sábado, 12 de abril de 2014

Meditación





                                                   La voz del silencio

 
“Cuando abrió el séptimo sello, se hizo un gran silencio en el cielo."
                                                                                        Apocalipsis

 
“Porque en el silencio aprendemos lo que somos”, leí  en  Jaime Huenún cierto día.
Deduje entonces que en el ruido   no aprendemos lo que somos o aprendemos lo que no somos y me propuse entonces ignorar sus enseñanzas y en adelante  escuchar solamente lo que el silencio tuviera que decirme.

 

Borré de mi mente la montaña de palabras que escuchara en las habladurías de la gente, en la cháchara de los medios y en  los gritoneos  de las bandas musicales. Y olvidé el tronar de las máquinas,  el rugir de los motores,    los sonidos del bosque y el rumor del agua en el arroyo…

 

Después de mucho esfuerzo pude desprenderme de la algarabía del mundo y  quedar  a solas con el silencio  a la espera de que su voz me dijera lo que soy.

 

El silencio nada dijo. De repente me vino a la memoria la fragilidad de la caña de Pascal.

 

Aprendí  entonces que soy nada, como el silencio, que sin decir una palabra me puso en la presencia del fondo de mi ser. Y comprendí qué es existir. Desde entonces, he llegado a ser para mí mismo un gran interrogante y busco una respuesta más allá del silencio y de la nada.
 
Gracias por tu amable atención.
                                                                                         Raul Czejer

 

 

 

 

 

miércoles, 9 de abril de 2014

La barbarie que supimos conseguir





Hace ya mucho tiempo que la moral desapareció de los negocios y del manejo del poder político. Maquiavelo  dio cuenta del fenómeno y lo elevó  a la categoría de conducta natural y lógica para los gobernantes del venturoso mundo moderno, rotas las cadenas de la ominosa  moral del medioevo y relegada ésta a la vida de intramuros. Hoy vivimos  el sueño que soñaron los profetas del nuevo mundo   y estamos recogiendo los frutos de sus mentes afiebradas. Un mundo que, como el Taj Mahal, es una fiesta  por fuera, pero lleno de tristeza por dentro
 
El autor del artículo que he querido compartir contigo se refiere a España, pero en idénticos términos podría referirse a muchísimos otros países y, por supuesto, al mío propio.

Desde el fin de la II Guerra Mundial, la conciencia moral del mundo nunca ha estado tan agotada y desalentada como ahora. Las violaciones del derecho internacional y de los derechos humanos permanecen hoy impunes, sin que los ciudadanos reaccionen, sin que los intelectuales y periodistas, teóricos vigilantes del pulso del mundo, adviertan el desastre, sin que surja, como en el pasado, movimiento alguno de protesta que haga temblar a los déspotas.

Sin que nadie reaccione, países como Cuba, Venezuela, Nicaragua, Irán, China y otros están siendo oprimidos por sus dictaduras, en algunos casos encabezadas por chulos disfrazados de demócratas, que están siguiendo al pie de la letra un guión preescrito para esclavizar a los pueblos y recuperar la tiranía comunista con otros métodos y por otros caminos.

En algunas democracias teóricas, como España, transformadas en oligocracias alejadas del ciudadano, los hechos y dramas demuestran la impotencia inepta del poder político y hacen evidente el decaimiento y la degradación del país. El incremento de una corrupción casi siempre impune y el hecho de que grandes crímenes como los del 11 M permanezcan sin resolver están contribuyendo al hundimiento de la esperanza. En esta España degradada, el gobierno adopta sin escrúpulos medidas contrarias a la voluntad popular y se atreve a gobernar en contra de los deseos y opiniones de la mayoría, con impunidad y de espaldas al pueblo soberano.

En muchos países islámicos se asesina al que practica otra religión, se aplasta a la mujer, se mutila al delincuente, se predica la guerra y el exterminio del infiel y se violan a diario los derechos humanos básicos, sin que esas canalladas tengan consecuencias en el plano internacional.

Dirigida por gobiernos que llaman "pragmatismo" a la cobardía y a la ausencia de moral, la Humanidad está perdiendo la capacidad de sentir asco y de rebelarse.

Es fácil pensar que frente a los poderosos aparatos estatales de propaganda, los principales causantes del desfallecimiento moral y del envilecimiento, no hay defensa posible y que el librepensamiento y la resistencia están condenadas al fracaso, pero no es así si se analiza la Historia.

Hace poco más de un siglo, el "Yo acuso" de Emile Zola hizo temblar a Francia y poco después, en 1914, "Canto de odio", de Lissauer, una poesía de 14 versos, se transformaba en un acontecimiento capaz de cambiar la Historia.

La clave del desastre moral del mundo actual está en el uso de la propaganda y de la mentira organizada por parte de los gobiernos. Aunque sean pocos los que perciban la tragedia y sin que periodistas e intelectuales lo denuncien, lo cierto es que los mentirosos en el poder están destruyendo la estructura moral del mundo civilizado y lo están empujándolo hacia un nuevo tipo de barbarie.

Hítler fue el primero que utilizó la propaganda para convertir la mentira en algo natural. Los imitadores han sido muchos y en la España actual la mentira del poder está alcanzado el rango de política de Estado, después de la gran estafa al ciudadano que representó Zapatero y el incumplimiento salvaje de todas sus promesas electorales realizado por Rajoy. La mentira oficial está acabando no sólo con la democracia en España, sino también con la política, la confianza, la ética, la literatura y el arte.

La situación exige que cualquier regeneración pase por recuperar la verdad como modelo de convivencia y guía del liderazgo.

En España, la pandilla decadente de siempre, amparada bajo el paraguas del falso "progreso", la misma que en tiempos de Hítler y de Stalin llamaba cobardes a los prudentes y débiles a los humanistas, está actuando con apoyo oficial, llamando pesimista al que duda, etiquetando como antisistema al que protesta y señalando como fascista al que se rebela.

El poder político ha renunciado a ser ejemplar, despojando así al liderazgo de su principal fuerza moral, y no le importa humillarse, contradecirse y mentir con tal de mantenerse en el poder. Los políticos profesionales se han transformado en una raza maldita que pilota la decadencia, que arrasa la democracia y que conduce a la Humanidad por una senda sin principios ni valores, hacia la derrota y el fracaso.
                           Francisco Rubiales, en 
                          http://www.votoenblanco.com/Mentira-confusion-y-agotamiento-moral-nos-conducen-hacia-una-nueva-barbarie_a3360.html

Gracias al autor y a "Voto en Blanco"

Como sabes, "barbarie" es un término ambiguo que ha ido variando de significado a lo largo de los siglos. Hoy, creo yo, asistimos azorados al avance de una barbarie terminal,  una especie de involución del ser humano a comportamientos brutales, indignos de su esencia .

El autor del artículo  que sigue nos presenta un interesante estudio sobre la barbarie tal como se la entendió en el pasado y sobre su forma peculiar  en el presente. Vale la pena destinarle un rato de luctura, en algún remanso del ajetreo diario.

