Sin compartir todas las opiniones de Philippe Muray ni su iedeología, creo que merece un justo reconocimiento, el que le fuera negado sistemáticamente por el mandarinato editorial, tal vez porque su pensamiento no concordaba con el "políticamente correcto".
Espero resulte de tu agrado dedicarle unos minutos de tu tiempo.
Homo festivus: último hombre. Philippe Muray y su mirada de la
realidad contemporánea. Reseña, por Rodrigo Agulló.
Rápidamente llegué a la conclusión de que no se podía escribir de otra forma que en el sentido contrario al de las agujas del mundo.
Philippe Muray
La
Fiesta del último hombre
“Imagina a toda la gente […] viviendo al día,
sin países y sin religiones, sin nada por lo que luchar o morir, una hermandad
del hombre compartiendo todo el mundo, y el mundo vivirá como uno solo.” Nada
mejor que John Lennon y su pastelosa balada para saludar a la nueva era, una era
cuyo umbral probablemente hace ya tiempo hemos traspasado. Bienvenidos al mundo
rosa-bombón del futuro: la utopía más espantosa, porque todo indica que es
realizable.
Caminamos, sin duda, hacia un mundo mejor. Un
mundo que en el que la democracia y los derechos humanos reinarán sin
alternativa posible. Un universo pacificado donde todas las voces serán oídas,
todas las creencias reconciliadas, todas las contradicciones evacuadas, donde la
solidaridad y la transparencia serán la norma en un presente eterno
liberado de las rémoras y atavismos de épocas anteriores. Pero es preciso no
bajar la guardia. Todo lo contrario. Hoy más que nunca es preciso el
compromiso. La ingerencia humanitaria. La lucha. Contra las exclusiones,
contra los populismos, contra el sexismo, contra el racismo, contra las
discriminaciones en todas sus formas, contra la xenofobia, contra la polución,
contra el maltrato a los animales, contra el tráfico de marfil y de pieles,
contra las responsables de las lluvias ácidas, contra la masacre del paisaje, el
tabaquismo, el colesterol, el sida…
¿Y que hacer del pasado? ¿Qué hacer de esa
historia de exclusiones, de genocidios, colonialismos, sexismos, racismos? El
pasado es culpable, es preciso arrojarlo como pasto de revisiones,
autoinculpaciones y desagravios, o bien reacondicionarlo, asearlo y
pasteurizarlo en un parque temático ejemplarizante y progresista, porque de lo
que se trata es que la humanidad sea transformada, reeducada y readaptada en
esta vasta empresa de mejora del mundo.
Vivimos en la era del azúcar sin azúcar, de
las guerras sin guerra, del té sin té, de los debates en que todo el mundo está
de acuerdo. Más modernización. Más globalización. Más Europa. Más transparencia.
Más pluralismo. Más mestizaje. Más igualdad. Más paridad. Más de más. Lo
esencial es la tolerancia, mucha tolerancia, tolerancia del respeto, respeto de
la tolerancia, ¡delatemos y sancionemos a los enemigos de la tolerancia! La paz
eterna pasa por una civilización universal donde ya no habrá racismo, porque ya
no habrá razas; donde ya no habrá sexismo, porque ya no habrá sexos. Ideal
supremo: un mundo poblado de suecos socialdemócratas en celofán, plácidos,
higiénicos, participativos y ecocompatibles.[1]
Pero esta cruzada necesita de todos sus
combatientes, porque se trata de una lucha titánica y de dimensiones cósmicas.
Es el combate de los partidarios de la emancipación individual y de la
tolerancia universal, de la sociedad abierta y sin fronteras, de la
universalización derechohumanista y de la igualdad de géneros, frente al oscuro
pasado de un mundo hecho de dogmas, de prejuicios grupales y religiosos, de un
orden social jerárquico, conflictivo, intolerante y desigualitario.
Y cada victoria de la innovación contra la
tradición es una conquista radiante de la humanidad. Es por ello lógico que los
“inconformistas” –esos que asumen el grave riesgo de enfrentarse a las fuerzas
“conservadoras, inquisitoriales y homófobas” – vean coronados sus esfuerzos con
nombramientos institucionales, y que los subversivos sean subvencionados, y que
los anarquistas reciban encargos ministeriales.
¿Y que hace usted, lector, por la victoria?
¿Es usted un rebelde? ¿Es usted un transgresor? ¿Un iconoclasta acaso? Si es
usted un individuo flexible, elástico, libertario, sin tabúes ni prohibiciones,
sin ataduras ni prejuicios, sin memoria, inocente, perfectamente integrado en
cuando emancipado, solidario y comprometido con la buena causa, absolutamente
conforme a la voz del tiempo, sepa que es usted un perfecto ejemplar de Homo
Festivus, el hombre de la post-historia. Y que como tal ha sido
retratado, diseccionado en sus pompas y en sus obras y –lo que es mejor–
convertido en materia prima literaria por quien ha sido sin ninguna duda el
mayor agente corrosivo en la literatura de los últimos tiempos: el escritor
Philippe Muray.
¿Quién es Philippe Muray?
Rápidamente llegué a la conclusión de que no se podía escribir de otra forma que en el sentido contrario al de las agujas del mundo.
Philippe Muray
Nacido en Francia en 1945 y fallecido
prematuramente en 2006, Philippe Muray nunca rebasó en vida el carácter de
escritor “de culto”. Los media y el mundo literario trazaron un muro de
silencio en torno a su persona, y sólo hacia el final de su vida comenzó a ser
conocido por el gran público. Deja tras de sí una obra a caballo de varios
géneros: ensayo, novela, panfleto, crítica literaria y de arte, poesía, y una
extensa colección de crónicas agrupadas en varios volúmenes de disuasorio
título: Exorcismos espirituales. Una producción un tanto críptica, que
exige familiarizarse con el léxico peculiar del autor. Pero Muray es uno de esos
casos excepcionales en los que el talento se impone frente al silencio
mediático, y hoy, convertido en referencia de moda entre la intelectualidad del
país vecino, muchos continúan ignorando quién era en realidad… ¿Un filósofo, un
literato, un sociólogo, un moralista? Muray se quería, lisa y llanamente, un
escritor. Su materia prima: el tiempo presente. Su estilo: cáustico,
irónico, corrosivo, barroco –no en vano se le compara con Celine. Su método: una
máquina en la que se introducen hechos y se extraen interpretaciones.[2] Su vocación: convertirse en
el cronista del desastre de los tiempos actuales. Su programa: vamos a
hacerle detestar el nuevo milenio.
