lunes, 28 de octubre de 2013

Homo festivus


Sin compartir todas las opiniones de Philippe Muray ni su iedeología, creo que merece un justo reconocimiento, el que le fuera  negado  sistemáticamente por el mandarinato editorial, tal vez porque su pensamiento no concordaba con el "políticamente correcto".
Espero resulte de tu agrado dedicarle unos minutos de tu tiempo.

 

Homo festivus: último hombre. Philippe Muray y su mirada de la realidad contemporánea. Reseña, por Rodrigo Agulló.



“Imagina a toda la gente […] viviendo al día, sin países y sin religiones, sin nada por lo que luchar o morir, una hermandad del hombre compartiendo todo el mundo, y el mundo vivirá como uno solo.” Nada mejor que John Lennon y su pastelosa balada para saludar a la nueva era, una era cuyo umbral probablemente hace ya tiempo hemos traspasado. Bienvenidos al mundo rosa-bombón del futuro: la utopía más espantosa, porque todo indica que es realizable.

Caminamos, sin duda, hacia un mundo mejor. Un mundo que en el que la democracia y los derechos humanos reinarán sin alternativa posible. Un universo pacificado donde todas las voces serán oídas, todas las creencias reconciliadas, todas las contradicciones evacuadas, donde la solidaridad y la transparencia serán la norma en un presente eterno liberado de las rémoras y atavismos de épocas anteriores. Pero es preciso no bajar la guardia. Todo lo contrario. Hoy más que nunca es preciso el compromiso. La ingerencia humanitaria. La lucha. Contra las exclusiones, contra los populismos, contra el sexismo, contra el racismo, contra las discriminaciones en todas sus formas, contra la xenofobia, contra la polución, contra el maltrato a los animales, contra el tráfico de marfil y de pieles, contra las responsables de las lluvias ácidas, contra la masacre del paisaje, el tabaquismo, el colesterol, el sida…

 ¿Y que hacer del pasado? ¿Qué hacer de esa historia de exclusiones, de genocidios, colonialismos, sexismos, racismos? El pasado es culpable, es preciso arrojarlo como pasto de revisiones, autoinculpaciones y desagravios, o bien reacondicionarlo, asearlo y pasteurizarlo en un parque temático ejemplarizante y progresista, porque de lo que se trata es que la humanidad sea transformada, reeducada y readaptada en esta vasta empresa de mejora del mundo.

 Vivimos en la era del azúcar sin azúcar, de las guerras sin guerra, del té sin té, de los debates en que todo el mundo está de acuerdo. Más modernización. Más globalización. Más Europa. Más transparencia. Más pluralismo. Más mestizaje. Más igualdad. Más paridad. Más de más. Lo esencial es la tolerancia, mucha tolerancia, tolerancia del respeto, respeto de la tolerancia, ¡delatemos y sancionemos a los enemigos de la tolerancia! La paz eterna pasa por una civilización universal donde ya no habrá racismo, porque ya no habrá razas; donde ya no habrá sexismo, porque ya no habrá sexos. Ideal supremo: un mundo poblado de suecos socialdemócratas en celofán, plácidos, higiénicos, participativos y ecocompatibles.[1]

 Pero esta cruzada necesita de todos sus combatientes, porque se trata de una lucha titánica y de dimensiones cósmicas. Es el combate de los partidarios de la emancipación individual y de la tolerancia universal, de la sociedad abierta y sin fronteras, de la universalización derechohumanista y de la igualdad de géneros, frente al oscuro pasado de un mundo hecho de dogmas, de prejuicios grupales y religiosos, de un orden social jerárquico, conflictivo, intolerante y desigualitario.

 Y cada victoria de la innovación contra la tradición es una conquista radiante de la humanidad. Es por ello lógico que los “inconformistas” –esos que asumen el grave riesgo de enfrentarse a las fuerzas “conservadoras, inquisitoriales y homófobas” – vean coronados sus esfuerzos con nombramientos institucionales, y que los subversivos sean subvencionados, y que los anarquistas reciban encargos ministeriales.

 ¿Y que hace usted, lector, por la victoria? ¿Es usted un rebelde? ¿Es usted un transgresor? ¿Un iconoclasta acaso? Si es usted un individuo flexible, elástico, libertario, sin tabúes ni prohibiciones, sin ataduras ni prejuicios, sin memoria, inocente, perfectamente integrado en cuando emancipado, solidario y comprometido con la buena causa, absolutamente conforme a la voz del tiempo, sepa que es usted un perfecto ejemplar de Homo Festivus, el hombre de la post-historia. Y que como tal ha sido retratado, diseccionado en sus pompas y en sus obras y –lo que es mejor– convertido en materia prima literaria por quien ha sido sin ninguna duda el mayor agente corrosivo en la literatura de los últimos tiempos: el escritor Philippe Muray.

 ¿Quién es Philippe Muray?

Rápidamente llegué a la conclusión de que no se podía escribir de otra forma que en el sentido contrario al de las agujas del mundo.
Philippe Muray

 Nacido en Francia en 1945 y fallecido prematuramente en 2006, Philippe Muray nunca rebasó en vida el carácter de escritor “de culto”. Los media y el mundo literario trazaron un muro de silencio en torno a su persona, y sólo hacia el final de su vida comenzó a ser conocido por el gran público. Deja tras de sí una obra a caballo de varios géneros: ensayo, novela, panfleto, crítica literaria y de arte, poesía, y una extensa colección de crónicas agrupadas en varios volúmenes de disuasorio título: Exorcismos espirituales. Una producción un tanto críptica, que exige familiarizarse con el léxico peculiar del autor. Pero Muray es uno de esos casos excepcionales en los que el talento se impone frente al silencio mediático, y hoy, convertido en referencia de moda entre la intelectualidad del país vecino, muchos continúan ignorando quién era en realidad… ¿Un filósofo, un literato, un sociólogo, un moralista? Muray se quería, lisa y llanamente, un escritor. Su materia prima: el tiempo presente. Su estilo: cáustico, irónico, corrosivo, barroco –no en vano se le compara con Celine. Su método: una máquina en la que se introducen hechos y se extraen interpretaciones.[2] Su vocación: convertirse en el cronista del desastre de los tiempos actuales. Su programa: vamos a hacerle detestar el nuevo milenio.