     
 1. La realidad de la barbarie y su ambigua conceptualización
«Los Balcanes están en Europa, pero Europa no es como los Balcanes». Tal puede ser la fórmula queexprese la actitud de distanciamiento, a la vez que de perplejidad, con la que desde los países europeos,y más concretamente de Europa occidental, se contempla la guerra --o quizá, más bien, las guerras-- que desde hace dos años está asolando lo que era la antigua Yugoslavia. La civilizada Europa vuelve a encontrarse de nuevo con la brutalidad de una guerra que pone ante sus ojos los potenciales de irracionalidad y de insensibilidad que el hombre, el sedicente «hombre civilizado», puede poner en juego. El asedio de Vukovar, de Dubrovnik, de Sarajevo... han sido los hitos --en los tres casos la iniciativa bélica correspondió al ex ejército federal y a las fuerzas paramilitares serbias, empeñadas en la operación fascista de «limpieza étnica» que ha de abrir paso al Estado nacional panserbio-- que han marcado la sorprendente escalada de violencia de una guerra civil que ha dejado a Europa consternada y sumida, una vez más, en una parálisis política que no es sino reflejo de su impotencia ante los problemas más decisivos. El final de siglo está cargado de ellos, lejos de ser aquel apacible «final de la historia» que algún neoconservador filohegeliano se aventuró a imaginar (véase Fukuyama 1989 y 1992). Lo que no cabe, en cualquier caso, a estas alturas, es la ingenua posición de quien, desde la extrañeza, recuerde con nostalgia las expectativas de bonanza abiertas aquel día de 1989 en que cayó el muro de Berlín y pareció que estábamos poco menos que al borde de la «paz perpetua». Ahora, como en otros momentos de nuestra historia, valen aquellas palabras de Benjamin, en sus Tesis de filosofía de la historia (8), con las que advertía contra la ilusión que supone considerar anacrónicos ciertos fenómenos y situaciones que, por su carácter deshumanizante, resultan difíciles de encajar: «No es en absoluto filosófico el asombro acerca de que las cosas que estamos viviendo sean 'todavía' posibles en el siglo XX» (Benjamin
1973: 182).
Los acontecimientos que tienen lugar en Europa hacen obligado pensar la barbarie; los europeos
tenemos que repensarla, si no queremos recaer en ella. Ninguna cultura, ninguna colectividad, nadie está definitivamente «vacunado» contra ella. Lo que ocurre en las repúblicas balcánicas, en Bosnia sobre
todo, como lo que sucede más allá, en el Cáucaso, lo atestigua; pero el problema lo desplazamos al
pensarlo como algo que acontece «a las puertas» o extramuros de la Comunidad Europea. Respecto de
los países de la Europa del Este o de la ex URSS las cosas se ven más lejanas, y con el aumento de las
distancias más se incrementa la tendencia a considerar los problemas como pertenecientes a «otro»
mundo: el mundo de los otros. Sin embargo tal desplazamiento no supone ninguna garantía. Los
fenómenos de racismo y xenofobia que cobran cada vez más fuerza en las sociedades occidentales son
el síntoma de que la «enfermedad» llamada barbarie no está erradicada del todo, y hace albergar la
sombría sospecha de que una crisis económica prolongada, un exacerbamiento de los nacionalismos,
una desconfianza generalizada respecto de las instituciones democráticas... puedan conducir a una
eclosión de irracionalidad análoga a las conocidas en otros momentos no tan lejanos. Ciertamente, uno
de los caminos «para evitar que el racismo crezca como una mancha de aceite», precipitándose en
fenómenos de tinte fascista, consiste en «mantener viva la memoria histórica» --algo de lo que andamos
muy escasos en nuestro contexto hispano-- (Elorza 1992). Por lo demás, cabe recordar cómo un autor
tan preocupado por la problemática de la irracionalidad de las sociedades contemporáneas como Erich
Fromm ya hacía saber, al abordar el análisis de la génesis del nazismo, que el fascismo es un peligro
nunca totalmente ahuyentado del Estado moderno, y que para combatirlo --y no ya sólo en el campo de
batalla, como hubo que hacerlo contra los nazis-- hace falta conocerlo (cf. Fromm 1980a: 27).
La advertencia de Fromm se nos presenta con plena vigencia: hay que pensar la barbarie si queremos
combatirla, lo cual nos induce de entrada a emprender ese camino --afortunadamente, repensar la
barbarie ha sido y es tarea de no pocos, aunque, desgraciadamente, actuar contra ella no lo sea de
tantos como debieran, es decir, de todos los que pretendan ser humanos--. Para esa tarea, vamos a
concentrar nuestro esfuerzo en el camino de la clarificación de los diferentes sentidos, y sus
implicaciones, con que utilizamos el término «barbarie» como noción polisémica.
Como quiera que se lo utilice, el término «barbarie» o la denominación o el adjetivo de «bárbaro»
aplicada a cualquier individuo o grupo humano, conlleva siempre connotaciones peyorativas --salvo
excepciones en las que se explicita un sentido distinto (cf. Benjamin 1973: 169; Adorno 1978: 48), o los
conocidos casos en que las palabras «bárbaro» y sus derivados se utilizan exclamativamente
expresando admiración, sorpresa, etc.--, connotaciones, por lo demás que abarcan muy diferentes
grados de calificación negativa (des-calificación), los cuales tampoco son siempre inocentes. Tal carencia
de inocencia de algunos usos de la palabra en cuestión nos conduce a anticipar nuestras posiciones: si el
término «barbarie» siempre implica una valoración negativa, su utilización con uno u otro sentido es
susceptible a su vez de valoración. Es más, lo que hoy es para nosotros la realidad de la barbarie exige
esa valoración, y la calificación de un uso del término como pertinente y aceptable, y por ello positivo, y la
descalificación del otro como impertinente, inadecuado y, en consecuencia, negativo. Distinguiendo dos
usos principales bien diferenciados, encontramos el término «barbarie» como noción descriptiva, aplicada
al otro culturalmente diverso, y «barbarie» como concepto ético, explícitamente valorativo, que entraña la
recusación total de una forma de comportamiento humano. De éstos, es el primer sentido el que hay que
tachar de improcedente: es un uso negativo que, de suyo, se autodescalifica desde el otro sentido del
término, el que consideramos como pertinente. De la tensión entre ellos resulta que quien utiliza el
término en el uso que consideramos improcedente, se encuentra con que la valoración negativa,
normalmente encubierta, que conlleva adjetivar al otro de «bárbaro», se vuelve contra él en el otro
sentido, ése sí pertinente. La noción de barbarie, por su ambivalencia, resulta así reversible, de forma
incluso que dicha reversibilidad pone sobre la pista del sentido para nosotros aceptable del término, que
decanta inequívocamente la ambivalencia de la noción hacia uno sólo de los polos que constituyen su
cotidiana y no esclarecida ambigüedad.
2. Visión etnocéntrica de los bárbaros a lo largo de la historia: La barbarie cultural
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Independientemente de la mejor o peor manera en que hayan resuelto el problema, lo cierto es que todas
las sociedades humanas han presentado resistencia al reconocimiento del otro, culturalmente distinto,