Con estas premisas no es de extrañar que se
sitúe en una zona maldita: allí donde toda recuperación se hace imposible. Muray
es el gran crítico de la modernidad, es su enemigo acérrimo, irreconciliable,
absoluto. Y si la literatura aún conserva para él alguna función, ésta es la de
hacernos detestar este estado de cosas que no cesa de presentársenos como lo más
deseable.
Porque para Muray –y este es su punto de
partida– “ningún mundo ha sido jamás tan detestable como el mundo
presente”. ¿Y qué es lo que hace a nuestro tiempo tan detestable?
Repuesta: el hecho de que vivimos en una época inédita, aquella que ha visto
consumarse una metamorfosis de lo humano. Y esta mutación sólo puede
comprenderse si aceptamos una hipótesis: que la humanidad ha salido de la
Historia, que vivimos en tiempos post-históricos –esto es,
post-humanos, en tanto en cuanto Historia y humanidad han sido siempre
términos sinónimos. Es un paradigma –el Fin de la historia que tiene una
filiación intelectual bien conocida: hunde sus raíces en la dialéctica hegeliana
y tuvo a su más brillante expositor en la obra del filósofo ruso-francés
Alexander Kojève.[3]
Adiós a la Historia, adiós a lo
humano
Simplificando mucho, podemos resumir la tesis
de Kojève de la siguiente forma: el deseo de reconocimiento es lo que
hace del hombre un ser con historia. Para el hombre no es suficiente con
auto-percibirse: lo esencial es que los otros le perciban como sujeto, y su afán
de auto-creación, de auto-transformación es así alimentado por ese deseo, que es
lo que le empuja a hacer historia. Y aquí se introduce un elemento clave –para
Kojève y para Muray–, que es la idea de negatividad. Es ese afán de
reconocimiento –sustrato de la historicidad del hombre– lo que le lleva a negar
el mundo tal como es, y también a negar sus propios instintos naturales. Sólo un
ser libre es capaz de ello: el hombre. El hombre es negatividad
encarnada, lo que implica reafirmación constante del Señor que
llevamos dentro, y sumisión del Esclavo que llevamos dentro. Y es así
como el deseo de reconocimiento triunfa sobre el instinto animal de
autopreservación: vencer el miedo a la muerte y arriesgar la vida, si es
preciso, para obtener ese reconocimiento. Ésa es la lucha constante en el fuero
interno del hombre, ésa es la fuerza que pone a la Historia en movimiento. Para
Kojève, el hombre “es verdaderamente histórico o humano sólo en la medida en que
es un guerrero”.
En el centro de la reflexión de Muray se
sitúa una constatación: la Historia ha concluido, y la humanidad
no ha podido todavía tomar la medida de su propia metamorfosis. Porque
–siguiendo a Kojève– “la Historia se detiene cuando el hombre deja de actuar en
el sentido fuerte del término, esto es, cuando ya no niega más, cuando ya no
transforma el entorno natural y social por una lucha sangrienta y el trabajo
creador. Y el hombre deja de hacerlo cuando el entorno real le da plena
satisfacción, realizando plenamente su deseo de reconocimiento. Cuando el hombre
está verdadera y plenamente satisfecho por lo que es, ya no desea nada más de lo
real y ya no cambia más la realidad, cesando así también de cambiarse a sí
mismo”.
Es en el momento en el que el mundo deviene
completamente racional cuando el hombre agota todas sus potencialidades: la
Muerte, el Mal y las contradicciones se eclipsan, y ya no queda otro proyecto
que perpetuar un presente eterno hecho de placeres y distracciones. En el plano
económico todo esto se expresa en el capitalismo. En el psicológico, en
la democracia liberal y sus marcos garantistas de reconocimiento. Y en lo
político en un orden universal y homogéneo en el que la política se
sustituye por la administración de las cosas.
La salida de la Historia no es un
acontecimiento apocalíptico que venga acompañado de trompetas. Es un
deslizamiento que sucede quedamente, es invisible, imperceptible, cotidiano,
anodino, trivial… El Fin de la Historia, por supuesto, no
significa (como muchos se empeñan en malinterpretar) el fin de los
acontecimientos. El Fin de la Historia significa la ausencia de un
sentido superior de los acontecimientos, significa que éstos se limitarán a
suceder, pero sin derivar su significado de una voluntad de transformación de
los principios que gobiernan a los hombres. Significa que esos acontecimientos,
lisa y llanamente, no significarán nada. El Fin de la Historia
pertenece al orden de las sensaciones, y de ahí la dificultad en poder
aprehenderlo. No es un descubrimiento científico, es una evidencia, que se tiene
o no se tiene. Se puede describir –y la literatura es el mejor medio – pero no
se puede demostrar.
Para Muray –cuya vida transcurre en los
linderos entre el viejo mundo y el nuevo – el advenimiento de la
post-historia es un acontecimiento de una profunda tristeza, la catástrofe por
excelencia. ¿Cuándo se cruzó el umbral? Probablemente en algún momento entre los
años sesenta y ochenta del pasado siglo. Pero esta evolución sí le ofrece algo a
Muray: la materia prima de su obra literaria. Muray es el cronista del
declive de un mundo y de su sustitución por otro. Muray levanta acta de cómo
los nuevos tiempos post-históricos neutralizan todas las contradicciones, purgan
todo aquello que es anterior e incompatible con ellos, pero al mismo tiempo se
encargan de ocultar una realidad que sería demasiado dura de aceptar: la
Historia ha concluido. Y para eso es necesario fingir que seguimos en
los tiempos históricos, es necesario inventar enemigos imaginarios y
contradicciones que ya no existen, en un relato épico en el que los guardianes
del nuevo orden –invariablemente progresistas– se sueñan resistentes a
órdenes jerárquicos y patriarcales, u opositores a regímenes autoritarios que
hace ya tiempo fueron reducidos a cenizas. Son combates sin riesgo, luchas
ganadas de antemano, parodias y pastiches que sólo disimulan una realidad:
vivimos en una civilización de control total que se ha adueñado de lo
negativo y que lo fabrica en serie para evitar su uso exterior. De hecho, ya
no hay exterior: el “anticonformismo”, la “trasgresión” y la “marginalidad”
son productos domesticados, y cualquier pensamiento verdadero se encuentra,
tarde o temprano, ahogado bajo el peso de su duplicata. Y a esa desaparición de
la dialéctica real –de lo auténticamente humano – sucede la instalación de un
parque temático global donde, en vez del hombre de los tiempos históricos,
habita un neo-hombre, el gran protagonista de la obra de Muray: Homo
Festivus.
