miércoles, 22 de agosto de 2012

Igualdad, un asunto urgente. ¿Igualdad?

Tres enfoques del mismo tema, desde  posiciones ideológicas distintas. ¿Cuál de los tres tendrá razón?




La igualdad social y las desigualdades naturales
   Por Jean Graves (1854-1939, teórico y militante anarquista


Basada hoy la sociedad en el antagonismo de intereses, siendo su regla moral el Código (sólo severo con quienes lo infringen con descaro o son tan tontos que se dejan coger cón las manos en la masa), dedúcese de ahi que los mejor adaptados en la presente sociedad son los que saben colarse a través de sus mallas: Intrigantes, pícaros, estafadores, gazmoños, hipócritas, crueles y egoístas; esos son los productos que la selección social nos proporciona.

Los bienes de fortuna no son para el más robusto y que mejor sepa adaptarse a las condiciones naturales de existencia, sino para quien, habiendo sabido encontrar el lado vulnerable de un artículo de la ley, sepa robar mejor a sus competidores, valiéndose de ese texto, y tenga menos entrañas en las relaciones con sus semejantes. Para estar mejor adaptado, no se necesita saber producir por sí mismo, sino hacer que los demás produzcan y quedarse con todo el producto del trabajo ajeno.

La bondad de sentimientos y el espíritu de solidaridad son cualidades que cada cual pondera y gusta de hacer creer que las posee, pero descuidándolas bastante en la práctica (hablamos aquí de los que siguen la moral burguesa), y que se califican de simplezas cuando resulta víctima de ellas quien las pone por obra.

La moral pública las estima; pero sólo consigue la victoria quien sabe restringir su bondad y dársele un ardite de la solidaridad.

Es tan bueno que resulta tonto. -Cada uno para sí y Dios para todos. -La caridad bien ordenada comienza por uno mismo. Tales son los preceptos enseñados por la sabiduría de las naciones y contenidos en los cursos de moral que pasan por resumir mejor el espíritu práctico de los conocimientos burgueses; reglas que sirven a los hombres positivistas y prácticos para disfrazar su carácter seco, mezquino y zañamente egoísta.

Pero egoísta, no en el sentido de la conservación individual, con la inteligencia de su situación en medio de la vida y de sus relaciones con los demás seres, sino ese egoísmo codicioso y feroz que impele al individuo a no pensar en el mundo más que en sí mismo, a no ver sino competidores en sus iguales. Véase lo que nos presenta la selección de la sociedad actual. Este egoísmo es lo que ha conducido al hombre a hacerse el centro del universo, y quien lleva a ciertos individuos, si no a creerse los centros de la humanidad, por lo menos a imaginarse que son mejores y más inteligentes que los otros.

¡Cuántas vulgaridades ha hecho decir a los sabios oficiales esa igualdad reclamada por los socialistas! ¡Cuántas vaciedades han amontonado los sabios burgueses para demostrar lo imposible de una sociedad igualitaria! Y (¡ilogismo superlativo!), demostrando que no todos los individuos alcanzan igual grado de evolución, piden una regla común para todos. Compagine ambos extremos quien quiera; nuestros sabihondos no se curan de ello. Poco les vale que sus argumentos se enlacen y sean irreductibles. Por eso no les exigen sino un apoyo momentáneo y para puntos especiales.

La misma Naturaleza es quien produce las desigualdades, -dicen-; por más medios de desarrollo que pongáis a disposición de cada uno, el resultado no será igual en todos, y tendréis individuos que sepan apropiarse ciertos conocimientos mejor que otros individuos.

En uno de los capitulos anteriores hemos visto, según una cita de Büchner, que la organización social, lejos de atenuar esas desigualdades, contribuia a aumentarlas; pero haremos observar en seguida que los anarquistas, al pedir por su parte la igualdad de condiciones para todos, jamás han tenido la intención de impedir a los inteligentes desarrollarse en el grado que su propia naturaleza se lo permita, ni la esperanza de meter a viva fuerza en la cabeza de los peor dotados las particulas del saber puestas a su disposición.

Al exigir para todos la facilidad de aprender y la igualdad en las relaciones, no pedimos que nadie sea favorecido en sus medios de evolución con perjuicio de los demás; pero nadie, que yo sepa, ha tenido la candidez de esperar que se decretaría una medida de capacidad intelectual de la que nadie pudiera exceder y por bajo de la cUal nadie pudiera quedarse, un patrón de estatura por encima del que se recortaría a quienes lo superasen, y que obligara a estirar por medio de cuatro caballos a quienes fuesen cortos de talla, para alargarlos; un color uniforme de cabellos que todos debieran adoptar si no querían incurrir en las más severas penas.

Es preciso ser tonto de capirote para imaginarse que los anarquistas quieren hacer decretar eso. ¡Y los que nos suponen tales majaderías, argumentando a costa de ellas, pretenden formar parte de aristocracia intelectual!

Cada uno nace con su temperamento, sus aptitudes, sus cualidades morales y físicas, transformables acaso, pero siempre diferentes; cada uno lleva en sí mismo los fundamentos de su futura evolución impulsada por las contingencias de que es hijo y que le han dado vida. Esa evolución puede facilitarse, estorbarse y aun desviarse por los futuros medios y circunstancias, pero no impide que cada cual nazca con particulares aptitUdes, que predominarán siempre en su evolución. ¡Y se nos acusa de querer decretar el igualamiento de esas aptitudes!

Nosotros queremos que a cada uno le sea posible evolucionar y desarrollar sus facultades en completa libertad. No queremos que todos coman en el mismo plato y de la misma bazofia, sino que todos tengan que comer según su apetito lo que sus gustos le permitan adquirir; aguzando sus facultades conforme a sus deseos; queremos que todos sean dichosos, no decretando una medida común de dicha, un cauce de felicidad en el que cada uno fuera constrenido a tomar su parte correspondiente bajo pena de prisión, sino dejando a cada individuo el cuidado y la libertad de crearse su porción de ventura según su propia manera de comprenderla y según su grado de desarrollo.

A quienes les dé por atiborrarse de vituallas o por saborear finos manjares, por emborracharse con aguardiente o por catar vinos generosos, déjaseles libres para cultivar sus aficiones y aptitudes. No pedimos que la sociedad esté obligada a proveerles del objeto de sus goces, sino que sus facultades tengan libre campo para conquistar lo que haya de constituir su dicha.

Pero también el que tenga gustos artísticos o intelectuales, quien esté ávido de saber y de sumergirse en los goces de lo bello, séale posible conseguir su ideal y no le estorben en su esparcirniento una cuestión de vil interés y las dificultades económicas producidas por la sociedad actual; que no le corte las alas el hecho de ser ese goce privilegio de algunos individuos, exigiendo la sociedad para alcanzarlo, no esfuerzos, sino dinero.

Igualdad de medios, hasta facilidades concedidas a todos, y no igualdad de fines: eso es lo que nosotros entendemos por igualdad social y lo que lo saben muy bien los que fingen escandalizarse al oir nuestras reivindicaciones y prefieren ponerlas en ridiculo, siendo incapaces de refutarlas.

Es preciso oir a esos sabios de pega responder, escudándose en su pretendida ciencia, a los trabajadores que reclaman su parte en el saber:

- ¡Ah, infelices, no sabéis lo que decís! ¿No sabéis que la ciencia sólo puede ser conocída por una pequeñísima minoría, que hace de ella su ocupación especial; y que vosotros debéis resolveros a permanecer en vuestra esfera, contentándoos con producir goces para esa pequeña parte escogida, la única (¡la única! tenedlo entendido) que representa a la humanidad?

¡Id, id, pobres ignorantes; id a leer los libros que escribimos para vuestro uso, y en ellos aprenderéis que no hay ni puede haber igualdad! Los individuos nacen con cualidades diferentes: unos son imbéciles, otros inteligentes, otros más inteligentes aún, y rara vez, de siglo en siglo, surge un hombre de genio. Pues bien, ¡jamás conseguiréis que esos individuós sean iguales! ¡Vuestro sistema viene a parar en la opresión de la inteligencia por los zotes, y su aplicación sería un retroceso para la Humanidad! El triunfo de vuestras doctrinas sería el comienzo de una era de decadencia para el espiritu humano.

Si hubieseis aprendido la ciencia como nosotros, sabríais que los sabíos (como nosotros) están hechos para gobernar a los tontos (como vosotros). ¡No nos obliguéis a hacer nosotros mismos nuestra cama o limpiarnos los zapatos! ¡Vaya unas ocupaciones nobles para quienes contemplan los astros o buscan el secreto de la vida en el estudio del cuerpo humano! No podemos dedicarnos a la ciencia sino a condición de tener esclavos que produzcan para nosotros; sabedlo de una vez para siempre, y no vengáis a calentarnos la cabeza con vuestras locuras igualitarias.

