lunes, 31 de diciembre de 2012

Vivir el futuro






Y detener cada momento, parar el sol, parar el viento, vivir aquí la eternidad.
           Georges Moustaki :   Canción “Le meteque” (versión en español)

Desventurado aquel que se inquieta siempre por el porvenir
         Séneca : Ensayo “De la brevedad de la vida”

Carpe diem quam minimum credula postero
          Horacio : Poema “Carpe diem”

"Vive la vida de tal suerte que viva quede en la muerte"
                     Teresa de Jesús

 Desde que Horacio lanzó a rodar la frase “carpe diem” ésta se viene repitiendo siglo tras siglo, interpretada de distintas maneras según los contextos culturales. En nuestro siglo ha vuelto a tener vigencia, formando parte de lo que se ha dado en llamar “mentalidad postmoderna”.

 
En su poema Horacio nos aconsejaba que no pretendamos saber el tiempo de vida que nos resta, pues ello es imposible. Más sabio es aprovechar cada momento del poco o mucho tiempo que nos otorgue el destino,  viviendo cada día fugitivo como el último, limitando nuestra esperanza al breve lapso de la vida y sin confiar nada al incierto mañana.

 Dicho de otro modo: No sacrifiques el presente en aras del mañana, porque el mañana es incierto y puede que  no  haya tal mañana o que nunca suceda lo que esperas, o deseas, o temes.

Horacio parafraseaba con palabras poéticas el consejo que estoicos y epicúreos —desde perspectivas distintas— venían enseñando desde hacía dos o tres  siglos y que él había aprendido durante su educación en Grecia.

 ¿Pero qué quiere decir Horacio con eso de “carpe diem”?

Según lo veo, caben dos interpretaciones. Por lo general se ha entendido la palabra “diem” como referida al día que estamos viviendo y “mañana”, a los días venideros.  Pero es posible otra mirada. A ver si lo puedo explicar.

“Diem” también puede referirse a la vida presente, en contraposición a una hipotética vida futura posterior a la muerte —en la que creemos muchos, por diversas razones. Desde esta perspectiva, “carpe diem” significaría “aprovecha la vida presente y no confíes nada a una incierta vida posterior”. En otras palabras: no sacrifiques nada de la única vida que tienes en manos en aras de una conjetural que vendría después de la muerte.

 Esta interpretación parece plausible si tenemos en cuenta el consejo del poema a que limitemos nuestra esperanza al breve lapso de la vida. Por otra parte, la filosofía de la finitud de la existencia que Horacio profesaba, en la que  había sido formado por los epicúreos en Grecia, nos autoriza a pensar que el poeta se estaba refiriendo a la vida terrenal —la única en la que él creía— y no al mero día presente.

 Permíteme un breve comentario sobre cada una de estas dos interpretaciones.

Si la entendemos de la primera forma, la frase es sugerente y tentadora, porque nos invita a vivir cada día de la vida como si fuera  el último, sin  inquietudes ni proyectos para los días venideros que nos distraiga de lo que tenemos entre manos

 Curiosamente el consejo de Horacio concuerda de alguna manera con una de las enseñanzas de Jesús: “No se preocupen por el mañana”, decía el maestro de Galilea.

 Pero uno y otro hablaban desde  mundos espirituales distintos.

 Jesús no se preocupaba por el mañana porque ponía toda su confianza en Dios y sabía que de él sólo le vendría lo mejor. Jesús está convencido de que el futuro es el tiempo de la justicia, que los hombres de buena voluntad van construyendo desde el presente  y que Dios llevará a su plena realización. Por eso no tiene que preocuparse por lo porvenir. Su futuro es el tiempo del triunfo del bien sobre el mal en el mundo definitivo.

 Horacio, en cambio, imbuido del materialismo epicúreo, carece de perspectiva  trascendente y está encerrado en el tiempo actual como única realidad. Nos propone entonces una existencia sin dimensión metafísica, como si fuera una sucesión de vivencias instantáneas que surgen sin razón y se agotan en la nada. El tiempo actual no tiene impacto en el futuro final, porque tal futuro —diría— no existe. Horacio es incapaz de desear un mundo mejor y de vivir para ello, para lo que vendrá o para los que vendrán.

El consejo de Horacio es resbaloso. Si me permites el atrevimiento, diría que es  miserable por su egoísmo, insensato por sus resultados  e inaplicable en el contexto de la vida humana.

Si bien los simples mortales no tenemos conocimiento del futuro,  podemos conjeturar con bastante seguridad lo que nos va a suceder, porque hay males inexorables que nos esperan a la vuelta del camino. Horacio nos diría que no   hagamos  nada  en el presente para prevenir los males que probable o seguramente nos deparará el porvenir. Vivamos la vida hoy, ya que no sabemos si habrá futuro.

¿Es prudente tal modo de pensar?

 Vaya a saber por qué caminos me viene a la mente el relato bíblico de José y su interpretación del sueño de las vacas flacas. En el sueño del faraón José supo ver el futuro, que caería como un ladrón sobre los desprevenidos que se entretenían “cantando al sol” y pudo aconsejar al monarca cómo anticiparse a los males que sobrevendrían. El faraón tuvo fe en la palabra de José  y tomó los recaudos necesarios para conjurar la amenaza que se cernía sobre su pueblo.

 También recuerdo la fábula de la cigarra y la hormiga: Una disfrutaba del día; la otra se preparaba para el mañana incierto, sin importarle  la mirada sardónica de la cigarra postmoderna. Cuando vino la malaria, que siempre llega, a la “piola” se la comieron los piojos y a la “boba” le llegó el momento de cantar y brincar con los amigos.

 La decadente prédica postmoderna ha puesto nuevamente de moda la onda de vivir el presente, vinculándola con la filosofía budista.  Aprovechando este viento de cola, todos los consejeros profesionales y los gurús  del saber vivir la recomiendan a troche y moche como  camino seguro a la felicidad.

 El fenómeno es comprensible si se lo ubica en el contexto de la mentalidad hedonista  y cínica , descreída de todo lo que suene a  metarrelato sacrificial, mentalidad  que se ha generalizado en la sociedad contemporánea.

 Vive tu vida, que es la única que vivirás —predican como si fueran apóstoles de una fe—, y que los que vendrán se las arreglen como puedan. Egoísmo insolidario e irresponsable del hedonista, que vive para su gusto y su placer. Poco serio. No digo más.

Hablemos, mejor, del segundo modo de entender el término “diem”: la vida presente. Aquí caben dos conjeturas: la presente es la única vida que viviremos  versus hay otra vida después que acabe la presente.

 La presente nos consta; la posterior es objeto de fe para muchos seres humanos.

 El consejo de Horacio va a resultar sensato o insensato, según la fe que se tenga en la vida futura.

Si no hubiera tal vida posterior, tendría razón Horacio. ¿Para qué sacrificar nuestra vida en aras de nobles ideales que el tiempo habrá de devorar? Si el tiempo presente no es rescatado por el tiempo definitivo de nada vale el reconocimiento de los hombres al sacrificio de los mártires por la humanidad,  la patria o  la revolución,  porque todas estas cosas y su memoria se extinguen como un dibujo trazado en la arena donde van a morir las olas del mar.
 
Pero es insensato vivir la vida  presente de cualquier manera si este presente impactara en nuestro destino definitivo. Al respecto cabría conjeturar que el tiempo definitivo será el tiempo de la justicia, que de alguna manera pondrá las cosas en su lugar. No habrá sido, entonces, lo mismo ser derecho que torcido, leal que traidor. Como en el cuento, habrá sido inteligente vivir la vida en vistas del futuro e insensato vivirla encerrado en el presente.
 
Auguro para ti un  año 2013 vivido de tal manera que no lo extinga el paso del tiempo
 
Gracias por tu amable atención.
                                                                         Raul Czejer
                                                                                   
                                                  
 
 
 


 

 

 

 

 

martes, 18 de diciembre de 2012

Navidad del corazón




Si tienes tristeza, alégrate,
porque la Navidad es gozo.
Si tienes enemigos, reconcíliate,
porque la Navidad es paz.
Si tienes amigos, búscalos,
porque la Navidad es encuentro.
Si tienes errores, reflexiona,
porque la Navidad es verdad.
Si tienes odio, olvídalo,
porque la Navidad es amor.
                                             Teresa de Calcuta

La Navidad es renacimiento de la esperanza en un mundo nuevo, en que los hombres tengan la oportunidad de vivir felices.
Lo deseo para ti, estimado amigo, y para todos los que llevas en tu corazón.