como igualmente humano. Parece en ese sentido de lo más plausible hablar de un «etnocentrismo
espontáneo» como de un fenómeno universal, presente en todas las culturas, y que sólo empezó a ser
dejado (parcialmente) atrás con el «salto» que supuso en diferentes tradiciones de determinadas áreas
culturales la emergencia de religiones universalistas de salvación (cf. Jiménez 1984: 136 ss). Estas
fueron portadoras en gran medida de un «núcleo ético común», que en todos los casos comportaba la
propuesta de una moral universalista asentada sobre el reconocimiento de la igualdad básica de todos
los hombres (cf. Fromm 1970: 95; 1973: 32-33; 1978: 64).
Puede considerarse el avance hacia tal reconocimiento y la consolidación del mismo como uno de los
exponentes más claros de progresiva humanización, y como uno de los logros culturales más
importantes, a pesar de su precariedad, obtenido de manera convergente desde tradiciones e historias
distintas, las cuales se autotrascendían desde su particularidad hacia la universalidad. Aunque la
percepción de lo humano universal siguiera siendo en gran medida etnocéntrica, la dirección de ese
proceso, que llega hasta nosotros, quedó encaminada hacia el reconocimiento de la universalidad de lo
humano --con la afirmación consiguiente de la igualdad de todos los hombres--, que hoy no tenemos por
qué entenderla como contraria a la particularidad, sino como superadora del etnocentrismo (cf. Todorov
1992). Ha sido una tarea (inacabada) de siglos, que en Occidente se ha presentado con rasgos
peculiares, entre los que hay que destacar la agresividad de su etnocentrismo, por un lado, pero también,
por otro y como compensación, junto a la fuerza de sus tendencias universalizadoras, la potencia y
alcance de su autorrelativización y autocrítica, resultados todos ellos de lo que ha sido su proceso de
Ilustración, con sus deficiencias, mas indudablemente también con sus méritos.
Ese proceso de apertura de la particularidad a la universalidad, cuya clave radica en el reconocimiento
del otro, ha sido, pues, un proceso largo, mediado por muchos factores y mediatizado por otras tantas
circunstancias. Con todo, ha supuesto un avance paulatino hacia la exigencia de respeto a la dignidad de
todos, esto es, de cada uno, aunque haya sido un avance logrado en muchos casos a través de rodeos
penosos donde no estaba ausente la posibilidad de una regresión, posibilidad actualizada en ciertos
momentos como facticidad histórica, aunque lo conseguido en cuanto al reconocimiento de dignidad y
derechos quedara ya como cota respecto de la cual no cabía retorno. El proceso ha sido el de una
maduración difícil, concentrándose buena parte de la dificultad en torno a cómo pensar lo diferente para
afirmar transculturalmente la igualdad de todos en aquello que es universal. Cabe afirmar que el
etnocentrismo primario, aliado con el principio de identidad que opera desde la misma gramática, fueron
obstáculos difíciles de superar para ir a la ruptura de la ingenua, distorsionada y siempre peligrosa
equiparación de lo humano a la particularidad de lo propio de cada grupo, etnia, sociedad, etc. Es tal
reducción absolutamente injustificada la que se esconde detrás del uso descriptivo del término
«barbarie».
Si en las sociedades humanas ha sido moneda frecuente ese etnocentrismo primario que lleva a
identificar como genuinamente humano lo que son rasgos propios de la etnia a la que se pertenece, nada
tiene de extraño que la distinción entre civilización y barbarie sea una distinción muy antigua, sostenida
desde el momento en que desarrollos culturales muy diversos entre sí dieron lugar a sociedades
contrastantes en sus condiciones tecnoeconómicas y modos de vida, en sus instituciones y creencias (cf.
Bestard-Contreras 1987: 49 ss). Desde que se produjo ese contraste, percibido como desnivel en cuanto
a los respectivos desarrollos culturales, se hizo presente la tendencia a describir a los extraños en
términos impregnados de connotaciones valorativas de signo negativo. Tales descripciones, cargadas de
prejuicios, han sido cauce de expresión del temor a lo diferente, y de afirmación de la supuesta propia
superioridad, quedando normalmente lo primero encubierto tras la manifiesta explicitación de lo segundo.
La función ideológica del discurso aparentemente descriptivo estaba servida; sólo hacía falta acoplarlo a
las distintas necesidades de justificación: expansión territorial, colonización, expolio, esclavización de
poblaciones vecinas, etc.
En el ámbito cultural griego, en el que en gran parte hunde sus raíces la tradición cultural de Occidente,
encontramos de manera clara esa distinción y ese discurso descriptivo desvalorizador. Tanto es así, que
el término «bárbaro» procede directamente del griego, en el que decantó su significado desde la
acepción neutra de «extranjero» --más exactamente, «el que no habla la propia lengua», que es lo que
quiere decir la palabra griega «bárbaros», de origen onomatopéyico--, hacia la acepción valorativa de
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«salvaje», «rudo», «no civilizado»; en definitiva, infrahumano. Los testimonios a ese respecto son
abundantes, y van desde Heródoto, que describe la barbarie --en especial la de los escitas-- en términos
opuestos a una noción de civilización absolutamente determinada por las características de la propia
sociedad, hasta el mismísimo Aristóteles, quien en la cumbre del pensamiento griego no avanzó, sin
embargo, un paso para superar el limitado y distorsionante antagonismo civilización-barbarie. Basta para
corroborarlo asomarse a su Política y ver sus alusiones a los bárbaros, caracterizados por serles ajena la
polis, con todo lo que a su estructuración sociopolítica se le suponía de desarrollo económico y cultural.
Más concretamente, encontramos que dicha obra se abre con un capítulo que finaliza precisamente
poniendo en boca de los poetas --y de entre éstos, el poeta por excelencia sabemos que era Homero-- la
equiparación entre barbarie y servidumbre, y la consiguiente preconización y justificación del dominio de
los griegos --ciudadanos de la polis, que eran los considerados hombres plenamente humanos, aunque a
decir verdad tal condición quedaba restringida a los adultos varones--: «Por esto dicen los poetas, con
sobrada razón, que los griegos sean señores de los bárbaros, casi dando a entender que naturalmente
es todo uno, ser bárbaro y ser siervo» (Aristóteles 1985: 30).
Puede considerarse un hecho antropológico que toda civilización ha tenido sus bárbaros, que en cada
caso han sido unos determinados otros, diferentes, extraños y peligrosos a la vez, vistos como inferiores,
pero al mismo tiempo difíciles de dominar; su presunta mayor proximidad a la naturaleza parecía darles
una fuerza que el hombre de la civitas no podía sino temer y tratar de domeñar mediante una violencia
mayor. Lo bárbaro es así lo no integrable, lo que no encaja en la propia cultura, lo que desde ésta no
alcanza el estatuto de plena humanidad, aun cuando se reconozca a los bárbaros la pertenencia a la
misma especie biológica. Es en este sentido interesante constatar cómo, ya en el Imperio romano,
heredero de la noción griega de barbarie, aplicada a los celtas y muy en especial a los pueblos