¿Hay vida tras el fin de la Historia ? ¡Sí! Responde Muray. De hecho no hay
nada más que eso: la vida de ese turista universal llamado Homo Festivus,
criatura definitivamente liberada de todas de las cuestiones existenciales,
vinculadas a la muerte, que tanto atormentaban a sus ancestros. Homo
Festivus es cool y carece de los atosigantes prejuicios de épocas
anteriores, se ha sacudido el lastre de pertenencias hereditarias, no se
considera continuador de ningún legado histórico. Él ha nacido ayer, él es su
propio producto, él mismo decide su propia identidad cultural y sexual.
Transgresor e inconformista, Homo Festivus es aquel que siempre dice
¡Sí! a toda novedad que se le propone. Adorador de la diversidad, es abstracto
e intercambiable por cualquier otro de su especie en cualquier parte del mundo.
Homo Festivus está siempre en guardia contra los conservadores, los
obscurantistas, los inmovilistas y demás adversarios del progreso,
periódicamente exhumados desde un pasado difunto para hacer el papel de cómodos
fantoches. ¡Sin esa presencia negativa no habría fiesta completa! ¡Dónde
estarían, sin esa “lucha”, los oropeles trasgresores, las diademas libertarias!
Homo Festivus está comprometido con todas las buenas causas del planeta;
de la vieja izquierda conserva no sus dogmas revolucionarios, sino una visión
moralista y un anhelo de utopía que le lleva a promover una visión virtuosa y
arcangélica de lo real. Su empatía con los sufrimientos ajenos se manifiesta en
un desbordamiento emocional que le lleva a encarar los dramas del planeta en un
registro lacrimoso-caritativo, lo que a su vez le permite consumir, divertirse,
viajar y socializar con suplemento de buena conciencia, siempre que haya una
invocación solidaria, humanitaria o ecológica de por medio.
Homo Festivus es una alegoría, es un maniquí teórico, es la expresión sintética
del festivismo de masas que aparece retratado en la obra de Muray. Y ahí reside
el gran hallazgo de este autor, en la descripción de la Fiesta como estadio
terminal post-histórico, como eterno presente donde se disuelven todos los
venenos de la negatividad y de las contradicciones. Vivimos en una Festivocracia,
en los tiempos Hiperfestivos. Entiéndase: no se trata de una fiesta en
sentido tradicional –una ocasión excepcional que se contrapone a lo cotidiano. La Fiesta es ahora la
cotidianeidad misma: todo concurre a mantener una ilusión de distracción
permanente en la que la fiesta pierde su carácter distintivo. Entiéndase
también que Muray no articula una crítica –en un sentido marxista– de la Fiesta como “alienación”,
como pan y circo que los gobernantes impondrían a los gobernados y de la que
sería posible “liberarse” según ese optimismo caro al mesianismo
revolucionario. No. La Fiesta
es exigida desde la base porque responde a una evolución sistémica en la que
los gobernantes ya no gobiernan gran cosa y en la que el mutante Homo
Festivus tiene la palabra, y tiene lo que se merece. Exacerbación hedonista
y euforia compulsiva, las Pride, las Rave y las fiestas cada vez
más gigantescas de la era hiperfestiva no son más que síntomas entre otros
muchos.
Porque la Fiesta
es mucho más que sus manifestaciones concretas, la Fiesta es modo integral de
producción y reproducción de lo social, es organización, es eliminación de
fracturas y escisiones, es fusión y unificación, es forma de “liberarse” del
mundo concreto. La Fiesta
es el proceso de sustitución del territorio real por el mapa de lo festivo. Homo
Festivus ha llevado a la práctica, de manera siniestra, el lema festivista
de los revolucionarios del sesentayocho: “tomad vuestros deseos por la
realidad”. Bajo el signo de la realidad virtual discurren los tiempos
post-históricos.
La llegada del Homo Festivus no es ninguna sorpresa. No es
otro que aquel Último hombre que fue descrito por Nietzsche en una
célebre intuición: el hombre de la post-historia, que llega, sin épica y sin
grandeza, a quedarse para siempre.[4] El Último
hombre que rechaza ostentoso todos los ideales e ilusiones del pasado
(“antes, todo el mundo estaba loco”); el Último hombre “que cree que ha
inventado la felicidad, y que guiña el ojo”; el emancipado absoluto, el
nihilista pasivo, el ciudadano del mundo, el rebelde en patinete, el consumidor
en bermudas, Homo Festivus.
Risa y subversión
El hombre sufre tan profundamente que ha tenido que inventar la
risa. El animal más desgraciado y más melancólico es también el más alegre
Nietzsche
Nada más lejos de Muray, frente al desenfreno festivista, que una
apología lastimera de “los viejos tiempos” y de sus adustas virtudes. Porque si
Muray rechaza los tiempos hiperfestivos no es porque éstos sean alegres, sino
por todo lo contrario: “la característica esencial de lo post-humano
–dice Muray– es su ausencia de humor, la imposibilidad de reír –si no es con
esa risa alelada propia de los bebés”. ¿Una Fiesta sin risa? Sí, una liturgia
festiva mortalmente seria. La risa adulta requiere un fondo de
incertidumbre y de indecisión que es incompatible con un moralismo que exige
saber siempre dónde está el bien y dónde está el mal. Si nos reímos es siempre
a expensas de algo –o de alguien –. La risa casi siempre es irrespetuosa,
suele ser cruel, y es en cualquier caso discriminatoria y por tanto contraria a
los valores democráticos de comprensión y de respeto del Otro. ¿Cómo
reírse sin ofender a alguna de esas minorías tan minoritarias que son ya
legión? El mundo contemporáneo, liberado de las taras de la Historia , se ha
transformado en empresa positiva y no admite bromas. El Imperio del Bien
rechaza las burlas por retrógradas.
Destruida toda trascendencia y toda ilusión, Homo Festivus
intenta escapar del abismo, restaurar la fisura y colmar la brecha a través de
una euforia que se superpone a las catástrofes del mundo real. Pero es un
cierre en falso. Y todavía es posible mantener abierta esa brecha de
incertidumbre. A través del humor. El humor que tiene como objetivo acentuar el
desacuerdo con el mundo. Porque la risa es de lo poco que queda de aquella
antigua negatividad, hoy asediada por todas partes. Nuestra época es ridícula,
y ante ella la única actitud posible es la risa. Inútil esperar el más mínimo
pensamiento de quienes se la tomen en serio. Frente a la conversión del mundo
en un gigantesco jardín de infancia, “reír y pensar se han convertido en
términos sinónimos”. El resto no es más que aquiescencia bobalicona y entertainment.