                                                Feliz Navidad



Navidad es paradigma de compromiso con los pobres. Hubo y hay en mi país y en toda Latinoamérica quienes entendieron esto y obraron en consecuencia. Mi reconocimiento y mi gratitud por el hermoso ejemplo de humanidad que nos dieron con sus vidas





miércoles, 28 de noviembre de 2012

Cultura del corazón




Toma tu barco y huye, hombre feliz, a vela desplegada, de cualquier forma de cultura
Epicuro (Citado por Gustavo Bueno en “El mito de la cultura”)

 

Me resulta curioso el consejo de Epicuro ya que contradice lo que siempre me han enseñado: que la cultura es un valor importante, a conseguir con mucho esfuerzo y largos años de educación.
Por otra parte, los estados gastan mucha plata en trasmitir a los jóvenes la cultura del país, así que la consideran un bien social muy valioso que hay que promover.
 Pero no me queda claro si esto tiene algún sentido para la vida personal y comunitaria. En concreto: ¿Para qué hay que ser entendidos en arte, ciencias etc., etc.? ¿Viviremos mejor y seremos más felices? ¿La sociedad será mejor si sus integrantes son gente de amplia cultura general?
 Epicuro no era ningún delirante y debía tener en cuenta algún costado perverso de la cultura cuando recomendaba a los hombres que huyan de ella lo más lejos posible. Y lo recomendaba al hombre feliz, lo cual me hace sospechar que para él la cultura hace infeliz al ser humano. Más me confirmo en esta sospecha cuando leo que Bueno califica de “mito” a la cultura.  
Según tengo entendido, mito es una fantasía socializada que intenta explicar, justificar o expresar el sentido de una realidad . El cuento que relata el mito  no es verdad en sí, pero esconde un mensaje subliminal que puede ser verdadero o falso, bien intencionado o perverso, liberador o esclavizante del hombre.
Tal vez lo que señala Bueno es que la cultura, tal como se la entiende en la modernidad, es un mito que esconde una ideología falsa que justifica un estado de cosas que esclaviza al ser humano y lo hace infeliz.
 Tanto Epicuro como Bueno ponen en cuestión el valor humano de la cultura. Pero cabría preguntarse de qué están hablando cuando  la condenan sin atenuantes. Porque la cultura puede entenderse de muchas maneras y ellos, como cualquier otro, se refieren al modo particular que tienen en su mente.
 ¿De qué hablamos cuando hablamos de cultura? Parece una pregunta ociosa, pero a
poco que intentemos una definición justa en cuanto a extensión y contenido se nos vuelve confuso lo que creíamos entender.
 En 1952  Alfred Kroeber  y Clyde Kluckhohn  llegaron a compilar una lista de 164 definiciones de "cultura" y actualmente podrían contar más de 300. Esto  quiere decir que al respecto nadie tiene un concepto claro y preciso y que la palabra “cultura” se usa para referirse a cosas distintas, aunque de algún modo relacionadas, tal vez de modo  analógico. Lo que no está claro es cuál es el significado principal. Nadie confunde un producto cultural con una montaña o  una ballena, pero no sabemos bien qué vincula a una pala de punta  con una sinfonía, lo que nos permite pensar que todos tenemos de cultura una noción preconceptual que las definiciones no logran delimitar claramente.
 Por eso dice Gustavo Bueno, tal vez con un poco de razón: “Es imposible entender qué es la cultura. Nadie puede decirlo y, sin embargo, sobre una idea tan confusa se establecen necedades que nadie entiende”
 En 1871, Edward Tylor publicó en Primitive Culture una de las definiciones más ampliamente aceptadas de cultura. Según esta definición la cultura sería “aquel todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres, y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre”. Y agregaba que "La principal tendencia de la cultura desde los orígenes a los tiempos modernos ha sido del salvajismo hacia la civilización”.
 No me resulta claro qué quiere decir mister Tylor. A ver si puedo entenderlo.
 La cultura sería un proceso cuyo resultado es la civilización. Por otra parte, como opone civilización a salvajismo, parece decir que la cultura es un proceso humanizante, si aceptamos que es más humano vivir en un mundo civilizado que en uno salvaje. Pero esto   es discutido por muchos.
 Sería verdad si entendemos “salvaje” como vida bestial y “civilizado” como vida humanizada. Pero no sería verdad si “salvaje” se entiende como  vida  integrada a  la naturaleza —tal como la practican los grupos aborígenes— y “civilizado” como vida integrada a  las sociedades urbanas complejas, porque no está demostrado cuál de las dos formas es la más humana.
 Si civilizar significara humanizar, la cultura consistiría en una evolución sin fin desde condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas. Al respecto tengo mis dudas de que civilizar sea lo mismo que humanizar, si tenemos en cuenta que “humano” es quien está cualificado por los valores propios del hombre como tal, como justicia, lealtad, veracidad, solidaridad, etc. No encuentro tales cualidades en los hombres civilizados por el solo hecho de ser civilizados.
 Y hasta me animaría a decir que un hombre civilizado puede ser muy humano o, por el contrario, muy bestia. Basta para comprobarlo con mirar lo que pasa en nuestro mundo moderno. La humanidad no pasa necesariamente por la civilización.
 La definición de Tylor expresa la manera de entender la cultura desde una perspectiva ilustrada y desde esta perspectiva es comprensible que se considere a la civilización moderna como modelo de vida humana. Cuanto más culta una sociedad, más civilizada y más humana,  diría. Pero este modo de ver las cosas es harto problemático y no da razón de lo que sabemos por experiencia.
 Creo que la cultura conduce a distintas formas de  civilización, según qué valores considere fundamentales. Si la cultura enfatiza valores infrahumanos, construirá una civilización en que los niños mueran de hambre, los más débiles sean maltratados y la tierra quede arrasada. Será una cultura que se concreta en una civilización bestial. De esta cultura sin humanidad que se concretaba en una civilización violenta y despiadada —la griega—  aconsejaba huir Epicuro. El paralelismo con la cultura social y la civilización moderna  es más que evidente.
 Muy distinta sería una civilización que realizara como valores culturales fundamentales el respeto, la solidaridad  y la compasión entre los hombres.
 Tal civilización no es imposible, pero es de muy ardua realización, porque no condice con lo peor del ser humano.
 Para que tal cultura y civilización llegue a concretarse es necesaria una especie de conversión del alma de los individuos hacia los valores humanos cualitativos. Cuando tal conversión se haga masiva, habrá una nueva cultura que generará una civilización más digna del hombre.
 Para ello, se me ocurre pensar que sería conveniente  abandonar el concepto de cultura tal como se lo entiende en la modernidad, que Tylor recoge en su definición, y volver al concepto clásico.
El concepto clásico de cultura lo expresó Cicerón  al asignarle como objeto el cultivo del alma. Así como la viticultura se dedica a mejorar las propiedades de las vides para acercarlas  a los estándares de calidad exigidos por la época, la “cultura ánimi” trabaja sobre el sujeto humano para llevar a su perfección las  cualidades del alma que  en el “ethos” de cada pueblo, en cada etapa de su historia, se considera propias de un ser humano hecho y derecho. Por poner un ejemplo, hoy diríamos que el ethos de las sociedades occidentales marca como  uno de los objetivos principales de la “cultura ánimi” la virtud  de la solidaridad, entre otras. La sociedad y el mismo sujeto, mediante diversos recursos, trabajan para cultivar  tales disposiciones éticas en el propio individuo y en los demás integrantes de la sociedad.
El ethos de cada pueblo define los valores que deben cultivarse en las personas individuales. La cultura va creando un mundo más humano o menos humano, según el tenor de los valores que va realizando en las personas.
 La "cultura ánimi" no consiste solamente en cultivar los valores de la persona que se consideran mejores sino también en rechazar los peores, porque ambas clases solicitan la adhesión del alma, como bien lo ilustró Platón con la imagen del carro tirado por dos caballos antagónicos.

La finalidad de la cultura no es civilizar a la persona como lo piensa mister Tylor, sino formar la mente y el corazón del hombre para que llegue a estar en grado de realizar opciones libres y justas. Para ello la cultura del medio social ha de ser asimilada de una forma sistemática y crítica, aceptando lo bueno y rechazando lo malo.
Tomada  en este sentido, la cultura es más una actividad personal que una actividad social,  que cada individuo debe realizar en sí mismo, porque la persona es el sujeto de su propio desarrollo y el último juez de lo negociable y de lo no negociable, teniendo en cuenta que no todo ethos es totalmente aceptable desde un punto de vista humano.
 La conciencia y el criterio personal es la última norma de la propia conducta y ante ella no hay cultura que valga. Si el ser humano no fuera capaz de romper la caparazón de la propia cultura, nunca habrían surgido los genios creadores de una forma más  elevada de vivir la vida, más a la altura del espíritu y del corazón del hombre.
 
Gracias por tu amable atención
                                                                                      Raúl Czejer


Música e imágenes que elevan la mente y el corazón, cultura esencial.
 

lunes, 22 de octubre de 2012

El lobo y el hombre




Gheorghe Zamfir, toda la música.
                                         

 

                                                                       Homo homini lupus
                                                                           Tomás Hobbes

 

“El hombre es lobo para el hombre”, decía don Tomás. ¿Nada más? Si las relaciones entre los hombres fueran tal como las pintaba Hobbes, tendría razón Sartre cuando dice que “el infierno son los otros”. Yo creo que hay otras posibilidades. Sin ir más lejos, hay don y hay solidaridad, por suerte. Si no hubiera otras posibilidades, más nos valdría marcharnos al desierto a vivir en soledad como los anacoretas de antaño.
 
