sábado, 1 de septiembre de 2012

¿Todo es igual? ¿Nada es mejor?








                             Igualitarismo versus equidad
 
                                                                                                                                                                                                                      “Yo tengo un sueño..."
                                                                                        Martin Luther King



—A mí me parece que para igualar, antes hay que discernir qué desigualdades merecen ser resueltas y en qué sentido y cuáles no. Más que igualar sin ton ni son hay que diferenciar y compensar, pero hay que hacerlo bien —dije cierta vez en un congreso sobre desigualdad y discriminación—. No basta con incluir de cualquier manera al diferente. Ni toda igualdad es buena sin más ni toda discriminación es mala, y ninguna de las dos basta de por sí—agregué.

La reacción de la concurrencia fue un aluvión de críticas y protestas que me dejaron más tirado que chancleta vieja y sin ganas de volver a abrir la boca. Solamente una monja franciscana que prestaba servicio en un orfanato se solidarizó conmigo y me devolvió la confianza en mi punto de vista.

—¡Qué fachos! —exclamó, sorprendiéndome con el término, inusual en labios de una monja —. No toleran una opinión distinta. Y luego se llenan la boca con la tolerancia, el pluralismo y hablan de respeto a la diversidad. ¡Hipócritas!
 
Agradecí su gesto solidario y, envalentonado, seguí peleándome con los colegas congresistas. No los convencí, pero al menos sirvió para discutir las ideas corrientes en el tema.

Si me permites, estimado amigo, quisiera explicarte lo que pienso al respecto. No soy un especialista en ciencias humanas y culturales, sólo un aficionado, de modo que si lo que digo te parece descabellado, no me ofenderé si le das por destino el cesto de la basura.

Verás, los temas que están involucrados en esta discusión son principalmente éstos: igualdad, equidad, diferencia, igualitarismo, anti-igualitarismo, discriminación, acción afirmativa o compensación. No los abordaré en términos técnicos, lo que no está a mi alcance, sino como los trataría un ciudadano común medianamente informado y que piensa libremente. No me gusta repetir el discurso hegemónico del mandarinato académico o de la dictadura mediática, nuevo “ídolo” que no conoció Francis Bacon, de lo contrario lo hubiera puesto en su lista de los prejuicios de que debe desprenderse el pensamiento independiente.

Me propongo abordar el tema desde el punto de vista del contenido moral de las desigualdades sociales, porque causan sufrimiento y malogran la vida de innumerables personas. Si tan sólo alcanzara a poner algo de luz en este asunto tan controvertido, me daré por bien pagado. Y si, además, a ti te resultara útil, mejor todavía.

Para serte sincero, soy de los que creen que las estructuras sociales primero nacen en el corazón del hombre y luego se proyectan a la realidad. De este modo, considero que la desigualdad injusta y cristalizada que observamos en la sociedad es producto del lado oscuro del alma humana y que podrá ser corregida sólo si cambia el corazón del hombre. Hay muchos que opinan lo contrario, y lo respeto aunque no lo comparta. Piensan que primero hay que cambiar las estructuras sociales inicuas y que luego, como reflejo, esto producirá un cambio en las conciencias y en las conductas. No lo comparto, porque tal cosa significaría el determinismo material de la vida humana. Lograr una sociedad igualitaria y equitativa no es sólo una cuestión de técnica sino también de redención. Sólo rescatando al propio corazón de su egoísmo natural es posible ver al otro, y verlo y tratarlo como igual a uno mismo y con la misma dignidad y los mismos derechos.

Como sabes, la igualdad esencial entre los seres humanos es una convicción ampliamente compartida, aunque no todos entienden lo mismo cuando hablan de igualdad. Por mi parte considero que todos somos humanos por igual y poseemos igual valor o dignidad. La sangre azul fue una fantasía y lo de la raza superior, un delirio de presumidos. No hay más que un único género humano. En consecuencia todos y cada uno —en tanto integrantes de un mismo colectivo humano y en circunstancias semejantes— tenemos  derecho a ser tratados de la misma manera por parte de los demás, sobre todo por parte de quienes detentan algún poder público o privado. Este es un principio ético que goza del consenso amplio —aunque no unánime— de la humanidad. Aunque parezca mentira, todavía hay  elitistas.

