viernes, 24 de junio de 2011

Cambiar de mundo




                                  Victoria cambia su mundo

Victoria era  una mujer  entrada en la segunda madurez, esa edad en que los hijos ya se han ido a vivir por cuenta propia y se comienza a hacer un balance del camino recorrido. Aparentaba, empero, ser más joven de lo que denunciaba su documento de identidad. Una férrea disciplina de regímenes y ejercicios la mantenían delgada como bailarina de ballet, erguido el pecho y esbelta como una palmera. Porte arrogante y mirada altiva,  exigente consigo misma y con los demás, no se perdonaba ni perdonaba errores.  Súper responsable y dedicada totalmente a su trabajo se desempeñaba como jefa de personal  de una empresa financiera, cargo al que había accedido después de una lucha encarnizada con los otros aspirantes.  Formada en la escuela de la competitividad y la eficiencia su única preocupación era hacer bien su tarea, así tuviera que masacrar a los que se interponían en su camino. Lograr status y prestigio era toda su ambición.  Individualista por convicción, nunca le habían interesado los problemas de los demás y pensaba que cada uno tenía que arreglárselas como pudiera. Se consideraba una típica "self-made woman" y estaba convencida de que si ella había podido, cualquiera podría hacer lo mismo. Para lograr éxito profesional había sacrificado su vida social y   descuidado sus afectos.  Familiares y   amigos se habían ido distanciando a causa de la rigidez de sus opiniones y la severidad de su carácter. Se sentía respetada, pero no querida. Vivía  acompañada por un gato en un departamento demasiado grande que acentuaba su soledad, con cuartos colmados de insoportable silencio que procuraba espantar con música ligera. 

 Pero algo se había quebrado en su interior. En las horas muertas miraba el río distante y se preguntaba si todo había valido la pena.

Cuando dejaba la empresa para retornar a su hogar, sentía un vacío que le iba ganando el alma. Hacía ya un tiempo  que había empezado a dudar del propósito que orientara su vida desde la juventud. Revisaba su pasado y sólo veía años que amontonaban ruinas sobre ruinas. Pesadumbre, arrepentimiento y malhumor definían su estado de ánimo. Sentía que se  había consagrado  a su trabajo por  demasiados tiempo  y que ésa había sido una decisión equivocada. Su mundo se había reducido a la empresa y ya no se sentía feliz en ese mundo. Estaba harta: harta de sí misma, de sus errores, de su soledad  y de hacerle el caldo gordo a accionistas insaciables. Tenía la sensación de que debía buscar un cambio de frente pero la rutina y la comodidad la retenían amarrada a su oficina. Algo debía suceder que la sacara del marasmo en que se encontraba empantanada. El vaso estaba lleno, pero  faltaba la gota que lo hiciera desbordar.

Esa mañana estaba de mal humor, como tantos otros días en que el estrés no la había dejado dormir. Tenía en agenda una entrevista con el delegado gremial, personaje que no le caía simpático por lo exagerado de sus reclamos y poca disposición para un diálogo coherente. Aficionado al chiste fácil, dificultaba la negociación con continuas interrupciones. Era un tipo complicado  al que convenía tener de amigo. La gerencia le había indicado que lo tratara con guantes de seda, porque no quería problemas con el personal. Pero Victoria estaba harta y ya no sabía de guantes de seda