¿Qué otras posibilidades tenemos, además de ser “lobos”? Yo sostengo que la de ser “humanos”, sin pretensiones de originalidad, faltaba más. Sólo que hay un pequeño inconveniente: No está nada claro, al menos para mí, qué es eso de ser “humano”. Hay distintas opiniones —como en toda otra cuestión acerca de la vida— que tornan confuso el concepto. Mira, te pongo un ejemplo:

 En tiempos del último gobierno argentino de facto,  los dictadores de ocasión inventaron un slogan perverso para contestar a los organismos internacionales que condenaban la salvaje violación de los derechos humanos comprobadas en el país. “Los argentinos somos derechos y humanos”, pregonaban con cinismo. No me queda claro qué querían decir con tal relato, como no sea aquello de “miente, miente, que siempre algo queda”, porque en la realidad de los hechos los argentinos civiles quizá eran derechos y humanos, pero no lo militares argentinos, quienes demostraron ser torcidos y bestias como el que más. Para ser derechos debían haber respetado la ley, lo cual no hicieron. Y para ser humanos les faltó la condición mínima: El respeto a la dignidad de las personas. Ni hablemos de las demás condiciones que hacen que alguien pueda llamarse “humano”, según mi parecer

 Si te parece y dispones de unos minutos, te propongo que reflexionemos sobre qué es eso de  ser “humano”. El asunto no está muy claro  porque parece obvio que cualquiera persona es “humana” por el sólo hecho de pertenecer al género. Pero no me animaría a considerar humanos  a quienes torturan, asesinan, violan  o explotan a otros. Más bien los llamaría bestias salvajes, sin confundirlos con los animales, que no tienen nada de bestias, porque carecen de perversidad.

 “Humanidad”   es un concepto ambiguo que viene definido de distintas maneras según la idea de “hombre-mujer” de cada quien, de cada cultura y de la ciencia en que se lo considere. No voy a aburrirte con las mil y una opiniones diferentes y contradictorias. Por otra parte no estoy al tanto de  todas. Abusando de tu buena voluntad te diré la mía, que espero te resulte de utilidad. Soy conciente de que tal vez no compartas mi opinión, pero te invito a que veas si lo que pienso tiene algún pie  —o al menos si tiene cabeza. Como verás, no diré nada nuevo sino que me limitaré a rescatar algo tal vez olvidado.
 
¿En qué radica la humanidad, esa que tenemos en mente cuando decimos que tal o cual persona  es “muy humana” o juzgamos a otras como inhumanas?
 
Seguramente no lo hacemos teniendo en cuenta su pertenencia al género biológico, porque en ese sentido nadie puede ser tachado de “inhumano”. Tampoco tenemos en cuenta su nivel cultural, porque alguien muy culto puede ser a la vez muy inhumano y otro muy tosco ser un ejemplo de humanidad. Lo que me parece que tenemos en mente son sus cualidades “morales”, es decir, su excelencia como persona. El problema es determinar cuáles son esas cualidades, porque  cada época, cada cultura y hasta cada individuo tiene su propia lista, y así nos encontramos con que lo excelente para unos es estúpido para otros. Por ejemplo, Nietzsche desdeñaba la humildad y exaltaba la soberbia, justo al revés de los cristianos. Para los griegos de la antigüedad el hombre cabal era el valeroso y hábil en el manejos de las armas. Como ves, el contenido de la excelencia humana es variable y circunstanciado.

 Entonces, ¿Qué contenido le daremos a lo que llamamos “humanidad” como excelencia personal?¿Qué valores hacen a la excelencia humana?
 
En una primera aproximación diría que no cualquier valor, sino sólo aquellos que lo califican como un buen ser humano.  Por ejemplo, la gracia y la elegancia no hacen a un buen ser humano, ni la buena salud, ni el poder, ni el éxito, ni la fama, ni la inteligencia, ni la libertad, ni la fortuna, ni la simpatía, ni la habilidad, ni el virtuosismo, ni el talento, ni el buen gusto, ni el saber, ni la locuacidad…Todos esos valores podrían convertir a una persona en  muy afortunada,  pero no la convertirían en un buen ser humano, incluso podrían estar presentes en un canalla.
 
A mi criterio, la excelencia humana está en otra cosa o, mejor, en otros valores.
 
Te diré mi parecer. Verás fácilmente que mi opinión tiene más años que Matusalén y que remite a la  tradición espiritual de la humanidad, lo cual no me avergüenza. No soy amigo de vanguardias cuyo único mérito es el de ser vanguardia; más bien procuro rescatar el pensamiento de fondo en que se expresa el ser humano de todos los tiempos, traspasando la hojarasca de la palabra novedosa.
 
Se me ocurre que “humanidad” es una manera de relacionarnos con los demás, que adoptamos libremente. A ver si alcanzo a explicarlo breve y claramente.

Mi relación con los demás puede adoptar cuatro modos distintos: la malevolencia, la indiferencia, la justicia y la benevolencia.

En la malevolencia odio a los demás; en la indiferencia los ignoro; en la justicia les doy sólo lo que les corresponde; en la benevolencia amo a los demás, me comprometo  con ellos y me pongo a su disposición.
 
Creo que nadie consideraría humano a quien odia o a quien ignora a los demás. Sí al que es justo, aunque el justo es humano de un modo tacaño, mezquino. La justicia es una actitud positiva, pero es la mínima en cuanto a humanidad. Sólo la benevolencia amorosa nos hace plenamente humanos.

 Trataré de fundamentar este modo de entender la humanidad
 
Verás, según su naturaleza el ser humano, entre otras cosas, se rige por la ley del más fuerte, lo mismo que los animales. Si el hombre sigue el camino de la naturaleza tratará a sus semejantes con despotismo y altanería, les impondrá su voluntad y su parecer, atropellará sus derechos, les quitará lo que les pertenece, los usará para su provecho…  será un perfecto animal, será el odio en persona.

Si decide “hacer la suya”, zafar de responsabilidades, vivir su vida y que los demás se arreglen como puedan, mirar para otro lado, hacer del “no te metas” su norma de vida, eludir los compromisos, “no me concierne, no es mi problema”… será un perfecto egoísta que vivirá para mirarse el ombligo y no le importará si los demás se mueren de hambre.    
 
Pero si sigue el camino de la justicia y la benevolencia comenzará por respetar los derechos de los demás y, superando la justicia, procurará favorecer su desarrollo personal, estará siempre a disposición del débil y del pobre, saldrá en defensa  del que sufre injusticia, buscará realizaciones que hagan del mundo un hogar para todos los hombres…   será un ejemplo viviente del ideal moral que hace que vivir valga la pena
 
En resumen: ¿A quién calificaremos de  “humano” y le dedicaremos nuestra admiración absoluta?
 
A muchos  hombres y mujeres  desconocidos. Son los que empeñan su vida desinteresadamente por el bien del prójimo. Tal empeño tiene muchos rostros:

Son los que se compadecen  y tienden la mano al que sufre.

Los que ponen su talento y su esfuerzo para mejorar las condiciones de vida de la humanidad.

Los que luchan por la justicia y por la libertad de los hombres y mujeres. Y los que trabajan por la paz. Los que resisten al mal que atropella a sus semejantes. Los que se levantan para defender al débil y al pobre…

Los que denuncian  la corrupción, los solidarios con el necesitado, los que  promueven al pobre, los que trabajan por la inclusión del excluido…

 Hay muchos hombres y mujeres que tienen esta disposición hacia el bien de los demás. Algunos lo han hecho de modo eminente. Por eso son  ejemplos de humanidad. Menciono sólo algunos que me vienen a la memoria.

 El doctor Maradona, que puso su talento y su voluntad al servicio de otros seres humanos sin esperar recompensa alguna y murió pobre pero orgulloso de haber llenado sus días de sentido.

Iqbal Masih, que dio su vida luchando contra la explotación de los niños.

Luis Orione, que dedicó su vida a la atención de los desvalidos profundos.

Henri Dunant, que en Solferino se compadeció de los heridos en el campo de batalla y dedicó el resto de su vida a crear la Cruz Roja.

Alfred Sabin, quien renunció a sus derechos de patente para que su descubrimiento tuviera rápida aplicación.

La Madre Teresa, que atendió con amor a los pobres de Calcuta.

Martin Luther King, mártir de la inclusión de los negros.

Nelson Mandela, quien luchó incansablemente por los derechos de los negros sudafricanos
 
Ha habido y hay muchos más seres humanos excelentes. Gracias a ellos el mundo sigue andando y progresando hacia niveles de mayor humanidad. Son héroes anónimos que no aparecen en los medios masivos ni reciben el Premio Nóbel de la Paz. Pero son ellos los que nos abren la posibilidad de la esperanza.