Hasta ahí, todo bien, pero mientras nos mantengamos en el plano abstracto de las ideas. En cuanto nos bajamos al plano concreto histórico la verdad es justamente la contraria: desde que el hombre es hombre, al parecer, o por lo menos desde que se tiene memoria registrada, comenzó la historia del trato desigual y no se conoce que haya habido una civilización totalmente libre de este vicio. La acepción de personas, el trato privilegiado y la discriminación son comportamientos de vigencia generalizada desde larga data, tanto en el orden público como en el privado, y que han cristalizado en costumbres e instituciones
 
A primera vista tal vez podamos afirmar que el ser humano ha perfeccionado su comportamiento igualitario —con mil y una dificultades y gracias al sacrificio de muchos mártires de esta causa— desde la remota antigüedad hasta el presente, pero aún no se han erradicado totalmente el privilegio y la discriminación y no sé si alguna vez se logrará erradicarlos. La igualdad es un ideal ético, o una utopía; no una utopía-horizonte, sino una utopía-estrella: El horizonte nos deja perplejos, nos rodea por todos lados y no nos indica en qué dirección caminar. La estrella, en cambio, nos señala el camino hacia donde debemos dirigir nuestros pasos.

Se me ocurre pensar, y tal vez concuerdes conmigo, que, como lo señaló el gran Sócrates, para caminar acertadamente necesitamos saber qué significa el ideal que queremos alcanzar. En consecuencia, para avanzar hacia la igualdad será muy útil que esclarezcamos un poco este concepto. El tema de la igualdad es un tema elusivo y cargado de ideología, discutible y discutido, lo que no colabora a lograr de ella un concepto claro. Haré lo que pueda, contando con tu benevolencia.
 

Si cada ser humano es igual a cualquier otro ser humano, la igualdad como principio ético significa que se debe tratar de la misma manera a todos los seres humanos que pertenezcan al mismo colectivo, sin acepción de personas por cualquier motivo. Permíteme un ejemplo: Los empleados de una empresa son todos iguales en tanto seres humanos empleados. La igualdad aquí consiste en tratar a todos y cada uno de los empleados en tanto seres humanos empleados de igual manera, sin discriminar entre empleados varones y empleadas mujeres, blancos o negros etc. El merecimiento de cada empleado por su trabajo, en tanto empleado, es igual al de cualquier otro compañero que haga el mismo trabajo. Esto no obsta para que alguno tenga merecimientos especiales, no por su condición de empleado, sino por otra cualificación que todos los demás tienen la misma oportunidad de alcanzar. Por ejemplo, por capacitación. (Si bien es muy discutible que todos hayan tenido efectivamente la misma oportunidad de hacerse merecedores del reconocimiento. El principio de igualdad de oportunidades, claro en teoría, se revela harto problemático en la práctica).

Aunque no se lo aplique en muchas situaciones prácticas, el principio de igualdad parece indiscutible en el plano teórico y desde el punto de vista de la justicia aritmética —todos reciben lo mismo y a todos se les exige lo mismo—. Sin embargo, no parece tan claro si lo miramos desde la equidad —a cada uno según su necesidad y/o sus méritos y de cada uno según su capacidad—. Desde este punto de vista, el trato igualitario puede significar una injusticia, como la de cobrar lo mismo a ricos y pobres en concepto de impuestos.
 
En realidad, los seres humanos somos iguales en lo esencial y diferentes en lo accidental. En consecuencia, en lo que concierne a lo esencial merecemos todos el mismo trato y en lo concerniente a lo accidental cada uno ha de ser tratado según sus peculiaridades. Por ejemplo, jóvenes y ancianos tienen los mismos derechos humanos, pero cada uno merece un trato acorde a su condición.
 
Considera el caso de dos niños que van a iniciar su educación escolar. Uno proviene de una villa de emergencia y el otro de una familia de clase media. El niño pobre, además, tiene un atraso intelectual debido a mala alimentación en su primera infancia, lo cual no sucede con el de clase media. Los padres de clase pobre trabajan ambos de modo que no tienen tiempo de seguir ni de alentar el aprendizaje de su hijo. La madre de clase media no trabaja y cada día controla que su hijo cumpla con sus deberes escolares, lo anima y le exige aplicación.

