jueves, 16 de diciembre de 2021

El giro




                                                       El giro de Gregorio
—¿Te acordás de Gregorio? ¿No? No te hagás el gil, si lo conociste bien. Vivía a la vuelta de tu casa, por la calle  de Salsipuedes. Un tipo bueno pero muy reservado. No jodía a nadie ni daba bola a nadie… Ah, ahora te acordaste. Bueno, resulta que  Gregorio un buen día desapareció del barrio y nadie supo a dónde fue a parar. Era un hombre ya mayor cuando sucedió.  Recordás que vivía solo y no tenía parientes conocidos, así que no  había a quién preguntarle sobre su paradero. Como suele suceder, las vecinas más chismosas se dieron a conjeturar las explicaciones más disparatadas: Que lo pisó un tren de carga. Que se volvió loco y fue a parar al manicomio. Que se hizo linyera y/o polizonte (ambas versiones tuvieron defensoras). Que lo chupó un ovni. Que se tomó una purga excesiva y se fue por el caño. Y cosas así que no tenían ningún fundamento en datos concretos
Vos sabés que  yo no soy chismoso y que no me gusta andar averiguando vida y milagros de los demás, pero el caso de Gregorio me intrigaba. No acostumbro  opinar sin hacer una investigación exhaustiva, así que anduve recabando información y creo que llegué a hacerme una idea plausible de lo que le pasó al vecino. Tuve que deducir varias cosas y otras imaginarlas, por lo que mi versión no es más que una conjetura con fundamento en testimonios de los muchachos del bar y necesitaría  nuevas investigaciones que la confirmen. No me mirés con esa cara, que los muchachos saben lo que dicen…vos sabés que los argentinos somos expertos en todo tipo de temas.
Si me tenés un poco de paciencia, te  cuento la historia. Si no, a otra cosa mariposa. ¿Te interesa escucharla? ¿Sí? Bueno, ahí va. La tengo escrita para publicarla en el pasquín del barrio. Te la leo y después decíme qué te pareció y si es creíble. Pensé varios títulos para el relato y me quedé con “El giro de Gregorio” porque creo que de eso se trata lo que sucedió con él.

Estando ya Gregorio más cerca del arpa que de la guitarra, se propuso llevar a cabo una transformación de su vida que lo rescatara de esa sensación de vacío que lo acuciaba, le abriera la posibilidad de una muerte reconciliado consigo mismo y lo salvara de la ominosa leyenda  que algún deudo socarrón podría consignar en su epitafio: “Aquí yace Gregorio, que supo vivir  ochenta años. Nunca se supo para qué”.
Desde que había completado su quinta década de vida venía haciendo un balance de sí mismo preguntándose si en caso de que le tocara finar en ese instante podría decir como Cabral “muero contento”, y no encontraba en los  años transcurridos nada que lo autorizara a conclusión tan venturosa.
Había leído que uno tiene que hacer de su vida una obra de arte: algo bello y singular. Pero juzgaba que la suya no era bella ni tenía nada de singular.
 La desazón lo impulsó a pensar en el origen del vacío que lo aquejaba y creyó encontrarlo en que siempre había hecho lo que mandaba la realidad y nunca lo que él mismo decidía. Tenía la sensación de haber vivido una vida que no le pertenecía y de que una realidad impersonal había vivido en su lugar.







La verdad  era que él  había seguido el río de la costumbre y  hecho lo que hace el común de los mortales: Remontó barriletes en el campito, jugó partidos legendarios a la bolita, sufrió por el cuadro de sus amores, fue lustrabotas y vendedor callejero, paseó perros desesperados, militó en el socialismo  y hasta se animó a vivir varios  años en un convento …pero no recordaba nada singular e importante que significara una contribución valiosa y personal  al mundo que un cierto día habría de dejar y  que lo rescatara del oprobio de haber vivido al cuete.
—¡Basta de boludeces! —se dijo un día en que el viento del norte  crispaba los nervios y acababa con la paciencia de la gente—. ¡Me cansé de seguir la ruta de las multitudes! Voy a retomar las riendas de mi vida  y  voy a buscar mi propio camino.
Se dio, entonces, a pensar cómo debía ser su vida para que  fuera lo  que pretendía.
Suponía que el propósito de semejante empresa estaba reservado para pocos; pero se ilusionaba con encontrar ese modo de vivir bello y especial que fuera para él un
motivo de legítimo orgullo. A su edad, ya no le interesaba el aplauso del teatro sino la aprobación de un solo espectador: él mismo.
No le resultaba fácil encontrar ese estilo original; todo lo que se le ocurría era más de lo mismo, lo que hacían todos o que él ya había hecho  en el pasado. Así, los días iban
transcurriendo , todos iguales los unos a los otros, mientras los guadañazos de la Parca sonaban cada día más cerca de su oído.
—Si la montaña no viene a mí… —se dijo, parafraseando al profeta y cansado de esperar una inspiración—. Voy a salir a los caminos para buscar ese hilo conductor que  permita replantearme la vida y reivindicarme ante mis ojos. Algo se va a presentar. Sólo tengo que estar atento para que la ocasión, si se diera, no me deje haciendo señas.