Con estas premisas no es de extrañar que se sitúe en una zona maldita: allí donde toda recuperación se hace imposible. Muray es el gran crítico de la modernidad, es su enemigo acérrimo, irreconciliable, absoluto. Y si la literatura aún conserva para él alguna función, ésta es la de hacernos detestar este estado de cosas que no cesa de presentársenos como lo más deseable.

 Porque para Muray –y este es su punto de partida– “ningún mundo ha sido jamás tan detestable como el mundo presente”. ¿Y qué es lo que hace a nuestro tiempo tan detestable? Repuesta: el hecho de que vivimos en una época inédita, aquella que ha visto consumarse una metamorfosis de lo humano. Y esta mutación sólo puede comprenderse si aceptamos una hipótesis: que la humanidad ha salido de la Historia, que vivimos en tiempos post-históricos –esto es, post-humanos, en tanto en cuanto Historia y humanidad han sido siempre términos sinónimos. Es un paradigma –el Fin de la historia que tiene una filiación intelectual bien conocida: hunde sus raíces en la dialéctica hegeliana y tuvo a su más brillante expositor en la obra del filósofo ruso-francés Alexander Kojève.[3]

 Adiós a la Historia, adiós a lo humano

 Simplificando mucho, podemos resumir la tesis de Kojève de la siguiente forma: el deseo de reconocimiento es lo que hace del hombre un ser con historia. Para el hombre no es suficiente con auto-percibirse: lo esencial es que los otros le perciban como sujeto, y su afán de auto-creación, de auto-transformación es así alimentado por ese deseo, que es lo que le empuja a hacer historia. Y aquí se introduce un elemento clave –para Kojève y para Muray–, que es la idea de negatividad. Es ese afán de reconocimiento –sustrato de la historicidad del hombre– lo que le lleva a negar el mundo tal como es, y también a negar sus propios instintos naturales. Sólo un ser libre es capaz de ello: el hombre. El hombre es negatividad encarnada, lo que implica reafirmación constante del Señor que llevamos dentro, y sumisión del Esclavo que llevamos dentro. Y es así como el deseo de reconocimiento triunfa sobre el instinto animal de autopreservación: vencer el miedo a la muerte y arriesgar la vida, si es preciso, para obtener ese reconocimiento. Ésa es la lucha constante en el fuero interno del hombre, ésa es la fuerza que pone a la Historia en movimiento. Para Kojève, el hombre “es verdaderamente histórico o humano sólo en la medida en que es un guerrero”.

 En el centro de la reflexión de Muray se sitúa una constatación: la Historia ha concluido, y la humanidad no ha podido todavía tomar la medida de su propia metamorfosis. Porque –siguiendo a Kojève– “la Historia se detiene cuando el hombre deja de actuar en el sentido fuerte del término, esto es, cuando ya no niega más, cuando ya no transforma el entorno natural y social por una lucha sangrienta y el trabajo creador. Y el hombre deja de hacerlo cuando el entorno real le da plena satisfacción, realizando plenamente su deseo de reconocimiento. Cuando el hombre está verdadera y plenamente satisfecho por lo que es, ya no desea nada más de lo real y ya no cambia más la realidad, cesando así también de cambiarse a sí mismo”.

 Es en el momento en el que el mundo deviene completamente racional cuando el hombre agota todas sus potencialidades: la Muerte, el Mal y las contradicciones se eclipsan, y ya no queda otro proyecto que perpetuar un presente eterno hecho de placeres y distracciones. En el plano económico todo esto se expresa en el capitalismo. En el psicológico, en la democracia liberal y sus marcos garantistas de reconocimiento. Y en lo político en un orden universal y homogéneo en el que la política se sustituye por la administración de las cosas.

 La salida de la Historia no es un acontecimiento apocalíptico que venga acompañado de trompetas. Es un deslizamiento que sucede quedamente, es invisible, imperceptible, cotidiano, anodino, trivial… El Fin de la Historia, por supuesto, no significa (como muchos se empeñan en malinterpretar) el fin de los acontecimientos. El Fin de la Historia significa la ausencia de un sentido superior de los acontecimientos, significa que éstos se limitarán a suceder, pero sin derivar su significado de una voluntad de transformación de los principios que gobiernan a los hombres. Significa que esos acontecimientos, lisa y llanamente, no significarán nada. El Fin de la Historia pertenece al orden de las sensaciones, y de ahí la dificultad en poder aprehenderlo. No es un descubrimiento científico, es una evidencia, que se tiene o no se tiene. Se puede describir –y la literatura es el mejor medio – pero no se puede demostrar.

 Para Muray –cuya vida transcurre en los linderos entre el viejo mundo y el nuevo – el advenimiento de la post-historia es un acontecimiento de una profunda tristeza, la catástrofe por excelencia. ¿Cuándo se cruzó el umbral? Probablemente en algún momento entre los años sesenta y ochenta del pasado siglo. Pero esta evolución sí le ofrece algo a Muray: la materia prima de su obra literaria. Muray es el cronista del declive de un mundo y de su sustitución por otro. Muray levanta acta de cómo los nuevos tiempos post-históricos neutralizan todas las contradicciones, purgan todo aquello que es anterior e incompatible con ellos, pero al mismo tiempo se encargan de ocultar una realidad que sería demasiado dura de aceptar: la Historia ha concluido. Y para eso es necesario fingir que seguimos en los tiempos históricos, es necesario inventar enemigos imaginarios y contradicciones que ya no existen, en un relato épico en el que los guardianes del nuevo orden –invariablemente progresistas– se sueñan resistentes a órdenes jerárquicos y patriarcales, u opositores a regímenes autoritarios que hace ya tiempo fueron reducidos a cenizas. Son combates sin riesgo, luchas ganadas de antemano, parodias y pastiches que sólo disimulan una realidad: vivimos en una civilización de control total que se ha adueñado de lo negativo y que lo fabrica en serie para evitar su uso exterior. De hecho, ya no hay exterior: el “anticonformismo”, la “trasgresión” y la “marginalidad” son productos domesticados, y cualquier pensamiento verdadero se encuentra, tarde o temprano, ahogado bajo el peso de su duplicata. Y a esa desaparición de la dialéctica real –de lo auténticamente humano – sucede la instalación de un parque temático global donde, en vez del hombre de los tiempos históricos, habita un neo-hombre, el gran protagonista de la obra de Muray: Homo Festivus.

