domingo, 29 de mayo de 2011

Amor creador

Nada del mundo es amable para un hombre si no hay alguien que lo ame.
                                                                                                San Agustín
                                                                                                                               
                                            Esperando a María

Atanasio ya se estaba impacientando. Hacía una hora interminable que esperaba a María, apoyado en un árbol del patio desprovisto de hojas por lo avanzado del otoño. De a ratos descansaba un pie y luego el otro, como le habían enseñado en la colimba para cuando había que cubrir largas horas de guardia. Había cambiado de pie innumerables veces y María, nada, seguía sin aparecer. No quería sentarse en el suelo por no ensuciar su pantalón recién comprado en el almacén del pueblo y porque no le parecía muy galante aguardar en esa posición que pondría en evidencia que  estaba harto de esperar. Se entretuvo mirando las vacas que pastaban en el campo tranquilo y para distraerse del lento transcurrir del tiempo se dio a ponerle un nombre a cada una, que la distinguiera y expresara su personalidad.

 Pero se habían acabado las vacas y María seguía sin aparecer. Decidió entonces ponerle un nombre  a cada perro del patio, a cada uno según sus cualidades. Y siguió con los árboles cercanos y  los que se perdían en la lejanía, y con los pajaritos que habían hecho sus nidos entre las ramas de los árboles o en la punta de algún poste. Y siguió y siguió con obstinación hasta que ya no  quedó cosa por nombrar en todo el horizonte de sus ojos.
Mientras, el tiempo pasaba y María  no aparecía. La desazón y la duda sobre su amor fueron ganándole el corazón y su mundo comenzó a derrumbarse.

Cuando esa mañana venía por el camino con la expectativa de verla, se sentía  feliz y todo le parecía radiante. El sol lucía en todo su esplendor y la brisa fresca le acariciaba el rostro. El campo, que se extendía como una alfombra más allá del alambrado, lo elevaba a un reino mágico de lejanías y distancias. El mundo le mostraba su rostro más amable y le llenaba el corazón. La vida le sonreía

Pero ahora todo había cambiado. María se obstinaba en no aparecer y él  estaba perdiendo las esperanzas de tenerla. Lo invadió la angustia. El sol  había perdido su esplendor y la brisa su frescura. El campo sólo era una tierra dura y chata donde había que deslomarse trabajando todo el día. No se sentía a gusto en ese mundo presentido sin el amor de María.

 Para alejar sus malos pensamientos, se entretuvo  en pensar un nombre para sí, uno propio, que él eligiera y lo definiera cabalmente. Su nombre de pila no le parecía apropiado, porque no decía nada sobre él y sólo remitía a un personaje antiguo que nada tenía  que ver con la realidad de su vida. Había averiguado que Atanasio significaba “inmortal”, pero él se sabía tan mortal como cualquiera.

—¿Cuál es ese nombre que expresaría lo que soy?  —se preguntaba—. Antes tengo que saber quién soy yo —se dijo—; si no lo sé, no me podré definir y no tendré un nombre propio sino un nombre inadecuado.

Por más que pensaba y pensaba no lograba saber quién era, porque se sentía  uno más del montón, como  esa hormiga que se entretenía picándole la mano. No encontraba en él nada personal que lo distinguiera de los demás.

—Soy un don nadie —se dijo con desánimo—. Con razón María no me quiere  ver. Ella es tan personal, tan crítica y exigente que mi amor le queda chico.

 Cuando ya le parecía que él tenía menos entidad que un pajarito y que nunca tendría el amor de María, ella apareció en el vano de la puerta.

—¿Quién sos vos? Vos sos aquel a quien yo amo —le respondió María con voz de brisa y mirada de cielo.

Sintió que todo comenzó a resucitar. Volvió el encanto al sol y al viento y la vida a sonreírle

Desde entonces Atanasio supo que tenía un nombre propio y que ese nombre lo hacía feliz.

                                                                                                Raúl Czejer



                                                                      

                                                                              

                                             
                                                                                            
                                                                                 
Autor: Vicente Huerta | Fuente: Arvo.net
El amor en el cine
"Amar realmente no es desear a alguien, sino desear el bien para alguien, hacerle feliz, darle lo que necesita en cada momento. Las personas sólo son felices cuando experimentan el amor, pero un amor que prioritariamente es dar.