El niño pobre no cuenta con la totalidad de los útiles y manuales indicados por los maestros porque sus padres no disponen de recursos para ello. El de clase media tiene todo lo que necesita. Podríamos agregar otras diferencias, pero creo que la idea está clara: El niño pobre está desde el inicio en desventaja con respecto al de clase media. Es fácil prever —y la experiencia lo confirma— que los resultados escolares van a ser distintos. ¿Es justo que el niño de clase media reciba reconocimiento y premio y que el pobre quede en la sombra? Yo creo que no es justo y que habría que hacer tres cosas, en general, para compensar su desventaja:
1. Acciones destinadas a mejorar las posibilidades del niño pobre, pero teniendo en cuenta que la igualación total es imposible, porque hay desventajas del niño pobre que no tienen solución. Lo único en que pueden ser semejantes es en la voluntad de trabajar para aprender, pero aun en eso el pobre corre con desventaja, porque no cuenta con los mismos estímulos y alicientes que el niño de clase media. Por eso:
2. Suplir en la escuela la falta de estímulos por parte de la familia y del entorno del niño pobre, mediante un programa que desarrolle su interés por aprender. Y, en consecuencia:
3. Practicar una evaluación equitativa que tenga por objeto comprobar el esfuerzo, la dedicación y los logros personales de cada uno, al margen de los resultados obtenidos por los demás alumnos.

Teniendo en cuenta este ejemplo tomado de la realidad escolar, creo que el mérito no debe corresponder a los resultados, ni a las aptitudes, conocimientos y calificaciones obtenidas sin tener en cuenta la desigualdad de condiciones, sino al empeño y a los avances logrado en las metas propuestas desde las condiciones iniciales de cada uno. Por lo tanto, la premiación y promoción en base a las calificaciones obtenidas y a las aptitudes no son equitativas sino discriminatorias para uno y privilegiantes para otro. Como se ve, medir a todos con la misma vara no es equitativo aunque sea igualitario.

Esta práctica, inveterada e institucionalizada en las escuelas —y en la sociedad en general—, constituye una estructura perversa que disfrazada de igualitaria colabora a mantener y a incrementar la desigualdad entre el pobre y el rico en cualquier tipo de bienes. Y aunque se logran mejoras con la igualación en oportunidades, nunca alcanzará para remediar las desventajas de los pobres.

¿Cómo debemos comportarnos frente al hecho innegable de las diferencias?
El comportamiento lógico que, a mi parecer, corresponde frente a este hecho es la discriminación. Suena feo, pero verás que no es nada reprobable per se si se lo analiza un poquito.

Discriminar es una palabra que tiene mala prensa, como tantas otras que son mal entendidas o interpretadas desde la óptica de una ideología determinada, por convicción o por afán de estar a la moda. Pero si bien lo consideramos, discriminar no significa nada necesariamente negativo. Por el contrario, discriminar es una conducta que practicamos permanentemente por necesidad de manejarnos con inteligencia y sensibilidad en el mundo.

En sentido lato y original, discriminar es discernir o distinguir entre cosas que son diferentes en algún respecto, y tratar a cada cosa según sus características. Si no advirtiera o no tuviera en cuenta las diferencias entre las cosas y las tratara a todas de la misma manera, me expondría al fracaso o a graves consecuencias, como quien manipula un explosivo como lo haría con una pelota.

Discriminar es una forma de trato que tiene en cuenta las diferencias entre una cosa y otra cosa. Consiste en tratar de modo diferente a las cosas que son diferentes y de modo igual a las iguales. Cuando está en juego la justicia, discriminar es equidad

En nuestra vida cotidiana hacemos constantemente discriminaciones basadas en diversas diferencias: Diferenciamos niño de adulto, enfermo de sano etc. y tratamos a cada uno según sus peculiaridades. Nadie se extraña ni protesta por esto. Diferenciamos, así mismo, ciegos de videntes y tratamos a los primeros de forma privilegiada en atención a sus dificultades. Esto es una forma de discriminación que merece y recibe la aprobación de todos. Es una manera de practicar la fraternidad.