 La Fiesta del último hombre

¿Hay vida tras el fin de la Historia? ¡Sí! Responde Muray. De hecho no hay nada más que eso: la vida de ese turista universal llamado Homo Festivus, criatura definitivamente liberada de todas de las cuestiones existenciales, vinculadas a la muerte, que tanto atormentaban a sus ancestros. Homo Festivus es cool y carece de los atosigantes prejuicios de épocas anteriores, se ha sacudido el lastre de pertenencias hereditarias, no se considera continuador de ningún legado histórico. Él ha nacido ayer, él es su propio producto, él mismo decide su propia identidad cultural y sexual. Transgresor e inconformista, Homo Festivus es aquel que siempre dice ¡Sí! a toda novedad que se le propone. Adorador de la diversidad, es abstracto e intercambiable por cualquier otro de su especie en cualquier parte del mundo.

Homo Festivus está siempre en guardia contra los conservadores, los obscurantistas, los inmovilistas y demás adversarios del progreso, periódicamente exhumados desde un pasado difunto para hacer el papel de cómodos fantoches. ¡Sin esa presencia negativa no habría fiesta completa! ¡Dónde estarían, sin esa “lucha”, los oropeles trasgresores, las diademas libertarias! Homo Festivus está comprometido con todas las buenas causas del planeta; de la vieja izquierda conserva no sus dogmas revolucionarios, sino una visión moralista y un anhelo de utopía que le lleva a promover una visión virtuosa y arcangélica de lo real. Su empatía con los sufrimientos ajenos se manifiesta en un desbordamiento emocional que le lleva a encarar los dramas del planeta en un registro lacrimoso-caritativo, lo que a su vez le permite consumir, divertirse, viajar y socializar con suplemento de buena conciencia, siempre que haya una invocación solidaria, humanitaria o ecológica de por medio.

Homo Festivus es una alegoría, es un maniquí teórico, es la expresión sintética del festivismo de masas que aparece retratado en la obra de Muray. Y ahí reside el gran hallazgo de este autor, en la descripción de la Fiesta como estadio terminal post-histórico, como eterno presente donde se disuelven todos los venenos de la negatividad y de las contradicciones. Vivimos en una Festivocracia, en los tiempos Hiperfestivos. Entiéndase: no se trata de una fiesta en sentido tradicional –una ocasión excepcional que se contrapone a lo cotidiano. La Fiesta es ahora la cotidianeidad misma: todo concurre a mantener una ilusión de distracción permanente en la que la fiesta pierde su carácter distintivo. Entiéndase también que Muray no articula una crítica –en un sentido marxista– de la Fiesta como “alienación”, como pan y circo que los gobernantes impondrían a los gobernados y de la que sería posible “liberarse” según ese optimismo caro al mesianismo revolucionario. No. La Fiesta es exigida desde la base porque responde a una evolución sistémica en la que los gobernantes ya no gobiernan gran cosa y en la que el mutante Homo Festivus tiene la palabra, y tiene lo que se merece. Exacerbación hedonista y euforia compulsiva, las Pride, las Rave y las fiestas cada vez más gigantescas de la era hiperfestiva no son más que síntomas entre otros muchos.

Porque la Fiesta es mucho más que sus manifestaciones concretas, la Fiesta es modo integral de producción y reproducción de lo social, es organización, es eliminación de fracturas y escisiones, es fusión y unificación, es forma de “liberarse” del mundo concreto. La Fiesta es el proceso de sustitución del territorio real por el mapa de lo festivo. Homo Festivus ha llevado a la práctica, de manera siniestra, el lema festivista de los revolucionarios del sesentayocho: “tomad vuestros deseos por la realidad”. Bajo el signo de la realidad virtual discurren los tiempos post-históricos.

La llegada del Homo Festivus no es ninguna sorpresa. No es otro que aquel Último hombre que fue descrito por Nietzsche en una célebre intuición: el hombre de la post-historia, que llega, sin épica y sin grandeza, a quedarse para siempre.[4] El Último hombre que rechaza ostentoso todos los ideales e ilusiones del pasado (“antes, todo el mundo estaba loco”); el Último hombre “que cree que ha inventado la felicidad, y que guiña el ojo”; el emancipado absoluto, el nihilista pasivo, el ciudadano del mundo, el rebelde en patinete, el consumidor en bermudas, Homo Festivus.

Risa y subversión

El hombre sufre tan profundamente que ha tenido que inventar la risa. El animal más desgraciado y más melancólico es también el más alegre

Nietzsche

Nada más lejos de Muray, frente al desenfreno festivista, que una apología lastimera de “los viejos tiempos” y de sus adustas virtudes. Porque si Muray rechaza los tiempos hiperfestivos no es porque éstos sean alegres, sino por todo lo contrario: “la característica esencial de lo post-humano –dice Muray– es su ausencia de humor, la imposibilidad de reír –si no es con esa risa alelada propia de los bebés”. ¿Una Fiesta sin risa? Sí, una liturgia festiva mortalmente seria. La risa adulta requiere un fondo de incertidumbre y de indecisión que es incompatible con un moralismo que exige saber siempre dónde está el bien y dónde está el mal. Si nos reímos es siempre a expensas de algo –o de alguien­ –. La risa casi siempre es irrespetuosa, suele ser cruel, y es en cualquier caso discriminatoria y por tanto contraria a los valores democráticos de comprensión y de respeto del Otro. ¿Cómo reírse sin ofender a alguna de esas minorías tan minoritarias que son ya legión? El mundo contemporáneo, liberado de las taras de la Historia, se ha transformado en empresa positiva y no admite bromas. El Imperio del Bien rechaza las burlas por retrógradas.

Destruida toda trascendencia y toda ilusión, Homo Festivus intenta escapar del abismo, restaurar la fisura y colmar la brecha a través de una euforia que se superpone a las catástrofes del mundo real. Pero es un cierre en falso. Y todavía es posible mantener abierta esa brecha de incertidumbre. A través del humor. El humor que tiene como objetivo acentuar el desacuerdo con el mundo. Porque la risa es de lo poco que queda de aquella antigua negatividad, hoy asediada por todas partes. Nuestra época es ridícula, y ante ella la única actitud posible es la risa. Inútil esperar el más mínimo pensamiento de quienes se la tomen en serio. Frente a la conversión del mundo en un gigantesco jardín de infancia, “reír y pensar se han convertido en términos sinónimos”. El resto no es más que aquiescencia bobalicona y entertainment.