Verídico Contreras llegó puntualmente, sabedor de que a la jefa no le gustaba estar esperando.
—Buenos días, su señoría —dijo Contreras al entrar, intentando ser simpático.
—Déjese de pavadas, Contreras. Entre y siéntese —replicó la jefa con voz de hielo.
—Discúlpeme, señoría, pero a la pavada la dejé en el gallinero de mi casa —contestó Contreras, molesto por el recibimiento—. ¿Sabe qué difícil es traer a esos  pavos en el colectivo? Además, aquí no tengo dónde dejarlos. A propósito: ¿no debería la empresa habilitar un lugar apropiado para guardar mis pavos?
---¿Acaso me está tomando el pelo?
—De ninguna manera. En cuestión de tomar, me gusta tomar mate, café o un buen vino, pero pelo, no. No los puedo tragar y se me quedan entre la boca y el garguero.
—Mire, Contreras, mejor lo dejamos ahí.
—¿Dónde quiere que lo deje y qué cosa?. ¿Sobre su escritorio? ¿En el suelo? Usted me confunde.
—¿Usted me quiere volver loca?
—Noo…eso es imposible. Para volverse loco no hay que serlo previamente.
—Voy a hacer como que no lo escuché. A ver, Contreras, vamos al grano.
—Está bien, pero dígame qué grano. ¿De maíz? ¿De alpiste? Si no me lo aclara…
—¿Usted siempre se va a ir por las ramas?
—No me ofenda. Yo no soy un mono, para andarme por las ramas
—No quise decir eso, sino que nos centremos en el motivo de su venida. ¿Qué lo trae por aquí?
—Hasta la esquina me trajo el colectivo; y aquí adentro, mis piernas. Me hace bien caminar, pero vivo un poco lejos, ¿sabe?
—¡Usted me está haciendo perder el tiempo!
—Señoría, me extraña que diga eso. El tiempo no se pierde. Se va al pasado y queda allí para que los historiadores lo estudien y muchos lo lamenten.
—Acabemos con esto. ¿Qué se le ofrece?
—Me han ofrecido muchas cosas. Hoy nomás en el colectivo subió un vendedor a ofrecer gorritos de Boca. ¿Vio, señoría, que el domingo juega Boca?
—Mire, Contreras, ya colmó mi paciencia. Mándese a mudar.
—Yo no necesito mudarme, señoría. Esto muy contento con la casa que tengo
—A ver si ahora me entiende: ¡Váyase al carajo!
—Me pide algo imposible. Usted sabe que los carajos ya no existen. De todos modos me voy, a ver si lo encuentro en la oficina del gerente. Addío, señoría. Bai, bai
Victoria abrió la puerta de su despacho y con un gesto y sin decir  palabra le indicó que saliera. El estampido de la puerta al cerrarse resonó en todo el recinto de la empresa.

—¡Esto es el colmo! —exclamó, casi con furia. Se sentó, respiró como le habían enseñado para liberar tensiones y,  una vez que recobró la calma, se puso a pensar si su trabajo tenía algún sentido y si no era hora de pensar en otra cosa. Odiaba ese papel de amortiguador entre el personal y la empresa; se sentía presionada de ambos lados, lo que se traducía en un estrés crónico y contracturas de su espalda que buscaba aliviar con sesiones diarias de  yoga y  de masajes
—¿Qué estoy haciendo acá? ¿Tengo que aguantarme que me tomen el pelo? ¿Necesito seguir poniendo la cara ante los empleados para defender políticas de  explotación por parte de los dueños?—se preguntaba.
Sintió que  su trabajo en la empresa ya no era vida para ella y que era hora de cambiar.
Evaluó pros y contras y al terminar el día estaba decidida: Dejaría la empresa y se dedicaría a administración de personal por cuenta propia. Se ilusionaba pensando que así tendría tiempo libre para  los afectos y la vida social, que tanto había descuidado, y  mirar alrededor. Por primera vez en mucho tiempo el trabajo no sería su prioridad absoluta y podría mirar las cosas con otro propósito. Ella aún no lo sabía, pero un nuevo mundo comenzaba a desplegarse ante sus ojos

Al presentar la renuncia sintió que se liberaba de una opresión de largos años y que volvía a ser dueña de su vida. Ya nadie  iba a venir a  tomarle el pelo con respuestas disparatadas a preguntas obvias. Ya no quería pelear con nadie para defender intereses de otros a quienes ni siquiera conocía.

 Esa tarde, cuando contemplaba las velas blancas que surcaban el río lejano, se sacó los anteojos, aflojó el rostro y desarmó su espíritu. Tomó el teléfono y marcó un número.


                                                                                                Raúl Czejer


El mundo humano es creación de los hombres y mujeres, hecho a su imagen y semejanza. Por eso, cambiar el mundo exige un cambio del corazón . Si el capitalismo se impone en el mundo es porque hunde sus raíces en lo peor del ser humano, que sigue siendo más fuerte que sus mejores disposiciones.





La desesperanza puede ganarnos el alma si sólo miramos la realidad que está patente a los ojos. Pero ésa no es la única realidad, porque  los seres humanos de buen corazón no dejan de sembrar las semillas de un mundo nuevo, que dará sus frutos en el futuro. Sólo hay que tener fe en el triunfo final del bien.









miércoles, 15 de junio de 2011

Solidaridad versus caridad



                             Solidaridad, sí. Caridad, ¿no?