Discriminar no es siempre malo. Sólo lo es cuando hacemos diferencias que no se justifican, produciendo un daño al discriminado. Por ejemplo: El trato perjudicial que reciben las mujeres en todas las sociedades actuales. Cuando, en cambio, se justifican y lo benefician, la discriminación es una forma de solidarizarse con el más débil. Por ejemplo: El trato privilegiado que reciben los niños.
 
Permíteme un ejemplo al respecto: Colectivo imaginario “grupo-clase de educación física”. Casi todos los alumnos tienen buenas condiciones físicas, pero hay algunos que son pesados y torpes por naturaleza. Lógicamente, el rendimiento comparado de unos y otros es muy dispar, porque los atléticos corren con ventaja sobre los gorditos. El trato igualitarista exigiría que el profesor mida a todos con la misma vara, lo cual evidentemente no es justo porque las posibilidades de unos y de otros no son las mismas. Para ser justos habría que realizar un trabajo especial con los gorditos para potenciar sus posibilidades y aplicar un criterio de evaluación ponderado, es decir, que mida no el rendimiento bruto de cada alumno sino su empeño y su grado de progreso a partir de sus posibilidades. Al más atlético se le exigirá más y al menos, menos. Es decir, el trato igualitario puede ser injusto, a menos que se lo corrija con el trato equitativo, que significa dar a cada uno lo que necesita para mejorar sus posibilidades y exigirle lo que puede dar según esas posibilidades. En este supuesto, no todos los integrantes de un colectivo tendrán las mismas cargas ni gozarán de los mismos beneficios. Hay que discriminar.

Igualdad sin equidad es injusticia. Es el lado oscuro de la igualdad, porque es hipócrita, ya que tras la máscara de la igualdad esconde un trato discriminatorio en el mal sentido de la palabra. A ver si puedo explicarme: Discriminar en el mal sentido es excluir a un sector del goce de sus derechos o privilegiar a un sector sin que lo merezca. Esto sucede en el trato igualitarista, que propugna la igualdad absoluta sin tener en cuenta desventajas, capacidades y merecimientos de cada uno. Por ejemplo: Imaginemos el colectivo “obreros de la fábrica X”. En él podemos distinguir dos grupos, en general: el grupo de los laboriosos y el grupo de los indolentes. Llega fin de año y la empresa quiere premiar el aumento de productividad de los obreros. ¿Cómo procedería un igualitarista? Premiaría a todos por igual. ¿Cómo lo haría un empresario equitativo? Premiaría a cada uno según su laboriosidad.

El igualitarismo es una actitud hipócrita porque disfraza de igualdad lo que es privilegio de los haraganes, como lo señaló un desengañado Raúl Castro en su discurso a la Asamblea Cubana.

"Socialismo significa justicia social e igualdad, pero igualdad de derechos, de oportunidades, no de ingresos. Igualdad no es igualitarismo. Este, en última instancia, es también una forma de explotación: la del buen trabajador por el que no lo es o ,peor aún, por el vago"
 
Una sociedad que aplique la igualdad de manera absoluta será una sociedad injusta, ya que no tiene en cuenta las diferencias existentes entre personas y grupos. Por eso digo que primero hay que diferenciar bien una cosa de otra a fin de ajustar la vara de la igualdad a las peculiaridades de cada uno.

Para explicarte mi opinión, si me permites, me valdré de un ejemplo que creo ilustrativo: Un padre tenía dos hijos. Uno era fuerte como un roble, el otro, enfermizo, muy necesitado de cuidados. El padre se esforzaba por atender las necesidades de cada uno. Naturalmente, debió dedicar más tiempo y mayores recursos en la atención del más débil. ¿Fue injusto con el más fuerte? Si lo miramos desde el punto de vista de la igualdad de trato más absoluta diríamos que sí. Pero estamos inclinados a pensar que el padre obró con justicia, porque atendió mayormente al más necesitado y no dejó de ocuparse de las necesidades del más fuerte. Es decir, hizo honor a la igualdad de trato que merecían los dos hijos —ocuparse de las necesidades de cada hijo sin dejar de lado a ninguno— y a la vez tuvo un trato diferencial para con el hijo más vulnerable.