El consenso totalitario

Los modernos nunca pierden la ocasión de ser autoritarios y de dar órdenes a todo el mundo.

Philippe Muray

El lenguaje del Bien es sutil. Se espuma autocomplacido en el elogio del Otro – ¡los queridos Otros!–, hace la alabanza de la diversidad, del pluralismo y de la tolerancia. Pero con ello quiere decir justamente lo contrario. De lo que trata el “Otrismo” es de erradicar la alteridad. La alteridad genera discriminación, rivalidad, odio al extraño… y la unificación benéfica de la humanidad pasa por el mestizaje universal ¿Cómo es posible conciliar lo inconciliable? ¿Cómo es posible caer extasiados ante las identidades culturales y étnicas, y al mismo tiempo promover su disolución en el mestizaje? Llegamos al núcleo del proyecto progresista: el Otro siempre es bienvenido si su religión se disuelve en cultura, su cultura en folklore, y su identidad en simulacro. Es decir, si el Otro se convierte en lo Mismo. El elogio del Otro es siempre el primer paso hacia la estandarización del planeta.

Imposición y omnipresencia de lo Mismo. Se trata de erradicar la negatividad, la contradicción, lo real, todo aquello que constituía la Historia y que en la post-historia no es más que “el Mal”. Es el Imperio del Bien: un moralismo ubicuo que cuenta con sus beatos, sus misioneros, sus damas de la caridad y sus ligas de la Virtud. Con sus evangelios: el dogma del mestizaje, de la amalgama, de la abolición de fronteras, de abolición de la diferencia sexual, de abolición de toda diferencia. Con sus instrumentos represores: un síndrome maníaco-legislativo y una peste justiciera que Muray bautiza como “erótica de lo penal[5] y que se despliega en un arsenal de mecanismos de delación y de punición contra cualquier opinión o conducta supuestamente discriminatoria por motivos de origen, sexo, estado de familia, salud, discapacidades, características físicas, orientación sexual, edad, nación, raza, religión y un larguísimo etcétera. Y con el correspondiente celo persecutor contra cualquier idea, creación o línea de investigación que sea sospechosa de dar pábulo o alentar formas de pensar incorrectas. Una empresa de purificación ética que reclama vigilancia, control, prevención, y que se traduce en una bulimia normativa que persigue cualquier atisbo de vacío legislativo, que no cesa de inventar nuevos delitos contra la salud, contra la higiene, contra las costumbres juzgadas bárbaras o prehistóricas, y que acorrala, organiza y tabula cualquier resquicio por donde pueda asomar la vida, o sea, todo aquello que se salga de su ideal de asepsia absoluta y de su lívida, insípida y frígida Transparencia.

Con una consecuencia: la victimización general de la sociedad. El estatuto de víctima es rentable ¡todo el mundo quiere ser víctima! Un histerismo de la compasión y una exigencia obsesiva de protección que corren paralelas con un moralismo llorón y una sentimentalización de la política dignas de figurar algún día en una historia universal de la cursilería.[6] Con el colofón de la culpabilización general del pasado: la convocatoria de safaris morales para perseguir la xenofobia, el fascismo, el racismo y la homofobia a través de los siglos, lo que nos conforta en una certeza: nuestros valores son los universales y definitivos, nosotros somos mejores, nosotros somos buenos.

Claro que un mundo donde toda tensión haya sido abolida, un mundo sin misterio, sin sorpresas, sin enigmas, donde sólo reine lo indiferenciado y donde todos sean iguales, sería lo más parecido al infierno. Es por ello imprescindible introducir al menos un simulacro de tensión, una negatividad de cartón piedra. Y así las fuerzas del Mal son ritualmente convocadas, para que los “subversivos” y los “inconformistas” puedan librar sus cruzadas progresistas contra la intolerancia, el integrismo, la xenofobia y el fascismo que viene. Todos los totalitarismos necesitan enemigos. Stalin no cesaba de desbaratar conspiraciones trotskistas; en el 1984 de Orwell Oceania se enfrenta en una guerra eterna contra Eurasia y Estasia.

Muray denomina consenso blando a esa forma sutil del totalitarismo. En la era de los buenos sentimientos se hace imposible oponerse a las normas higiénicas e idílicas sin que al tiempo parezca que se ataca al género humano. En el fondo, más que reprimir violentamente la alteridad –como hacían las tiranías clásicas– se aspira a eliminar la posibilidad misma de su existencia. Decía Orwell –en su análisis de la Novolengua en 1984– que cuando ya no existen palabras para nombrar una cosa, la cosa deja de existir. La corrección política se encarga de esa depuración del lenguaje, de asearlo, aseptizarlo e higienizarlo conforme a los dogmas del día.

¿Qué hacer? Para Muray sólo cabe una opción: marcar, a través de la literatura, una distancia sanitaria frente a “todas esas formas pomposas y fúnebres de la moral contemporánea y todo su sistema de valores tolerantistas, paritarios, intercambistas, librecambistas, solidaristas y multiculturales, pero siempre vigilantes, niveladores y controladores como las beatas de sacristía que en realidad son, que ahogan con su peso de muerte y de prejuicios lo poco que todavía queda de vida, y que si perduran es porque siguen sin dejarse definir como lo que realmente son: un orden moral, el orden moral más odioso de todos los órdenes morales que jamás hayan agobiado a la humanidad, pero cuyo origen de izquierda le protege de la debacle que merece”.[7]

 
 