germanos, la difusión de ideas cosmopolitas, de concepciones más coherentemente universalistas como
las de los estoicos, no lograron hacer mella en la dicotomía, consolidada como irreductible, entre
civilización y barbarie.
Sorprende de manera análoga, aunque por más fuertes motivos, el caso del cristianismo, religión
universalista de suyo radicalmente igualitarista --todos los hombres son iguales ante Dios--, pero que no
sólo no pudo sustraerse durante mucho tiempo al prejuicio cultural de la mencionada dicotomía, sino que
incluso la asumió como propia --algo que no debe extrañar, desde el momento en que alcanzó el
reconocimiento de religión oficial del Imperio--, para reciclarla bajo la equiparación de barbarie y
paganismo, a medida que la romanitas fue siendo reemplazada por la cristiandad.
Para el mundo medieval cristiano, bárbaros son los normandos, los vikingos, las «hordas» que acosan a
la cristiandad por oriente, como tártaros y mongoles... Curiosamente, al mundo islámico no se le suele
aplicar el calificativo «bárbaro», sino el de «infiel»; después de todo, comparte con el cristianismo una
filiación religiosa común --forman parte del tronco abrahámico--, aunque su trayectoria se haya desviado.
Y por otra parte, dadas las negativas connotaciones infravalorativas de cualquier descripción de una
sociedad o cultura diferente como bárbara, difícilmente se puede calificar así a toda una civilización que
en la Edad Media toma la delantera a la cristiandad en lo que a desarrollo cultural se refiere. La fuerza de
los hechos hace en ese caso imposible el uso ideológico que es connatural al concepto descriptivo de
barbarie.
Durante la «revolución renacentista» (cf. Heller 1980: 8 ss), también en este asunto cambia el panorama.
Por una parte, el refinamiento de los humanistas italianos les agudiza la mirada para percibir la barbarie
en su más inmediato entorno cultural --franceses y españoles son calificados como bárbaros--, a lo que
se suma la idealización y elevación a paradigma del mundo clásico, desde donde la propia cultura pasa a
ser valorada en términos de déficit respecto de los logros grecolatinos. Por otra parte, los nuevos
descubrimientos, y en especial el de América, originan un terremoto intelectual que obliga a replantear
muchas ideas antropológicas. De suyo, es en el Renacimiento cuando se abre paso la afirmación
consecuente de la universalidad de la condición humana y de la consiguiente igualdad de todos los
hombres --todo ello tematizado en torno a un concepto de naturaleza humana que trata de recoger lo
específico y universal del hombre, es decir, aquello en virtud de lo cual todos los hombres son humanos--,
mas tampoco tal teorización de cuño humanista impide que se siga hablando de los otros como bárbaros:
de inmediato, los indígenas americanos pasaron a ser descritos --es decir, «des-calificados»-- como
tales. Sin embargo, si eso es sabido, como igualmente está más que desvelado el encubrimiento
ideológico que el discurso de la barbarie comenzó a ejercer desde muy pronto sobre las prácticas
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colonialistas, no es tan conocido el hecho de que en las relaciones interculturales de la América
precolombina también se hacía uso de términos equivalentes a los del binomio civilización-barbarie, con
el mismo esquema de superioridad-inferioridad, y junto con análogas pretensiones de dominio. A ese
respecto, considerando todo ello desde una amplia perspectiva antropológica, afirma Todorov:
La primera reacción, espontánea, frente al extranjero es imaginarlo inferior, puesto que es
diferente de nosotros: ni siquiera es un hombre o, si lo es, es un bárbaro inferior; si no habla
nuestra lengua, es que no habla ninguna, no sabe hablar, como pensaba todavía Colón. Y así,
los eslavos de Europa llaman a su vecino alemán nemec, el mudo; los mayas de Yucatán
llaman a los invasores toltecas nunob, los mudos, y los mayas cakchiqueles se refieren a los
mayas mam como «tartamudos» o «mudos». Los mismos aztecas llaman a las gentes que
están al sur de Veracruz nonualca, los mudos, y los que no hablan náhuatl son llamados
tenime, bárbaros, o popoloca, salvajes. Comparten el desprecio de todos los pueblos hacia
sus vecinos al considerar que los más alejados, cultural o geográficamente, ni siquiera son
propios para ser sacrificados y consumidos (el sacrificado debe ser al mismo tiempo
extranjero y estimado, es decir, cercano) (Todorov 1990: 84).
Por lo demás, conviene reparar que incluso para aquéllos que, ante los excesos inhumanos de la
conquista y colonización de América, optaron a favor de la defensa de los indios, éstos no dejaron de ser
considerados como bárbaros. Bartolomé de las Casas, por ejemplo, los describe así, llegando a sostener,
bajo el rótulo común de «barbarie», un triple encasillamiento de los pueblos indígenas según fuera el
desarrollo cultural alcanzado. Pareciendo anticipar planteamientos del antropólogo decimonónico L.
Morgan, Las Casas propone un primer grado de barbarie --el menos bárbaro-- calificado de tal por su
diferencia cultural (creencias, costumbres, etc.), aunque supone disponer de una organización política
compleja y eficaz (caso de los aztecas e incas); junto a ése, el segundo grado se caracteriza por no
utilizar la escritura --criterio que se mantendrá después por otros, pudiendo ser encontrado en el
neoevolucionista V. Gordon Childe (1973)--, mientras que al tercer grado le corresponde ya un estado de
cuasisalvajismo, con costumbres «perversas», sin ley ni religión, de manera tal que la amenaza que
constituyen por sí mismos esos bárbaros les hace poco menos que acreedores de una guerra defensiva
(cf. Las Casas 1958: 307-308).
José de Acosta, en la misma línea y a pesar de su defensa humanitaria de los indios, igualmente los
describe, en su Historia natural y moral de las Indias, como bárbaros, especialmente los que carecen de
un «gobierno» (organización política) de algún modo centralizado y estructurado a la manera estatal
--como era el caso de incas y aztecas, con sus monarquías imperiales, a pesar de su carácter tiránico--
(cf. Acosta 1979: 280).
Por otra parte, estos autores como Las Casas o Acosta, ya no vinculan a la barbarie ninguna cualidad, o
más bien su carencia, «natural». Ven en el bárbaro la posibilidad del acceso a la civilización, la cual la
contemplan apoyada en la naturaleza humana común a todos. En ese sentido, al considerar la barbarie
como un estado virtualmente transitorio --los europeos habrían pasado por él tiempo atrás--, Acosta y Las
Casas anticipan el esquema evolutivo que se impondrá en la Ilustración y que harán suyo los primeros
antropólogos evolucionistas: la secuencia salvajismo, barbarie, civilización. Por lo demás, también estos
autores renacentistas, enmarcados en la neoescolástica del barroco español, adelantan muy
significativamente otra cuestión de gran impacto en el pensamiento posterior: la visión del buen salvaje
--sus ecos se perciben en Rousseau--, que por un lado contrapesa por vía de idealización el sesgo
infravalorativo de las descripciones de los indígenas (cf. Savater 1992) y, por otro, acusa el rebote de