 ¿Qué podemos esperar?

 En medio de la cultura  deshumanizante que nos rodea y nos acosa con sus falsos valores, los hombres y mujeres capaces de justicia y amor  son como las primicias de una nueva sociedad.

Vemos nacer esa nueva sociedad en los jóvenes que se suman a los programas solidarios.

 La vemos en los adultos comprometidos con la justicia  y la resistencia a la maldad.

Y en los indignados de todo el orbe, en  sus líderes e inspiradores.
 
Quien dijo que ya no quedaban relatos estaba ciego o miraba las sombras de la caverna. Los que trabajan por la justicia y el bien son el nuevo relato viviente. No son relatos en palabras o en ideas, sino en carne viva. Están ahí, entre nosotros. Hay que leer en ellos el futuro que viene.

 
Gracias por tu amable atención

                                                                                   Raúl Czejer

 

 

 

 

 

 

 

martes, 9 de octubre de 2012

Cultura brutal




                                                        

                                                         Cultura del corazón

 

                                                                   “Crea en mí un corazón puro”

                                                                               Biblia. Salmo 50

                                                       “El sueño de la razón produce monstruos”

                                                                           Francisco de Goya

 

 

A veces, en esas tardes propicias para la divagación, me pongo a mirar el mundo y a plantearme  cuestiones inútiles que me proveen la excusa para pensar ociosamente. En una de esas ocasiones se me ocurrió preguntarme: ¿Cómo puede ser que gente tan culta sea a la vez tan bestia?  La cuestión venía a cuento de las tropelías y rapiñas que  países de la OTAN están perpetrando desde hace tiempo en el Medio Oriente.

A ver si puedo aclarar el por qué de mi sorpresa. Para ello permíteme apelar a  un ejemplo vernáculo de culta brutalidad.

 

Tuvimos en mi país un presidente muy inteligente, culto y civilizado según el modelo occidental. Fue, además, escritor muy reconocido dentro y fuera de Argentina. Tal vez habrás oído nombrar a “Facundo o Civilización y Barbarie”, escrito con gran estilo y fuerza expresiva, tanto que aún hoy, transcurrido más de un siglo y medio, lo puedes leer con gusto y provecho. Fue gran propulsor de la educación, por lo que el 11 de septiembre, día en que murió, se celebra en mi país el día del maestro. Pues bien, uno podría esperar que un personaje tan instruido fuera también una persona muy humana, porque siempre se pensó que la cultura occidental era la forma de vivir propia de las personas excelentes. Lamentablemente no fue así en el caso de Domingo Sarmiento, sino todo lo contrario. Discriminó a los gauchos argentinos de una forma feroz, tanto que llegó a decir “no ahorren sangre de gauchos, que sólo sirve para abonar la tierra”. Siendo ministro de guerra ordenó la muerte sin juicio de los opositores al modelo europeo, que él quería imponer a sangre y fuego en Argentina. “Si mata gente (el coronel Sandes), cállese la boca —escribía al presidente de entonces—. Son animales bípedos (los gauchos), de tan perversa condición que no sé qué se puede obtener con tratarlos mejor”. ¡Todo una pinturita el escritor y maestro de América!

 

No es el único caso. Tú mismo puedes citar muchos otros que conoces. Recuerdo el caso de Sarmiento porque es un ejemplo paradigmático, grotesco diría, de contradicción  entre cultura sofisticada y brutalidad en una misma persona.

¿Qué clase de cultura es la que puede convivir con semejante monstruosidad?

 

Tal vez nos resulta sorprendente tal contradicción porque estamos inclinados a pensar que si uno incorpora a su forma de vida una cultura y una civilización consideradas excelentes uno se convierte en una persona excelente. Pero a poco que uno observe lo que pasa en el mundo se da cuenta de que su presuposición está equivocada. Te propongo un breve paneo a vuelo de pájaro.

 

En las guerras tribales africanas los hutus cortaban los pechos a las mujeres tutsis sólo para divertirse y calzar mejor las cajas de cerveza. Tal aberrante brutalidad fue condenada  con razón por nosotros, los occidentales, en nombre de los derechos humanos. Implícita en ese juicio estaba la idea de que en occidente, teniendo  una cultura y civilización pretendidamente superior, nunca se llegaría a cometer semejante barbaridad. “No se puede esperar otra cosa de  esa gente bruta. Les falta una cultura como la nuestra, por eso son tan bestias”, pensábamos. Pero quedamos perplejos cuando los milicianos serbios, occidentales, gente de  nuestro mismo palo, obligaron a un anciano croata a comerse el hígado de su nieto,  aún vivo, durante la guerra de los Balcanes. A los serbios no les faltaba cultura ni civilización avanzada occidental, sin embargo demostraron ser tan bestias como los hutus,  de civilización elemental  y con una cultura distinta del modelo occidental.

 

¿Y qué diremos de las salvajadas perpetradas por los nazis, los fascistas, los falangistas, los republicanos españoles, los comunistas soviéticos y cubanos, los colonialistas, los explotadores, los imperialistas, los esclavistas, los campos de concentración, las cámaras de gas, el latrocinio  en todos los continentes, los genocidios, las torturas, las desapariciones forzadas?  Todas preciosuras que supieron procrear la cultura y la civilización occidental.

 

Me vienen a la memoria los civilizados europeos y los naturales indoamericanos y no me quedan dudas de qué lado estaba la barbarie, ya que  los civilizados demostraron ser más bestiales que los indígenas.

 

 Pienso en Vicente “Chacho” Peñaloza, agreste caudillo de las montoneras  en tiempos de la guerra civil argentina, quien cumplió con su palabra de deponer las armas y murió lanceado traicioneramente por el civilizado comandante Irrazával. ¿Cuál de los dos se comportó más humanamente, cuál demostró mayor barbarie moral?

 

Pienso en todas las dictaduras que se han sucedido en la occidental Latinoamérica,  que violaron y continúan violando sistemáticamente todos los derechos humanos

 

Recuerdo con tristeza  los treinta mil desparecidos, torturados, fusilados sin juicio que durante la dictadura militar en Argentina sufrieron el mayor acto de barbarie moral que se haya perpetrado en el país. Los militares genocidas no eran incultos ni incivilizados. Se pensaban y se decían defensores de la cultura occidental-cristiana.

 

¿Y qué decir del brutal régimen del “apartheid”, en Sudáfrica, impuesto por los blancos de origen europeo,  gente culta  pero bestial?

 

 

El “Che” Guevara tampoco era un occidental bruto e incivilizado. Sin embargo masacró sin juicio justo  a cientos de cubanos por ser opositores a la revolución. Era un bárbaro moral  que justificaba las atrocidades en nombre de la “revolución”. “Fusilamientos, sí, hemos fusilado; fusilamos y seguiremos fusilando mientras sea necesario”, confesaba con frialdad ante las Naciones Unidas en 1964. Más de quinientas personas cayeron bajo las balas, sentenciados por él mismo después de un juicio sumarísimo.

 

Por todo el ancho  mundo occidental campea la barbarie humana. Tanto en pueblos más primitivos  como en los más  civilizados.

 

Si hasta parece mentira que en la cuna de la civilización occidental y de la cultura que se cree superior —en Europa, precisamente en Gante, Bélgica— pueda existir un museo de la tortura con una exposición espeluznante de instrumentos que parecen salidos del infierno.

 

¿O será tal vez que nuestra cultura y nuestra civilización son las que han salido del infierno de tal modo que les son connaturales el latrocinio y el atropello? ¿No sería necesario crear una contracultura y una nueva civilización, basadas en principios distintos de los que sustentan a la cultura y la civilización modernas? Inquietante hipótesis que  valdría la pena investigar.

 

Cada civilización tiene la cultura subjetiva y objetiva que la sustenta. En una cultura materialista  como la occidental  los sujetos y los productos culturales son mercancías cuyo valor depende de la oferta y la demanda. En esta cultura materialista el sujeto no tiene dignidad, sino precio.

 

Tal vez ha llegado la hora de pensar si la cultura que nos sustenta es todo lo excelente —en términos de humanidad— que suponíamos. Sinceramente, cuando me dicen que el aborto es un avance de la cultura actual pongo en duda que  tal cultura sea realmente humanizante

 

Tampoco los pueblos de cultura y civilización árabes están exentos de salvajismo. Basta con recordar los actos de terrorismo perpetrados en todos los continentes.

 

La barbarie moral no es relativa a una cultura determinada, sino absoluta respecto de cualquier cultura y civilización porque se refiere a la ética mínima  de todo ser humano. Este tipo de barbarie puede darse en cualquier cultura y civilización, primitiva o avanzada, simple o compleja. No hay cultura ni civilización que inmunice contra la barbarie, pero pueden favorecerla o ponerle freno.