El amor en el cine
EL AMOR DE BENEVOLENCIA EN EL CINE

El cine se ha convertido hoy en una formidable medio de transmisión cultural. Valores, modelos de conducta, personajes, historias o simplemente imágenes, iconos más o menos significativos, van constituyendo hoy —como hiciera en otra época la literatura— nuestra “imagen del mundo”. Por eso resulta siempre interesante pararse a reflexionar sobre él. Resulta curioso observar cómo, por encima de crisis de todo tipo, emergen en la pantalla una y otra vez los grandes valores del humanismo cristiano.

Amar es hacer feliz a alguien.

Código desconocido (Haneke, 2000) nos plantea varias historias que se entrecruzan a raíz de un incidente ocurrido en un boulevard de París. Una de esas historias, quizá la principal, nos muestra la relación entre un fotógrafo-corresponsal de guerra y una joven actriz, Anne (Juliette Binoche). Como ocurre con el resto, las vidas de estos dos jóvenes —que luchan duramente por salir adelante en lo profesional— es más bien doliente y llena de carencias. Sus vidas de ven rodeadas por una sociedad inclemente, que parece querer contagiar su dureza a todos los que la habitan. Un buen día  escucha el llanto de la hija de unos vecinos y sospecha que se están dando malos tratos a la niñita, como luego se confirmará. Se plantea una duda moral ¿debe hacer algo?

En una antológica secuencia, mientras recorre un supermercado acompañada de su novio, le plantea esta inquietud. El novio le contesta que no es su problema y ella, muy alterada, le reprocha su actitud egoísta. En el calor de la discusión ella le pregunta a él si ha hecho feliz a alguien alguna vez:

— ¿A quién has hecho feliz? Contéstame: ¿has hecho feliz a alguien?

La pregunta es contundente y —aunque en forma de reproche— va al núcleo del problema, porque lo que falta en las relaciones que nos va planteando el film, unas relaciones que parecen absurdas, como si estuvieran cifradas en un “código desconocido”, es precisamente el amor. Quizá ese joven fotógrafo pensaba que amaba a su novia porque la deseaba, deseaba su compañía, su presencia física tras largas ausencias obligadas, pero nunca se había planteado que amar realmente no es desear a alguien, sino desear el bien para alguien, hacerle feliz, darle lo que necesita en cada momento. Las personas sólo son felices cuando experimentan el amor, pero un amor que prioritariamente es dar. Sólo una larga depuración del egoísmo, una perseverante apertura a los demás, a sus problemas e inquietudes, una generosa disposición de entrega, puede hacer real una amor que hasta entonces no era más que un código desconocido.

Amar es dar

En La habitación de Marvin (Zaks, 1997) se nos ofrece una aguda reflexión sobre la vida familiar y el sacrificio por los seres queridos. Marvin es un hombre mayor, enfermo; obligado a estar postrado, e incapaz de hablar; respira gracias a la botella de oxígeno. Tiene dos hijas: Bessie (Diane Keaton), que dedica su vida a cuidar con abnegación de su padre y de su anciana tía Ruth; y Lee (Meryl Streep) que se fue de casa, en parte porque le parecía inútil esa vida dedicada a un enfermo incurable. Las dos hermanas han ido distanciándose. Bessie no ha tenido tiempo ni para enamorarse, ni formar su hogar. Lee no ha llegado a triunfar. Al cabo de veinte años de separación a Bessie le han detectado leucemia, y la única posibilidad de curación es por un trasplante de médula de un pariente próximo. Por ese motivo, decide acudir a su hermana.

Si la habitación de Marvin fue el lugar donde se puso de manifiesto el amor de una hija, la enfermedad de Bessie debe cumplir la misma función con el resto de la familia. Una conmovedora conversación entre las dos hermanas nos plantea una de las dimensiones más importantes del amor:

BESSIE: He tenido tanta suerte de tener a papá y a Ruth. He tenido tanto amor en mi vida...
LEE: Ellos te quieren mucho...
BESSIE: No. No quiero decir eso, no... Me refiero al amor que yo he tenido por ellos, he tenido tanta suerte de haber podido amar a alguien...