El consenso totalitario
Los modernos nunca pierden la ocasión de ser autoritarios y de dar
órdenes a todo el mundo.
Philippe Muray
El lenguaje del Bien es sutil. Se espuma autocomplacido en el
elogio del Otro – ¡los queridos Otros!–, hace la alabanza de la
diversidad, del pluralismo y de la tolerancia. Pero con ello quiere decir
justamente lo contrario. De lo que trata el “Otrismo” es de erradicar la
alteridad. La alteridad genera discriminación, rivalidad, odio al extraño… y la
unificación benéfica de la humanidad pasa por el mestizaje universal ¿Cómo es
posible conciliar lo inconciliable? ¿Cómo es posible caer extasiados ante las
identidades culturales y étnicas, y al mismo tiempo promover su disolución en
el mestizaje? Llegamos al núcleo del proyecto progresista: el Otro
siempre es bienvenido si su religión se disuelve en cultura, su cultura en
folklore, y su identidad en simulacro. Es decir, si el Otro se convierte
en lo Mismo. El elogio del Otro es siempre el primer paso hacia
la estandarización del planeta.
Imposición y omnipresencia de lo Mismo. Se trata de
erradicar la negatividad, la contradicción, lo real, todo aquello que
constituía la Historia
y que en la post-historia no es más que “el Mal”. Es el Imperio del
Bien: un moralismo ubicuo que cuenta con sus beatos, sus misioneros, sus
damas de la caridad y sus ligas de la Virtud. Con sus evangelios: el dogma del
mestizaje, de la amalgama, de la abolición de fronteras, de abolición de la
diferencia sexual, de abolición de toda diferencia. Con sus instrumentos
represores: un síndrome maníaco-legislativo y una peste justiciera que Muray
bautiza como “erótica de lo penal”[5] y que se
despliega en un arsenal de mecanismos de delación y de punición contra
cualquier opinión o conducta supuestamente discriminatoria por motivos de
origen, sexo, estado de familia, salud, discapacidades, características
físicas, orientación sexual, edad, nación, raza, religión y un larguísimo
etcétera. Y con el correspondiente celo persecutor contra cualquier idea,
creación o línea de investigación que sea sospechosa de dar pábulo o alentar
formas de pensar incorrectas. Una empresa de purificación ética que reclama
vigilancia, control, prevención, y que se traduce en una bulimia normativa que
persigue cualquier atisbo de vacío legislativo, que no cesa de inventar nuevos
delitos contra la salud, contra la higiene, contra las costumbres juzgadas
bárbaras o prehistóricas, y que acorrala, organiza y tabula cualquier resquicio
por donde pueda asomar la vida, o sea, todo aquello que se salga de su ideal de
asepsia absoluta y de su lívida, insípida y frígida Transparencia.
Con una consecuencia: la victimización general de la sociedad. El
estatuto de víctima es rentable ¡todo el mundo quiere ser víctima! Un
histerismo de la compasión y una exigencia obsesiva de protección que corren
paralelas con un moralismo llorón y una sentimentalización de la política
dignas de figurar algún día en una historia universal de la cursilería.[6] Con el colofón
de la culpabilización general del pasado: la convocatoria de safaris morales
para perseguir la xenofobia, el fascismo, el racismo y la homofobia a través de
los siglos, lo que nos conforta en una certeza: nuestros valores son los
universales y definitivos, nosotros somos mejores, nosotros somos buenos.
Claro que un mundo donde toda tensión haya sido abolida, un mundo
sin misterio, sin sorpresas, sin enigmas, donde sólo reine lo indiferenciado y
donde todos sean iguales, sería lo más parecido al infierno. Es por ello
imprescindible introducir al menos un simulacro de tensión, una negatividad de
cartón piedra. Y así las fuerzas del Mal son ritualmente convocadas, para que
los “subversivos” y los “inconformistas” puedan librar sus cruzadas
progresistas contra la intolerancia, el integrismo, la xenofobia y el fascismo
que viene. Todos los totalitarismos necesitan enemigos. Stalin no cesaba de
desbaratar conspiraciones trotskistas; en el 1984 de Orwell Oceania se
enfrenta en una guerra eterna contra Eurasia y Estasia.
Muray denomina consenso blando a esa forma sutil del
totalitarismo. En la era de los buenos sentimientos se hace imposible oponerse
a las normas higiénicas e idílicas sin que al tiempo parezca que se ataca al
género humano. En el fondo, más que reprimir violentamente la alteridad –como
hacían las tiranías clásicas– se aspira a eliminar la posibilidad misma de su
existencia. Decía Orwell –en su análisis de la Novolengua en 1984–
que cuando ya no existen palabras para nombrar una cosa, la cosa deja de
existir. La corrección política se encarga de esa depuración del lenguaje, de
asearlo, aseptizarlo e higienizarlo conforme a los dogmas del día.
¿Qué hacer? Para Muray sólo cabe una opción: marcar, a
través de la literatura, una distancia sanitaria frente a “todas esas formas
pomposas y fúnebres de la moral contemporánea y todo su sistema de valores
tolerantistas, paritarios, intercambistas, librecambistas, solidaristas y
multiculturales, pero siempre vigilantes, niveladores y controladores como las
beatas de sacristía que en realidad son, que ahogan con su peso de muerte y de
prejuicios lo poco que todavía queda de vida, y que si perduran es porque
siguen sin dejarse definir como lo que realmente son: un orden moral, el orden
moral más odioso de todos los órdenes morales que jamás hayan agobiado a la
humanidad, pero cuyo origen de izquierda le protege de la debacle que merece”.[7]
Las sociedades
post-históricas se caracterizan por un odio –rayano en lo patológico– por el Patriarcado
como configuración arquetípica de los tiempos históricos, que se identifica
además con el orden arcaico de diferenciación entre los sexos. Una
diferenciación que se ve asimilada a los vestigios de la soberanía masculina y
del antiguo régimen machista. La supresión de todo principio de contradicción
exige eliminar ese antagonismo básico, esa vieja distinción sexual que era
“demasiado ofensiva, demasiado constatable, demasiado cargada de sentido”. Homo
Festivus cultiva un ideal unisex. Y en los tiempos hiperfestivos la figura
del Paterfamilias no tiene otra asignación que la de convertirse en
residuo naftalinoso o clown irrisorio, abocado a su reeducación por las
Madres y por los Niños –dos figuras dominantes en el orden simbólico de los
tiempos post-históricos.