Y los mentecatos (que no son los últimos en creerse unos seres superiores) dicen amén y proclaman muy alto que la desigualdad es una ley natural entre los hombres, siendo patarata el creer que un zapatero remendón pueda valer intelectualmente tanto como un señor que da a luz unos libracos que nadie lee. Esto es lo que vamos a estudiar.

Ante todo, ¿qué es la inteligencia? Eso es lo que nunca han tratado de explicar quienes se proclaman a sí mismos la aristocracia intelectual. La inteligencia es para ellos tener posiciones oficiales que les pongan por encima de sus vecinos, una fortuna que les permita poseer cuanto necesiten sin cooperar a la producción, y tener el descoco de hablar de cosas que no siempre comprenden. Tener del mango la sartén y para sí mismos lo ancho del embudo: tal es su inteligencia.

Sin embargo, la inteligencia es otra cosa. Véase lo que de ella dice el senor Manouvrier, un sabio que no se deja embaucar con palabras, que no tiene la pedantería de esos sabios, y es uno de los que mejor saben analizar las operaciones intelectuales:

La inteligencia, considerada en sí misma, in abstracto, es una correspondencia entre relaciones internas y relaciones externas. Esta correspondencia o conformidad, esta adaptación, crece en espacio, tiempo, variedad, generalidad y complejidad, en su evolución zoológica. Tal es la definición dada y admirablemente desenvuelta por Herbert Spencer. Una evolución análoga se produce en cada individuo según el grado se evolución psíquica conseguido por su especie y por su raza, según las condiciones particulares de su propia conformación y de sus relaciones con su medio.

 

La inteligencia es una adaptación de relaciones internas a las relaciones externas: esto es bien explícito. Cuanto mejor adaptado se está al medio en el cual se vive, más inteligente se es. Pero si se quiere que los individuos puedan adaptarse a su medio, es preciso también dejarles libertad para desenvolverse, y no ponerles obstáculos, como lo hace la sociedad actual con la mayoria. Y acabamos de ver cómo la adaptación que la actual sociedad favorece dista muchísimo de ser la que la verdadera justicia reclama.

La verdadera adaptación a las condiciones naturales de existencia consistiría en saber bastarse a si mismo con su propia industria. Si pronto quedase abolido el arbitrario poder de la moneda y cada cual tuviese que hacerse útil en la asociación para obtener asi sus medios de subsistencia, buen número de burgueses correrían el riesgo de desaparecer, castigados en esto por la naturaleza, que les ensenaria cómo no hay para ellos lugar en el festín del universo; y entre ellos, los primeros de todos, la mayor parte de esos que dicen ser la flor y nata de la inteligencia.

Y con ellos desaparecerían también algunos sabios, a los cuales ciertamente no confundiremos con los primeros, pues tienen por sí mismos algún valor; pero víctimas en esto de una falsa selección que les da todas las facilidades para vivir, han resultado ser unos monstruos del orden intelectual, que saben lo que pasa en la luna y cuáles son los metales que se observan en el espectro de Sirio, e ignoran que hay en la tierra hombres que trabajan, sufren y mueren de hambre por efecto del parasitismo de otros.

Pero la definición de la inteligencia expuesta por el señor Manouvrier no termina en la cita que acabamos de transcribir. Sigamos leyendo:

Las relaciones externas son infinitas: abarcan el universo entero. Una correspondencia completa y perfecta con todas esas relaciones constituiría el sumo poderío. Pero esta correspondencia perfecta no exíste, y no es posible en ningún ser. La reunión de todas las correspondencias realizadas entre todos los hombres, entre todos los seres vivientes, formaría, no obstante, una suma inmensa; y si pudiera darse reunida en un solo individuo, daría a este un poder enorme. Pero cada hombre no se ha puesto en relación sino con cierto número más o menos cuantioso de relaciones exteriores, y su conformación sólo permite que se establezcan en él cierto número de relaciones interiores correspondientes. Estas relaciones interiores establecidas constituyen su inteligencia efectiva. Sacadle de ahí; entonces no comprende nada, no dice nada de fundamento, no hace nada de provecho, parece como imbécil. Por eso empléase con frecuencia el epíteto inteligente para calificar un acto, un juicio, una manera de comprender no conformes con las relaciones exteriores que existen en realidad.

Pero si frecuentáis un poco el trato de ese mismo individuo que os ha parecido ininteligente, puede aconteceros ver que en él existe cierto número de relaciones internas correspondientes a relaciones externas diversas de aquellas a las cuales le habíais sometido al principio. Entonces os convenceréis de que es un hombre inteligente, pero en otra esfera que la vuestra. Os será permitido suponer que vuestra esfera intelectual es más elevada y más importante que la suya; que vuestras relaciones internas corresponden a relaciones externas más numerosas, más generales, más complejas, más extensas. Y podrá suceder que esa suposición que rara vez deja de hacerse en semejante caso, esté conforme con la realid

Lo que indigna a los defensores del presente orden social, cuando reclamamos la igualdad para todos, es el comprender que no podrán hacer uso de sus capitales para descargar sobre los demás el peso de los trabajos que juzgan inferiores. Y dicen así:

Estando el hombre inteligente por encima de quien no lo es de ningún modo, es preciso que las inteligencias superiores se hallen en disposición de tener mayor suma de goces, puesto que con sus trabajos son más útiles a la sociedad. Por su inferioridad misma, el bruto está condenado a servir en todo tiempo. Querer compararlo con el hombre de genio, es desear oprimír a la inteligencia. ¡Aspiráis al reinado de las medianías!

En cuanto a medianías, creemos que sería difícil igualar en eso al sufragio universal para elevarIas al pináculo, y por tanto, es inútil insistir en ello.

Sin más que colocarnos en el punto de vista estrictamente filosófico, podríamos responder con valentia a quienes dieen que la sociedad debe mucho a los hombres superiores, que esta afirmación es un error. El hombre instruido e inteligente, acaparando mayor porción de materia cerebral, aprovechándose de los medios de estudio puestos a su disposición por la sociedad, con detrimento de los condenados a producir mientras él se asimila las ciencias, fruto del trabajo de las generaciones pretéritas y presentes, el hombre de inteligencia, digo, es quien resulta deudor de la sociedad; lejos de tener él derecho para reclamar un aumento de goces, ella es quien lo tiene para decirle: ¡Devuélveme en proporción lo que te he dado!

Y entendemos por sociedad el conjunto de todos los que han producido mientras él estudiaba, todos los que han cooperado a producir los libros que leyó, los instrumentos que le hicieron falta para sus experiencias, los productos por él utilizados en sus investigaciones. Con toda la inteligencia que virtualmente pudiera tener, ¿qué habría hecho si no hubiese tenido a mano todo esto?

Porque un hombre sea más inteligente que otro, ¿con qué derecho le ha de dictar leyes? ¿Con el derecho de su inteligencia? Pero si el bruto es más fuerte y usa de su fuerza para obligar al hombre inteligente a servirle, ¿diréis que eso es justo? ¿Por que no? La fuerza es también un producto de la selección natural, con los mismos títulos que la inteligencia. Si hay quienes se vanaglorian de la actividad de su cerebro, también hay quienes se jactan de la fuerza de su bíceps; en nuestras sociedades hemos tenido hartos ejemplos de fuerza bruta dominadora de la inteligencía y reclamando la prioridad sobre ésta, para probar que es posible nuestra hipótesis.

Pero aún hay más. Acabamos de ver con el Sr. Manouvrier que la inteligencia es enteramente relativa, que todo hombre puede ser superior en una rama de los conocimientos humanos y estar desorientado en otro orden de ideas. No hay seres perfectos ni omniscientes; cada uno participa de los defectos propios de la humana naturaleza, y qúien quizá sea un genio en las ciencias más abstractas, tal vez haga la triste figura en las circunstancias más vulgares de la vida, ¡cuándo no sea peor aún! Ciertos sabios convienen fácilmente en ello:

En algunos sabios, el desarrollo intelectual ha extinguido por completo la vida afectiva. Para ellos ya no hay amigos, familia, patria, humanidad, ni dignidad moral, ni sentimiento de lo justo. Indiferentes a todo lo que pasa fUera del dominio intelectual, donde se agitan y gozan, las grandes iniquidades sociales no perturban su quietud. ¿Qué les importa la tiranía, si respeta los matraces y retortas de sus laboratorios? Por eso, véseles mimados y acariciados por los déspotas más listos. Son seres de lujo, cuyas existencia y presencia dan honor al amo, sirven de trampojo a sus malas acciones y además no podrían molestarle para nada.