esas descripciones en una barbarie de diferente índole, la barbarie moral, y ya no cultural, de los
conquistadores, de forma que la noción se vuelve contra éstos dejando vía libre para la exaltación
ingenua de lo indígena.
Aparcando de momento ese uso de «barbarie» emparejado a las visiones del buen salvaje, lo que
conviene ahora destacar es cómo el uso descriptivo del término pasó al pensamiento ilustrado en
general, haciendo patente su etnocentrismo y, por tanto, los límites del universalismo propio de los
planteamientos filosóficos, antropológicos, éticos y políticos de la razón ilustrada. La Ilustración europea
tendrá serios problemas para pensar la diferencia. El ya mencionado Rousseau, como Herder y otros
casos puntuales --cabe citar a Diderot--, se presentan como excepciones en un panorama intelectual que
permanece muy cerrado ante la alteridad. La metafísica del sujeto, que desde el paradigma de la
conciencia constituye el nervio de la filosofía moderna, incurre en lo que cabe considerar un doble error
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antropológico: la falacia abstractiva, que deja atrás al hombre concreto, y la falacia generalizadora, que
hace extensivo al hombre de todo tiempo y lugar rasgos y características propios del hombre europeo.
Los avances en la defensa de la libertad y la igualdad de todos los hombres se ven así lastrados por la
cerrazón etnocéntrica para un adecuado tratamiento de la diferencia y, a su través, para planteamientos
más próximos a un dialógico universalismo intercultural y menos aferrados a un monológico
universalismo impositivo.
La contraposición barbarie-civilización se enquista fuertemente en el pensamiento occidental, y no sólo
eso, sino que encuentra además un nuevo marco operativo en la concepción ilustrada de la historia como
progreso. Calificados los otros como bárbaros, el camino está expedito para justificar lo que sea en el
«avance civilizatorio» de la humanidad. Hegel es buen ejemplo de ello: no tiene empacho alguno en
hacerlo así, y no es de extrañar en una concepción teleológico-metafísica de la historia como la suya, que
quiere cargar dialécticamente con lo negativo de la misma, pero que acaba justificando («historiodicea»)
como necesario todo lo negativo, apelando siempre que haga falta a la criptoprovidencialista «astucia de
la razón».
Anteriormente, el mismísimo Kant, sin llegar a los extremos etnocentristas hegelianos, también justifica,
en polémica con Herder, la colonización «civilizadora» occidental (cf. Kant 1987: 55), aunque hay que
decir en honor a la verdad que rechaza con duras palabras la injusticia acarreada por las «visitas
conquistadoras» hechas a países de otras latitudes (cf. Kant 1985: 28). No obstante, hay razones para
pensar que la lógica interna de la ética kantiana se quiebra un tanto en torno a toda esta cuestión: la
exigencia moral incondicionada de respetar la dignidad de todo hombre, tratando su humanidad como fin
y no como medio, parece retroceder, no ante la conquista, pero sí ante la colonización de los pueblos
bárbaros --inevitablemente supone dominio y violencia--, con el argumento encubridor de que el progreso
de la civilización lo requiere y de que, además, esos otros, después de todo, permanecen en la «minoría
de edad» de quienes no han alcanzado su autonomía --punto de apoyo, para Kant, de la dignidad del
hombre y de la exigibilidad del respeto a la misma--. Se trataría en tal caso de promover el paso desde la
barbarie, caracterizada por Kant como el estado de una situación con poder, pero sin libertad ni ley (cf.
Kant 1991: 290), hasta la civilización, la cual, en la perspectiva kantiana, sigue siendo etapa intermedia
en el progreso de la humanidad hacia la moralidad.
La idea de progreso es, pues, el nuevo punto focal para hacer inteligible la historia, y desde él cobra
renovadas fuerzas el concepto descriptivo de barbarie, que nunca deja de ser valorativo. Ya uno de los
padres de la moderna idea de progreso --sabido es que tiene su génesis en la asunción secularizada, por
parte de la razón autónoma, de lo que era la visión teológica de una historia de salvación--, como es
Turgot, ve el progreso, o los «progresos», según prefiere decir, como el tránsito paulatino de la barbarie a
la civilización. En un principio, la primera «iguala a todos los hombres» (Turgot 1991: 39); después,
procesos «desiguales» originan un asincrónico avance civilizatorio. La ilustración, cuya palanca es la
escritura, hace retroceder los límites de la barbarie. No obstante, el progreso es frágil --Turgot aún no
sostenía la visión fuertemente determinista que pronto se impondría, como aparece ya en Voltaire--, y la
barbarie, con lo que supone de ferocidad, ignorancia, predominio de la avaricia, etc. --como,por cierto,
«todavía la vemos en los indios americanos» [sic] (Turgot 1991: 37)--, puede retornar, que es lo que ya
ocurrió en la Edad Media.
Esa idea de progreso es la que se traspasa a la primera corriente con la que nace la antropología
cultural: el evolucionismo cultural. Para sus representantes, como Morgan y Tylor, toda la humanidad
pasaría por esas tres etapas de salvajismo, barbarie y civilización. El concepto de barbarie recibe en
manos de estos primeros antropólogos científicos un tratamiento que pretende ser más riguroso. Deja de
ser un concepto descriptivo laxo, para ser una categoría científico-antropológica, la cual, sin embargo, no
deja de arrastrar las connotaciones negativas de una infravaloración encubierta. Así, Morgan aplica
«bárbaro» al otro no civilizado aún, que si bien ha salido del salvajismo gracias a la domesticación de las
plantas, del cultivo de cereales sobre todo, y ha traspasado la barrera tecnológica del «arte de la
alfarería», no ha llegado todavía al alfabeto fonético, base para el uso generalizado de la escritura y
pórtico del «estado de civilización» (cf. Morgan 1975: 77 ss y 99 ss). A ello se asocia el desarrollo
institucional de las sociedades civilizadas, las cuales encuentran en la propiedad y en la demarcación
territorial las bases para el surgimiento y desarrollo del Estado como forma de organización política (cf.
Morgan 1975: 523 ss). Tales puntos de vista del antropólogo norteamericano no sirven para refrenar su
occidentalismo, sino en todo caso lo contrario, al poner a arios y semitas a la cabeza de los procesos
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civilizatorios, y reducir luego esa vanguardia a los arios europeos a partir de cierto momento histórico. Es
verdad que ello se afirma al lado de la postulación de la igualdad básica de todos los hombres, pues la
civilización es accesible a todos, y que de ninguna manera se ve el proceso histórico como degradación
humana, ni como constituido por desarrollos diferentes de las razas humanas que fueran debidos a
supuestas «desigualdades naturales». El inconveniente, pues, es que la afirmación de la condición
humana común se ve lastrada por el etnocentrismo que se anexiona a los otros devaluándolos como
(nuestros) primitivos (cf. San Martín 1985: 51 ss). Tras ello, la mencionada afirmación se convierte en
fácil máscara encubridora de las prácticas colonialistas, justificadas como potenciación de la marcha