Decían los romanos de la antigüedad, que de derecho sabían bastante: “Summa lex, summa injuria”: El exceso de la ley es la peor injusticia. Aplicada a este caso significa: absolutizar la igualdad es ser injusto con el diferente vulnerable.
 
Este es un ejemplo sencillo tomado de la vida familiar, pero puede ser proyectado a la vida de la sociedad en general y aun a la vida jurídica y política en especial. La dificultad en estos casos es determinar en qué consiste el trato igualitario de que deben gozar todos los seres humanos—en el caso del padre de familia consistía en “atender las necesidades de cada hijo sin dejar a ninguno de lado”— y cuáles las diferencias que merecen una especial atención porque implican una desventaja natural o situacional para el individuo o el grupo —en el caso mencionado, “la salud precaria del hijo”; en el caso de la sociedad, podemos poner como ejemplo la condición situacional de los pobres.

La equidad exige compensar las diferencias elevando las posibilidades de los más vulnerables y reduciendo los privilegios inmerecidos. Para ello es preciso distinguir las diferencias que representan una desventaja para ciertos grupos o individuos a fin de tratar de remediarlas, como así mismo distinguir cuáles de éstas son productos de la variable fortuna de cada uno y cuáles son producidas por la maldad humana.

Hay diferencias que son naturales. Ejemplo: La diferencia entre los sexos. Las diferencias naturales tienen orígenes varios: color de la piel, capacidades, edad, salud, sexo…Estas diferencias no son ni buenas ni malas desde el punto de vista ético, no se las puede imputar a nadie ni corresponde tacharlas de injustas. Pero crean en la sociedad un deber de equidad que se concrete en acciones privadas o públicas para mejorar las desventajas naturales que pudieran originar. Ejemplo: Si consideramos el colectivo “habitantes” podemos clasificarlos en dos clases diferentes entre sí: “videntes” y “no videntes”. Hay entre estas dos clases una diferencia natural en la que uno de los términos de la relación se encuentra en situación desventajosa, pero que no puede calificarse de “pecado social” porque, en general, nadie es “culpable” de que alguien nazca ciego. Salvo casos especiales, es puro azar del destino. Pero la ceguera es un gran lastre para la vida del ciego que lo excluye de la vida social. Por eso la equidad social ha inspirado distintas clases de ayuda para mejorar su calidad de vida y la solidaridad sigue alentado la búsqueda de algún artefacto técnico que elimine su discapacidad. Estas acciones equitativas pueden calificarse de discriminación positiva o de compensación, porque establecen un trato especial para el discapacitado crónico o circunstancial, que no se dispensa al común de los mortales y que tienden a poner en pie de igualdad, en lo posible, al capacitado con el discapacitado. Si la sociedad no se ocupara de solidarizarse con los minusválidos, los estaría discriminando en el mal sentido, porque no le estaría reconociendo su derecho a un trato equitativo, es decir, el derecho de que los traten diferencialmente según su necesidad de ayuda, lo cual es notoriamente injusto —porque su necesidad genera para ellos un derecho a la compensación y un deber de justicia para el sistema social— e inmoral, según los cánones de nuestros ideales de vida de inspiración cristiana. La sociedad no sería culpable de la causa de la ceguera del ciego pero sí de no ocuparse de amenguar o remediar su mal. Pecado de omisión.

Un mundo para todos es un mundo armado de tal manera que los ciegos también estén incluidos. De lo contrario, si el mundo es sólo para videntes, los ciegos estarán flagrantemente discriminados. Para incluirlos es necesario hacer ajustes y modificaciones para adaptar al mundo a su incapacidad de ver. Algo ya se está haciendo: semáforos sonoros en las esquinas, leyes laborales inclusivas, fomento de investigaciones enderezadas a remediar tal incapacidad y otras que seguramente se llevan a cabo y que yo desconozco. Lo mismo digo respecto de cualquier otra discapacidad

Hay otras diferencias que no son naturales sino construidas por el hombre; son productos de la cultura, o más bien de la barbarie, que también es cultura, pero perversa. Tomemos como ejemplo el caso de las diferencias de género. La desigualdad de género se da cuando los individuos de un género determinado —en este caso, la mujer—no tienen acceso a posibilidades sociales de igual nivel que los individuos del otro género. Es ésta una desigualdad que se ha ido haciendo costumbre y ley en ciertos países a partir de prácticas inveteradas que no se originan en las condiciones naturales de la mujer sino en prejuicios y estereotipos. Un típico caso de estructura social discriminatoria. No es la única.