                                                                                              
“Desprecio la caridad, por la vergüenza que encierra”, dice Atahualpa Yupanqui en “Milonga del Solitario”. Expresa así el poeta un concepto que se ha generalizado en la opinión pública, sobre todo en sus niveles más intelectuales, y que recalcan los comunicadores de los medios masivos. La misma idea encontramos en Eduardo Galeano, quien dice, contraponiendo caridad y solidaridad: “La caridad es humillante porque se ejerce verticalmente y desde arriba; la solidaridad es horizontal e implica respeto mutuo”.

La caridad humilla y avergûenza, afirman. Vemos así que lo que muchos entienden como un acto de bondad, otros muchos   lo entienden como un acto perverso que ofende al que recibe la acción caritativa.

Yo fui educado en ambientes donde se tenía en alta consideración a la caridad y sigo considerándola como un valor que califica a la persona en lo que tiene de más propio,  su humanidad. Pero debo admitir que los muchos que la consideran despreciable tienen seguramente buenas razones para ello, de modo que, para ser honesto conmigo mismo, me debo un esclarecimiento y un cambio de convicciones si esas razones así lo aconsejaran.
Con todo el respeto y la admiración que me merecen  Eduardo Galeano, don Atahualpa y los comunicadores sociales, me atrevo a decir que no me resulta claro lo que quieren expresar.
Si toda forma de caridad fuera tal como estos autores la consideran, habría que dejar de lado cualquier tipo de acción benéfica personal, desmontar toda organización que se dedique a actividades de ayuda a los necesitados —como Red Solidaria, Cáritas, Médicos sin Fronteras y tantas otras—, condenar al Dr. Maradona por inmoral, ya que habría humillado a los aborígenes de Formosa cuando los curaba de sus males y se preocupaba por su promoción, y acusar a la madre Teresa de inhumanidad por acoger y consolar a los moribundos de Calcuta.
Todo lo cual me suena un poco raro, y no creo que sea esto lo que piensan los mencionados comunicadores, por lo que me animo a conjeturar que en el aserto de que la caridad es humillante y que sólo la solidaridad es respetuosa se esconde un malentendido  que me gustaría desentrañar.
Por de pronto uno puede imaginar que la supuesta confusión se origina en el significado ambiguo de los dos términos implicados, caridad y solidaridad, por lo que me parece que la clarificación de estos conceptos ayudaría a deshacer el malentendido

En el caso de la caridad, las ideas están más claras, pero no así en el caso del concepto de solidaridad. Esta es una palabra que se aplica a distintas realidades, según la óptica de quien la considera. No hablan de lo mismo un anarquista que un neoliberal o un católico. De allí que muchos denominan “acción solidaria” a lo que  otros califican de “acto de caridad”.

Mi intención es buscar un punto de equilibrio entre ambas formas de tender una mano al necesitado. No condenando a una en beneficio de la otra; por el contrario, vinculando solidaridad  y caridad. No sé si lo lograré, pero creo que vale la pena intentarlo.

Mi hipótesis es que la solidaridad es una exigencia de la justicia, la cual es la exigencia mínima del amor al prójimo. En otras palabras, no se puede ser un hombre justo sin ser un hombre solidario; y no se puede decir que uno ama al prójimo si no se es un hombre justo. El cumplimiento de las exigencias de la justicia es el piso de la caridad, aunque no su techo.

Por ejemplo, donar los órganos, ¿es una acción solidaria o una acción caritativa? Mi hipótesis es que si es solidaria es necesariamente justa y caritativa. La solidaridad es una forma de la justicia, la cual es una forma de la caridad, aunque ésta tiene muchas otras formas de expresarse.

Si la solidaridad es una forma de la justicia, entonces es una obligación y un derecho para todo ser humano. Las formas de la caridad que van más allá de la justicia dependen, cambio, del libre arbitrio de cada uno.

No quiero aburrir al lector con una serie de definiciones sesudas que  pueden encontrarse en los autores que se dedican a estos temas. Simplemente daré mi opinión, sin pretensiones de que sea la más acertada. Sólo espero que sirva para pensar el asunto sin confusiones y aclarar lo que quieren decir Yupanqui, Galeano y los comunicadores sociales. Puede que mi interpretación no sea la correcta; pido desde ya disculpas a todos los amigos lectores.
Caridad es amor de benevolencia. Es, sencillamente, amor al prójimo, quienquiera sea.  Es decir, disposición para hacer el bien a cualquier ser humano, al margen de si tiene derecho a ello. La caridad se opone al odio, la malevolencia y la indiferencia para con otro ser humano.