Toda persona conoce ese intercambio de bienes que llamamos amor, pero pocas veces se nos plantea tan directamente la importancia de “dar”. La dignidad de la persona se pone de relieve al recibir amor, pero en este caso se nos revela algo importante: hay más dignidad, y felicidad en dar que en recibir. El encuentro con el dolor es siempre una prueba importante para la persona, una oportunidad de acrecentar el temple ético. El dolor es un callejón oscuro que reclama una luz que de sentido. Además, la persona que sufre, no sólo sufre en presente; tiene memoria y tiene capacidad de anticipación; es la única criatura que sufre por adelantado. Pero la persona, con su capacidad de amar, puede convertir el sin-sentido del sufrimiento en algo con sentido. Puede decir en medio del sufrimiento: he tenido tanta suerte de haber podido amar a alguien...

Amar es perdonar

La trama de Una historia verdadera (Lynch, 1999) se desarrolla en la década de los noventa. Se trata de otra película importante de aquél director que, en los años 80 nos sorprendió con ese morboso canto a la humanidad que es El hombre elefante. Alvin Straigh, un anciano de 73 años, vive en Laurens (Iowa), con una hija suya, Rose muy buena, que oculta un doloroso pasado. Rose ha perdido la custodia de sus hijos tras un incendio doméstico. Una caída, con ruptura de cadera, y otros males propios de la vejez, retienen a Alvin en casa, haciendo una vida más o menos rutinaria.

Tiene un hermano, Lylle, que vive en Wisconsin, con el que no se habla desde hace diez años. Recibe la noticia de que está enfermo, y decide visitarle y hacer las paces antes de que sea demasiado tarde. La reconciliación con su hermano va a resultar costosa. Como no tiene dinero, ni tampoco le permiten tener carnet de conducir se anima a realizar el trayecto en un pequeño tractor cortacésped. Así recorrerá 560 Km, a una velocidad de 10 Km./hora. La película es la realización de este recorrido, en el que Alvin va adentrándose en diferentes paisajes naturales y humanos, reconociendo lugares y personas, descubriendo otros, solucionando pequeños problemas, y arreglándoselas para solucionar los diversos y pequeños imprevistos de su tractor y de su salud física.

Llegará a ver a su hermano y, sin necesidad de explicaciones, el uno junto al otro, en la terraza de la casa ponen punto final a esta película. Nos quedará la luz y la sensibilidad de una trama, de una historia verdadera, que bien podría ser la nuestra, porque a todos nos puede costar olvidar afrentas pasadas. El protagonista parece olvidar sus años, sus achaques, los problemas familiares, las dificultades naturales de un viaje en solitario, los problemas técnicos de su medio de transporte, su soledad. Y va esencialmente a donde se ha propuesto, consiguiendo iluminar con el amor fraterno un rincón oscuro de su vida. Esta insólita road movie relata en realidad lo que bien podríamos llamar un verdadero y lúcido itinerario moral y existencial que conducirá a Alvin a redimirse de su pasado y a reconciliarse con la vida justo en el ocaso de sus días.

Tú haces que yo quiera ser mejor

En Mejor imposible (Brooks, 1997) Jack Nicholson encarna a Melvin, un solitario y rico escritor de novelas románticas, sumamente egoísta y neurótico, esquizofrénico y obsesivo; ofende a todo el mundo de manera cruel resultando una persona francamente insoportable. Ofende a su vecino de lujoso apartamento, un joven pintor (Greg Kinnear), descaradamente homosexual. Molesta a los clientes y al servicio del restaurante al que diariamente va: sólo Carol (Helen Hunt), la sencilla camarera ­madre soltera­ que le atiende, y no quiere en absoluto otra, sabe pararle los pies. Así las cosas, entre estos tres personajes ­interpretados de modo sobresaliente­ y sus respectivos mundos, se van a crear unas relaciones de amistad y amor que, dentro de lo que cabe, harán de ellos mejores personas.

Poco a poco Melvin irá descubriendo que se ha enamorado de Carol, pero su proverbial torpeza sentimental dificulta enormemente la relación. Un día la invita a cenar en un restaurante y tras una serie de desafortunadas intervenciones consigue enfadarla de tal modo que Carol le amenaza con marcharse si Melvin no es capaz de decirle un cumplido inmediatamente:

Melvin. —Verás. Tengo una dolencia. Mi médico, un psiquiatra al que solía ir continuamente, dice que, en el cincuenta o sesenta por ciento de los casos una pastilla ayuda mucho. Yo las odio. Son muy peligrosas. Odio. Aquí utilizo la palabra odio para referirme a las pastillas, Y mi cumplido hacia ti es que aquella noche cuando viniste a mi casa y me dijiste... vale, bien, ya sabes lo que dijiste. Bien, mi cumplido para ti es que por la mañana empecé a tomar las pastillas.
Carol. — No logro captar por qué es un cumplido para mi.
Melvin. —Tú haces que yo quiera ser mejor persona.
Carol. — Puede que sea el mejor cumplido de toda mi vida.