ascendente hacia la civilización en aquellos pueblos y culturas que habrían tardado siglos todavía en
alcanzarla por sí solos.
Si este evolucionismo cultural representa el momento en que la noción de barbarie entra en el discurso
científico, representa también el momento en que se muestra su radical insuficiencia como categoría
descriptiva con pretensiones de validez objetiva. Los desarrollos ulteriores en el campo de la
antropología, desde el particularismo histórico en adelante, han ido descalificando la noción, aunque esa
batalla ganada al etnocentrismo occidental no haya significado una victoria definitiva y haya tenido como
contrapartida en muchos casos ir a parar a un relativismo extremo paralizante, que abdica de toda
pretensión universalista, incluso en el plano de la teoría, para quedar encerrado en el círculo particularista
de la diferencia. Eso no pasaría de ser un problema epistemológico provinciano si no fuera por las
repercusiones éticas del relativismo cultural extremo: tachar de etnocéntrica --o si no así, de imposible--
toda pretensión de una ética universalista. Siguiendo la pista a los avatares del término «barbarie», lo que
tal relativismo extremo consigue es descalificar la utilización pertinente, que poco a poco se ha ido
abriendo camino, de «barbarie» como noción ética, arrojándola por la borda con la justa denuncia del uso
descriptivo de la misma como algo absolutamente improcedente. La cuestión es que para esto último
basta con un relativismo moderado, una posición antietnocéntrica que dé paso a un nuevo universalismo,
verdaderamente humanista por transcultural y ecológicamente equilibrado (cf. Gómez García 1987).
3. Inactualidad del concepto descriptivo de barbarie: La negatividad de un uso impertinente
Nuestro breve recorrido a lo largo de la historia acumulada tras de sí por la noción de barbarie nos ha
hecho patente ciertas constantes: Toda civilización ha tenido sus bárbaros; la noción descriptiva de
barbarie no es neutra, pues implica siempre infravaloración del otro, reducción anexionadora de una
alteridad que en el fondo se teme. Que tal uso del término acaba mostrándose improcedente, carente de
rigor epistemológico, es lo que ya comenzó a vislumbrar Montaigne, quien desde la atalaya de su
escepticismo protomoderno declaró que «llamamos barbarie a lo que no entra en nuestros usos», para
desvelar a renglón seguido, y con buena dosis de relativismo, el porqué de la ceguera de la mirada
etnocéntrica:
En verdad no tenemos otra medida de la verdad y la razón sino las opiniones y costumbres
del país en que vivimos y donde siempre creemos que existe la religión perfecta, la política
perfecta y el perfecto y cumplido manejo de todas las cosas (Montaigne 1984: 153).
Montaigne, además de ese desvelamiento, va más lejos al retrotraer el concepto de barbarie a la propia
cultura de quienes lo aplican descriptiva y altaneramente hacia afuera, para aplicarlo ahora en un sentido
explícitamente valorativo, crítico con la propia civilización, abriendo camino a la utilización de la noción
que nos ocupa como concepto ético: la barbarie moral. Así, tras comparar las prácticas de los llamados
caníbales con los métodos de tortura empleados en las cristianas naciones europeas, confiesa:
A mí me enoja tanto el que no veamos el bárbaro horror de semejantes suplicios, como que,
juzgando tan bien las ajenas faltas, seamos tan ciegos a las nuestras.
La conclusión, más adelante, es ésta:
Podemos, pues, llamar bárbaros a aquellos pueblos respecto a la razón, pero no respecto a
nosotros, que los superamos en toda suerte de barbarie (Montaigne 1984: 156-157).
El relativismo del autor de los Ensayos le pone en guardia frente al abuso de una falsa concepción
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universalista que, además de falaz, es mendaz, por aplicar un doble baremo: uno para sí, y otro para los
demás, otorgando patente de corso a una civilización que, en verdad, es más bárbara que la de los así
llamados «bárbaros». La barbarie --es la conclusión-- no está fuera, sino dentro. La perspectiva se ha
invertido, y con ella el sentido de la noción misma. Desde Montaigne, el uso descriptivo de «barbarie»
que venimos comentando va a considerarse cada vez más como un uso impertinente, que a los ojos de
una mirada mínimamente crítica más dice negativamente de quien la utiliza que de aquéllos sobre
quienes se hace recaer como presunta calificación (desvalorizadora) de su situación cultural.
Conviene en este punto traer a colación que también esos otros considerados bárbaros han devuelto al
hombre occidental --cuando han podido-- el calificativo, en un sentido ético, a la vista de la inhumanidad
de su supuesta civilización. Es ilustrativa a ese respecto la observación histórica que de nuevo nos hace
Todorov: los aztecas, llevados por su absoluta extrañeza ante los españoles, los consideraron como
dioses --también para aquéllos eran bárbaros los otros inferiores--, mas no tardaron mucho en descubrir
su error, aunque sí lo suficiente para que la batalla estuviera definitivamente perdida, y en ser
conscientes de la barbarie de los españoles, tratándose ya para ellos de la barbarie moral de quienes en
armas y tecnología son superiores, pero no desde luego en calidad humana (cf. Todorov 1990: 84-85).
Sin duda, desde los aztecas para acá son muchos los que pueden testimoniar acerca de los «bárbaros
del norte» --motivos históricos y geopolíticos nos autorizan hoy a utilizar esta expresión que pedimos
prestada a L. Racionero (1985), sin que por nuestra parte se quiera decir que los del norte tengan, por lo
demás, la exclusiva de esa barbarie--, con lo que se hace del todo improcedente que desde un nivel
civilizatorio que se entiende superior se considere a cualesquiera otros como bárbaros. La devolución, o
la autorretracción, del concepto, ahora con explícitas connotaciones ético-valorativas, a quienes lo habían
utilizado para describir falazmente, lo inutiliza para ello, pues pone al descubierto su trampa ideológica.
Su desvelamiento hace completamente inactual el uso descriptivo de «barbarie», y ello aunque
actualmente haya quienes sigan hablando despectivamente de «los bárbaros que nos invaden» o
temerosamente de «los bárbaros que nos amenazan». Son, en esos casos, el racismo y la xenofobia los
que asoman tras esas declaraciones u otras similares --quizá más autoexculpatorias por su tono más
suave--, mostrando el «odio feroz sobre la diferencia» por parte de esos verdaderamente bárbaros para
los cuales «el escándalo es la mera existencia del otro» (Horkheimer-Adorno 1970: 244 y 216). Tal es el
rostro adusto de la otra barbarie, de la que sí es necesario, actual y éticamente pertinente hablar.
4. Actualidad y pertinencia del concepto ético de barbarie: La barbarie como deshumanización
Recusado el etnocentrismo, no es aceptable describir ninguna otra cultura como bárbara. Lo peyorativo
que el término supone siempre impide de todo punto que tenga un uso válido como categoría descriptiva
de una cultura. La función ideológica está en este caso tan adherida al término que, para dicha
utilización, no cabe su rehabilitación. No obstante, la cosa no queda ahí, pues se puede añadir que el que