Cuando los castradores pasan por liberadores
Las sociedades post-históricas se caracterizan por un odio –rayano en lo patológico– por el Patriarcado como configuración arquetípica de los tiempos históricos, que se identifica además con el orden arcaico de diferenciación entre los sexos. Una diferenciación que se ve asimilada a los vestigios de la soberanía masculina y del antiguo régimen machista. La supresión de todo principio de contradicción exige eliminar ese antagonismo básico, esa vieja distinción sexual que era “demasiado ofensiva, demasiado constatable, demasiado cargada de sentido”. Homo Festivus cultiva un ideal unisex. Y en los tiempos hiperfestivos la figura del Paterfamilias no tiene otra asignación que la de convertirse en residuo naftalinoso o clown irrisorio, abocado a su reeducación por las Madres y por los Niños –dos figuras dominantes en el orden simbólico de los tiempos post-históricos.
Las formas hegemónicas de producción de lo social concurren a realizar un ideal andrógino conforme a la idea de que todo sujeto porta en sí una “bisexualidad variable”, y de que en cualquier caso el ser “hombre” o “mujer” son roles socialmente inducidos, susceptibles de ser re-fijados en cualquier estadio de la vida. La invención estadounidense de la ideología de género acude al rescate para decir que la vieja humanidad estaba equivocada al creer que sus miembros podían definirse en función del sexo. Lo que procede es definirse en función del género, masculino o femenino a gusto del consumidor. ¡Basta ya de ese insoportable escándalo de naturaleza que consiste en no poder elegir el sexo! Los transexuales son portadores de un mensaje de esperanza para la humanidad. La liquidación de los viejos roles sexuales no puede reducirse al ámbito de lo social –maternalización de los padres, virilización de las mujeres–, sino que debe extenderse al plano psicosomático: la nueva moral impele a los hombres a “dejar hablar al lado femenino”, el mercado les anima a repulir su aspecto, y el sacrosanto principio de transparencia les exhorta a “reconocer la bisexualidad latente” cuando no a “salir del armario”. La “bisexualidad psíquica infantil” será cuidada como delicada planta por una pedagogía que se apresurará a erradicar cualquier brote considerado “homófobo”, y los juguetes considerados “sexistas” serán prohibidos. Tal vez, al cabo de una o varias generaciones, se habrá conseguido olvidar de una vez por todas la antigua y maldita división de sexos.
Esta abolición de la distinción sexual –en realidad una des-sexualización en toda regla– se acompaña de dos fenómenos a los que Muray reserva sus críticas más acerbas: la feminización y la infantilización del cuerpo social. El niño es el Rey de los tiempos post-históricos. Desde el momento en que el pasado se condena en su conjunto, la ventaja del adulto sobre el niño desaparece, y es el niño, la inocencia, el que pasa al primer plano. En la publicidad y en el cine es el niño el que siempre sabe lo que hay que hacer, el adulto –sobre todo el padre– aparece como “un imbécil inadaptado al que sólo se tolera si se pliega a las reglas de los niños que evolucionan bajo el ojo tierno de las mamás-todo amor.”[1] Toda la post-historia es una regresión a la infancia, y Homo Festivus es un niño consentido al que hay que organizar distracciones para que no se aburra. Los niños viven en un eterno presente, son los mejores consumidores y tienen todos los derechos. La maternidad-mundo –señala Muray– se encarga de convencernos de que somos niños irresponsables rodeados de programas higienistas, caritativos, humanitarios, protectores, y de que no tenemos otra cosa que hacer que flotar como fetos andróginos en la música del hiperfestivismo como en el baño matricial de los orígenes.
Lo más curioso es que, para algunos cerebros hibernados en la mitología sesentayochista, esta des-sexualización inducida todavía se considera una sublevación heroica, una batalla a muerte contra el puritanismo y la reacción. Cuando se trata precisamente de lo contrario: de la destrucción de la antigua libido –considerada como negativa, jerarquizante y conflictiva– y de su sustitución por un sistema de asepsia absoluta. Llegamos al mundo del “Progenitor A, Progenitor B”, al mundo donde para evitar “traumas” se reclama la supresión de la mención “sexo” de los papeles de identidad, a un mundo en que el auto-engendramiento y la clonación son perspectivas reales. Y en el que el sexo entendido como actividad higiénica y cuasi-deportiva marca el fin del erotismo. El sexo es omnipresente, pero los sexos desaparecen. Un solo sexo, el mismo para todos. El sexo como consumo, el placer como obligación. No ocultar nada, mostrarlo todo. Es el reino de la Transparencia total, el fin de la porosidad de la vida. ¿Qué queda del antiguo libertinaje –de aquella parte maldita hecha de claroscuros y de penumbras? El Imperio del Bien alcanza cotas que ni el viejo puritanismo religioso llegó a soñar. [2]
El escritor Philippe Muray es un sujeto histórico extraviado en la post-historia, es un sujeto sexual que describe la desaparición de la sexualidad. Y esa descripción es una llamada implícita a recuperar “ese punto fundamental del equilibrio humano: la relación humana franca, y tradicional porque histórica, es decir real, entre el hombre y la mujer –sabiendo que la mujer desea al hombre que desea a la mujer que a su vez desea al hombre como un hombre, y no como una mujer.”[3] Restaurar la sexualidad sería una forma de reconquistar lo real, de restaurar la Historia.
El progresismo y sus cipayos
Muray está muy lejos de ser un polemista. No aspira a emprender un diálogo, a intercambiar ideas, a debatir. Mucho menos a convencer. Para él la actividad literaria es sólo un medio de restaurar su distancia frente al mundo moderno. Porque la catástrofe no tiene remedio, la liquidación de la vieja humanidad y las viejas condiciones de vida es irreversible. Y si hay un enfrentamiento, no es entre conservadores y progresistas, sino entre las diversas facciones que, dentro de la modernidad, mantienen la ficción de que la Historia continúa. Moderno contra Moderno, esa es la realidad. Su tarea hercúlea consiste en elaborar una recensión minuciosa – a través de la sátira, la literatura y la sociología – de los dogmas y aberraciones de un mundo que pretende extirpar toda negatividad e instaurar una visión arcangélica de lo real. Entresacamos algunos retratos de los diferentes rostros de Homo Festivus.
  • El rebelde
Para Muray es muy fácil reconocer a un “rebelde”: es el que siempre dice ¡sí! a todo lo que, de un modo u otro, se le propone como “nuevo”. Eso es lo poco que Homo Festivus ha retenido del marxismo: la creencia enternecedora en que “lo nuevo es invencible”, que el futuro es para él y que el viento de la Historia sopla en sus velas.
En los tiempos hiperfestivos la transgresión, lo subversivo y lo “políticamente incorrecto” están en el puente de mando. Y así se impone “la Cultura como consenso anticonsensual, la transgresión como rutina artística, la subversión como subvención y la provocación como paquete-regalo en todas las buenas causas mediáticas que son presentadas como conquistas radiantes, pero también peligrosas, del espíritu”.[4] La transgresión como nuevo academicismo aspira a mantener la ilusión de “ruptura”, de continuidad de los tiempos históricos: “la ficción de lo negativo se manifiesta por un elogio continuo de todo lo que antes se manifestaba como negatividad, como combate contra el Orden moral. Pero desde el momento que todo el mundo se pretende subversivo, ya no hay subversión. Si todo el mundo se aparta de la norma, esa norma es puramente ilusoria. La ruptura reemplaza a la norma, y el conformismo toma la máscara de la subversión”[5].