 

Rosa Luxemburgo pensó que la alternativa de hierro para el ser humano era socialismo o barbarie. La historia mostró que el socialismo no inmuniza contra la bestialidad. El socialismo que vimos ponerse en práctica se mostró tan bárbaro como el individualismo capitalista. Sueños de la razón.

 

Esto significa que la barbarie moral es independiente del nivel de civilización y de los sistemas políticos y que la humanización va por otro camino. Humanización no significa civilización ni sistema político determinado. Es una cuestión que pasa por las personas individuales. Las personas se humanizan o se bestializan, según sus opciones de vida, no los sistemas o las culturas, que no tienen corazón. En cualquier sociedad el hombre puede vivir como ser humano o como ave de rapiña

 

 “El proceso de humanización  no ha terminado aún”, dice Eudald Carbonell. Tiene razón si creemos que la humanización es progresiva y si se entiende humanización como progreso de la  libertad y el pensamiento. Carbonell se muestra así como un creyente en la fe de la modernidad, aunque pregona la superación de toda fe y toda creencia. Pero no todos los hombres tienen esa misma fe. Hay quienes creen que más bien la humanidad está retrocediendo hacia estadios de mayor ferocidad y que el progreso de la libertad y el conocimiento proveen al ser humano de más oportunidades y mejores instrumentos de crueldad. Piénsese en la matanza de niños por nacer, prolijamente realizada con métodos muy científicos pero con corazón ciego  para el amor  de un inocente e indefenso ser humano. Por eso creo que la humanización  pasa por el corazón del hombre, no por su conocimiento y su libertad, por muy socializados que estén.

 

Corazón o barbarie, he ahí la disyuntiva. Tal vez  Rousseau y Levi Strauss se referían a esto cuando alababan al buen salvaje. Tal vez encontraran en ellos un corazón bueno que no encontraban en los hombres civilizados, que se creen que son más humanos que los demás sólo porque saben más y son más libres para hacer lo que se les da la gana. Quizá hallaron en los indígenas solidaridad, compromiso, compasión, piedad, respeto, lealtad, fe, confianza, sinceridad, valores todos que realzan el corazón del hombre y lo convierten en un bien para los demás, aunque sea ignorante,  tosco y viva en chozas.

 

Pero la cultura y la civilización condicionan fuertemente al ser humano. Rousseau ya lo había señalado. Si la civilización occidental ha dado muestras de ser  caldo de cultivo para la ferocidad humana quiere decir que hay en ella componentes que la propician. A mi juicio, el materialismo es el principal causante de tal ferocidad. Para recuperar la humanidad en los corazones será necesario, entonces, un cambio de cultura y de civilización, la creación de un nuevo mundo, basado en la fe en los valores espirituales.

 

 

 

 

 


                                                            




                                                                    

sábado, 1 de septiembre de 2012

¿Todo es igual? ¿Nada es mejor?








                             Igualitarismo versus equidad
 
                                                                                                                                                                                                                      “Yo tengo un sueño..."
                                                                                        Martin Luther King



—A mí me parece que para igualar, antes hay que discernir qué desigualdades merecen ser resueltas y en qué sentido y cuáles no. Más que igualar sin ton ni son hay que diferenciar y compensar, pero hay que hacerlo bien —dije cierta vez en un congreso sobre desigualdad y discriminación—. No basta con incluir de cualquier manera al diferente. Ni toda igualdad es buena sin más ni toda discriminación es mala, y ninguna de las dos basta de por sí—agregué.

La reacción de la concurrencia fue un aluvión de críticas y protestas que me dejaron más tirado que chancleta vieja y sin ganas de volver a abrir la boca. Solamente una monja franciscana que prestaba servicio en un orfanato se solidarizó conmigo y me devolvió la confianza en mi punto de vista.

—¡Qué fachos! —exclamó, sorprendiéndome con el término, inusual en labios de una monja —. No toleran una opinión distinta. Y luego se llenan la boca con la tolerancia, el pluralismo y hablan de respeto a la diversidad. ¡Hipócritas!
 
Agradecí su gesto solidario y, envalentonado, seguí peleándome con los colegas congresistas. No los convencí, pero al menos sirvió para discutir las ideas corrientes en el tema.

Si me permites, estimado amigo, quisiera explicarte lo que pienso al respecto. No soy un especialista en ciencias humanas y culturales, sólo un aficionado, de modo que si lo que digo te parece descabellado, no me ofenderé si le das por destino el cesto de la basura.

Verás, los temas que están involucrados en esta discusión son principalmente éstos: igualdad, equidad, diferencia, igualitarismo, anti-igualitarismo, discriminación, acción afirmativa o compensación. No los abordaré en términos técnicos, lo que no está a mi alcance, sino como los trataría un ciudadano común medianamente informado y que piensa libremente. No me gusta repetir el discurso hegemónico del mandarinato académico o de la dictadura mediática, nuevo “ídolo” que no conoció Francis Bacon, de lo contrario lo hubiera puesto en su lista de los prejuicios de que debe desprenderse el pensamiento independiente.

Me propongo abordar el tema desde el punto de vista del contenido moral de las desigualdades sociales, porque causan sufrimiento y malogran la vida de innumerables personas. Si tan sólo alcanzara a poner algo de luz en este asunto tan controvertido, me daré por bien pagado. Y si, además, a ti te resultara útil, mejor todavía.

Para serte sincero, soy de los que creen que las estructuras sociales primero nacen en el corazón del hombre y luego se proyectan a la realidad. De este modo, considero que la desigualdad injusta y cristalizada que observamos en la sociedad es producto del lado oscuro del alma humana y que podrá ser corregida sólo si cambia el corazón del hombre. Hay muchos que opinan lo contrario, y lo respeto aunque no lo comparta. Piensan que primero hay que cambiar las estructuras sociales inicuas y que luego, como reflejo, esto producirá un cambio en las conciencias y en las conductas. No lo comparto, porque tal cosa significaría el determinismo material de la vida humana. Lograr una sociedad igualitaria y equitativa no es sólo una cuestión de técnica sino también de redención. Sólo rescatando al propio corazón de su egoísmo natural es posible ver al otro, y verlo y tratarlo como igual a uno mismo y con la misma dignidad y los mismos derechos.

Como sabes, la igualdad esencial entre los seres humanos es una convicción ampliamente compartida, aunque no todos entienden lo mismo cuando hablan de igualdad. Por mi parte considero que todos somos humanos por igual y poseemos igual valor o dignidad. La sangre azul fue una fantasía y lo de la raza superior, un delirio de presumidos. No hay más que un único género humano. En consecuencia todos y cada uno —en tanto integrantes de un mismo colectivo humano y en circunstancias semejantes— tenemos  derecho a ser tratados de la misma manera por parte de los demás, sobre todo por parte de quienes detentan algún poder público o privado. Este es un principio ético que goza del consenso amplio —aunque no unánime— de la humanidad. Aunque parezca mentira, todavía hay  elitistas.

Hasta ahí, todo bien, pero mientras nos mantengamos en el plano abstracto de las ideas. En cuanto nos bajamos al plano concreto histórico la verdad es justamente la contraria: desde que el hombre es hombre, al parecer, o por lo menos desde que se tiene memoria registrada, comenzó la historia del trato desigual y no se conoce que haya habido una civilización totalmente libre de este vicio. La acepción de personas, el trato privilegiado y la discriminación son comportamientos de vigencia generalizada desde larga data, tanto en el orden público como en el privado, y que han cristalizado en costumbres e instituciones
 
A primera vista tal vez podamos afirmar que el ser humano ha perfeccionado su comportamiento igualitario —con mil y una dificultades y gracias al sacrificio de muchos mártires de esta causa— desde la remota antigüedad hasta el presente, pero aún no se han erradicado totalmente el privilegio y la discriminación y no sé si alguna vez se logrará erradicarlos. La igualdad es un ideal ético, o una utopía; no una utopía-horizonte, sino una utopía-estrella: El horizonte nos deja perplejos, nos rodea por todos lados y no nos indica en qué dirección caminar. La estrella, en cambio, nos señala el camino hacia donde debemos dirigir nuestros pasos.

Se me ocurre pensar, y tal vez concuerdes conmigo, que, como lo señaló el gran Sócrates, para caminar acertadamente necesitamos saber qué significa el ideal que queremos alcanzar. En consecuencia, para avanzar hacia la igualdad será muy útil que esclarezcamos un poco este concepto. El tema de la igualdad es un tema elusivo y cargado de ideología, discutible y discutido, lo que no colabora a lograr de ella un concepto claro. Haré lo que pueda, contando con tu benevolencia.
 