califica a otro como bárbaro, se «barbariza» él mismo, dada la incapacidad que muestra para reconocer
la alteridad. Quien no es capaz de reconocer en el otro a un ser humano como él mismo, sólo prueba su
propia deshumanización. Y si el considerado bárbaro había sido visto como el diferente que es desigual,
puesto que no se llega a compartir con él la propia humanidad, ahora resulta que a quien hay que llamar
bárbaro es al que no reconoce al diferente como igual, como quien porta en sí, al igual que yo, toda la
humanidad. La barbarie la encontramos así allá donde la humanidad es negada, y con ello la humanidad
dividida: superiores e inferiores, blancos y negros, ricos y pobres, los míos y los otros... Hay barbarie
donde haya un trato in-humano que des-humaniza, trato inhumano al otro, que le niega su dignidad
humana, y que deshumaniza también al que lo inflige: el trato humanizante respecto al otro y el trato
humanizante respecto a uno mismo son correlativos --con lo que se corresponde, en definitiva, la
afirmación antropológica de que el tratamiento que se dé al otro es la manera indirecta de pensar la
propia identidad (cf. Augé 1987: 14).
Si la barbarie cultural se refería a la humanidad (injustamente) devaluada del otro, la barbarie moral se
refiere a la deshumanización de quien no trata al otro con el respeto que su humanidad exige.
Precisamente al quedar del todo descalificado cualquier discurso que pretenda sostener la barbarie
cultural de los otros, es cuando ha quedado el camino libre para hablar sin trabas de la barbarie moral.
Hacerlo significa denunciar un comportamiento como contrario a lo que reclama la humanidad de todos y
de cada uno, la de los demás y la propia, denuncia que se alza desde el telón de fondo de una ética
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universalista que puede erigirse en baluarte para la defensa de los derechos de todo hombre, más allá o
más acá de las diferencias culturales. Hablar, pues, en este sentido de barbarie, supone adoptar de
hecho la perspectiva de un irrenunciable universalismo ético.
Los derechos humanos, a los que se les reconoce validez universal, marcan el nivel alcanzado en el
largo, difícil y siempre precario progreso moral de la humanidad hacia mayores cotas de libertad y
justicia. Significan lo logrado en el avance paulatino en un proceso emancipatorio, en virtud del cual
puede decirse que la historia tiene un sentido, que traza la línea que señala hacia una progresiva
humanización que debe dejar atrás labarbarie. Esta, sin embargo, como barbarie moral, puede
reaparecer, aparece de hecho una y otra vez: siempre y allí donde los derechos humanos fundamentales
son pisoteados. Cuando ello ocurre, el juicio ético no se hace esperar y la sensibilidad moral aúna las
conciencias despiertas para denunciar unánimemente la barbarie, dejando a un lado lo que a otros
respectos es sano relativismo. Así, pues, el reconocimiento de los derechos humanos es el mejor fruto
«anti-bárbaro» de la trayectoria civilizatoria de la humanidad, convergente desde las diversas historias en
una civilización planetaria, la cual, aun con todas sus sombras, que son muchas, muestra en ello la
dirección por donde transcurrir un universalismo no impositivo, sino el universalismo ético que demanda
tanto la condición humana común, como la común situación en la que todos nos encontramos, con
enormes riesgos para una supervivencia que hay que garantizar como condición mínima para que todos
puedan acceder a una vida en condiciones de dignidad, base para el sentido del humano sobrevivir (cf.
Apel 1985: 341 ss y 1986: 105 ss).
Los riesgos que hoy afronta la humanidad --sobre todo de catástrofe ecológica o de conflictos bélicos
generalizados, con los peligros no ahuyentados de uso de armas nucleares--, más las conculcaciones,
desgraciadamente tan frecuentes, de los derechos humanos, bastan para constatar que ninguna cultura
se halla «vacunada» contra la barbarie. Esta es humana, por más que sea deshumanizante, reflejándose
en ello la ambivalencia propia de toda realidad humana, la cual, en su facticidad, la encontramos tejida,
desde lo que es el carácter contradictorio de la existencia del hombre, por las diferentes tramas que
constituyen las tendencias positivas y negativas presentes en todo momento --aunque en distinta
proporción--: en las diferentes tradiciones y culturas y en las realizaciones de los hombres a lo largo de
su historia. La lucidez benjaminiana nos lo recuerda con una de esas fórmulas lapidarias, tan
características suyas, en la séptima de sus Tesis sobre filosofía de la historia: «Jamás se da un
documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie» (Benjamin 1973: 182). Progreso y barbarie,
como el trigo y la cizaña neotestamentarios, «van enmarañados» (Adorno 1987: 48).
En los complejos avatares de la realidad del hombre, todo se juega en el peso de las respectivas
tendencias en liza. Lo más grave, sin embargo, es que esas fuerzas culturales que habían protagonizado
el avance humanizador sucumban a la tendencia contraria, y no como algo ajeno que vence desde fuera,
sino como algo que procede desde ellas mismas, como su forma pervertida, cual si fuera --dicho al modo
freudiano-- lo reprimido que retorna. Esa perspectiva marcadamente dialéctica es la que sostuvieron
Horkheimer y Adorno al abordar la dinámica de la Ilustración, viéndola convertida en vía de retorno hacia
un «nuevo género de barbarie» (Horkheimer-Adorno 1970: 7, 13, 35 y 48). Podía ser excesivo tal
diagnóstico --basta recordar al respecto que la autocrítica de la Ilustración forma parte de la Ilustración
misma (cf. Habermas 1991: 27)--, pero no está de más, a sabiendas de que tal diagnóstico fuertemente
pesimista, y en rigor autocontradictorio, en el sentido de la autocontradicción performativa que supone
una «crítica total de la razón» por la razón misma (cf. Apel 1986: 9 ss), está formulado como autocrítica
cultural por parte de quien sostiene, por ejemplo, que «la paja en tu ojo es la mejor lente de aumento»
(Adorno 1987: 47). Mirando así las cosas, exagerando para hallar lo verdadero, como, al decir de Adorno,
hace el psicoanálisis --mas, ¿de verdad pueden exagerarse más las «barbaries» producidas por nuestra
cultura, ésa en cuyo seno ha florecido la Ilustración?--, es como se alerta contra la barbarie que
amenaza. Adorno lo hacía así, tras la II Guerra mundial:
Pensar que después de esta guerra la vida podrá continuar «normalmente» y aun la cultura
podrá ser «restaurada» --como si la restauración de la cultura no fuera ya su negación-- es
idiota. Millones de judíos han sido exterminados, y esto es sólo un interludio, no la verdadera
catástrofe. ¿Qué espera aún esa cultura? Y aunque para muchos el tiempo lo dirá, ¿cabe
imaginar que lo sucedido en Europa no tenga consecuencias, que la cantidad de los
sacrificios no se transforme en una nueva cualidad de la sociedad entera, en barbarie?
(Adorno 1987: 53).
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Estas duras palabras de Minima moralia nos traen de nuevo el calificativo «bárbaro» como el más
adecuado para recoger el perfil, y la esencia, de una cultura como la nuestra, con las fuertes dosis de