Para Muray el fin del mundo consiste en el fin de la dialéctica real y en su sustitución por parodias más o menos conseguidas. Los rebelócratas son los grandes figurantes de esa parodia. Pero es una parodia en la que ya nadie cree. En un mundo sin alteridad, sin enfrentamientos, sin posibilidades múltiples, es decir, sin negatividad, las palabras subversivo, transgresor, iconoclasta o provocador son vocablos que han conservado tanto poder de mordiente como las encías podridas de un nonagenario.[JRP2]
  • El artista
Ejemplo más nítido de la subversión de cartón piedra, el artista “reclama no sólo el derecho a la transgresión sin sanción, sino a la institucionalización de la transgresión –y sólo un espíritu de los de antes podría ver la contradicción que ello implica”. La Cultura es uno de esos sustantivos que sobreviven a la transformación de su contenido. Lo que hoy se llama “cultura” es uno de los agentes más eficaces del Bien radical. Y los “artistas” –alegremente asimilados a los “intelectuales”– son los mejor situados para diseminar el imaginario del Bien entre el cuerpo social. Como señala el filósofo Jean Claude Michéa, “el reciclaje de la mitología romántica del artista rebelde permite a todos los artistas oficiales del showbusiness encontrarse en la escena de todos los combates en los que está en juego la defensa del orden económico y cultural que asegure su rentable celebridad”[6]. La “rebelión” es una operación de blanqueo por la cual el capitalismo se rehace una virginidad, lo que a su vez permite reconciliar el nivel de vida burgués con el estilo de vida del artista: el artista se beneficia de las ventajas materiales y morales del conformista, además del prestigio del disidente. “En su boca, la “cultura” y el “arte” sólo sirven para instrumentalizar la historia secular de la conciencia inmaculada de la izquierda – que sólo ahora comienza a verse que no es más que una historia de tartuferías.” El artista es “progre” por definición.
“Nunca antes los artistas habrían pretendido ser los médicos de la humanidad sufriente, los líderes, los comprometidos, los solidarios, los liberadores y los redentores del mundo. Nunca antes se les hubiera ocurrido auto-designarse como conciencia moral perpetua, poco menos que por derecho divino. Nunca antes habrían exigido que los poderes públicos les subvencionen su libertad privada, y que esa subvención tenga que defenderse con uñas y dientes como si fuera una conquista social inalienable. Élite autodesignada, aristocracia ilustrada, su buena conciencia –tan astuta como ingenua – les mantiene en la ilusión de creerse la guía y la conciencia del pueblo”. Muray tiene un nombre para ellos: artistócratas.[7]
  • El turista
Alguien dijo que el turismo es la industria que consiste en transportar a gente que estaría mejor en su casa a sitios que estarían mejor sin ellos. Para Muray el turista –auténtico Quinto jinete del Apocalipsis de la modernidad– es sin duda alguna el rostro más verídico de Homo Festivus. ¡Buscad al turista y encontraréis la fealdad! “El turismo produce en el espacio lo que la modernidad produce en el tiempo: hacer feo todo lo que fue hermoso, hacer accesible todo lo que era inaccesible, hacer moderno o tourist-friendly todo lo que no lo era”.[8]
El turista es la criatura moderna y festivista por excelencia, porque es el mejor agente de aquello que Braudillard denominaba “el asesinato de la realidad”. Al paso del turista, todo se convierte en simulacro. Todo lo que no es susceptible de ser visitado turísticamente, es decir, todo lo que no se pliega de forma beata a la modernidad inocente e hipersensible, debe ser más pronto que tarde normalizado, aseado y aseptizado para su consumo por Homo Festivus. El turista es el gran museificador de la humanidad. “¿Cómo transformar a los seres parlantes en excursionistas? La gloria de Walt Disney consiste en haber sido el primero que presintió que la Historia terminaba, y que el globo, explorado por entero y visitable por cualquiera, estaba a punto de perder sus últimos atractivos. Ya no hay planeta. Ya no hay Historia. Ya no hay Tiempo. Sólo queda el pasatiempo.”[9]
  • El gay
Desde el momento en que la homosexualidad se funda en la valoración de lo mismo –o en la devaluación de la diferencia– ello debería ya asegurarle un lugar de privilegio dentro de la mitología festivócrata. De entrada, se presupone que un homosexual piensa –o debería pensar– bien. Pero cuando Muray describe el festivismo gay no trata en modo alguno de denigrar a la homosexualidad en sí –una orientación o preferencia particular merecedora, a lo más, de una perfecta indiferencia–, sino de preguntarse por qué la homosexualidad como militancia necesita poco menos que obtener la ovación admirada de una humanidad agradecida. Lo que nos lleva a eso que denomina la gaytitud, y que consiste en asimilar una orientación sexual particular a una cosmovisión, a una categoría socio-política y a una forma de redención del género humano.
Señala Muray que los gays militantes han sido los más eficaces portavoces en Europa de la ideología correctista norteamericana. Es la cruzada por excelencia de los tiempos hiperfestivos, que –conducida con la buena conciencia a prueba de bomba de todas las víctimas profesionales– para conseguir sus objetivos ha utilizado la provocación, la exigencia de protección, la culpabilización, la persecución, el chantaje y las reivindicaciones particulares camufladas bajo la retórica de la igualdad y de la libertad. Según una lógica binaria –“quien no está con nosotros está en contra”– que ha conducido a una situación inversa a la de hace décadas: la “homofobia” es hoy susceptible de sanción penal, y “homófobo” será todo aquel que presente alguna objeción o que no muestre una aprobación genuflexa ante tan buena causa.
Así resulta extraordinario “verles combatir contra enemigos a los que se oye tan poco, verles denunciar de forma rutinaria los tabúes sobre temas de los que no se cesa de hablar, verles partir en cruzada contra censuras que nadie ha visto, verles universalmente aplaudidos por derribar ‘prejuicios sociales’ que no son más que lejanos recuerdos, verles ocupar todo el escenario para denunciar que son ‘rechazados’, verles mantener el fuego sagrado de un combate que encuentra tan pocos opositores.”[10] Y por eso la gaytitud se aferra como a un clavo ardiendo cuando, por ventura, encuentra a un puñado de creyentes en la antigua religión, o a un puñado de sostenedores del viejo mundo que quieran prestarse a jugar el papel de fantoche reaccionario, intolerante y homófobo, y a darle así un semblante de heroísmo a la causa ganada de antemano.
Al gay homofestivo se le debe el impagable invento de la Pride, punto de arranque de la Fiesta moderna, indisociable del movimiento homosexual. Es al gay a quien Occidente le debe el icono insuperable de la Fiesta, con los confetis, los pompones, las panderetas y las mil y una maravillas del festivismo moderno.
  • El progre
Síntesis, quintaesencia o denominador común de todas las encarnaciones festivócratas, el “progre” –lo que hoy es tanto como decir la “izquierda”– es “el dealer universal de esta humanidad en secesión de humanidad”. En su alucinante convicción de encarnar la guerra contra el Mal, la izquierda es hoy el partido meapilas contemporáneo. En su sedicente búsqueda de un mañana radiante, a la izquierda le es preciso incriminar constantemente al mundo, al tiempo que acelera el proceso de festivización. Con una fe ferviente en la idea –en el fondo consoladora– de la (des)alienación, la izquierda es congénitamente incapaz de comprender la post-historia, y es por tanto un factor de mistificación, es decir, un lastre para comprender el mundo en el que se vive.[11]
 