Si cada ser humano es igual a cualquier otro ser humano, la igualdad como principio ético significa que se debe tratar de la misma manera a todos los seres humanos que pertenezcan al mismo colectivo, sin acepción de personas por cualquier motivo. Permíteme un ejemplo: Los empleados de una empresa son todos iguales en tanto seres humanos empleados. La igualdad aquí consiste en tratar a todos y cada uno de los empleados en tanto seres humanos empleados de igual manera, sin discriminar entre empleados varones y empleadas mujeres, blancos o negros etc. El merecimiento de cada empleado por su trabajo, en tanto empleado, es igual al de cualquier otro compañero que haga el mismo trabajo. Esto no obsta para que alguno tenga merecimientos especiales, no por su condición de empleado, sino por otra cualificación que todos los demás tienen la misma oportunidad de alcanzar. Por ejemplo, por capacitación. (Si bien es muy discutible que todos hayan tenido efectivamente la misma oportunidad de hacerse merecedores del reconocimiento. El principio de igualdad de oportunidades, claro en teoría, se revela harto problemático en la práctica).

Aunque no se lo aplique en muchas situaciones prácticas, el principio de igualdad parece indiscutible en el plano teórico y desde el punto de vista de la justicia aritmética —todos reciben lo mismo y a todos se les exige lo mismo—. Sin embargo, no parece tan claro si lo miramos desde la equidad —a cada uno según su necesidad y/o sus méritos y de cada uno según su capacidad—. Desde este punto de vista, el trato igualitario puede significar una injusticia, como la de cobrar lo mismo a ricos y pobres en concepto de impuestos.
 
En realidad, los seres humanos somos iguales en lo esencial y diferentes en lo accidental. En consecuencia, en lo que concierne a lo esencial merecemos todos el mismo trato y en lo concerniente a lo accidental cada uno ha de ser tratado según sus peculiaridades. Por ejemplo, jóvenes y ancianos tienen los mismos derechos humanos, pero cada uno merece un trato acorde a su condición.
 
Considera el caso de dos niños que van a iniciar su educación escolar. Uno proviene de una villa de emergencia y el otro de una familia de clase media. El niño pobre, además, tiene un atraso intelectual debido a mala alimentación en su primera infancia, lo cual no sucede con el de clase media. Los padres de clase pobre trabajan ambos de modo que no tienen tiempo de seguir ni de alentar el aprendizaje de su hijo. La madre de clase media no trabaja y cada día controla que su hijo cumpla con sus deberes escolares, lo anima y le exige aplicación.

El niño pobre no cuenta con la totalidad de los útiles y manuales indicados por los maestros porque sus padres no disponen de recursos para ello. El de clase media tiene todo lo que necesita. Podríamos agregar otras diferencias, pero creo que la idea está clara: El niño pobre está desde el inicio en desventaja con respecto al de clase media. Es fácil prever —y la experiencia lo confirma— que los resultados escolares van a ser distintos. ¿Es justo que el niño de clase media reciba reconocimiento y premio y que el pobre quede en la sombra? Yo creo que no es justo y que habría que hacer tres cosas, en general, para compensar su desventaja:
1. Acciones destinadas a mejorar las posibilidades del niño pobre, pero teniendo en cuenta que la igualación total es imposible, porque hay desventajas del niño pobre que no tienen solución. Lo único en que pueden ser semejantes es en la voluntad de trabajar para aprender, pero aun en eso el pobre corre con desventaja, porque no cuenta con los mismos estímulos y alicientes que el niño de clase media. Por eso:
2. Suplir en la escuela la falta de estímulos por parte de la familia y del entorno del niño pobre, mediante un programa que desarrolle su interés por aprender. Y, en consecuencia:
3. Practicar una evaluación equitativa que tenga por objeto comprobar el esfuerzo, la dedicación y los logros personales de cada uno, al margen de los resultados obtenidos por los demás alumnos.

Teniendo en cuenta este ejemplo tomado de la realidad escolar, creo que el mérito no debe corresponder a los resultados, ni a las aptitudes, conocimientos y calificaciones obtenidas sin tener en cuenta la desigualdad de condiciones, sino al empeño y a los avances logrado en las metas propuestas desde las condiciones iniciales de cada uno. Por lo tanto, la premiación y promoción en base a las calificaciones obtenidas y a las aptitudes no son equitativas sino discriminatorias para uno y privilegiantes para otro. Como se ve, medir a todos con la misma vara no es equitativo aunque sea igualitario.

Esta práctica, inveterada e institucionalizada en las escuelas —y en la sociedad en general—, constituye una estructura perversa que disfrazada de igualitaria colabora a mantener y a incrementar la desigualdad entre el pobre y el rico en cualquier tipo de bienes. Y aunque se logran mejoras con la igualación en oportunidades, nunca alcanzará para remediar las desventajas de los pobres.

¿Cómo debemos comportarnos frente al hecho innegable de las diferencias?
El comportamiento lógico que, a mi parecer, corresponde frente a este hecho es la discriminación. Suena feo, pero verás que no es nada reprobable per se si se lo analiza un poquito.

Discriminar es una palabra que tiene mala prensa, como tantas otras que son mal entendidas o interpretadas desde la óptica de una ideología determinada, por convicción o por afán de estar a la moda. Pero si bien lo consideramos, discriminar no significa nada necesariamente negativo. Por el contrario, discriminar es una conducta que practicamos permanentemente por necesidad de manejarnos con inteligencia y sensibilidad en el mundo.

En sentido lato y original, discriminar es discernir o distinguir entre cosas que son diferentes en algún respecto, y tratar a cada cosa según sus características. Si no advirtiera o no tuviera en cuenta las diferencias entre las cosas y las tratara a todas de la misma manera, me expondría al fracaso o a graves consecuencias, como quien manipula un explosivo como lo haría con una pelota.

Discriminar es una forma de trato que tiene en cuenta las diferencias entre una cosa y otra cosa. Consiste en tratar de modo diferente a las cosas que son diferentes y de modo igual a las iguales. Cuando está en juego la justicia, discriminar es equidad

En nuestra vida cotidiana hacemos constantemente discriminaciones basadas en diversas diferencias: Diferenciamos niño de adulto, enfermo de sano etc. y tratamos a cada uno según sus peculiaridades. Nadie se extraña ni protesta por esto. Diferenciamos, así mismo, ciegos de videntes y tratamos a los primeros de forma privilegiada en atención a sus dificultades. Esto es una forma de discriminación que merece y recibe la aprobación de todos. Es una manera de practicar la fraternidad.

Discriminar no es siempre malo. Sólo lo es cuando hacemos diferencias que no se justifican, produciendo un daño al discriminado. Por ejemplo: El trato perjudicial que reciben las mujeres en todas las sociedades actuales. Cuando, en cambio, se justifican y lo benefician, la discriminación es una forma de solidarizarse con el más débil. Por ejemplo: El trato privilegiado que reciben los niños.
 
Permíteme un ejemplo al respecto: Colectivo imaginario “grupo-clase de educación física”. Casi todos los alumnos tienen buenas condiciones físicas, pero hay algunos que son pesados y torpes por naturaleza. Lógicamente, el rendimiento comparado de unos y otros es muy dispar, porque los atléticos corren con ventaja sobre los gorditos. El trato igualitarista exigiría que el profesor mida a todos con la misma vara, lo cual evidentemente no es justo porque las posibilidades de unos y de otros no son las mismas. Para ser justos habría que realizar un trabajo especial con los gorditos para potenciar sus posibilidades y aplicar un criterio de evaluación ponderado, es decir, que mida no el rendimiento bruto de cada alumno sino su empeño y su grado de progreso a partir de sus posibilidades. Al más atlético se le exigirá más y al menos, menos. Es decir, el trato igualitario puede ser injusto, a menos que se lo corrija con el trato equitativo, que significa dar a cada uno lo que necesita para mejorar sus posibilidades y exigirle lo que puede dar según esas posibilidades. En este supuesto, no todos los integrantes de un colectivo tendrán las mismas cargas ni gozarán de los mismos beneficios. Hay que discriminar.

Igualdad sin equidad es injusticia. Es el lado oscuro de la igualdad, porque es hipócrita, ya que tras la máscara de la igualdad esconde un trato discriminatorio en el mal sentido de la palabra. A ver si puedo explicarme: Discriminar en el mal sentido es excluir a un sector del goce de sus derechos o privilegiar a un sector sin que lo merezca. Esto sucede en el trato igualitarista, que propugna la igualdad absoluta sin tener en cuenta desventajas, capacidades y merecimientos de cada uno. Por ejemplo: Imaginemos el colectivo “obreros de la fábrica X”. En él podemos distinguir dos grupos, en general: el grupo de los laboriosos y el grupo de los indolentes. Llega fin de año y la empresa quiere premiar el aumento de productividad de los obreros. ¿Cómo procedería un igualitarista? Premiaría a todos por igual. ¿Cómo lo haría un empresario equitativo? Premiaría a cada uno según su laboriosidad.

El igualitarismo es una actitud hipócrita porque disfraza de igualdad lo que es privilegio de los haraganes, como lo señaló un desengañado Raúl Castro en su discurso a la Asamblea Cubana.