(Letourneau: Fisiología de las pasiones)

Dejemos, pues, a los sabios con sus matraces v retortas, inclinémonos (a reserva de nuestro derecho de crítica) ante sus fallos, cuando nos hablan de cosas que conocen por haberlas estudiado; pero no les pidamos nada más, no les exijamos que labren nuestra felicidad, cuando a veces ellos mismos son incapaces de labrar la suya propia o la de quienes les rodean.

Al reclamar la libertad y la posibilidad para todos indistintamente de evolucionar según sus tendencias respectivas, lejos de pretender sojuzgar la. inteligencia como creen algunos, lejos de querer asfixiarla con el hálito de las medianias, por el contrario, queremos desligarla de sus trabas económicas, désprenderla de las mezquinas consideraciones de lucro o de ambición, facilitar su desaarrollo, hacer que tome libre vuelo.

Asi como los individuos tendrán que agruparse para producir las cosas necesarias para su existencia material, de igual manera tendrán que agruparse para facilitar los estudios que les interesen, para producir o adquirir los objetos que necesiten en sus estudios.

El capital es hoy quien facilita a unos la posibIlidad de estudiar. En lo sociedad futura bastará querer ... y trabajar. Para dar enseñanza a los individuos, no se les preguntará: - ¿Tenéis con qué vivir durante el tiempo necesario para los estudios? ¿Tenéis tal suma de dinero para contribuir con ella antes de comenzarlos?

Los que quieran aprender se buscarán unos a otros para agruparse con arreglo a sus aficiones, organizarán sus cursos y laboratorios como les parezca; quienes mejor sepan agrupar su enseñanza, esos tendrán más probabilidades de extenderla. No tendrán, como hoy, un enjambre de trabajadores que aguarden sus órdenes, prontos a satisfacer el menor de sus caprichos y no en cosas que ellos mismos no sabrian producir; tendrán que entenderse con los que sean capaces de suministrárselas, tratarán de organizar un cambio mutuo de servicios en que cada uno encuentre cuanto necesite, lo cual se puede siempre que se quiere; mientras que, en la sociedad actual, aunque se esté dotado de las mejores disposiciones y se tenga la voluntad más firme de utilizar las facultades propias, no siempre acepta la sociedad vuestros servicios, y los dueños del capital no siempre tienen voluntad de aprender.

Claro es que en la sociedad futura no se nos vendrá a las manos por sí solo todo cuanto se desee y a la primera intimación, como acontece hoy con el capital. No bastará decir ¡quiero esto!, para que lo tengáis a vuestros pies. Los individuos tendrán que ingeniarse y trabajar para la realización de sus concepciones; pero por lo menos estarán seguros de que la sociedad no les pondrá ningún obstáculo para hacerlo así. Querer y obrar: estas son las dos nuevas palancas que reemplazarán al capital en la realización de los deseos individuales.

Como el hombre inteligente aporta mucho más a la sociedad, tiene derecho a mayores goces, -se nos dice-. ¡Qué absurdo, desde todos los puntos de vista! Acabamos de ver que, por lo menos, debe a la sociedad tanto como él pueda aportar a ésta. Pero, ¿tiene más vientre que el hombre no inteligente, mayor número de bocas y más fuerza digestiva? ¿Ocupa más espacio cuando se acuesta? ¿Se ha decuplicado, en proporción de sus conocimientos adquiridos, su poder de consumir productos necesarios?

Precisamente, suele acontecer lo contrario: aquel a quien se le niegan los goces intelectuales, refúgiase y se desquita en los goces materiales. Por tanto, si la sociedad permite a todos facilidades para que, cada cual en su especie y según su actividad, puedan adquirir el goce que apetezcan, ¿qué más hace falta? ¿No es esa la verdadera retribución equitativa de que á cada uno según sus obras? Esta es la justicia distributiva que ningún sociólogo ha podido encontrar para justificar cualquier sistema de reparto de la riqueza colectiva.

Y añaden: El hombre inteligente tiene necesidad de goces estéticos más refinados que el bruto. Pero la misma naturaleza de estos goces le hará tanto más fácil proporcionárselos, cuanto no se lo disputarán aquellos a quienes nada digan tales placeres. El hombre verdaderamente inteligente halla su recompensa en el ejercicio mismo de sus facultades intelectuales; el sabio encuentra el goce que se le quiere reservar en la prosecución de sus trabajos; los estudiosos tienen en el esudio y en las investigaciones la emulación y el estímulo que no pudiera darles un capital, del que no sabrían qué hacer.

¿Son verdaderamente sabios quienes, como premios de sus trabajos necesitan uniformes bordados y objetos de quincalla fina prendidos en el pecho?

Acabamos de verlo: si la sociedad debe al hombre inteligente, también éste es deudor de aquella. Si tiene un cerebro que puede asimilarse muchas cosas, débelo a las generaciones que acumularon y desenvolvieron las aptitudes que le animan. Si le puede poner en juego es gracias a la sociedad, que conservando y acumulando los mecanismos que permiten reducir el tiempo necesario para la lucha por la existencia, facilita al individuo la posibilidad de emplear el tiempo ganado en adquirir nuevos conocimientos. Producto del esfuerzo social y de las generaciones extintas, si el hombre inteligente puede ser útil a la comunidad, necesita de ella para desenvolverse en su evolución personal.

Supongamos otro Pigmalión que encontrase el medio de animar un trozo de mármol a quien hubiera dado forma humana: al darle vida, el artista no conseguiría producir sino un hermoso bruto incapaz de adaptarse a las condiciones de nuestra existencia; y, aunque lograra proveerle de cerebro, no podría ponerle en posesión de esa herencia de conocimientos y de instintos que hemos recibido de la larga serie de nuestros antepasados.

Si podemos asimilarnos una parte de los conocimientos de nuestro tiempo, consiste en que detrás de nosotros tenemos un incalculable número de generaciones que lucharon, aprendieron y nos legaron sus adquisiciones. El cerebro más potente, si no fuese él mismo producto de una evolución, sería incapaz de asimilarse la más pequeña parte de esos conocimientos: ni siquiera llegaría a comprender por qué dos y dos son cuatro; esto no tendría para él ningún significado. Todo lo dicho prueba que en las relaciones entre el individuo y la sociedad existe una ley de reciprocidad y de solidaridad, pero que nada tienen que ver en ellas las cuestiones de Debe y Haber.

Además, convendría concluir para siempre con esa inteligencia y ese genio tan ensalzados por ciertos doctores, los cuales sólo le atribuyen tantos privilegios porque se incluyen ellos mismos entre esa legión selecta a quien dan bombo.

Porque esos caballeros han podido hacer a costa de los contribuyentes algunos viajes llamados científicos, porque han dado a luz enormes librotes para tratar cuestiones tan áridas y en una jerga que los hace incomprensibles, o porque desde el estrado de una cátedra oficial (y siempre a costa de los contribuyentes) están encargados de legitimar la explotación de los débiles por los fuertes ¡esos señores se proclaman hombres superiores y se creen lo más escogido de la humanidad!

Pues bién; un hombre puede tratar de cuestiones abstrusas, comprenderlas y aun hacerse comprender, sin que para resolver esos problemas emplee sino las mismas aptitudes aportadas por otro individuo a otro orden de ideas que pasen por menos elevadas.

El químico que en su laboratorio analiza los cuerpos, separándolos unos de otros, puede no desplegar sino el mismo grado de observación que el labriego que prepara sus tierras según la cosecha que pretende sacar de ellas. El agricultor que con la práctica advierte que tal planta se da mejor en tal terreno, puede haber desplegado tantas facultades inductivas, analíticas y deductivas como el químico que descubre que determinados cuerpos mezclados en propprciones definidas dan origen a tales otros de nuevas propiedades. ¡Cuestión de medio y de educación!

El rústico podrá ser incapaz de comprender un problema de fisiología resuelto por el sabio, pero éste podrá ser también incapaz de criar ganado o de saber sacar partido de un campo. Argumentad acerca dé esto cuanto gustéis; estimad la ciencia del sabio muy por encima de la del campesino: concedámoslo, pero eso no obsta para que si el sabio contribuye al progreso intelectual de la humanidad, el labrador y el pastor provean a las necesidades materiales, que si no se satisfaciesen, tampoco permitirían ninguna posibilidad de realizarse los progresos intelectuales. No deduciremos de ahí la conclusión de que el trabajo del campesino sea más necesario para el hombre que el del sabio; pero sí decimos que en una sociedad bien organizada se completan uno a otro, y que deben ser libres para buscar cada cual su felicidad según la conciban, sin que el uno tenga derecho a oprimir al otro.

Los partidarios de la supremacía intelectual deducirán de esto que pretendemos rebajar la inteligencia y poner todos los hombres al mismo nivel, y que aquéllos tienen razón al acusarnos de odiar a quienes sobresalen del vulgo y de proponernos realizar una mediania general, que sería la decadencia de la humanidad.