 ¿Cómo describiremos a la persona caritativa? Es aquel que siempre está dispuesto a favorecer el crecimiento y la felicidad del otro como sujeto libre, que procura no ponerle obstáculos y sí ofrecerle caminos de realización. El que es caritativo no ejerce poder sobre los demás sino que se pone a su servicio. Es compasivo, sabe perdonar, evita la ofensa, la envidia, la humillación, la maledicencia, el engaño. El que ama al otro jamás le hará daño. Por eso decía Agustín: “Ama y haz lo que quieras”. La caridad así entendida es el alma de la vida moral, es decir, de una vida propiamente humana.

¿Debemos decir que las acciones caritativas, de cualquier clase que sean, humillan  necesariamente al otro ser humano? ¿Si evito maldecirlo, lo humillo?  ¿Si le dono un órgano, lo humillo? ¿Si lo veo tirado a un costado del camino y me detengo para socorrerlo, lo humillo? ¿O para comportarme humanamente debo actuar como los transeúntes que pasan ante las puertas de la catedral de Buenos Aires y ni siquiera miran a los que duermen tapados con cartones en colchones sucios y destrozados? Y si hago como esos jóvenes que se organizan para acercarles cada noche una comida caliente, ¿humillo a esos pobres? ¿los ofendo y les falto el respeto? Me cuesta creerlo. Seguramente ni Yupanqui ni Galeano quieren decir esto.

La caridad tiene muchas formas de actuar y todas nacen de un corazón bueno, generoso y compasivo que trata al otro con consideración, respeto y solicitud. Cuando se realizan por otros motivos o faltando el respeto al prójimo, dejan de ser caridad y se transforman en hipocresía o maltrato. Posiblemente la objeción de Yupanqui y  Galeano se refiera a  formas desvirtuadas de caridad

Cuando estos autores censuran la caridad están suponiendo que  sólo se da entre un ser humano que tiene posibilidades de donar y otro que padece necesidad. Esa suposición indica  que cuando condenan  la caridad, la están considerando de la manera que se la entiende comúnmente, como acción de dar algo a un necesitado, por desprendimiento, porque a uno le está sobrando o por cualquier otro motivo. Me reduciré, en consecuencia, a considerar su crítica  a  esta forma de acción caritativa: la donación,  beneficencia, o limosna

 Ellos dirían que esta forma de caridad humilla al pobre y le falta el respeto porque se ejerce “verticalmente y desde arriba”.  Están suponiendo que toda acción que se ejerce de arriba hacia abajo es necesariamente humillante para el inferior de modo que sólo la interacción entre iguales es respetuosa para ambos. Este aserto es muy discutible, porque conocemos muchas formas de acciones que se ejercen “desde arriba” y que no son para nada humillantes por el solo hecho de ser verticales. Ejemplo: Un maestro con sus alumnos.

Si la donación fuera humillante sólo por ejercerse “desde arriba”, entonces, si un pobre le pide ayuda a un rico éste debería negársela, para no humillarlo. Y el pobre debería agradecerle que no se haya atrevido a faltarle el respeto dándole una ayuda vergonzante. Y si se la da, debería reclamar justicia por haber sido ofendido. Todo esto me parece extraño, y no creo que Yupanqui ni Galeano quieran llegar a semejantes extremos.
El punto central de la objeción radica en que “la donación es humillante”. Humillar es hacer sentir al otro su inferioridad. Humillarse es bajar la cabeza y someterse al poder del superior. Si esto sucediera en la beneficencia, ya no sería un acto de caridad sino un acto de poder y Galeano tendría razón. Pero deberíamos ver si no se puede dar, y en qué condiciones, una donación caritativa, como acto de amor, no como acto de poder. Tal vez esta búsqueda nos acerque a lo que dicen Yupanqui y Galeano.

Para que la donación no se desvirtúe y no sea humillante tiene que apelar a la libertad del necesitado. Si la beneficencia se impone, ya deja de ser caridad. El que pide o recibe el donativo tiene que hacerlo porque quiere y tiene que tener la posibilidad concreta de  no pedirlo o de rechazarlo. Si se ve obligado a pedirlo o  recibirlo, entonces la donación ha sido impuesta, no por el que realiza el acto de donar, sino por la situación de miseria del que lo pide o recibe. Y esto es un punto crucial en esta cuestión.
 Hay que preguntarse si la condición de indigente no ha sido previamente impuesta al pobre por el sistema de tal modo que lo obliga a pedir limosna. Y preguntarse si con la limosna no estoy colaborando en mantener un sistema injusto al aliviar el sufrimiento que causa ese mismo sistema. En tal caso, el acto de donar se convertiría en su cómplice inconciente. El sistema desvirtuaría el carácter caritativo de la donación  convirtiéndolo en un acto perverso. Más aún, lo usaría en beneficio de la injusticia.

