaron en pedirle que se quedará en el poblado puesto que allí no había ningún médico que los atendiera. Fue así como desde ese año 1935 y durante 51 años permaneció viviendo en Estanislao del Campo.
Al poco tiempo de vivir allí, vió aparecer a los aborígenes de las cercanías. Llegaban de cuando en cuando a los comercios y viviendas de los límites del poblado, ofreciendo canjear plumas de avestruces, arcos, flechas y otras artesanías por alguna ropa o alimento que necesitaban. Eran tribus de tobas y de pilagás. Habían sido soberanos en esos montes; pero ahora deambulaban por ellos como espectros en fuga: derrotados, miserables, desnutridos, enfermos y heridos de muerte por las invasiones extranjeras, que los castigaron sin razón ni piedad.
Se conmovió hasta los más profundo de su ser cuando advirtió la desventura que flagelaba el espíritu y el cuerpo de esos semejantes, y entendió que era su obligación moral aportar algún esfuerzo que contribuyera a beneficiarlos. En ese cometido, realizó gestiones ante el Gobierno del Territorio Nacional de Formosa y obtuvo que se les adjudicara una fracción de tierras fiscales. Allí, reuniendo a cerca de cuatrocientos naturales, fundó con éstos una Colonia Aborigen, a la que bautizó "Juan Bautista Alberdi", colonia que fue oficializada en 1948.
Les enseñó algunas faenas agrícolas, especialmente a cultivar el algodón, a cocer ladrillos y a construir sencillos edificios. A la vez, los atendía sanitariamente, todo, por supuesto, de manera gratuita y benéfica, hasta el extremo de invertir su propio dinero para comprarles arados y semillas. Luego edificaron una Escuela, la primera bilingüie del país, donde enseñó como maestro durante tres años, dando clases en castellano y en la lengua de esos aborígenes.
En 1981 un jurado compuesto por representantes de organismos oficiales, de entidades médicas y de laboratorios medicinales, lo distinguió con el premio al "Médico Rural Iberoamericano".
A principios de junio de 1986, cuando ya desbordaba los 91 años, se enfermó. Entonces un sobrino que residía en Rosario, el doctor José Ignacio Maradona y su esposa Amelia, lo hicieron traer para que lo asistiesen y se quedara a vivir con su familia. Cuando lo conducían pidió que no lo llevaran a un nosocomio privado; quería que lo internaran en un hospital público, "adonde va la gente pobre". Accediendo a sus deseos se lo internó en el Hospital Provincial.
Murió de vejez, poco después de despuntar la mañana del 14 de enero de 1995; le faltaban apenas unos meses para cumplir los cien años. Fue sepultado en el panteón de la familia "Maradona Villalba", en el cementerio de la ciudad de Santa Fe, junto a sus padres.
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Maradona atendió a enfermos de lepra, de mal de chagas, de cólera, de tuberculosis y de paludismo, todo sin recibir honores. El Doctor Maradona además escribió varios libros y se autodenominó "el médico más zaparrastroso que existe". Por todos estos méritos el 4 de julio, fecha en que nació, fue declarado "Día Nacional del Médico Rural".
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Nuestro folclore también lo recuerda y le rinde su homenaje, Daniel Altamirano compuso para el la canción llamada "El viaje de Maradona" en la cual cuenta la particularidad de ese viaje en tren que marcaría el destino de este gran hombre:
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EL VIAJE DE MARADONA (Daniel Altamirano)
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Dicen que viajaba a Salta
en el tren que llega a San Ramón de Orán
el que viene de Formosa
trayendo gente hasta Pirané
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Iba sumido en sus pensamientos
el hombre joven, el doctor aquel
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En Estanislao del Campo
sintió el llamado y bajó al andén
Y bajó al andén,
sin saber por quién
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Ella alumbraba, ella solita
dolor de vida alumbrándose
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El doctor con su pericia
tocó su vientre y nació un bebé
Y nació un niño, un niño hermoso
un niño indio y el tren se fue
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Y el tren se fue, dejándole,
dejándole en el andén
Y el tren se fue, dejándole
un Cristo solo en el andén
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Recitado:

El Aníbal me decía, mirá…mirá che
un par de libros, hojas de yerba
un microscopio viejo, decime che
¡pucha que rico en voluntad era este hombre!
fijate vos, fijate che, con pocas cosas
hizo tanto bien,
Y yo recordé a Filipa que allá en Formosa
me decía él…Don Maradona un santo
un Cristo nuestro, cantale che
pa’ que los niños de nuestra patria
sepan que hay hombres nobles,
humildes, buenos ejemplos para seguir…
Y yo me digo, creo que el destino
sabe adónde, por qué y por quién
se detiene el tren
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Esto me contó Venancio
el Intendente de Estanislao
y Los Menchos que tocaban
chamamé maceta y vea usted.
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Y el tren se fue, dejándole
un Cristo solo en el andén.