Las formas
hegemónicas de producción de lo social concurren a realizar un ideal andrógino
conforme a la idea de que todo sujeto porta en sí una “bisexualidad variable”,
y de que en cualquier caso el ser “hombre” o “mujer” son roles socialmente
inducidos, susceptibles de ser re-fijados en cualquier estadio de la vida. La
invención estadounidense de la ideología de género acude al rescate para
decir que la vieja humanidad estaba equivocada al creer que sus miembros podían
definirse en función del sexo. Lo que procede es definirse en función del género,
masculino o femenino a gusto del consumidor. ¡Basta ya de ese insoportable
escándalo de naturaleza que consiste en no poder elegir el sexo! Los
transexuales son portadores de un mensaje de esperanza para la humanidad. La
liquidación de los viejos roles sexuales no puede reducirse al ámbito de lo
social –maternalización de los padres, virilización de las mujeres–, sino que
debe extenderse al plano psicosomático: la nueva moral impele a los hombres a “dejar
hablar al lado femenino”, el mercado les anima a repulir su aspecto, y el
sacrosanto principio de transparencia les exhorta a “reconocer la bisexualidad
latente” cuando no a “salir del armario”. La “bisexualidad psíquica infantil”
será cuidada como delicada planta por una pedagogía que se apresurará a
erradicar cualquier brote considerado “homófobo”, y los juguetes considerados
“sexistas” serán prohibidos. Tal vez, al cabo de una o varias generaciones, se
habrá conseguido olvidar de una vez por todas la antigua y maldita división de
sexos.
Esta abolición
de la distinción sexual –en realidad una des-sexualización en toda regla–
se acompaña de dos fenómenos a los que Muray reserva sus críticas más acerbas:
la feminización y la infantilización del cuerpo social. El niño es el Rey de
los tiempos post-históricos. Desde el momento en que el pasado se condena en su
conjunto, la ventaja del adulto sobre el niño desaparece, y es el niño, la inocencia,
el que pasa al primer plano. En la publicidad y en el cine es el niño el que siempre
sabe lo que hay que hacer, el adulto –sobre todo el padre– aparece como “un
imbécil inadaptado al que sólo se tolera si se pliega a las reglas de los niños
que evolucionan bajo el ojo tierno de las mamás-todo amor.”[1]
Toda la post-historia es una regresión a la infancia, y Homo Festivus es
un niño consentido al que hay que organizar distracciones para que no se
aburra. Los niños viven en un eterno presente, son los mejores consumidores y
tienen todos los derechos. La maternidad-mundo –señala Muray– se encarga de
convencernos de que somos niños irresponsables rodeados de programas
higienistas, caritativos, humanitarios, protectores, y de que no tenemos otra
cosa que hacer que flotar como fetos andróginos en la música del hiperfestivismo
como en el baño matricial de los orígenes.
Lo más curioso
es que, para algunos cerebros hibernados en la mitología sesentayochista, esta des-sexualización
inducida todavía se considera una sublevación heroica, una batalla a muerte
contra el puritanismo y la reacción. Cuando se trata precisamente de lo
contrario: de la destrucción de la antigua libido –considerada como negativa,
jerarquizante y conflictiva– y de su sustitución por un sistema de asepsia
absoluta. Llegamos al mundo del “Progenitor A, Progenitor B”, al mundo donde
para evitar “traumas” se reclama la supresión de la mención “sexo” de los
papeles de identidad, a un mundo en que el auto-engendramiento y la clonación
son perspectivas reales. Y en el que el sexo entendido como actividad higiénica
y cuasi-deportiva marca el fin del erotismo. El sexo es omnipresente, pero los
sexos desaparecen. Un solo sexo, el mismo para todos. El sexo como consumo,
el placer como obligación. No ocultar nada, mostrarlo todo. Es el reino de la Transparencia total,
el fin de la porosidad de la vida. ¿Qué queda del antiguo libertinaje
–de aquella parte maldita hecha de claroscuros y de penumbras? El Imperio
del Bien alcanza cotas que ni el viejo puritanismo religioso llegó a soñar.
[2]
El escritor
Philippe Muray es un sujeto histórico extraviado en la post-historia, es
un sujeto sexual que describe la desaparición de la sexualidad. Y esa
descripción es una llamada implícita a recuperar “ese punto fundamental del
equilibrio humano: la relación humana franca, y tradicional porque histórica,
es decir real, entre el hombre y la mujer –sabiendo que la mujer desea
al hombre que desea a la mujer que a su vez desea al hombre como un hombre,
y no como una mujer.”[3]
Restaurar la sexualidad sería una forma de reconquistar lo real, de
restaurar la Historia.
El
progresismo y sus cipayos
Muray está muy
lejos de ser un polemista. No aspira a emprender un diálogo, a intercambiar
ideas, a debatir. Mucho menos a convencer. Para él la actividad
literaria es sólo un medio de restaurar su distancia frente al mundo
moderno. Porque la catástrofe no tiene remedio, la liquidación de la vieja
humanidad y las viejas condiciones de vida es irreversible. Y si hay un
enfrentamiento, no es entre conservadores y progresistas, sino entre las
diversas facciones que, dentro de la modernidad, mantienen la ficción de que la Historia continúa. Moderno
contra Moderno, esa es la realidad. Su tarea hercúlea consiste en elaborar
una recensión minuciosa – a través de la sátira, la literatura y la sociología
– de los dogmas y aberraciones de un mundo que pretende extirpar toda
negatividad e instaurar una visión arcangélica de lo real. Entresacamos algunos
retratos de los diferentes rostros de Homo Festivus.
- El rebelde
Para Muray es
muy fácil reconocer a un “rebelde”: es el que siempre dice ¡sí! a todo lo que,
de un modo u otro, se le propone como “nuevo”. Eso es lo poco que Homo
Festivus ha retenido del marxismo: la creencia enternecedora en que “lo
nuevo es invencible”, que el futuro es para él y que el viento de la Historia sopla en sus
velas.
En los tiempos
hiperfestivos la transgresión, lo subversivo y lo “políticamente incorrecto”
están en el puente de mando. Y así se impone “la Cultura como consenso
anticonsensual, la transgresión como rutina artística, la subversión como
subvención y la provocación como paquete-regalo en todas las buenas causas
mediáticas que son presentadas como conquistas radiantes, pero también
peligrosas, del espíritu”.[4]
La transgresión como nuevo academicismo aspira a mantener la ilusión de
“ruptura”, de continuidad de los tiempos históricos: “la ficción de lo negativo
se manifiesta por un elogio continuo de todo lo que antes se manifestaba como
negatividad, como combate contra el Orden moral. Pero desde el momento
que todo el mundo se pretende subversivo, ya no hay subversión. Si todo el
mundo se aparta de la norma, esa norma es puramente ilusoria. La ruptura
reemplaza a la norma, y el conformismo toma la máscara de la subversión”[5].