Si el pobre tiene que aceptar la limosna para poder sobrevivir, en razón de las condiciones en que se encuentra,  entonces la donación no es la forma adecuada de ayudarlo; más aún, diría que a la postre lo perjudica, porque lo mantiene encerrado en esa situación. La donación puede aceptarse entonces como respuesta coyuntural ante la emergencia, pero nunca como una respuesta estructural que cambie la condición del indigente actual o potencial, porque sencillamente no la cambia o, peor aún, la consolida.  Y creo que lo que Yupanqui y Galeano reclaman es una respuesta estructural ante situaciones de injusticia.

Aquí entra a jugar su papel la solidaridad, entendida como determinación firme de  procurar y mantener respuestas estructurales dirigidas a prevenir y/o resolver situaciones de injusticia  que padecen  o pueden padecer individuos o sectores sociales. Así entendida, la solidaridad es un comportamiento tendiente a lograr y mantener una respuesta social, organizada por la ley, que garantice los derechos de las personas; no individual, como lo es el acto de donar por propia iniciativa, cuando quiero y cuanto quiero

Desde esta perspectiva, ¿quien sería el solidario? Aquel que lucha por la causa de los que padecen o padecerán situaciones de injusticia, entendido ampliamente, y el que se adhiere o solidariza con la solución del problema..

A ver si sirve este ejemplo para explicarme mejor: Hasta hace poco la donación de órganos en Argentina dependía de la generosidad de la persona individual y los muchos necesitados de recibir un trasplante estaban a merced de este gesto humanitario; no tenían un derecho a la donación reconocido por la ley.  Hubo quienes impulsaron un cambio estructural y lograron un avance significativo: La figura legal del donante presunto: Es donante todo aquel que no se niegue expresamente.  Con este cambio la oferta de órganos  ya no dependió exclusivamente de la voluntad expresa del occiso. Los que se ocuparon de promover el cambio, se comportaron solidariamente con  los necesitados de trasplante,  asumiendo su causa como propia. El donante que se integra al sistema solidario, también actúa solidariamente. El que se mantiene al margen, actúa individualistamente. Tal vez, si se da la ocasión, decida por cuenta propia donar sus órganos, según las circunstancias y a su criterio.

Permítanme poner un ejemplo. Martin Luther King exponía cierta vez ante sus seguidores la parábola del Buen Samaritano, y les decía que lo que aquel hombre había hecho era una acción caritativa, y que estaba bien para aquel tiempo y en aquella cultura, pero que no bastaba para el presente. Lo que hoy tiene que hacer un hombre de bien —les explicaba— es propiciar la seguridad en los caminos de modo que nadie se vea en peligro de ser asaltado. Y lo ponía como ejemplo de acción solidaria: Quien lucha para que se logre esa seguridad, está asumiendo la causa de los que corren riesgo de ser asaltados como si fuera causa propia. Está luchando por el bien de todos los compañeros que forman la sociedad, incluso por el bien de él mismo. Lo contrario de la actitud solidaria es la actitud individualista: “Que cada uno cuide de sí mismo. Yo voy a contratar una guardia privada y así me protegeré de los atracos. A mí no me va a pasar nada. Los demás, que se jodan”.

Pensar por todos; pensar por uno mismo: He ahí la disyuntiva. El solidario lucha por todos, un todo que lo incluye. Trabaja por y propicia la creación de estructuras de solidaridad. El solidario privilegia el interés de la comunidad por encima del interés personal. El individualista sólo mira y procura lo que le conviene. Si hay una elección de autoridades, el solidario votará a quien proponga un programa de progreso en el bienestar de todos; el individualista votará a quien favorezca su bienestar, aunque perjudique a la mayoría.

Les pongo un ejemplo de comportamiento insolidario: En Argentina, en la década del 90, el dólar estaba muy barato, de modo que era muy fácil para los sectores de ingresos medios viajar al exterior. Mucha gente aprovechó la oportunidad de un viaje de placer y dilapidó esos dólares baratos por todo el hemisferio norte. Pero esos dólares eran prestados por los bancos extranjeros; así se colaboró a la generación de una deuda colosal para el país,  que debieron pagar todos los argentinos, aun los más pobres, que no habían viajado ni podían hacerlo. Se socializó el gasto superfluo de una minoría, como si fuera una solidaridad a la inversa: Socializar las pérdidas y privatizar los beneficios.