Hemos demostrado que, en nuestra sociedad futura, los hombres de inteligencia, para desarrollarla, sólo tendrían que gastar energía para crearse un medio que les diese resultados muchísimo más eficaces que el régimen capitalista, el cual mata en germen diariamente a un gran número de inteligencias. Sabemos ¡ay! que no todos los individuos llegan al mismo grado de desarrollo, y el promedio de la masa general de las personas tiene siempre un grado mínimo que representa el espíritu conservador y a veces hasta retrógrado.

Sólo el régimen capitalista es quien trabaja por ensanchar el abismo que separa a los inteligentes de los que no lo son, y, por consiguiente, para rebajar el nivel medio de la inteligencia. Nosotros queremos que los muy inteligentes tengan todas las facilidades apetecibles para llegar a serlo aún más; pero también queremos que quienes lo son muy poco tengan la posibilidad de adqUirir algunas migajas más de ciencia. De ese modo aproximaremos entre sí a los inteligentes y la masa común de los hombres, no rebajando a los primeros (como se aparenta temer), sino elevando el nivel medio de los segundos. Sabemos que todas las facilidades imaginables nunca convertirán a un microcéfalo en un Lamarck o en un Darwin, pero los microcéfalos no son más que seres excepcionales por accidente, y aquellos a quienes se tacha de estúpidos pueden subir algunos escalones más en la escala de los conocimientos humanos, sin hacer por eso que desciendan los que están más arriba. La inteligencia es una cosa tan tenue y tan difícil, si no de apreciar, por lo menos de dosificar, que conviene ser modesto al atribuirse esa cualidad.

Exhautos de argumentos, los mantenedores de la sociedad presente se atrincheran detrás de la suposición de que los intelectuales necesitan tener a sus órdenes un personal subalterno para las faenas bajas, si aquéllos han de consagrar todos los instantes de su vida al estudio y a las investigaciones; y, por consiguiente, la necesidad de una división de la sociedad en castas, destinadas a producir ¡mientras las otras dirigen y estudian!

Para probar lo vacío de este argumento nos bastará leer la historia de los descubrimientos que forman época en el desarrollo evolutivo de los progresos humanos. El mayor obstáculo para las ideas nuevas, los más grandes enemigos de quienes aportaron nuevas verdades, han sido siempre la ciencia oficial y los sabios de real orden, precisamente aquellos a los cuales se les puso en condiciones favorables para no preocuparse por las necesidades de la vida material, quienes podían dedicarse de una manera exclusiva a los estudios y a las indagaciones científicas.

Desde la Sorbona, que perseguía como heterodoxos a los que negaban los dogmas reconocidos y aportaban datos nuevos, no sólo en el dominio del pensamiento, sino también en el de las ciencias físícas o fisiológicas, quemaba como hechiceros a los alquimistas, padres de la química moderna; desde la Inquisición castigando a Galileo por afirmar que la tierra gira en derredor del sol, hasta Cuvier aplastando (por un momento) con su influencia, tanto oficial como particular, la teoría de la evolución tan fecunda en resultados, la ciencia oficial ha cerrado siempre el camino al progreso. No es más que la cristalización de las ideas adquiridas y predominantes; es preciso que los conocimientos nuevos, para establecerse, tengan que combatir, no sólo con la ignorancia de la muchedumbre, sino también con ese nefasto poder.

Los sabios son los primeros en declararlo:

No acontece así ahora, puesto que, por el contrario, se trata de transformar los observatorios y establecerlos con arreglo a planos más modestos y mejor adecuados a su destino.

El observatorio de París sólo sirve de oficina de cálculos y laboratorio de física; las principales observaciones se hacen en el jardín o bajo unos armatostes de extremada sencillez.

Haeckel ha expresado jocosamente esta idea, cuando dice que la suma de las investigaciones originales producidas por un establecimiento cientlfico es casi siempre inversamente proporcional a su grandiosidad.

Preguntábanme, hace algún tiempo, qué servicios podía prestar un astrónomo de afición. ¡Qué servicios, santo Dios! Basta dar un vistazo a la historia de las ciencias, y bien pronto se advierte el influjo de esas observaciones aisladas, producto de los diversos estudios emprendidos por sabios aficionados, es decir, no pertenecientes a los observatorios públicos.

Copérnico, a quien debemos el verdadero sistema del mundo, era un aficionado; Newton, el inmortal inventor de la gravitación universal, también lo era; otro aficionado, el músico Herschel, erigióse en reformador de la ciencia y la hizo dar gigantescos pasos, tanto con sus numerosas observaciones como con sus procedimientos de construcción.

Le Verrier dirigía la Fábrica de Tabacos cuando, por consejo de Arago, comenzó a dedicarse al estudio del planeta Neptuno; era, pues, otro ilustre aficionado.

Lord Ross, que con su inmenso telescopio descubrió tantas nebulosas; Dombowoki y BUrnham, dos infatigables investigadores, cuyos trabajos acerca de las estrellas dobles son tan conocidos por todos los sabios, tampoco eran astrónomos oficiales.

Lalande, que en la escuela militar hizo el estudio de 50.000 estrellas, formando uno de los más hermosos catálogos que se conservan, era también un aficionado.

Janssen, cuando dió a conocer el medio de observar las protuberancias solares sin tener que aguardar a los eclipses; Carrington y Warren de la Rue, cuando publicaron sus admirables observaciones del sol, también eran aficionados.

Asimismo debemos indicar a Goldschmitt, un pintor que tenía su taller en Paris y con un anteojo de mala muerte descubrió 14 planetas pequeños y al doctor Lescarbault, el sabio médico de Orgéres, quien con un instrumental rudimentario estuvo observando durante veinte años antes de descubrir el planeta Vulcano, y halló la justa recompensa (¿!) de sus trabajos en la cruz de la Legión de Honor, tan bien merecida por su perseverancia.

Todos los observadores de estrellas fugaces, y a la cabeza de ellos Coulvier-Gravier, los que han estudiado los cometas como Pingré, y quienes los han descubierto como Biela y Pons, han visto unido su nombre al descubrimiento que hicieron, y la ciencia conserva de ellos perdurable memoria.

Pero el más hermoso rasgo nos lo suministra un obscuro consejero de Estado de Dessau, de apellido Schwabe, quien durante treinta años seguidos remitió al periódico de Schumacher sus observaciones acerca de las manchas del sol. En todo ese tiempo, nunca tuvo el más pequeño estímulo, porque en las esferas científicas oficiales tuvieron por inútiles sus trabajos. Sólo al final de su vida hubo un completo cambio en el ánimo de los astrónomos, y se estimó en su valor la inmensa cantidad de observaciones que había acumulado.

¡Y cuántos aficionados cuyos trabajos son conocidos, no figuran en esta ya larga lista!

(G. Dalet, Las maravillas del cielo).

Todos los que verdaderamente han dado impulso al progreso, todos los que han aportado ideas nuevas, la mayor parte de las veces, no sólo han tenido que luchar contra los sabios oficiales, sino también luchar para vivir. El inventor del análisis espectral, Frauenhofer, era un óptico. Actualmente, en Francia, la ciencia oficial aún emplea sus últimas energías contra la teoría de la evolución. Los que ya, no pueden negarla, sácanla de quicio para hacerla decir las cosas más absurdas; otra manera de oponerse al progreso.

Y, además, esa argumentación de una minoría selecta aplastando a la masa general de las gentes, ¿no es el razonamiento más inhumano que pueda invocarse? ¿No tendrían derecho a sublevarse las masas y derribarla, proclamando que les importa un bledo de esa ciencia si ha de seguir inaccesible para ellas, si han de ser siempre víctima suyas?

Habéis embrutecido a las que llamáis clases inferiores; vuestra organización tiene por objeto embrutecerlas aún más, ¡y os extraña que esas clases os aborrezcan! Virtualmente, esas llamadas clases inferiores valen tanto como vosotros, tienen los mismos antepasados e igual origen; en su seno os veis obligados a regenerar a vuestra descendencia, y su falsa inferioridad sólo es artificioso producto de una selección artificial engendrada por una sociedad que todo se lo quita a unos para darlo a otros.

Los trabajadores no tienen odio a la inteligencia, sino a los pedantes. Cuando reclaman igualdad para todos, no desean el rebajamiento de las inteligencias, sino el medio de que cada uno pueda cultivar la que posee. Si no tuviesen respeto a las ideas profesadas por otros más sabios que ellos, muchísimo tiempo ha que ya no os suministrarían la fuerza material que los mantiene en la esclavitud.

El respeto del trabajador a las cosas que no comprende, la aceptación crédula de las explicaciones que le dan aquellos a quienes considera más instruídos que él, han hecho en pro del mantenimiento de vuestra sociedad mucho más que toda vuestra fuerza armada y toda vuestra policia. Sólo las medianias envidiosas afirman que el trabajador odia la inteligencia. Reclama su parte en el desarrollo de ésta, y eso es todo.