 
¿Hay salida?
¿Philippe Muray, reaccionario? No en el sentido más habitual del término –el de alguien que quiere volver al pasado–, porque el escritor francés carece del optimismo de los que piensan que eso sería posible. El fin de la Historia es como el fin de la virginidad: no hay vuelta atrás. Pero son los directores de escena de la festivocracia los primeros interesados en negarlo. Y pretenden que “la Historia continúa” cada vez que cualquier sobresalto les amarga el desayuno. Pero no son más que accidentes. En el futuro habrá sin duda conflictos, rupturas y convulsiones –los espasmos agonizantes del viejo mundo. Pero es preciso no engañarse: éstos no harán más que reforzar el proceso, porque, ante el horror que generan, siempre se preferirá la placidez y la sedación hiperfestivas.
Un ejemplo: es habitual pretender que las manifestaciones históricas violentas –terrorismo, integrismo islámico– son prueba irrefutable de la continuidad de los tiempos históricos. Pero incluso si tales violencias durasen cientos de años, para Muray no son más que pervivencias transitorias que sólo tratan de negar una realidad: el deseo profundo y tal vez inconsciente de todos los pueblos –digan lo que digan y hagan lo que hagan– de alinearse con la agonía occidental, entendida ya como el único modelo viable para la humanidad del futuro. Y la locura sanguinaria de los fanatismos probablemente sólo encubre una cosa: la frustración de no haber llegado todavía a ese estadio. Además, el combate entre el terrorista islámico y Homo Festivus es un combate desigual, que sólo puede saldarse con la victoria del segundo. “Venceremos […] porque somos los más muertos”, afirma Homo Festivus –por boca de Muray. El Último hombre prevalece sobre el guerrero de la Dhijad. Nadie puede matar a un muerto.[12]
Es también habitual señalar a los movimientos altermundialistas y antiglobalización como otros tantos rechazos a la uniformización festivócrata. Nada más lejos de la realidad. De nada sirve protestar contra la globalización a través de grandes algaradas festivas si no se empieza por abandonar “el ideal angélico de un mundo sin fronteras, que es precisamente la nueva frontera de la globalización, su ilusión lírica específica. Los que defienden furiosamente la libre circulación de capitales y los que defienden con furia la libre circulación de personas –de los sacrosantos inmigrantes– están del mismo lado. Todos ellos son partidarios de la des-territorialización, de un mundo confuso-onírico donde las antiguas soberanías, producto de la humanización, se vean abolidas para siempre.” Los activistas antiglobalización “están tan sometidos a la modernidad matriarcal y planetaria como los Amos transnacionales a los que dicen combatir. Y sus furibundas guerrillas callejeras no son más que teatro callejero, una forma como cualquier otra –‘artística’, luego doblemente culpable – de la sumisión”.[13]
Otros hablan de un supuesto revival religioso –del auge de los integrismos, de nuevas formas de espiritualidad– y quieren ver un retorno de lo sagrado. No hay tal, dice Muray. No hay ningún “retorno de la religión”. Ninguna re-espiritualización. Lo que sí hay es una “puesta en escena” de residuos religiosos –bajo las formas más delirantes– por el Espectáculo mismo y en beneficio del Espectáculo. Se trata de “reavivar el núcleo duro de lo irracional, de retomar una ficción mística consistente sin la cual ninguna comunidad, ningún colectivismo puede aguantar el tirón”.[14] Todo cabe ahí: las bufonadas New Age, las extravagancias ocultistas, la moda budista o las Jornadas católico-espectaculares en las que la Iglesia trata de adaptarse al lenguaje del día. Festivópolis encuentra así el suplemento de Trascendencia necesario para poder afirmar que la perfección se encuentra en ella. Show must go on.
Pero es el “populismo” –esa bestia negra” favorita de la festivocracia– el que aporta el plus de negatividad necesario. Es ese populismo que asoma cuando en algún referéndum se produce el resultado equivocado, o cuando el pueblo dice ¡mierda! y vota a algún partido de sulfurosas ideas y de groseros modales. En ese caso se impone una labor de paciente pedagogía, para que los obtusos que no acaban de enterarse de en qué mundo viven dejen de fastidiar y no tengan otras ideas y deseos que los que para ellos deciden las élites transnacionales. El término “populismo” encubre, en este sentido, un profundo desprecio por el pequeño pueblo –por ese conjunto de paletos, xenófobos, cerriles, sexistas, residuos del pasado. Evidentemente –señala Muray– quedan todavía brotes del viejo mundo, vestigios aislados aquí y allá que aún pueden dar algún que otro susto. Pero se encuentran de tal modo rodeados y de tal modo trabajados por el Imperio del Bien que es difícil pensar que puedan hacer gran cosa. Y si bien es cierto que entre mucha gente tal vez perviva “algún terror oscuro y profundo sobre la marcha del mundo, ese terror se ve también combatido, en el interior de cada uno, por una tendencia a la sumisión igualmente oscura y profunda, por el deseo de adaptarse a las nuevas condiciones, por la sensación de que no hay elección.” Muray no alberga esperanza alguna sobre hipotéticas capacidades de “resistencia” de pueblos que hubiesen permanecido “sanos”.
Si Muray es reaccionario no lo es en sentido pesimista, sino en un sentido trágico, de aceptación de lo real. Tampoco es un nihilista, porque cuenta con sólidos asideros. Uno de ellos es su creencia en el potencial liberador de la literatura. Otro estriba en su creencia en las virtudes guerreras y estéticas de la risa. Hay un tercero, sorprendente por inesperado: ¡su adhesión confesada a la fe católica y a la Iglesia de Roma!