Para Muray el
fin del mundo consiste en el fin de la dialéctica real y en su sustitución
por parodias más o menos conseguidas. Los rebelócratas son los grandes
figurantes de esa parodia. Pero es una parodia en la que ya nadie cree. En un
mundo sin alteridad, sin enfrentamientos, sin posibilidades múltiples, es
decir, sin negatividad, las palabras subversivo, transgresor, iconoclasta o
provocador son vocablos que han conservado tanto poder de mordiente como las
encías podridas de un nonagenario.[JRP2]
- El artista
Ejemplo más
nítido de la subversión de cartón piedra, el artista “reclama no sólo el
derecho a la transgresión sin sanción, sino a la institucionalización de la
transgresión –y sólo un espíritu de los de antes podría ver la contradicción
que ello implica”. La Cultura
es uno de esos sustantivos que sobreviven a la transformación de su contenido.
Lo que hoy se llama “cultura” es uno de los agentes más eficaces del Bien
radical. Y los “artistas” –alegremente asimilados a los “intelectuales”– son
los mejor situados para diseminar el imaginario del Bien entre el cuerpo
social. Como señala el filósofo Jean Claude Michéa, “el reciclaje de la
mitología romántica del artista rebelde permite a todos los artistas oficiales
del showbusiness encontrarse en la escena de todos los combates en los
que está en juego la defensa del orden económico y cultural que asegure su
rentable celebridad”[6].
La “rebelión” es una operación de blanqueo por la cual el capitalismo se rehace
una virginidad, lo que a su vez permite reconciliar el nivel de vida burgués
con el estilo de vida del artista: el artista se beneficia de las ventajas
materiales y morales del conformista, además del prestigio del disidente. “En
su boca, la “cultura” y el “arte” sólo sirven para instrumentalizar la historia
secular de la conciencia inmaculada de la izquierda – que sólo
ahora comienza a verse que no es más que una historia de tartuferías.” El
artista es “progre” por definición.
“Nunca antes
los artistas habrían pretendido ser los médicos de la humanidad sufriente, los
líderes, los comprometidos, los solidarios, los liberadores y los redentores
del mundo. Nunca antes se les hubiera ocurrido auto-designarse como conciencia
moral perpetua, poco menos que por derecho divino. Nunca antes habrían
exigido que los poderes públicos les subvencionen su libertad privada, y que
esa subvención tenga que defenderse con uñas y dientes como si fuera una conquista
social inalienable. Élite autodesignada, aristocracia ilustrada, su buena
conciencia –tan astuta como ingenua – les mantiene en la ilusión de creerse la
guía y la conciencia del pueblo”. Muray tiene un nombre para ellos: artistócratas.[7]
- El turista
Alguien dijo
que el turismo es la industria que consiste en transportar a gente que estaría
mejor en su casa a sitios que estarían mejor sin ellos. Para Muray el turista
–auténtico Quinto jinete del Apocalipsis de la modernidad– es sin duda
alguna el rostro más verídico de Homo Festivus. ¡Buscad al turista y
encontraréis la fealdad! “El turismo produce en el espacio lo que la modernidad
produce en el tiempo: hacer feo todo lo que fue hermoso, hacer accesible todo
lo que era inaccesible, hacer moderno o tourist-friendly todo lo que no
lo era”.[8]
El turista es
la criatura moderna y festivista por excelencia, porque es el mejor
agente de aquello que Braudillard denominaba “el asesinato de la realidad”.
Al paso del turista, todo se convierte en simulacro. Todo lo que no es
susceptible de ser visitado turísticamente, es decir, todo lo que no se
pliega de forma beata a la modernidad inocente e hipersensible, debe ser más
pronto que tarde normalizado, aseado y aseptizado para su consumo por Homo
Festivus. El turista es el gran museificador de la humanidad. “¿Cómo
transformar a los seres parlantes en excursionistas? La gloria de Walt Disney
consiste en haber sido el primero que presintió que la Historia terminaba, y que
el globo, explorado por entero y visitable por cualquiera, estaba a punto de
perder sus últimos atractivos. Ya no hay planeta. Ya no hay Historia. Ya no hay
Tiempo. Sólo queda el pasatiempo.”[9]
- El gay
Desde el
momento en que la homosexualidad se funda en la valoración de lo mismo
–o en la devaluación de la diferencia– ello debería ya asegurarle un lugar de
privilegio dentro de la mitología festivócrata. De entrada, se presupone
que un homosexual piensa –o debería pensar– bien. Pero cuando Muray
describe el festivismo gay no trata en modo alguno de denigrar a la
homosexualidad en sí –una orientación o preferencia particular
merecedora, a lo más, de una perfecta indiferencia–, sino de preguntarse por
qué la homosexualidad como militancia necesita poco menos que obtener la
ovación admirada de una humanidad agradecida. Lo que nos lleva a eso que
denomina la gaytitud, y que consiste en asimilar una orientación sexual
particular a una cosmovisión, a una categoría socio-política y a una forma de
redención del género humano.
Señala Muray
que los gays militantes han sido los más eficaces portavoces en Europa
de la ideología correctista norteamericana. Es la cruzada por
excelencia de los tiempos hiperfestivos, que –conducida con la buena
conciencia a prueba de bomba de todas las víctimas profesionales– para
conseguir sus objetivos ha utilizado la provocación, la exigencia de
protección, la culpabilización, la persecución, el chantaje y las
reivindicaciones particulares camufladas bajo la retórica de la igualdad y de
la libertad. Según una lógica binaria –“quien no está con nosotros está
en contra”– que ha conducido a una situación inversa a la de hace décadas: la
“homofobia” es hoy susceptible de sanción penal, y “homófobo” será todo aquel
que presente alguna objeción o que no muestre una aprobación genuflexa ante tan
buena causa.