Ciertamente es difícil expresar mejor ese aspecto nuclear y misterioso del amor, que nos lleva a sacar de dentro lo mejor de nosotros mismos. Algo de esto podemos ver también en la reciente película Mi vida sin mí (Coixet, 2003). Ann (Sarah Polley) es una joven madre de familia que vive en una precaria situación laboral y es madre de dos niñas. De repente un diagnóstico médico que le da pocos meses de vida cambiará todos sus planes, llevándole a replantearse muchas cosas. La pregunta acerca de lo que es verdaderamente importante está implícita en toda la historia. Ann lo descubre cuando su vida se le escapa entre las manos, y entonces siente que le falta el tiempo para decir a sus hijas lo mucho que les quiere, para preparar el futuro a su familia o para visitar a su padre en la cárcel.

Ann no tiene mucha formación, no siempre acierta en el modo de plantearse las cosas, comete errores, pero tiene un gran corazón e intuye que amar es el camino. Su joven esposo, a quien oculta su enfermedad, va descubriendo esa luz que irradia del bondadoso amor de Ann, y llega a confesar en un momento de intimidad que desearía “ser mejor para ella”. Una vez más, el amor de benevolencia es bellamente puesto en imágenes de manera convincente y real en este caso con el heroísmo de una joven que siente la apremiante necesidad de dar amor a quienes le rodean. Una vez más ese amor es el catalizador que despierta en otros el afán de sacar de dentro lo mejor de uno mismo.

Tener fe en las personas

Terminamos este breve recorrido con una forma peculiar de benevolencia que es la que se da entre educador y educando. Un ejemplo clásico lo tenemos en El club de los poetas muertos (Weir, 1989). Recordemos brevemente el tema que trata. El protagonista de la película es John Keating, a quien encarna con una magnífica interpretación de Robin Williams, antiguo alumno de la Academia Walton, una estricta y prestigiosa escuela privada situada en Vermont (Nueva Inglaterra). A ella vuelve en 1959, esta vez como profesor de Literatura en el curso de preparación para la Universidad. La educación que imparte este colegio de élite se basa en cuatro pilares: "Tradición, honor, disciplina, grandeza", pero Keating parece dispuesto a romper, con sus peculiares métodos pedagógicos, estos principios: quiere inculcar en sus alumnos el amor por la libertad y la búsqueda de la belleza como pautas fundamentales en el camino que conduce a la realización del ser humano.

Keating vive con intensidad y dedicación su trabajo como educador, pero sobre todo quiere a sus alumnos. No impone las cosas, sino que estimula la libertad, corriendo con ello importantes riesgos y alcanzando también satisfactorios logros. Recordemos una de las secuencias en la que se muestra una clase práctica sobre la poesía. Se trata ésta de una de las secuencias más memorables de la película. Los alumnos deben componer y recitar en público un poema original. Todo transcurre con normalidad hasta que le toca el turno al alumno tímido, que primero es invitado a vencer los respetos humanos lanzando desde la tarima un bárbaro gañido y después será "invitado" —casi obligado a viva fuerza— a recitar su poema delante de toda la clase. La secuencia muestra con gran plasticidad lo que es la esencia de toda labor educativa: ayudar a sacar de uno mismo las mejores cualidades. Para conseguir esta meta será necesario tener fe en la persona (yo creo que lleva algo dentro de usted de gran valor, dice en un determinado momento el profesor Keating) y no ahorrar esfuerzo ni sacrificio tanto por parte del educador como del educando.

El profesor Keating nos va a dejar una lección imborrable de optimismo y de fe en las personas, condición indispensable para ayudar a crecer a los demás. Queda bien sintetizada en la cita de Whitman que él mismo hace en la película:



"Oh mi yo, oh vida de sus preguntas
que vuelven del desfile interminable de los desleales,
de las ciudades llenas de necios
¿qué hay de bueno en estas cosas?"

Respuesta: "Que tú estás aquí,
que existe la vida y la identidad,
que prosigue el poderoso drama
y que tú puedes contribuir con un verso...
¡QUE PROSIGUE EL PODEROSO DRAMA
Y QUE TÚ PUEDES CONTRIBUIR CON UN VERSO!"

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