"Socialismo significa justicia social e igualdad, pero igualdad de derechos, de oportunidades, no de ingresos. Igualdad no es igualitarismo. Este, en última instancia, es también una forma de explotación: la del buen trabajador por el que no lo es o ,peor aún, por el vago"
 
Una sociedad que aplique la igualdad de manera absoluta será una sociedad injusta, ya que no tiene en cuenta las diferencias existentes entre personas y grupos. Por eso digo que primero hay que diferenciar bien una cosa de otra a fin de ajustar la vara de la igualdad a las peculiaridades de cada uno.

Para explicarte mi opinión, si me permites, me valdré de un ejemplo que creo ilustrativo: Un padre tenía dos hijos. Uno era fuerte como un roble, el otro, enfermizo, muy necesitado de cuidados. El padre se esforzaba por atender las necesidades de cada uno. Naturalmente, debió dedicar más tiempo y mayores recursos en la atención del más débil. ¿Fue injusto con el más fuerte? Si lo miramos desde el punto de vista de la igualdad de trato más absoluta diríamos que sí. Pero estamos inclinados a pensar que el padre obró con justicia, porque atendió mayormente al más necesitado y no dejó de ocuparse de las necesidades del más fuerte. Es decir, hizo honor a la igualdad de trato que merecían los dos hijos —ocuparse de las necesidades de cada hijo sin dejar de lado a ninguno— y a la vez tuvo un trato diferencial para con el hijo más vulnerable.

Decían los romanos de la antigüedad, que de derecho sabían bastante: “Summa lex, summa injuria”: El exceso de la ley es la peor injusticia. Aplicada a este caso significa: absolutizar la igualdad es ser injusto con el diferente vulnerable.
 
Este es un ejemplo sencillo tomado de la vida familiar, pero puede ser proyectado a la vida de la sociedad en general y aun a la vida jurídica y política en especial. La dificultad en estos casos es determinar en qué consiste el trato igualitario de que deben gozar todos los seres humanos—en el caso del padre de familia consistía en “atender las necesidades de cada hijo sin dejar a ninguno de lado”— y cuáles las diferencias que merecen una especial atención porque implican una desventaja natural o situacional para el individuo o el grupo —en el caso mencionado, “la salud precaria del hijo”; en el caso de la sociedad, podemos poner como ejemplo la condición situacional de los pobres.

La equidad exige compensar las diferencias elevando las posibilidades de los más vulnerables y reduciendo los privilegios inmerecidos. Para ello es preciso distinguir las diferencias que representan una desventaja para ciertos grupos o individuos a fin de tratar de remediarlas, como así mismo distinguir cuáles de éstas son productos de la variable fortuna de cada uno y cuáles son producidas por la maldad humana.

Hay diferencias que son naturales. Ejemplo: La diferencia entre los sexos. Las diferencias naturales tienen orígenes varios: color de la piel, capacidades, edad, salud, sexo…Estas diferencias no son ni buenas ni malas desde el punto de vista ético, no se las puede imputar a nadie ni corresponde tacharlas de injustas. Pero crean en la sociedad un deber de equidad que se concrete en acciones privadas o públicas para mejorar las desventajas naturales que pudieran originar. Ejemplo: Si consideramos el colectivo “habitantes” podemos clasificarlos en dos clases diferentes entre sí: “videntes” y “no videntes”. Hay entre estas dos clases una diferencia natural en la que uno de los términos de la relación se encuentra en situación desventajosa, pero que no puede calificarse de “pecado social” porque, en general, nadie es “culpable” de que alguien nazca ciego. Salvo casos especiales, es puro azar del destino. Pero la ceguera es un gran lastre para la vida del ciego que lo excluye de la vida social. Por eso la equidad social ha inspirado distintas clases de ayuda para mejorar su calidad de vida y la solidaridad sigue alentado la búsqueda de algún artefacto técnico que elimine su discapacidad. Estas acciones equitativas pueden calificarse de discriminación positiva o de compensación, porque establecen un trato especial para el discapacitado crónico o circunstancial, que no se dispensa al común de los mortales y que tienden a poner en pie de igualdad, en lo posible, al capacitado con el discapacitado. Si la sociedad no se ocupara de solidarizarse con los minusválidos, los estaría discriminando en el mal sentido, porque no le estaría reconociendo su derecho a un trato equitativo, es decir, el derecho de que los traten diferencialmente según su necesidad de ayuda, lo cual es notoriamente injusto —porque su necesidad genera para ellos un derecho a la compensación y un deber de justicia para el sistema social— e inmoral, según los cánones de nuestros ideales de vida de inspiración cristiana. La sociedad no sería culpable de la causa de la ceguera del ciego pero sí de no ocuparse de amenguar o remediar su mal. Pecado de omisión.

Un mundo para todos es un mundo armado de tal manera que los ciegos también estén incluidos. De lo contrario, si el mundo es sólo para videntes, los ciegos estarán flagrantemente discriminados. Para incluirlos es necesario hacer ajustes y modificaciones para adaptar al mundo a su incapacidad de ver. Algo ya se está haciendo: semáforos sonoros en las esquinas, leyes laborales inclusivas, fomento de investigaciones enderezadas a remediar tal incapacidad y otras que seguramente se llevan a cabo y que yo desconozco. Lo mismo digo respecto de cualquier otra discapacidad

Hay otras diferencias que no son naturales sino construidas por el hombre; son productos de la cultura, o más bien de la barbarie, que también es cultura, pero perversa. Tomemos como ejemplo el caso de las diferencias de género. La desigualdad de género se da cuando los individuos de un género determinado —en este caso, la mujer—no tienen acceso a posibilidades sociales de igual nivel que los individuos del otro género. Es ésta una desigualdad que se ha ido haciendo costumbre y ley en ciertos países a partir de prácticas inveteradas que no se originan en las condiciones naturales de la mujer sino en prejuicios y estereotipos. Un típico caso de estructura social discriminatoria. No es la única.

Las diferencias construidas son inmorales, porque significan un daño constante que los sectores más fuertes infligen a los más débiles. Constituyen una estructura de maltrato que se denomina discriminación negativa, o simplemente discriminación. En esta clase de desigualdad hay causantes, manifiestos u ocultos, personales o estructurales. Son flagrantemente inicuas, creadas por los seres humanos y montadas sobre las diferencias naturales. Entre otras, podríamos señalar las siguientes: La desigualdad entre incluidos y excluidos en el sistema económico. La desigualdad entre blancos y negros en lo que fue la segregación en Sudáfrica o en EEUU de no hace mucho tiempo. La desigualdad entre nacionales y extranjeros en los países europeos. La discriminación de los ancianos. Y yo agregaría la más notoria: la escandalosa desigualdad en los ingresos, “pecado social que clama al cielo”, y, yo agregaría, a las personas de buena voluntad.

¿En qué consiste la inequidad de estas desigualdades construidas? En que uno de los términos de la relación está en situación de perjudicado y el otro de beneficiado. El beneficiado goza de un estado de privilegio que no merece y el perjudicado sufre un estado de discriminación.
 
¿Qué corresponde hacer, desde el punto de vista de la ética social, ante las desigualdades inicuas? Evidentemente, deshacer la inequidad, reduciendo los privilegios de la parte beneficiada y aumentando las oportunidades de la parte perjudicada de modo que ambas queden en un pie de igualdad, es decir, se deshaga la inequidad. No es fácil ni los sectores privilegiados lo van a permitir sin más.
 
Se trata de una inequidad estructural que no puede sanarse con dádivas. Las dádivas sólo alivian al perjudicado, pero no lo sacan de su estado de postración. Es preciso realizar cambios en la organización social y económica, en la cultura y en las conciencias. Tampoco basta con políticas de inclusión que no cambian para nada el sistema que produce discriminados. Mientras existan quienes arrojan gente al río no es suficiente con salvar a unos cuantos de morir ahogados.

Gracias por tu paciencia y tu amable atención
                                                                                                                                                                                                                           Raúl Czejer


 
Los sectores más conservadores del statu quo suelen enrostrar a los igualitaristas que la igualdad nivela para abajo y que  empobrece a la sociedad en todo sentido.

La siguiente es una entrevista realizada por Claudio Martyniuk para el diario Clarín de Buenos Aires a Marcelo Alegre, especialista en el tema de la igualdad que se mueve en ámbitos universitarios argentinos y latinoamericanos. Sus respuestas me parecieron interesantes y esclarecedoras. Espero te sea útil.

 

CM: La democracia le da forma a una idea igualitaria de concebir la sociedad en la que toda persona tiene derechos y sabe que cuenta con ellos. Las privaciones aparecen, entonces, como formas de humillación que echan raíces en las instituciones. Marcelo Alegre, discípulo de Carlos Nino —jurista clave en nuestra transición de la dictadura a la democracia— estudia las esferas de la igualdad advirtiendo la potencia de la política democrática para construir situaciones que reviertan la brecha creciente de recursos y oportunidades en nuestra sociedad, realizando el ideal igualitario. Al respecto:

¿La igualdad es una noción vacía? ¿Qué significa, como desafío, para nuestra sociedad?