Las diferencias construidas son inmorales, porque significan un daño constante que los sectores más fuertes infligen a los más débiles. Constituyen una estructura de maltrato que se denomina discriminación negativa, o simplemente discriminación. En esta clase de desigualdad hay causantes, manifiestos u ocultos, personales o estructurales. Son flagrantemente inicuas, creadas por los seres humanos y montadas sobre las diferencias naturales. Entre otras, podríamos señalar las siguientes: La desigualdad entre incluidos y excluidos en el sistema económico. La desigualdad entre blancos y negros en lo que fue la segregación en Sudáfrica o en EEUU de no hace mucho tiempo. La desigualdad entre nacionales y extranjeros en los países europeos. La discriminación de los ancianos. Y yo agregaría la más notoria: la escandalosa desigualdad en los ingresos, “pecado social que clama al cielo”, y, yo agregaría, a las personas de buena voluntad.

¿En qué consiste la inequidad de estas desigualdades construidas? En que uno de los términos de la relación está en situación de perjudicado y el otro de beneficiado. El beneficiado goza de un estado de privilegio que no merece y el perjudicado sufre un estado de discriminación.
 
¿Qué corresponde hacer, desde el punto de vista de la ética social, ante las desigualdades inicuas? Evidentemente, deshacer la inequidad, reduciendo los privilegios de la parte beneficiada y aumentando las oportunidades de la parte perjudicada de modo que ambas queden en un pie de igualdad, es decir, se deshaga la inequidad. No es fácil ni los sectores privilegiados lo van a permitir sin más.
 
Se trata de una inequidad estructural que no puede sanarse con dádivas. Las dádivas sólo alivian al perjudicado, pero no lo sacan de su estado de postración. Es preciso realizar cambios en la organización social y económica, en la cultura y en las conciencias. Tampoco basta con políticas de inclusión que no cambian para nada el sistema que produce discriminados. Mientras existan quienes arrojan gente al río no es suficiente con salvar a unos cuantos de morir ahogados.

Gracias por tu paciencia y tu amable atención
                                                                                                                                                                                                                           Raúl Czejer


 
Los sectores más conservadores del statu quo suelen enrostrar a los igualitaristas que la igualdad nivela para abajo y que  empobrece a la sociedad en todo sentido.

La siguiente es una entrevista realizada por Claudio Martyniuk para el diario Clarín de Buenos Aires a Marcelo Alegre, especialista en el tema de la igualdad que se mueve en ámbitos universitarios argentinos y latinoamericanos. Sus respuestas me parecieron interesantes y esclarecedoras. Espero te sea útil.

 

CM: La democracia le da forma a una idea igualitaria de concebir la sociedad en la que toda persona tiene derechos y sabe que cuenta con ellos. Las privaciones aparecen, entonces, como formas de humillación que echan raíces en las instituciones. Marcelo Alegre, discípulo de Carlos Nino —jurista clave en nuestra transición de la dictadura a la democracia— estudia las esferas de la igualdad advirtiendo la potencia de la política democrática para construir situaciones que reviertan la brecha creciente de recursos y oportunidades en nuestra sociedad, realizando el ideal igualitario. Al respecto:

¿La igualdad es una noción vacía? ¿Qué significa, como desafío, para nuestra sociedad?

MA: La igualdad parte del reconocimiento de que, desde un punto de vista imparcial, todos los seres humanos son igualmente valiosos. Como el Estado debe ocupar ese rol imparcial, no puede privilegiar el éxito de ciertas personas o grupos por encima del de otros. En el pensamiento político contemporáneo esta idea más abstracta se complementa con otras dos. Primero, que las desventajas que no se deben a decisiones voluntarias deben ser compensadas o atenuadas. Segundo, que una sociedad igualitaria debe evitar las relaciones opresivas, explotadoras o humillantes. Lejos de ser una noción hueca, la igualdad requiere políticas transformadoras para remover desventajas involuntarias, igualar oportunidades y eliminar trabas discriminatorias como el racismo, el sexismo, o las castas socioeconómicas.