Así resulta
extraordinario “verles combatir contra enemigos a los que se oye tan poco,
verles denunciar de forma rutinaria los tabúes sobre temas de los que no
se cesa de hablar, verles partir en cruzada contra censuras que nadie ha visto,
verles universalmente aplaudidos por derribar ‘prejuicios sociales’ que no son
más que lejanos recuerdos, verles ocupar todo el escenario para denunciar que
son ‘rechazados’, verles mantener el fuego sagrado de un combate que encuentra
tan pocos opositores.”[10]
Y por eso la gaytitud se aferra como a un clavo ardiendo cuando, por
ventura, encuentra a un puñado de creyentes en la antigua religión, o a un
puñado de sostenedores del viejo mundo que quieran prestarse a jugar el papel
de fantoche reaccionario, intolerante y homófobo, y a darle así un semblante de
heroísmo a la causa ganada de antemano.
Al gay
homofestivo se le debe el impagable invento de la Pride , punto de
arranque de la Fiesta
moderna, indisociable del movimiento homosexual. Es al gay a quien
Occidente le debe el icono insuperable de la Fiesta , con los confetis, los pompones, las
panderetas y las mil y una maravillas del festivismo moderno.
- El progre
Síntesis,
quintaesencia o denominador común de todas las encarnaciones festivócratas,
el “progre” –lo que hoy es tanto como decir la “izquierda”– es “el dealer
universal de esta humanidad en secesión de humanidad”. En su alucinante
convicción de encarnar la guerra contra el Mal, la izquierda es hoy el
partido meapilas contemporáneo. En su sedicente búsqueda de un mañana radiante,
a la izquierda le es preciso incriminar constantemente al mundo, al tiempo que
acelera el proceso de festivización. Con una fe ferviente en la idea –en
el fondo consoladora– de la (des)alienación, la izquierda es
congénitamente incapaz de comprender la post-historia, y es por tanto un
factor de mistificación, es decir, un lastre para comprender el mundo en el que
se vive.[11]
¿Hay
salida?
¿Philippe
Muray, reaccionario? No en el sentido más habitual del término –el de
alguien que quiere volver al pasado–, porque el escritor francés carece del
optimismo de los que piensan que eso sería posible. El fin de la Historia es como el
fin de la virginidad: no hay vuelta atrás. Pero son los directores de escena de
la festivocracia los primeros interesados en negarlo. Y pretenden que “la Historia continúa” cada
vez que cualquier sobresalto les amarga el desayuno. Pero no son más que accidentes.
En el futuro habrá sin duda conflictos, rupturas y convulsiones –los espasmos
agonizantes del viejo mundo. Pero es preciso no engañarse: éstos no harán más
que reforzar el proceso, porque, ante el horror que generan, siempre se
preferirá la placidez y la sedación hiperfestivas.
Un ejemplo: es
habitual pretender que las manifestaciones históricas violentas –terrorismo,
integrismo islámico– son prueba irrefutable de la continuidad de los tiempos
históricos. Pero incluso si tales violencias durasen cientos de años, para
Muray no son más que pervivencias transitorias que sólo tratan de negar una
realidad: el deseo profundo y tal vez inconsciente de todos los pueblos –digan
lo que digan y hagan lo que hagan– de alinearse con la agonía occidental,
entendida ya como el único modelo viable para la humanidad del futuro. Y la
locura sanguinaria de los fanatismos probablemente sólo encubre una cosa: la
frustración de no haber llegado todavía a ese estadio. Además, el combate entre
el terrorista islámico y Homo Festivus es un combate desigual, que sólo
puede saldarse con la victoria del segundo. “Venceremos […] porque somos
los más muertos”, afirma Homo Festivus –por boca de Muray.
El Último hombre prevalece sobre el guerrero de la Dhijad. Nadie
puede matar a un muerto.[12]
Es también
habitual señalar a los movimientos altermundialistas y antiglobalización como
otros tantos rechazos a la uniformización festivócrata. Nada más lejos de la
realidad. De nada sirve protestar contra la globalización a través de grandes
algaradas festivas si no se empieza por abandonar “el ideal angélico de un
mundo sin fronteras, que es precisamente la nueva frontera de la globalización,
su ilusión lírica específica. Los que defienden furiosamente la libre
circulación de capitales y los que defienden con furia la libre circulación de
personas –de los sacrosantos inmigrantes– están del mismo lado. Todos ellos son
partidarios de la des-territorialización, de un mundo confuso-onírico
donde las antiguas soberanías, producto de la humanización, se vean abolidas
para siempre.” Los activistas antiglobalización “están tan sometidos a la
modernidad matriarcal y planetaria como los Amos transnacionales a los que
dicen combatir. Y sus furibundas guerrillas callejeras no son más que teatro
callejero, una forma como cualquier otra –‘artística’, luego doblemente
culpable – de la sumisión”.[13]
Otros hablan
de un supuesto revival religioso –del auge de los integrismos, de nuevas
formas de espiritualidad– y quieren ver un retorno de lo sagrado. No hay
tal, dice Muray. No hay ningún “retorno de la religión”. Ninguna
re-espiritualización. Lo que sí hay es una “puesta en escena” de residuos
religiosos –bajo las formas más delirantes– por el Espectáculo mismo y en
beneficio del Espectáculo. Se trata de “reavivar el núcleo duro de lo
irracional, de retomar una ficción mística consistente sin la cual ninguna
comunidad, ningún colectivismo puede aguantar el tirón”.[14]
Todo cabe ahí: las bufonadas New Age, las extravagancias ocultistas, la
moda budista o las Jornadas católico-espectaculares en las que la Iglesia trata de adaptarse
al lenguaje del día. Festivópolis encuentra así el suplemento de
Trascendencia necesario para poder afirmar que la perfección se encuentra en
ella. Show must go on.
Pero es el
“populismo” –esa bestia negra” favorita de la festivocracia– el que
aporta el plus de negatividad necesario. Es ese populismo que asoma
cuando en algún referéndum se produce el resultado equivocado, o cuando el
pueblo dice ¡mierda! y vota a algún partido de sulfurosas ideas y de groseros
modales. En ese caso se impone una labor de paciente pedagogía, para que los
obtusos que no acaban de enterarse de en qué mundo viven dejen de fastidiar y
no tengan otras ideas y deseos que los que para ellos deciden las élites
transnacionales. El término “populismo” encubre, en este sentido, un profundo
desprecio por el pequeño pueblo –por ese conjunto de paletos, xenófobos,
cerriles, sexistas, residuos del pasado. Evidentemente –señala Muray– quedan
todavía brotes del viejo mundo, vestigios aislados aquí y allá que aún
pueden dar algún que otro susto. Pero se encuentran de tal modo rodeados y de
tal modo trabajados por el Imperio del Bien que es difícil pensar
que puedan hacer gran cosa. Y si bien es cierto que entre mucha gente tal vez
perviva “algún terror oscuro y profundo sobre la marcha del mundo, ese terror
se ve también combatido, en el interior de cada uno, por una tendencia a
la sumisión igualmente oscura y profunda, por el deseo de adaptarse a las
nuevas condiciones, por la sensación de que no hay elección.” Muray no
alberga esperanza alguna sobre hipotéticas capacidades de “resistencia” de
pueblos que hubiesen permanecido “sanos”.