De ser verdadero, como afirmáis, que la ciencia debe reservarse para monopolio de una minoría selecta, en ese caso vosotros inculcáis en el seno de las masas ese odio y tienen derecho para, aborreceros. ¿Qué nos importaría la ciencia, si sólo hubiese de justificar nuestro rebajamiento y nuestra explotación por vosotros? Ved lo que podrían contestaros aquellos a quienes motejáis de inferiores; y este razonamiento de simple lógica, basta para demostrar vuestra presunción, pues no hay ciencia alli donde se falta al sentido común.
 
                                                           
 
La igualdad social no es posible”
Rajoy defendió la desigualdad entre las personas
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Mariano Rajoy considera que “el hombre nace predestinado”, y que la igualdad social “no es posible”. Por lo menos eso es lo que opinaba en 1984, según sendos artículos firmados por él, publicados en El Faro de Vigo. Afirmaba entonces que las teorías que defienden la igualdad son “un claro atentado al progreso”.
Mariano Rajoy era diputado de Alianza Popular (partido del que nació el actual Partido Popular) en el Parlamento gallego y firmó dos artículos en El Faro de Vigo. En el primero, del 4 de marzo de 1983 y titulado "Igualdad humana y modelos de sociedad", defiende “la falsedad de la afirmación de que todos los hombres son iguales”. Comentando y alabando el libro de Luis Moure Mariño La desigualdad humana, admite que ya antiguamente “los hijos de ‘buen estirpe’ superaban a los demás”, y “el hombre, en cierta manera, nace predestinado para lo que habrá de ser”.

La igualdad, “claro atentado al progreso”
Argumenta que los modelos sociales que proclaman “la igualdad de riquezas”, “desde el comunismo radical hasta el socialismo atenuado” establecen “la imposición de la igualdad” y “son radicalmente contrarias a la esencia misma del hombre”, por lo que “constituyen un claro atentado al progreso”. Señala que ”lo único que han logrado imponer hasta la fecha es la igualdad en la miseria”.

“No es posible la igualdad social”
En otro artículo de opinión, del 24 de julio de 1984, en el mismo diario Rajoy comenta otro libro: La envidia igualitaria, de Gonzalo Fernández de la Mora. Firma como Presidente de la Diputación de Pontevedra, y muestra su total acuerdo con las tesis de la obra: “La igualdad biológica no es pues posible. Pero tampoco lo es la igualdad social: no es posible la igualdad del poder político”.

La “dictadura igualitaria”
Rajoy añade que “la naturaleza, que es jerárquica, engendra a todos los hombres desiguales, no tratemos de explotar la envidia y el resentimiento para asentar sobre tan negativas pulsiones la dictadura igualitaria”.

La “envidia igualitaria” Según Rajoy, que sigue las tesis del libro que comenta, las nacionalizaciones sólo persiguen “satisfacer la envidia igualitaria”. Lo mismo ocurre con fiscalidad progresiva, o la igualación de los salarios: “¿Por qué se insiste en aproximar los salarios? Para que nadie gane más que otro y, de este modo, satisfacer la envidia igualitaria”. Y concluye. “La igualdad implica siempre despotismo y la desigualdad es el fruto de la libertad”.



Juan Carlos Ceriani, religioso católico, nos expone la visión tradicional de la Iglesia sobre la igualdad y las desigualdades. Por supuesto, no representa lo que piensa la totalidad de los católicos actualmente.


DESIGUALDAD NATURAL

CONTRA

IGUALITARISMO REVOLUCIONARIO


"Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. Entonces, aquella energía propia de la sabiduría de Cristo y su divina virtud habían compenetrado las leyes, las instituciones y las costumbres de los pueblos, impregnado todas las capas sociales y todas las manifestaciones de la vida de las Naciones... Organizada de este modo la sociedad, produjo un bienestar superior a toda imaginación. Aún se conserva la memoria de ello y ella perdurará grabada en un sinnúmero de monumentos de aquellas gestas, que ningún artificio de los adversarios podrá jamás destruir u obscurecer".



Así se expresaba León XIII, con magnanimidad y nobleza, en su Encíclica Immortale Dei. Y más adelante agregaba con nostalgia y tristeza: "Pero el afán pernicioso y deplorable de novedad que surgió en el siglo XVI, habiendo perturbado primero las cosas de la Religión, por natural consecuencia, vino a trastornar la filosofía y, mediante ésta, toda la organización de la sociedad civil. De allí, como de un manantial, se derivan los más recientes postulados de una libertad sin freno, inventados durante las grandes perturbaciones del siglo XVIII y lanzadas después como principios y bases de un nuevo derecho que era hasta entonces desconocido y discrepa no sólo del derecho cristiano, sino también, en más de un punto, del derecho natural".



Frente al antiguo derecho, ante el derecho cristiano, se eleva, pues, un derecho nuevo. Asistimos al enfrentamiento de dos formas de pensamiento, de dos cosmovisiones, de dos civilizaciones. Presenciamos y somos (o debemos ser) actores (y no meros espectadores) de las últimas batallas de la gran guerra entre las dos ciudades, entre el orden social cristiano y el orden social revolucionario, entre el derecho cristiano y el nuevo derecho.



Los principios de este derecho revolucionario anticristiano vienen de la Reforma, se imponen por la Revolución Francesa y son codificados por la Declaración de los Derechos del Hombre.



IGUALITARISMO


De esos principios, el primero y fundamental es éste: Todos los hombres, por ser de la misma naturaleza, son de hecho iguales entre sí. Toda la historia moderna y contemporánea gira en torno del problema de la desigualdad o de la igualdad de derechos de los hombres. Del siglo XVI al siglo XX la historia registra un movimiento igualitarista cada vez más acelerado y radical, que viene destruyendo todo lo que la Civilización Cristiana había edificado. Mientras la Iglesia Católica siempre enseñó que la desigualdad es un bien que debe ser deseado y respetado, la Revolución ha buscado como máximo bien la igualdad en todo. Este postulado es el eje alrededor del cual gira todo el sistema revolucionario y constituye el artículo primero de la Declaración de los Derechos del Hombre: "Todos los hombres nacen y permanecen iguales en derechos".



En nuestros días todos hablan y trabajan en pro de la igualdad: las feministas quieren la igualdad entre el hombre y la mujer; los socialistas proclaman la igualdad de clases; los mundialistas pretenden la igualdad entre las naciones; los ancianos aggiornados quieren parecer jóvenes; los profesores psicoanalizados se dicen iguales a los alumnos; los gobernantes demagogos procuran igualarse a los gobernados; los padres acomplejados se rebajan al nivel de sus hijos; los sacerdotes y religiosos conciliares, para vincularse con los feligreses, dejan de lado su hábito talar y la compostura propia de un hombre consagrado... Más nefasto que todo otro igualitarismo es el preconizado por las autoridades de la Iglesia a partir del Concilio Vaticano II que, con la libertad religiosa y el ecumenismo, decretó de hecho la igualdad de todas las religiones...

Las consecuencias de este principio supremo no son otras que una inversión total de valores y una revolución completa del orden jurídico y social. En efecto, definiendo que "los hombres nacen y permanecen iguales en derechos", el nuevo derecho condena todas las desigualdades; definiendo que "los hombres nacen y permanecen libres" (precisamente porque son iguales), condena todas las subordinaciones.



Ahora bien, quien dice autoridad, órdenes, obediencia, etc., dice necesariamente desigualdad y subordinación.



Por lo tanto, el nuevo derecho, en su igualitarismo, condena los principios rectores del antiguo orden jurídico y social.

De este modo, es la sociedad misma la que se ve sacrificada: suprimidas la autoridad, la jerarquía y la ley, la sociedad va a su ruina.



Nacido de la doctrina revolucionaria, el nuevo derecho es su imagen acabada: enemigo, como ella, de la familia, de la autoridad paterna, de toda autoridad humana, de la autoridad divina...

"Seréis como dioses", tal es la fórmula de la primera revolución del ángel y del hombre contra Dios. Desde Adán, es la fórmula de todas las revoluciones: "seréis como reyes", dicen los revolucionarios aristócratas contra los soberanos; "seréis como nobles", gritan los revolucionarios burgueses contra las clases altas; "seréis como ricos", aúllan los revolucionarios socialistas contra la clase media...

El igualitarismo conduce de este modo a una destrucción total de la sociedad. Las diferentes etapas no serán otra cosa que la realización de ese endemoniado plan.



VERDADERA Y FALSA IGUALDAD



Pero, ¿de qué igualdad se trata? De una igualdad puramente aritmética: individualismo radical, absoluto, sin límites.

Individualismo para el cual sólo existe el número y sólo él es digno de consideración; para el cual la cualidad no solamente es opuesta al número, sino que ni siquiera debe ser tenida en cuenta.