CM: ¿Por ejemplo?

 MA: La igualdad de oportunidades requiere que nadie quede desaventajado en salud o educación por tener menos ingresos, y respaldaría la reintroducción del impuesto a la herencia que derogaron Videla y Martínez de Hoz. La igualdad de género condena el efecto explosivo para las mujeres de las inequidades en las familias y en el trabajo, y justificaría llevar el cupo femenino a los partidos, los sindicatos y las empresas.

CM: En política, todos parecen estar por la igualdad. ¿Pero no habría que diferenciar la posición que no cuestiona los aspectos materiales de la que busca la igualdad en el plano socioeconómico?

 MA: Para entender los debates sobre la igualdad sirve preguntar cuáles desigualdades son aceptables y cuáles no. Todos repudiamos las desigualdades políticas y civiles, ejemplificadas en prácticas como la esclavitud, las formas más groseras de discriminación racial, religiosa, étnica. Pero hay un segundo tipo de desigualdad que invoca menos resistencias, pero que es profundamente injusta. Es la desigualdad socioeconómica, marcada por la estructura social en la que nos toca nacer, o desigualdad de clase. Son las desventajas que padece una niña o un niño solamente por el hecho ajeno a su voluntad de haber nacido en un hogar empobrecido. Ella o él son absolutamente inocentes pero están condicionados a crecer con menor seguridad, educación, o salud que el resto. Un Estado que respeta a todas las personas por igual debe atacar esa desigualdad estructural. El ideal igualitario es el de una sociedad de clase media, que comparte la calle, el transporte, la escuela y el hospital. Es inconsistente confinar el ideal de la igualdad a una protección contra la discriminación religiosa o sexual y ser indiferentes a las desigualdades de clase.

CM: ¿Atacar la pobreza siempre implica resolver la desigualdad?

 MA: No. Existen experiencias, como en Chile, de políticas exitosas en la disminución de la pobreza y la indigencia, al mismo tiempo que acrecientan la desigualdad. Muchas familias pobres entran a la clase media y unos pocos ricos se hacen super millonarios. Pero en el largo plazo, la desigualdad influye negativamente en el patrón de desarrollo, en la seguridad pública, en la calidad de la política, etc. Por encima de todo, una sociedad que genera desigualdad institucionaliza la injusticia.

CM: ¿Una posición igualitarista debe respetar que el más ambicioso, el que más arriesga, trabaja y tiene más talento, pueda acumular más? ¿Estaría en contra de la competencia y la acumulación de capital?

 MA: Un esquema de salarios iguales para todos enfrenta un problema enorme. Si todos ganáramos lo mismo por hora de trabajo, todos preferiríamos los trabajos más agradables. El Estado debería forzar a la gente a tomar ciertos trabajos. Como esto es inaceptable por respeto a la libertad, un esquema igualitario debe dejar en pie ciertos incentivos, en la forma de retribuciones diferenciales. Pero las desigualdades que favorecen a los más productivos o los más esforzados son sólo tolerables en tanto beneficien a los peor situados (este es el Principio de Diferencia de John Rawls) y en la medida que no se desmadren. Hay una razón de peso para mitigar las desigualdades, aun las vinculadas a factores en teoría legítimos como el esfuerzo o la ambición personal: ellas se trasladan a las familias, y de esa manera, a los niños y niñas. La desigualdad en la niñez es injustificable.

CM: ¿Cómo buscar la excelencia?

 MA: Hay que abandonar la idea de que una sociedad igualitaria sería una sociedad gris, uniforme y chata. La excelencia en las ciencias y en la cultura (de Houssay a Gardel, de Borges a Milstein) floreció en épocas de mucha mayor igualdad que hoy. Si el efecto inmediato de una mayor igualdad es desterrar la pobreza, el impacto en la excelencia sólo podría ser positivo a través de la incorporación a la ciencia o el arte de millones de talentos hoy desperdiciados.