MA: La igualdad parte del reconocimiento de que, desde un punto de vista imparcial, todos los seres humanos son igualmente valiosos. Como el Estado debe ocupar ese rol imparcial, no puede privilegiar el éxito de ciertas personas o grupos por encima del de otros. En el pensamiento político contemporáneo esta idea más abstracta se complementa con otras dos. Primero, que las desventajas que no se deben a decisiones voluntarias deben ser compensadas o atenuadas. Segundo, que una sociedad igualitaria debe evitar las relaciones opresivas, explotadoras o humillantes. Lejos de ser una noción hueca, la igualdad requiere políticas transformadoras para remover desventajas involuntarias, igualar oportunidades y eliminar trabas discriminatorias como el racismo, el sexismo, o las castas socioeconómicas.

CM: ¿Por ejemplo?

 MA: La igualdad de oportunidades requiere que nadie quede desaventajado en salud o educación por tener menos ingresos, y respaldaría la reintroducción del impuesto a la herencia que derogaron Videla y Martínez de Hoz. La igualdad de género condena el efecto explosivo para las mujeres de las inequidades en las familias y en el trabajo, y justificaría llevar el cupo femenino a los partidos, los sindicatos y las empresas.

CM: En política, todos parecen estar por la igualdad. ¿Pero no habría que diferenciar la posición que no cuestiona los aspectos materiales de la que busca la igualdad en el plano socioeconómico?

 MA: Para entender los debates sobre la igualdad sirve preguntar cuáles desigualdades son aceptables y cuáles no. Todos repudiamos las desigualdades políticas y civiles, ejemplificadas en prácticas como la esclavitud, las formas más groseras de discriminación racial, religiosa, étnica. Pero hay un segundo tipo de desigualdad que invoca menos resistencias, pero que es profundamente injusta. Es la desigualdad socioeconómica, marcada por la estructura social en la que nos toca nacer, o desigualdad de clase. Son las desventajas que padece una niña o un niño solamente por el hecho ajeno a su voluntad de haber nacido en un hogar empobrecido. Ella o él son absolutamente inocentes pero están condicionados a crecer con menor seguridad, educación, o salud que el resto. Un Estado que respeta a todas las personas por igual debe atacar esa desigualdad estructural. El ideal igualitario es el de una sociedad de clase media, que comparte la calle, el transporte, la escuela y el hospital. Es inconsistente confinar el ideal de la igualdad a una protección contra la discriminación religiosa o sexual y ser indiferentes a las desigualdades de clase.

CM: ¿Atacar la pobreza siempre implica resolver la desigualdad?

 MA: No. Existen experiencias, como en Chile, de políticas exitosas en la disminución de la pobreza y la indigencia, al mismo tiempo que acrecientan la desigualdad. Muchas familias pobres entran a la clase media y unos pocos ricos se hacen super millonarios. Pero en el largo plazo, la desigualdad influye negativamente en el patrón de desarrollo, en la seguridad pública, en la calidad de la política, etc. Por encima de todo, una sociedad que genera desigualdad institucionaliza la injusticia.

CM: ¿Una posición igualitarista debe respetar que el más ambicioso, el que más arriesga, trabaja y tiene más talento, pueda acumular más? ¿Estaría en contra de la competencia y la acumulación de capital?

 MA: Un esquema de salarios iguales para todos enfrenta un problema enorme. Si todos ganáramos lo mismo por hora de trabajo, todos preferiríamos los trabajos más agradables. El Estado debería forzar a la gente a tomar ciertos trabajos. Como esto es inaceptable por respeto a la libertad, un esquema igualitario debe dejar en pie ciertos incentivos, en la forma de retribuciones diferenciales. Pero las desigualdades que favorecen a los más productivos o los más esforzados son sólo tolerables en tanto beneficien a los peor situados (este es el Principio de Diferencia de John Rawls) y en la medida que no se desmadren. Hay una razón de peso para mitigar las desigualdades, aun las vinculadas a factores en teoría legítimos como el esfuerzo o la ambición personal: ellas se trasladan a las familias, y de esa manera, a los niños y niñas. La desigualdad en la niñez es injustificable.

CM: ¿Cómo buscar la excelencia?

 MA: Hay que abandonar la idea de que una sociedad igualitaria sería una sociedad gris, uniforme y chata. La excelencia en las ciencias y en la cultura (de Houssay a Gardel, de Borges a Milstein) floreció en épocas de mucha mayor igualdad que hoy. Si el efecto inmediato de una mayor igualdad es desterrar la pobreza, el impacto en la excelencia sólo podría ser positivo a través de la incorporación a la ciencia o el arte de millones de talentos hoy desperdiciados.

CM:Contra la igualdad se ha dicho que nivela para abajo, que entra en conflicto con la libertad y que es una racionalización de la envidia. ¿Son razonables estas objeciones?

 MA: No. La igualdad no destruye la riqueza sino que exige que se distribuya con justicia. Ni es enemiga de la libertad. Por el contrario, procura que todos disfrutemos de una libertad real y que tengamos recursos iguales para enfrentar las contingencias que amenazan a la libertad y al bienestar. La igualdad no es una manifestación de la envidia. Envidiar es desear que al otro le vaya mal sin que necesariamente eso mejore nuestra situación. La igualdad es otra cosa, exige que todos tengan la oportunidad de prosperar.

CM: ¿La igualdad radical sería la pesadilla narrada en un cuento de Kurt Vonnegut, en el que bailarinas bellas y ágiles deben usar máscaras y pesas, neutralizando su encanto?

 MA: Esta idea pesadillesca de la igualdad es la que supone que igualar es nivelar para abajo. La igualdad asume que la libertad de todos es igualmente valiosa y procura dotar de recursos a los más castigados por la estructura social y económica, no dañar al resto.

CM: ¿Cómo concebir la igualdad: como un bien en sí o un instrumento?

 MA: Antes que instrumento de la política es su fundamento, su “virtud soberana”, en palabras de Ronald Dworkin. Nadie se atreve a negar que el Estado debe igual respeto hacia todas las personas de quienes reclama obediencia. Pero los partidos discrepan en sus concepciones de la igualdad: qué medidas concretas demanda ese principio. La igualdad es el escenario compartido y el motivo central de las diferencias políticas.

CM: Entre las esferas de la igualdad se halla la educativa. Preservar el relegamiento de los chicos nacidos en hogares pobres a través de una educación de baja calidad es una práctica institucional humillante, ¿no lo cree?

 MA: Sin dudas. Los chicos de familias empobrecidas no tienen derecho solamente a una educación de igual calidad que el resto. En realidad el Estado debería invertir más en los sectores desaventajados, para contrapesar las desigualdades de cuna. El Estado federal, responsable del acceso al derecho a la educación, debería “salir a la cancha” como lo hizo con Sarmiento, creando miles de jardines de educación inicial para educar desde los 45 días de vida hasta los cuatro años, un período crucial para el desarrollo humano (eso además daría un fuerte apoyo a las madres). También es un porcentaje muy bajo el de jóvenes que llega a la Universidad, y con un sesgo social muy marcado. La baja probabilidad de que un chico pobre logre ser un universitario es una medida dolorosa de la profundidad de nuestra desigualdad.

Además, nuestro sistema impositivo transfiere recursos de los pobres a los mejor situados.

Un fenómeno bien estudiado en la región es el de la doble regresividad de nuestros Estados: los pobres pagan más impuestos que los ricos y además reciben del Estado menos que los ricos. ¡Sería sorprendente que esto no condujera a niveles de desigualdad crecientes! Ahora bien, muchos economistas “progresistas” son permisivos con la regresividad impositiva, bajo la necesidad de no desfinanciar a los Estados. Pero la regresividad es una forma grave de explotación. Si a los que menos tienen y más necesitan encima se les hace contribuir más que a los sectores aventajados, la única explicación es que se está aprovechando su debilidad política.

CM: ¿La pobreza es un problema que deben atender los economistas? ¿No es una violación de los derechos humanos?

 MA: Hace muchos años que la pobreza es evitable. Durante el 99% de la historia de la humanidad la pobreza era fruto de la injusticia pero también de la escasez, ya que no había recursos suficientes para todos. Estamos acostumbrados a pensar la pobreza desde aquella realidad. Pero hoy hay suficiente para todos, por lo que la pobreza sólo puede explicarse como un caso de desigualdad extrema. En la medida en que la pobreza es el resultado de instituciones injustas, y que ataca la dignidad, es una violación de derechos humanos. En términos jurídicos la pobreza priva a las personas del acceso a la educación, a la salud, a la seguridad, y las hace vulnerables a tratos discriminatorios, al racismo, la xenofobia y la explotación laboral, situaciones todas que constituyen también violaciones de derechos básicos.