Individualismo que no sabe más que contar y que cuenta a todo el mundo por uno; que no sabe más que sumar y restar y que suma y resta confundiendo todo: la virtud y el vicio, la inteligencia y la necedad, la competencia y la nulidad, el más y el menos, el ser y la nada, Dios y la criatura.

Confundidos por esta falsa filosofía, muchos de nuestros contemporáneos afirman y sostienen la perfecta igualdad de todos los hombres en derechos y jerarquía; proclaman que no debe existir la desigualdad de derechos y poderes; sostienen que no se debe honor ni reverencia a quienes están revestidos de cualquier autoridad; es más, llegan a negar toda autoridad.

De estos principios se sigue la rebelión de los hijos respecto de los padres, de los súbditos para con los gobernantes, de los alumnos contra los profesores...; de ellos se concluyen todas las doctrinas erróneas que tienden a nivelar por lo bajo las relaciones de los hombres entre sí.



Contra este igualitarismo se levanta la doctrina católica con toda su fuerza y claridad:

"El primer principio y como la base de todo es que no hay más remedio que acomodarse a la condición humana que en la sociedad civil no pueden todos ser iguales, los altos y los bajos. Afánanse, es verdad, por ello los socialistas, pero ese afán es en vano y contra la naturaleza misma de las cosas. Porque la naturaleza misma ha puesto en los hombres grandísimas y muchísimas desigualdades. No son iguales los talentos de todos, ni igual el ingenio, ni la salud, ni las fuerzas; y de la necesaria desigualdad de estas cosas síguese espontáneamente desigualdad en las condiciones. Lo cual es claramente conveniente a la utilidad, así de los particulares como de la comunidad; porque necesita para su gobierno la vida común de facultades diversas y oficios diversos, y lo que lleva precisamente a los hombres a que repartan estas funciones es principalísimamente la diferencia de sus respectivas condiciones" (Rerum novarum, del 15 de mayo de 1891).

"La humana sociedad, cual Dios la estableció, consta de elementos desiguales, como desiguales son los miembros del cuerpo humano; hacerlos todos iguales es imposible; seguiríase de allí la ruina de la misma sociedad".

"Síguese de allí que en la humana sociedad es conforme al ordenamiento de Dios que haya príncipes y vasallos, patronos y obreros, ricos y pobres, sabios e ignorantes, nobles y de condición modesta; los cuales, todos unidos entre sí con vínculo de amor, se han de ayudar mutuamente a conseguir su último fin en el cielo, y aquí en la tierra su bienestar material y moral".

"La igualdad de los varios miembros sociales consiste en esto sólo, a saber, que todos los hombres tienen su origen de Dios Creador; fueron redimidos por Jesucristo, y deben ser juzgados y premiados o castigados por Dios según la exacta medida de sus méritos" (S.S. San Pío X, Motu Proprio Fin dalla prima nostra enciclica, del 18 de diciembre de 1903, reafirmando la enseñanza de León XIII en la Encíclica Quod apostolici muneris, del 28 de diciembre de 1878).

La Iglesia nunca ha dejado de enseñar al mundo la verdadera igualdad de los hombres:

a) igualdad de origen: todos los hombres descienden de un mismo Dios Creador.

b) igualdad de naturaleza: todos los hombres tienen un alma igualmente espiritual, inmortal, creada a imagen y semejanza de Dios y rescatada por Nuestro Señor Jesucristo.



c) igualdad de destino: todos los hombres están igualmente sujetos a la muerte; tienen el mismo infierno que temer y el mismo cielo que merecer.

Por contrapartida, es cierto que también la Iglesia reconoce y respeta todas la superioridades legítimas. Dios ha creado al hombre para vivir en sociedad. Toda sociedad necesita de una autoridad. Por lo tanto, es imposible la igualdad social entre gobernantes y gobernados: los unos tienen el derecho y el deber de mandar y los otros el deber de obedecer. Esta desigualdad dimana de la naturaleza de las cosas. No se la puede destruir sin caer en la anarquía.



También es cierto que la Iglesia no destruye, ni puede hacerlo, la desigualdad de las condiciones sociales. Los hombres viven en sociedad y con facultades desiguales: los unos son fuertes, los otros débiles; los unos inteligentes, los otros sin talento; los unos virtuosos, los otros viciosos. Estas desigualdades físicas, intelectuales y morales son hechos evidentes que resisten a todos los esfuerzos de los revolucionarios por probar la igualdad entre todos los hombres. Pues bien, de esas desigualdades se siguen las desigualdades de las condiciones sociales.



Una sociedad civilizada no puede subsistir sin la diversidad de las condiciones. Imaginemos por un instante qué sucedería si todos fuesen ingenieros y ninguno cocinero; o todos profesores, ¿a quién enseñarían?; o todos médicos y no hubiese barrenderos o basureros, ¿quién nos evitaría morir de peste o comidos por las ratas?...

Veamos dónde nos conduce la quimera de la igualdad absoluta.

Por más que digan o hagan, los modernos sofistas nunca podrán destruir las desigualdades sociales. Estas radican en la naturaleza misma de las cosas. Abolidas un día, renacen al siguiente.

Solamente la Iglesia establece la verdadera igualdad, la única posible: la igualdad ante Dios; la igualdad ante la ley; la igualdad de admisión de todos los empleos y puestos, según los talentos y virtudes de cada uno.

A pesar de lo dicho, hay en los hombres una igualdad fundamental proveniente del hecho de tener una sola naturaleza. De ahí los derechos naturales, comunes a todos los hombres e iguales para todos. De este modo, todos los hombres tienen igual derecho a vivir, a alimentarse, a trabajar, a descansar, a reproducirse, a tener propiedad, a conocer la verdad, a amar el bien, etc.

Más que todo esto, los hombres tienen una suprema igualdad: la de haber sido todos llamados a la misma y eminente dignidad de hijos de Dios, teniendo el mismo origen y el mismo fin.

Aunque los hombres posean esa igualdad natural, de esto no se sigue que sean iguales en todo; en los accidentes, los hombres son desiguales: no es igual ser alto que bajo, profesor que alumno, capaz que incapaz.

Hay accidentes que no conllevan derechos y los hay que sí generan derechos: a accidentes desiguales corresponden derechos accidentales desiguales. Es justo que el virtuoso, el capaz, el trabajador tenga más derechos que el pecador, el incapaz y el perezoso; el profesor debe tener más derechos que el alumno, así como el padre respecto del hijo, aunque todos ellos sean iguales por naturaleza y tengan derechos naturales iguales.

Incluso existen desigualdades en las gracias y en las virtudes, así como en los méritos y en las culpas, lo cual produce desigualdad en la gloria del cielo y en los castigos del infierno.

Ahora bien, cuando dos cosas son iguales por su naturaleza pero desiguales en sus accidentes, ellas son semejantes pero no iguales.


Esta desigualdad debe ser respetada, y quien no lo haga cometerá graves errores. Si en sus cálculos un arquitecto despreciase la desigualdad entre dos triángulos (iguales en naturaleza, pero desiguales en el tamaño o grados de sus ángulos), su construcción se desmoronaría; de la misma manera, la sociedad moderna comete el mismo error al promulgar constituciones y leyes en las que se considera a todos los hombres iguales, cuando en realidad son semejantes.

Por otro lado, y entre paréntesis, aquellos que proclaman la igualdad absoluta de derechos de todos los hombres no dudan, sin embargo, en establecer el derecho a ser distinto no sólo en cuestión religiosa, sino incluso en materia sexual...



Dejemos esto de lado y, basados en lo que llevamos dicho, establezcamos los siguientes principios:

1º) La distinción y la desigualdad son leyes de la naturaleza. Dios hizo todo distinto y desigual. En todos los reinos de la creación existen la distinción y la desigualdad. Ellas son queridas por Dios para manifestar su bondad y perfección y que todo redunde en su mayor honra y gloria.

2º) La desigualdad aumenta con la perfección del ser. Cuanto más perfecto es el ser, tanto mayor es la desigualdad: las desigualdades menores se dan entre los minerales, las mayores entre los ángeles.

3º) Los hombres, iguales en la naturaleza, son desiguales en los accidentes. Los hombres son semejantes, pero desiguales.

4º) De la igualdad de naturaleza de los hombres, sobrevienen derechos naturales iguales para todos.


5º) De la desigualdad de ciertos accidentes, se originan derechos accidentales desiguales.



6º) Cuanto más se perfecciona un hombre, más se distingue de los otros.



7º) Querer imponer la mayor igualdad posible entre los hombres es querer que ellos no se perfeccionen, sino que decaigan. La igualdad sólo se puede realizar por el nivel más bajo.