irracionalidad e insensibilidad moral que puede albergar en su seno; pero ahora no se trata de la
encubierta descalificación desde la arrogancia de una mirada despectiva, sino de la calificación ética,
abiertamente valorativa, que obliga a mirar de frente aquello que se describe, para dar paso a la
autocrítica sostenida desde la razón moral. Es así como la barbarie moral nos conduce a un nuevo
sentido de barbarie cultural, sentido ético que pone al descubierto el déficit de humanización --la realidad
de alienación, y sus terribles consecuencias cuando se hace extrema-- de una cultura que, con todo su
desarrollo científico-técnico, propicia una «nueva barbarie», la que ahora «está dentro, en la violencia de
escalas de valores insolidarias que basan la sociedad en el interés utilitario y la agresión armada»
(Racionero 1985: 239-240). Un autor como Alain Finkielkraut, con su mirada distante y su palabra
«ex-céntrica», lo expresa como sigue:
Así pues, la barbarie ha acabado por apoderarse de la cultura. A la sombra de esa gran
palabra, crece la intolerancia, al mismo tiempo que el infantilismo. Cuando no es la identidad
cultural la que encierra al individuo en su ámbito cultural y, bajo pena de alta traición, le
rechaza el acceso a la duda, a la ironía, a la razón --a todo lo que podría sustraerle de la
matriz colectiva--, es la industria del ocio, esta creación de la era técnica que reduce a
pacotilla las obras del espíritu (o, como se dice en América, de entertainment). Y la vida
guiada por el pensamiento cede suavemente su lugar al terrible y ridículo cara a cara del
fanático y del zombi (Finkielkraut 1987: 139).
Son palabras de resistencia a la «derrota del pensamiento», a la quiebra de la razón o, si se prefiere, a la
«muerte del hombre», el problema de nuestro tiempo, verdadero fondo antropológico del nihilista anuncio
nietzscheano de la «muerte de Dios» (cf. Fromm 1976: 196-197; 1982: 150; 1984: 82-83). ¿Todo está
perdido? No; a pesar de todo, no sería ésa una conclusión digna de nuestra humanidad. Al menos no
todo está perdido mientras haya «resistencia a la deshumanización» (Fromm 1980b: 14), resistencia
convocante a un esfuerzo solidario por la supervivencia y la dignidad. No todo está, pues, perdido: ni la
barbarie tiene --ha de tener-- la última palabra, ni la Ilustración, en la parte más sana de su empeño
emancipador, está del todo vencida. Es lo que ya trataban de hacer ver los «frankfurtianos» que
desvelaban la «dialéctica de la Ilustración», pero que enmarcaban su diagnóstico bajo el imperativo de
que «el iluminismo debe tomar conciencia de sí, si no quiere que los hombres sean completamente
traicionados»; para añadir a continuación que «no se trata de conservar el pasado, sino de realizar sus
esperanzas» (Horkheimer-Adorno 1970: 11).
5. Humanismo o barbarie
Humanismo o barbarie: en tales términos puede expresarse la alternativa a la que nos hallamos
confrontados, alternativa que se plantea desde la reflexión ética y en cuya formulación ya late el empeño
por «negar» lo inhumano que nos deshumaniza. Tal fórmula «alternativista» se inscribe en la estela de
aquélla otra que, formulada desde la izquierda, concitó muchas expectativas sobre sí. Nos referimos,
claro está, a la fórmula difundida por Rosa Luxemburg de «socialismo o barbarie», que justamente quería
impulsar, frente a las posturas deterministas, ya socialdemócratas, ya leninistas, la opción moral por el
socialismo para salir de la situación de deshumanización que entrañaba la sociedad capitalista.
Desgraciadamente, la alternativa de Luxemburg se vio realizada en su segundo término, concurriendo la
barbarie nazi y la barbarie stalinista en disputarse el primer puesto en cuanto a la negatividad propiciada.
Dejando aparte la espinosa cuestión de si el hecho de que tuviera lugar la barbarie, en vez del
socialismo, implica que éste no se haya realizado --en cualquier caso, no es eludible la trágica paradoja
histórica de que una de las más terribles versiones de la barbarie moderna haya venido de la mano del
así llamado «socialismo real»--, lo cierto es que hoy, desde nuestra experiencia histórica, los términos del
problema se han ampliado y radicalizado, y se presenta la siguiente alternativa ética: o se recupera, a la
altura de nuestro tiempo, la tradición humanista, haciéndola valer de manera renovada, o la recaída en la
barbarie será imparable (cf. Fromm 1982: 162-163). Se trata de sostener, como médula de un renovado
humanismo radical (cf. Fromm 1976: 19; 1984: 68 ss), una universalista ética dialógica de la
responsabilidad solidaria (cf. Apel 1991: 147 ss; Cortina 1988: 155 ss y 181 ss; 1991: 26 ss), que haga
valer las exigencias incondicionadas de respeto a la dignidad de todos desde las posiciones de una
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racionalidad íntegramente humana, autónoma a la vez que consciente de sus límites. Tal es el camino
para reponer al hombre en «el centro de todas las cosas», considerando su humanidad como fin y nunca
como medio; pero ya no al «Hombre» absolutizado que antaño, apoyándose en el falso discurso de una
«naturaleza humana» hipostasiada, algunos humanismos pusieron en el lugar de Dios, sino el hombre
real, concreto, cuya supervivencia y vida digna, y con ellas sus posibilidades de autorrealización, están
en juego.
Si no se hace valer la alternativa del humanismo, que ha de mediarse políticamente --el camino
adecuado quizá sea un renovado ecosocialismo democrático--, entonces las tendencias negativas hacia
la barbarie, esa barbarie moral que no es de los otros, sino la nuestra, la de una humanidad distorsionada
en su deshumanización, puede ganar trágicamente la partida y enfocar la trayectoria histórica --esa vez
-- hacia un final «distópico» contrario, en su consolidada cualidad de «lugar de lo negativo», a lo que
habría de ser el fin utópico en cuya prosecución cabe afirmar el sentido emancipador de la historia. Ese
renacido humanismo, que ha de implicar el ser consecuente con la afirmación goethiana de que cada
individuo lleva en sí toda la humanidad, hasta el extremo de una solidaridad activa con aquéllos cuya
dignidad humana se halle más quebrantada bajo el peso de la injusticia, ese humanismo radical,
universalista y solidario es el que se nos presenta como plataforma moral para mantener viva la
esperanza de que la barbarie --parafraseando a Horkheimer (cf. 1976: 106)-- no tendrá la última palabra.
Es la esperanza, inseparable compañera de la razón, que acompaña a la formulación del imperativo
moral de considerar a la humanidad de cada individuo como fin y de respetar, en consecuencia, la
dignidad de todo hombre. Desde la racionalidad dialógica, discursiva, que quiere ser íntegramente
humana, se alza, frente a la barbarie, la exigencia de activar una praxis solidaria coherente con ese
imperativo categórico. Es la exigencia incondicionada de una ética humanista, en cuyo cumplimiento nos
va nuestra propia humanidad.
                                                       José Antonio Pérez Tapias, en

http://www.ugr.es/~pwlac/G10_04JoseAntonio_Perez_Tapias.html
Gracias al autor

Gracias por tu amable atención

                                                                Raul Czejer