Si Muray es
reaccionario no lo es en sentido pesimista, sino en un sentido trágico,
de aceptación de lo real. Tampoco es un nihilista, porque cuenta con
sólidos asideros. Uno de ellos es su creencia en el potencial liberador de la
literatura. Otro estriba en su creencia en las virtudes guerreras y estéticas
de la risa. Hay un tercero, sorprendente por inesperado: ¡su adhesión confesada
a la fe católica y a la
Iglesia de Roma!
Es éste un
punto desconcertante, sobre el que los comentadores de Muray no acaban de
ponerse de acuerdo. Lo cierto es que no hay en su obra apologética alguna. Se
ha llegado a señalar que, más que un catolicismo ontológico, de lo que se trata
en su caso es de un uso instrumental del catolicismo: éste le proporcionaría un
punto de vista exterior sobre las cosas, al servicio de su visión del
mundo. Porque en esa visión, como hemos visto, la idea de negatividad es
esencial. Y el catolicismo –es decir, la antimodernidad por excelencia–
sería para él un instrumento de la Historia para mantener la contradicción en el
seno de lo real. De aceptar esta idea, el suyo sería un catolicismo dialéctico,
un peculiar “catolicismo hegeliano” condicionado además por su ideología
literaria, en la que el interés por el pecado y por la culpa como presupuestos
para la descripción de los fallos humanos son elementos destacados.[15]
Es Muray en cualquier caso un extraño tipo de católico, desprovisto de la
esperanza que se les supone a los seguidores de Cristo.
¿Un Muray sin
esperanza? Todo lo más, tal vez sobre ciertas posibilidades de que la
modernidad se autodestruya. Moderno contra Moderno…[16]
¿Muray Superstar?
Varios años
tras su muerte Muray se ha convertido en referencia intelectual de moda en el
país vecino. En previsible ironía festivócrata, el “inconformista” Muray
ha sido lanzado como producto al mercado cultural. Sus textos se leen en el
teatro y las tiradas de sus libros se multiplican. Una paradoja que se explica
en la medida en que su obra responde a una demanda latente: la de convertir la edad
de vacío en material literario y además reírse con ello. Muray –ese aguafiestas
vocacional– transforma el idioma francés en una fiesta, lo retuerce en juegos
de palabras y en neologismos de comicidad nunca vista, y forja un nuevo vocabulario
para describir una época privada de toda forma, de toda razón y de toda
belleza. La época de Homo Festivus. Muray es, en ese sentido, muy
dependiente de la lengua francesa. Su eficacia retórica y estética siempre
quedará mermada por muy buena que sea la traducción.
Muray es un
escritor, no un ideólogo o un filósofo. No trabaja sobre las causas de lo
que describe. No busca soluciones o recetas. No es objetivo. No se oculta tras
la solidez de los argumentos – como se supone lo haría un intelectual. Él es
demasiado brillante, demasiado protagonista. La exageración –la reducción
al absurdo– es una de sus armas. Y con ella retoma la gran tradición
volteriana que aúna elegancia formal y ferocidad en la caricatura, para
ridiculizar así los nuevos dogmas, moralismos e hipocresías. Su obra es una Comedia
Humana de los inicios de la post-historia. Una creación filosófica y
política, pero ante todo artística y literaria.
Y es ahí donde
los fariseos intentan embalsamarlo. Llegados el reconocimiento y la fama, es
preciso desactivarlo, normalizarlo. Una vieja historia. Ya los
sesentayochistas se aliñaron un Nietzsche libertario y juguetón a su medida, y
evacuaron su lado incómodo –su aristocratismo, su antidemocratismo.
De Philippe Muray se pretende ahora hacer un antimoderno a la moda, un dandy
reaccionario en el fondo encantador; un enfant terrible ocurrente a
quien se toleran los desbarres –¡qué cosas tiene Muray!–, un esteta provocador
a colocar en las estanterías de la cultura-espectáculo.
Es un intento
que traduce una creciente desazón. Porque lo cierto es que, hoy por hoy, la
intelectualidad francesa más brillante ya no se encuentra donde se supone
debería estar –en la militancia bienpensante de la izquierda divina– sino en
otra historia. El discurso de Philippe Muray no es un fenómeno aislado.
Encuentra sus ecos filosóficos y literarios en autores como Jean Braudillard,
Marcel Gauchet, Michel Houellebecq, Alain Filkienkraut, Jean Clair, Jean Claude
Michéa, Gilles Lipovetski, Renaud Camus, Richard Millet… Lo que no es extraño.
Es en Francia donde los procesos de ingeniería social más se han acelerado,
hasta hacerla casi irreconocible. Es en Francia donde la dictadura del
pensamiento único se ha hecho más agobiante, precisamente allí donde el
pensamiento crítico y la libertad de espíritu son tradiciones seculares. No es
extraño que sea también en Francia donde se alzan las primeras disidencias
importantes –también las resistencias más ruidosas– frente al nuevo mundo que
se alza sobre las ruinas de la vieja civilización europea y de sus valores. [17]
Toda
disidencia auténtica consiste en una lección sobre cómo estar en el
mundo sin pertenecer a él. Mal que les pese a sus “recuperadores”, el mensaje
de Muray –para quien quiera escucharlo– es radical: no se puede transigir con
el mundo contemporáneo, hay que rechazarlo en bloque. Lo cuál no significa
predicar el desánimo. Todo lo contrario. Gracias a Muray sabemos que el rechazo
de la Fiesta
es también una invocación a la alegría. A la alegría de la lucidez, y al júbilo
de la inteligencia. Ambas hacen libres, y son escasamente progresistas.
NOTA:
El único texto
de Philippe Muray hasta el momento publicado en español es: Queridos
yihadistas, Editorial Nuevo Inicio, Granada 2010.
En Internet,
el texto: Retrato del Vanguardista, en:http://refinerialiteraria.wordpress.com/2011/12/19/muray-el-inedito-3/
También puede
encontrarse una entrevista en: http://poesiaargentina.4t.com/deriva/deriva2/sigloceline.htm
Fuente: El Manifiesto.com
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