8º) Sólo la desigualdad social permite el progreso social. Cuantos más peldaños tuviese una escala social, más fácil será progresar y ascender socialmente; cuantos menos peldaños tuviese o cuanto más desproporcionados fuesen ellos, más difícil será el ascenso o progreso social.

9º) Digan lo que digan los revolucionarios, la Civilización Cristiana Medieval, sancionando las desigualdades naturales y accidentales, creó una sociedad jerárquica con desigualdades proporcionadas, facilitando la movilidad, el ascenso y el progreso sociales.

10º) La "civilización moderna", en la medida que tiene por ideal la igualdad absoluta, rechaza el perfeccionamiento de los individuos porque esto los torna desiguales. Por eso la sociedad igualitaria es decadente.

Por el contrario, sobre la distinción y desigualdad se funda el derecho cristiano y en ellas se basaban los principios rectores del orden social cuando "la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados".

Todas las distinciones y desigualdades físicas, intelectuales, morales y sociales son queridas por Dios y se ordenan a la perfección de la sociedad política, a la santificación de las almas, a la salvación de los hombres y, en definitiva, a la gloria de Dios.



 

CONCLUSIÓN



Una sociedad bien ordenada no puede existir sin la diversidad y jerarquía de las condiciones. La Iglesia no engaña al pueblo con el incentivo de la igualdad absoluta de dones físicos, intelectuales y morales, con el igualitarismo de condiciones sociales y de bienes. La Iglesia no engaña a la mujer con la mentira de la liberación femenina, basada en una igualdad antinatural. Estas igualdades son imposibles.

Por más que digan y hagan, los revolucionarios nunca podrán poner término a las naturales desigualdades.

Sólo la Santa Iglesia establece la verdadera igualdad; sólo el catolicismo iguala a los hombres enseñándoles su origen común, su naturaleza creada y redimida por igual, su destino igualmente eterno de felicidad o de desdicha.

Los revolucionarios se atribuyen resueltamente la invención y la defensa de la igualdad. Es la estrategia de Satanás: reivindicar para sí y los suyos el prestigio de las palabras, mientras trabaja por aniquilar las ideas y conceptos expresadas por ellas.

Los revolucionarios hablan mucho de igualdad, y sólo aspiran a la más absoluta como injusta dominación, en la cual unos pocos ejercerán un tiránico gobierno sobre la gran masa de sometidos por la fuerza y el miedo.

La Iglesia Católica habla poco de igualdad, pero la practica. La realidad expresada por esa palabra nunca faltó en los siglos verdaderamente cristianos, cuando regía el derecho católico y la "filosofía del Evangelio gobernaba las Naciones". Esa realidad que responde a la palabra igualdad falta realmente en las sociedades que apostatan del catolicismo y adoptan el nuevo derecho.

Si hoy nos hemos ocupado de la igualdad, no es sino para reivindicar lo que Jesucristo nos legó, para devolver a las palabras el verdadero valor y el concepto exacto que encierran, y para aquilatar en las ideas el brillo obscurecido por la nube del error y el polvo de la falsa filosofía.



 
































lunes, 6 de agosto de 2012

¿Respeto a la diversidad o comodidad?

Días atrás escuchaba en la televisión a un hombre que estaba siendo procesado por haber ocasionado la muerte de un niño que necesitaba una transfusión de sangre. El hombre se defendía diciendo que en la religión que profesaba no estaban permitidas esas prácticas y que en ese marco se había producido la muerte, como efecto no buscado. Agregaba que en la democracia integral es norma el respeto a las culturas y a las costumbres diferentes de la propia y que, en consecuencia, no debía ser castigado por el sólo hecho de haber procedido según las costumbres de su religión.

El hecho suscitó una polémica en la opinión pública. En general la gente se inclinó a evaluar negativamente la conducta del padre. Por su parte, la Justicia le imputó el delito de abandono de persona, pero no recibió el beneplácito de todos los comunicadores sociales ni de toda la población.

El argumento del padre sonaba muy lógico y coherente con los valores democráticos, pero yo tenía la sensación de que ocultaba un malentendido, porque justificaba una conducta a mi juicio reprobable, amparándose en el principio de respeto a la diversidad. Mi parecer es naturalmente subjetivo y no tiene por qué ser norma de nada. Nada más quiero considerar el problema para ver si no estoy equivocado. Al respecto, consideraré sobre todo  el respeto a la diversidad al interior de los países y diré sólo alguna cosa sobre el tema de la multiculturalidad e interculturalidad, que tiene aspectos poco claros y sospechosos de ser solo una engañapichanga de los centros de poder para consumo de los países periféricos.

A primera vista me parece que respetar la diversidad, o al diferente, para ser más concreto, es dejarlo ser como es, evitando obstaculizarlo, o prejuzgarlo, o molestarlo, o perseguirlo, o rechazarlo a causa de su modo peculiar de vida o de sus condiciones especiales, tolerando aquellas formas diferentes que pueden desagradarnos, o que despreciamos, o que no aprobamos porque no coinciden con nuestros usos y costumbres e integrándolo a la convivencia con el común de la gente.

Hasta ahí, todo bien. Ahora la pregunta que me hago al respecto es ésta: ¿Hasta dónde hay que respetar los comportamientos divergentes del común? Parece claro que no tenemos obligación de respetar lo que diverge de la ley, salvo que la ley sea ostensiblemente discriminatoria. Pero ¿qué decir de los comportamientos ni prohibidos ni mandados por la ley pero que divergen de los usos y costumbres comunes en un país? Por ejemplo: ¿Hay que tolerar el “derecho de pernada” que aún subsiste en algunas zonas del nuestro país? ¿Hay que convivir en paz con los que ofrecen sexo en cualquier parte de la ciudad? ¿Frente a una escuela? ¿Frente a nuestra puerta a la vista de nuestros hijos?
¿Se debe ser intolerante con esos comportamientos, o tolerante, o permisivo?

Parece que lo mejor es ser tolerante, como si fuera un justo medio entre dos extremos, pero la cuestión es dónde poner el límite de lo tolerable y desde dónde no estamos dispuestos a dejar correr sin más formas de vida que no nos parecen aceptables.

Es evidente que el límite de lo tolerable dependerá de la idiosincrasia personal y de la cultura de una sociedad. Así como hay personas más tolerantes y comprensivas que otras, hay pueblos más liberales que otros. En otras palabras, el contenido de lo tolerable varía de persona a persona y de pueblo a pueblo. En esta cuestión reina el relativismo total. Por desgracia no hay todavía una ética civil mínima universal que sirva a todos los seres humanos como criterio para juzgar usos y costumbres. Sin embargo, a pesar de todas las objeciones que se le puedan enrostrar, la Declaración Universal de los Derechos Humanos puede servir como una guía provisoria.

Aparte de ello, de alguna otra pauta podemos disponer. Creo que no sería descabellado decir que dentro de un país se puede tolerar todo aquello que no infrinja la ley, siempre que esa ley no contradiga a los derechos humanos. Y con respecto a otras culturas, un buen criterio provisorio podría ser el respetar todo uso y costumbre que no contradiga a los mencionados derechos. En tal sentido, la infibulación creo que viola el derecho de las personas a su integridad física. Y aunque los derechos de los animales aún no están reconocidos, creo que la corrida de toros atropella su derecho a no padecer vejámenes y a conservar la vida. Creo que es una canallada hacer sufrir a un animal porque sí o, peor aún, por diversión. Otro tanto debo decir, para ser sincero, del aborto, al que considero sencillamente una salvajada y la peor de las discriminaciones que se perpetra contra un ser humano diferente indefenso, al que no se reconoce el derecho de los derechos: el derecho a la vida, sin el cual los demás derechos no tienen sentido. El derecho a la vida que tiene el niño por nacer es no sólo superior sino de otra entidad moral que el derecho de la madre a disponer de su propio cuerpo por la razón que fuera, amén de que el bebé no es una prótesis que la mamá se pueda quitar a voluntad, ni un órgano de su cuerpo, sino un ser humano diferente, que tiene tanta dignidad como la madre y que merece respeto como cualquier ser humano diferente y, en su caso, mucho más que sólo respeto. Escudarse en un supuesto derecho a disponer de su cuerpo conforma una actitud hipócrita e irresponsable que esconde la verdadera intención: librarse de un estorbo —¡pobre niño, que viene al mundo en medio de tanto desamor!