CM:Contra la igualdad se ha dicho que nivela para abajo, que entra en conflicto con la libertad y que es una racionalización de la envidia. ¿Son razonables estas objeciones?

 MA: No. La igualdad no destruye la riqueza sino que exige que se distribuya con justicia. Ni es enemiga de la libertad. Por el contrario, procura que todos disfrutemos de una libertad real y que tengamos recursos iguales para enfrentar las contingencias que amenazan a la libertad y al bienestar. La igualdad no es una manifestación de la envidia. Envidiar es desear que al otro le vaya mal sin que necesariamente eso mejore nuestra situación. La igualdad es otra cosa, exige que todos tengan la oportunidad de prosperar.

CM: ¿La igualdad radical sería la pesadilla narrada en un cuento de Kurt Vonnegut, en el que bailarinas bellas y ágiles deben usar máscaras y pesas, neutralizando su encanto?

 MA: Esta idea pesadillesca de la igualdad es la que supone que igualar es nivelar para abajo. La igualdad asume que la libertad de todos es igualmente valiosa y procura dotar de recursos a los más castigados por la estructura social y económica, no dañar al resto.

CM: ¿Cómo concebir la igualdad: como un bien en sí o un instrumento?

 MA: Antes que instrumento de la política es su fundamento, su “virtud soberana”, en palabras de Ronald Dworkin. Nadie se atreve a negar que el Estado debe igual respeto hacia todas las personas de quienes reclama obediencia. Pero los partidos discrepan en sus concepciones de la igualdad: qué medidas concretas demanda ese principio. La igualdad es el escenario compartido y el motivo central de las diferencias políticas.

CM: Entre las esferas de la igualdad se halla la educativa. Preservar el relegamiento de los chicos nacidos en hogares pobres a través de una educación de baja calidad es una práctica institucional humillante, ¿no lo cree?

 MA: Sin dudas. Los chicos de familias empobrecidas no tienen derecho solamente a una educación de igual calidad que el resto. En realidad el Estado debería invertir más en los sectores desaventajados, para contrapesar las desigualdades de cuna. El Estado federal, responsable del acceso al derecho a la educación, debería “salir a la cancha” como lo hizo con Sarmiento, creando miles de jardines de educación inicial para educar desde los 45 días de vida hasta los cuatro años, un período crucial para el desarrollo humano (eso además daría un fuerte apoyo a las madres). También es un porcentaje muy bajo el de jóvenes que llega a la Universidad, y con un sesgo social muy marcado. La baja probabilidad de que un chico pobre logre ser un universitario es una medida dolorosa de la profundidad de nuestra desigualdad.

Además, nuestro sistema impositivo transfiere recursos de los pobres a los mejor situados.

Un fenómeno bien estudiado en la región es el de la doble regresividad de nuestros Estados: los pobres pagan más impuestos que los ricos y además reciben del Estado menos que los ricos. ¡Sería sorprendente que esto no condujera a niveles de desigualdad crecientes! Ahora bien, muchos economistas “progresistas” son permisivos con la regresividad impositiva, bajo la necesidad de no desfinanciar a los Estados. Pero la regresividad es una forma grave de explotación. Si a los que menos tienen y más necesitan encima se les hace contribuir más que a los sectores aventajados, la única explicación es que se está aprovechando su debilidad política.

CM: ¿La pobreza es un problema que deben atender los economistas? ¿No es una violación de los derechos humanos?

 MA: Hace muchos años que la pobreza es evitable. Durante el 99% de la historia de la humanidad la pobreza era fruto de la injusticia pero también de la escasez, ya que no había recursos suficientes para todos. Estamos acostumbrados a pensar la pobreza desde aquella realidad. Pero hoy hay suficiente para todos, por lo que la pobreza sólo puede explicarse como un caso de desigualdad extrema. En la medida en que la pobreza es el resultado de instituciones injustas, y que ataca la dignidad, es una violación de derechos humanos. En términos jurídicos la pobreza priva a las personas del acceso a la educación, a la salud, a la seguridad, y las hace vulnerables a tratos discriminatorios, al racismo, la xenofobia y la explotación laboral, situaciones todas que constituyen también violaciones de derechos básicos.