Es éste un punto desconcertante, sobre el que los comentadores de Muray no acaban de ponerse de acuerdo. Lo cierto es que no hay en su obra apologética alguna. Se ha llegado a señalar que, más que un catolicismo ontológico, de lo que se trata en su caso es de un uso instrumental del catolicismo: éste le proporcionaría un punto de vista exterior sobre las cosas, al servicio de su visión del mundo. Porque en esa visión, como hemos visto, la idea de negatividad es esencial. Y el catolicismo –es decir, la antimodernidad por excelencia– sería para él un instrumento de la Historia para mantener la contradicción en el seno de lo real. De aceptar esta idea, el suyo sería un catolicismo dialéctico, un peculiar “catolicismo hegeliano” condicionado además por su ideología literaria, en la que el interés por el pecado y por la culpa como presupuestos para la descripción de los fallos humanos son elementos destacados.[15] Es Muray en cualquier caso un extraño tipo de católico, desprovisto de la esperanza que se les supone a los seguidores de Cristo.
¿Un Muray sin esperanza? Todo lo más, tal vez sobre ciertas posibilidades de que la modernidad se autodestruya. Moderno contra Moderno…[16]
¿Muray Superstar?
Varios años tras su muerte Muray se ha convertido en referencia intelectual de moda en el país vecino. En previsible ironía festivócrata, el “inconformista” Muray ha sido lanzado como producto al mercado cultural. Sus textos se leen en el teatro y las tiradas de sus libros se multiplican. Una paradoja que se explica en la medida en que su obra responde a una demanda latente: la de convertir la edad de vacío en material literario y además reírse con ello. Muray –ese aguafiestas vocacional– transforma el idioma francés en una fiesta, lo retuerce en juegos de palabras y en neologismos de comicidad nunca vista, y forja un nuevo vocabulario para describir una época privada de toda forma, de toda razón y de toda belleza. La época de Homo Festivus. Muray es, en ese sentido, muy dependiente de la lengua francesa. Su eficacia retórica y estética siempre quedará mermada por muy buena que sea la traducción.
Muray es un escritor, no un ideólogo o un filósofo. No trabaja sobre las causas de lo que describe. No busca soluciones o recetas. No es objetivo. No se oculta tras la solidez de los argumentos – como se supone lo haría un intelectual. Él es demasiado brillante, demasiado protagonista. La exageración –la reducción al absurdo– es una de sus armas. Y con ella retoma la gran tradición volteriana que aúna elegancia formal y ferocidad en la caricatura, para ridiculizar así los nuevos dogmas, moralismos e hipocresías. Su obra es una Comedia Humana de los inicios de la post-historia. Una creación filosófica y política, pero ante todo artística y literaria.
Y es ahí donde los fariseos intentan embalsamarlo. Llegados el reconocimiento y la fama, es preciso desactivarlo, normalizarlo. Una vieja historia. Ya los sesentayochistas se aliñaron un Nietzsche libertario y juguetón a su medida, y evacuaron su lado incómodo –su aristocratismo, su antidemocratismo. De Philippe Muray se pretende ahora hacer un antimoderno a la moda, un dandy reaccionario en el fondo encantador; un enfant terrible ocurrente a quien se toleran los desbarres –¡qué cosas tiene Muray!–, un esteta provocador a colocar en las estanterías de la cultura-espectáculo.
Es un intento que traduce una creciente desazón. Porque lo cierto es que, hoy por hoy, la intelectualidad francesa más brillante ya no se encuentra donde se supone debería estar –en la militancia bienpensante de la izquierda divina– sino en otra historia. El discurso de Philippe Muray no es un fenómeno aislado. Encuentra sus ecos filosóficos y literarios en autores como Jean Braudillard, Marcel Gauchet, Michel Houellebecq, Alain Filkienkraut, Jean Clair, Jean Claude Michéa, Gilles Lipovetski, Renaud Camus, Richard Millet… Lo que no es extraño. Es en Francia donde los procesos de ingeniería social más se han acelerado, hasta hacerla casi irreconocible. Es en Francia donde la dictadura del pensamiento único se ha hecho más agobiante, precisamente allí donde el pensamiento crítico y la libertad de espíritu son tradiciones seculares. No es extraño que sea también en Francia donde se alzan las primeras disidencias importantes –también las resistencias más ruidosas– frente al nuevo mundo que se alza sobre las ruinas de la vieja civilización europea y de sus valores. [17]
Toda disidencia auténtica consiste en una lección sobre cómo estar en el mundo sin pertenecer a él. Mal que les pese a sus “recuperadores”, el mensaje de Muray –para quien quiera escucharlo– es radical: no se puede transigir con el mundo contemporáneo, hay que rechazarlo en bloque. Lo cuál no significa predicar el desánimo. Todo lo contrario. Gracias a Muray sabemos que el rechazo de la Fiesta es también una invocación a la alegría. A la alegría de la lucidez, y al júbilo de la inteligencia. Ambas hacen libres, y son escasamente progresistas.
NOTA:
El único texto de Philippe Muray hasta el momento publicado en español es: Queridos yihadistas, Editorial Nuevo Inicio, Granada 2010.
En Internet, el texto: Retrato del Vanguardista, en:http://refinerialiteraria.wordpress.com/2011/12/19/muray-el-inedito-3/
También puede encontrarse una entrevista en: http://poesiaargentina.4t.com/deriva/deriva2/sigloceline.htm
 
Fuente: El Manifiesto.com

Gracias a El Manifiesto.com y a Rodrigo Agulló.

Gracias por tu amable atención.
                                                          Raúl Czejer