¿El respeto es acaso lo mejor que podemos hacer por los diferentes? ¿No es una actitud cómoda y mezquina? Por ejemplo: ¿Basta con integrar a los niños discapacitados a la escuela común y dejarlos librados a sus “capacidades diferentes”, eso sí, alentándolos con un fácil “se puede, se puede”? ¿Y si el niño, a pesar de contar con “capacidades diferentes”, no puede pasar de la tabla del dos mientras sus compañeritos ya saben sacar raíz cuadrada? ¿No es justo hacer mucho más por él? Las políticas neoliberales dirían que basta con el respeto y que cada uno se las arregle como pueda. “Tú puedes, tú puedes” —con estas palabras y una palmadita en la espalda dejarían al discapacitado a cargo de las almas caritativas—.Las políticas socializantes, en cambio, crearían un sistema solidario que se haría cargo del problema de los discapacitados en general. ¿Cuál de las dos actitudes es más humana? ¿La que propicia la libertad individual o la que alienta la corresponsabilidad?

El respeto a la diversidad es un deber de justicia para con los diferentes. En este sentido es lo mínimo que corresponde hacer para con ellos en tanto diferentes. Pero con el solo mínimo no basta. Aún siendo muy respetados —por ejemplo— en su cultura peculiar los indios tobas bien pueden morirse de hambre y ser despojados de sus tierras. No basta con respetarlos en su peculiaridad, porque tienen muchas necesidades que van más allá del mero dejarlos ser: Necesitan vivir una vida digna y eso no se consigue con sólo ser respetados. Creo que si la única actitud para con ciertos grupos o culturas diferentes se reduce a dejarlos ser como son, la solidaridad y, por lo tanto, la justicia social, brillarían por su ausencia.

Me atrevo a decir que es hipócrita la propaganda que promueve el respeto a las culturas diferentes y olvida u oculta el deber de solidaridad para con ellas. Al respecto me pregunto: ¿A qué obedece el interés del capitalismo por defender la diversidad cultural sin preocuparse por la suerte de los pueblos diferentes o, peor aún, manteniendo la opresión sobre ellos? ¿No es hipócrita realizar exposiciones de productos culturales de los mismos pueblos a los que se usa como ratas de laboratorio?

¿Nada se puede decir de otras culturas? ¿Todos sus usos y costumbres son absolutamente irreprochables desde el punto de vista de un consenso ético mínimo universal? No comparto este prejuicio estructuralista. Yo creo —francamente y sin ánimo de dogmatizar— que hay en todas las culturas costumbres indignas del ser humano que pueden ser juzgadas desde un punto de vista ético universal —que es superior al mero punto de vista culturalista— y que dejar correr esas costumbres sin siquiera intentar la corrección fraterna, es abandonar a la inhumanidad al que yerra sin saberlo. También es una injusticia.

Gracias por tu amable atención
                                                                                       Raúl Czejer

                                                                                                                                                


Te propongo la siguiente lectura, para pensar el tema de la tolerancia, independientemente del discurso políticamente correcto.

                                  La tolerancia bajo sospecha
Silvia Duschatzky :
Investigadora del Área de Educación.Flacso, Buenos Aires.
Carlos Skliar:
Profesor del Programa de Posgraduación en Educación.Universidad do Rio Grande do Sul. Brasil

¿La tolerancia es una necesidad, un punto de partida ineludible para la vida social, pero también una virtud?

La reivindicación de la tolerancia reaparece en el discurso posmoderno y no deja de mostrarse paradojal. Por un lado la tolerancia invita a admitir la existencia de diferencias pero en esa misma invitación residen la paradoja, ya que si se trata de aceptar lo diferente como principio también se tienen que aceptar los grupos cuyas marcas son los comportamientos antisociales u opresivos.

La Real Academia Española define la tolerancia como respeto y consideración hacia las opiniones de los demás, aunque repugnen a las nuestras. Si así fuera deberíamos tolerar los grupos que levantan las limpiezas étnicas en nombre de la pureza de la patria o también habría que tolerar las culturas que someten a la mujer a la oscuridad, el ostracismo y al sometimiento.

Geertz (1996), antropólogo norteamericano, rechaza el concepto de tolerancia basado en un relativismo: "la idea de que todo juicio remite a un modelo particular de entender las cosas tiene desagradables consecuencias: el hecho de poner límite a la posibilidad de examinar de un modo crítico las obras humanas nos desarma, nos deshumaniza, nos incapacita para tomar parte en una interacción comunicativa, hace imposible la crítica de cultura a cultura, y de cultura a subcultura al interior de ella misma".

Geertz señala con claridad que el miedo obsesivo al relativismo nos vuelve xenofóbicos, pero esto no quiere decir que se trate de seguir el lema “todo es según el color con que se mire”. Las culturas no son esencias, identidades cerradas que permanecen a través del tiempo sino que son lugares de sentido y de control que pueden alterarse y ampliarse en su interacción. La cuestión no es evitar el juicio de una cultura a otra o al interior de la misma, no es tampoco construir un juicio exento de interrogación sino unir el juicio a un examen de los contextos y situaciones concretas.

Ricardo Forster (1999) sospecha de la tolerancia por su tenor eufemístico. La tolerancia, señala, emerge como palabra blanda, nos exime de tomar posiciones y responsabilizarnos por ellas. La tolerancia debilita las diferencias discursivas y enmascara las desigualdades. Cuanto más polarizado se presenta el mundo y más proliferan todo tipo de bunkers, más resuena el discurso de la tolerancia y más se toleran formas inhumanas de vida.

La tolerancia consagra la ruptura de toda contaminación y convalida los guetos, ignorando los mecanismos a través de los cuales fueron construidos históricamente. -La tolerancia no pone en cuestión un modelo social de exclusión, como mucho se trata de ampliar las reglas de urbanidad con la recomendación de tolerar lo que resulta molesto.

La tolerancia tiene un fuerte aire de familia con la indiferencia. Corre el riesgo de tomarse mecanismo de olvido y llevar a sus portadores a eliminar de un plumazo las memorias del dolor. ¿Acaso las Madres de Plaza de Mayo fueron producto de la tolerancia ?

El discurso de la tolerancia corre el riesgo de transformarse en un pensamiento de la desmemoria, de la conciliación con el pasado ,en un pensamiento frágil, light, liviano, que no convoca a la interrogación y que intenta despejar todo malestar. Un pensamiento que no deja huellas, desapasionado, descomprometido. Un pensamiento desprovisto de toda negatividad, que subestima la confrontación por ineficaz.

La tolerancia puede materializar la muerte de todo diálogo y por lo tanto la muerte del vínculo social siempre conflictivo. La tolerancia, sin más, despoja a los sujetos de la responsabilidad ética frente a lo social y al Estado de la responsabilidad institucional de hacerse cargo de la realización de los derechos sociales. El discurso de la tolerancia de la mano de las políticas públicas bien podría ser el discurso de la delegación de las responsabilidades a las disponibilidades de las buenas voluntades individuales o locales.

¿Cómo juega la tolerancia en la educación? Es cierto que somos tolerantes cuando admitimos en la escuela pública a los hijos de las minorías étnicas, religiosas u otras, aunque esta aceptación material no suponga reconocimiento simbólico. Pero también somos tolerantes cuando naturalizamos los mandatos de la competitividad cómo únicas formas de integración social, cuando hacemos recaer en el voluntarismo individual toda esperanza de bienestar y reconocimiento, cuando hacemos un guiño conciliador a todo lo que emana de los centros de poder, cuando no disputamos con los significados que nos confiere identidades terminales. Somos tolerantes, cuando evitamos examinar los valores que dominan la cultura contemporánea, pero también somos tolerantes cuando eludimos polemizar con creencias y prejuicios de los llamados sectores subalternos y somos tolerantes cuando a toda costa evitamos contaminaciones, mezclas, disputas.

La tolerancia también es naturalización, indiferencia frente a lo extraño y excesiva comodidad frente a lo familiar. La tolerancia promueve los eufemismos, como por ejemplo llamar localismos, identidades particulares a las desigualdades materiales e institucionales que polarizan a las escuelas de los diferentes enclaves del país.

Retornemos al principio, para salir de allí: "el otro como fuente de todo mal" nos empuja a la xenofobia (al sexismo, la homofobia, al racismo, etc.). A su vez, el discurso multiculturalista corre el riesgo de fijar a los sujetos a únicos anclajes de identidad, que es igual a condenarlos a no ser otra cosa de la que se es y a abandonar la pretensión de todo lazo colectivo. Y por último, la tolerancia puede instalamos en la indiferencia y en el pensamiento débil.

¿Será imposible la tarea de educar en la diferencia? Afortunadamente es imposible educar si creemos que esto implica formatear por completo al otro, o regular sin resistencia alguna, el pensamiento y la sensibilidad. Pero parece atractivo, por lo menos para no pocos, imaginar el acto de educar como una puesta a disposición del otro de todo aquello que le posibilite ser distinto de lo que es en algún aspecto.

Una educación que apueste a recorrer un itinerario plural y creativo, sin patrón ni reglas rígidas que encorseten el trayecto y enfatice resultados excluyentes.




Inspiradora y bella música la de Ennio Morricone. La misión da sentido a la vida y plenitud al corazón