Permítanme poner otro ejemplo. Entre los siglos diecinueve y veinte, vivió un sacerdote católico que era hijo de un obrero socialista. Era Luis Orione. Siendo aún joven en 1919 y ya ordenado sacerdote, tomó conciencia de la explotación a que estaban siendo sometidos los obreros de los arrozales. El no era uno de esos obreros, pero sí era su conciudadano  y por lo tanto juzgó que su problema le concernía. Podría haber adoptado una postura individualista y decir: “Qué me importa que los exploten, no es mi problema. A mí no me explotan”. Pero se solidarizó con los obreros, se hizo uno con ellos en tanto conciudadanos, asumió su problema como propio y comenzó una campaña para la formación de un sindicato de trabajadores de los arrozales a fin de que, unidos, defendieran su dignidad y lograran un cambio estructural que eliminara la explotación. Su proclama comenzaba diciendo: “¡Proletarios de los arrozales, de pie!”.

El Estado de Bienestar intentó, durante el siglo veinte, crear las instituciones que previeran y previnieran las contingencias diversas a que están expuestas las personas y los grupos durante su vida y resolvieran situaciones de injusticia. Mucho se ha avanzado en ese sentido, pero queda aún mucho por hacer. Lamentablemente, el avance de las políticas neoliberales en los últimos veinte años desmontó buena parte de lo logrado, y va por más. Primero en los países periféricos y ahora en los centrales, el neoliberalismo sigue devastando los sistemas de solidaridad y propiciando el “sálvese quien pueda”.

Yo creo que Galeano y Yupanqui critican la caridad entendida como donación voluntaria porque procuran propiciar las relaciones de ayuda mutua que se da en los sistemas solidarios, que ellos prefieren a causa de sus posiciones filosóficas, todo lo cual me parece totalmente legítimo y respetable y que comparto plenamente.

Entiendo que ellos quieren decir que la donación voluntaria, de lo que sea,  produce un alivio de los efectos que producen la falta de respuestas solidarias a los males sociales. Vale para las emergencias y las urgencias. Pero no basta y hasta puede ser contraproducente si es la única respuesta, porque colabora con el sistema injusto.  En cambio, la solidaridad ataca las causas de esos males y da respuestas orgánicas a  problemas orgánicos que causan daño y sufrimiento a las personas.
Pero la solidaridad y la justicia nunca serán perfectas, porque su ideal es el amor al prójimo.

Supongamos que un lejano día la humanidad alcance la sociedad ideal, totalmente solidaria y justa. Todos los riesgos y contingencias que sufran las personas estarán previstos y prevenidos por el sistema social. No habrá indigentes que se vean obligados a aceptar limosnas, ni desocupados, ni sin techo, ni explotados…Pero todo y siempre tiene su límite. No hay sociedad que pueda salvar al hombre del fracaso ni del dolor ni de la perspectiva de la muerte. Ante estas y otras contingencias-límite la caridad tiene una palabra que decir y tiene que tomar la posta: La contención, el consuelo, el afecto, la apertura de horizontes nuevos.

 La caridad, entonces, viene a cumplir una función subsidiaria respecto de la solidaridad: Lo que alcanzan a resolver los sistemas solidarios, no debe hacerlo la caridad, pero sí debe ocuparse de las situaciones dolorosas  a las que los sistemas solidarios no alcanzan a dar respuesta.

 Por otra parte, esa sociedad ideal inspirada en el respeto y el amor al otro a que aspiran Yupanqui, Galeano y mucha otra gente de buen corazón que se solidariza con los que sufren injusticia es un horizonte  que nos invita a caminar pero que  nunca se alcanza, como dice Galeano. Siempre habrá una brecha entre la aspiración y la realización. En esa brecha actúa la caridad.

Gracias por leer esta exposición
                                                                                              Raúl Czejer



                                                                                    
Ejemplos de solidaridad hay en todas partes y de todas las edades. Son seres humanos como nosotros que entienden que las situaciones de injusticia les conciernen y que están llamados a hacer algo.




Cantar podemos cantar en soledad y para nosotros mismos, o cantar junto con todos y para todos los seres humanos