No quería repetir las andanzas del Quijote, ni las correrías del Che, ni el vagabundeo de los hippies, así que no iría ni en moto ni a caballo. Tenía que ser algo singular. Descartó al auto y la bicicleta por muy vistos, al avión por burgués y al yate  por vergonzante. No olvidaba su raigambre socialista y no iba a ceder a las tentaciones del jet set.
—Ya sé —se dijo con entusiasmo—: Voy  a ir en monopatín. Será algo novedoso porque se han visto a muchos chicos viajar en esos vehículos de dos ruedas, pero nunca a un viejo como yo. A fin de aprovechar los vientos de cola, izaré una vela sujeta al árbol del rodado. Y para hacerlo aún más singular, voy a fijar en la punta del mástil un banderín en  que ondeará este lema: “A mi Manera”. No faltarán algunos globos multicolores y un barrilete para atraer la atención de los más chicos, a más de  una corneta para abrirme paso.
En su galpón del fondo trabajó y trabajó hasta que logró un modelo de alta gama a la medida de su aspiración. Por un tiempo practicó velopatinismo para estar en forma y cuando se creyó todo un experto se dispuso a organizar su viaje.
—Voy a ir hacia el norte —se dijo después de un concienzudo estudio de los posibles recorridos  y de exhaustivas consultas a cartógrafos, geógrafos y meteorólogos—.




Tomaré el camino del río cuarto, bordearé la sierra de abracadabra y desembocaré en los llanos del tigre donde reinan las larreas de flores amarillas; desde allí subiré a las
montañas  azules y bajaré por la cuesta de los sueños rotos  al desierto impenetrable,  que me llevará a la selva donde crece el jacarandá  florido; recorreré el río de las siete
corrientes  y llegaré al salto de las aguas grandes; luego descenderé por el camino de los apóstoles y en el camposanto dejaré una flor; por el río de los pájaros pintados volveré soñando que al fin puedo irme contento de esta vida. Confío que en el trayecto encontraré el camino que estoy buscando
—Vos estás loco —le dijo un amigo para alentarlo.
—No estoy loco; sólo estoy vacío —replicó.
—Con amigos así…—pensó. De todos modos no bajó los brazos y se aprestó a  partir.

Una mañana de viento del sudeste se dirigió hacia el norte, bien temprano, como era su costumbre. Cruzó campos de cebada que prometían cervezas memorables y de trigos maduros que soñaban con un destino de pizza y macarrones. Transitó pueblos que lo miraron con curiosidad o indiferencia. Vadeó arroyos impensados por las cartas y al pie del cerro colorado se concedió un descanso. La noche lo encandiló de estrellas y mirando la cruz del sur se quedó dormido.
La mañana siguiente lo encontró en los llanos  donde el sol es más sol que en cualquier parte. A la hora de la siesta se recostó bajo un mistol. Allí le pareció oír el retumbar de caballos lanzados al galope y soñó con un escenario de antiguas correrías  y batallas memorables que perduran en las zambas.

Desde el llano, subió a las montañas azules por senderos olvidados.  Recorrió valles y quebradas y durmió a la sombra de  sauces  y nogales que riegan las acequias. El rumor del agua clara lo arrulló en sus sueños.

Cuando ya le parecía que nada iba a acontecer y lo iba ganando el desaliento, una gran tormenta lo sorprendió bajando por la cuesta de los sueños rotos. Se refugió en el hueco de una peña, junto a un arroyo desbordado, y al momento lo alertó un grito  de socorro. Corrió a la orilla, desdeñando viento y aguacero.  Desde allí las vio: En medio del arroyo, dos mujeres pugnaban por evitar que el torrente las arrastrara en su vorágine. Asidas de la rama de un chañar a duras penas podían mantenerse a flote. No dudó. Ató una cuerda a su cintura y el otro extremo a un nogal cercano y se metió en la corriente. Sabía que su vida estaba en grave riesgo, pero no había venido hasta allí para medir peligros. Comprendió que no podría salvar a las dos a la vez. Optó por la más débil y con gran esfuerzo la rescató del torrente y la llevó a  la orilla. La lluvia era ya un diluvio.  Volvió al arroyo que rugía amenazante  y llegó a la otra mujer. La asió de la mano para atraerla hacia él y tomarla de la cintura  en el preciso momento en que una nueva embestida de la corriente  los empujaba con violencia. Lo invadió el miedo y vaciló un instante. Sintió que sus manos se deslizaban poco a poco y que ya no podía retenerla. Vio su mirada de súplica y reproche y cómo se alejaba  arrastrada por el agua hasta que se perdió de vista en un recodo del arroyo. Quiso desamarrarse de la cuerda para ir tras ella, pero ya era tarde. Retornó a la orilla y se sentó a llorar



maldiciendo su impotencia. La realidad había sido más fuerte que los designios de su voluntad.
—Debí rescatar a las dos y no lo hice  —se decía con desconsuelo—. No lo hice…

Bajaba con tristeza hasta el árbol para desamarrar la cuerda  cuando una avalancha de agua y piedras lo sepultó en un torbellino y lo arrastró río abajo. Creyó que era el fin; se sentía desolado pero  en paz. Allá quedaban una mujer agradecida que guardaría su memoria,  una cuerda amarrada a un árbol y un velopatín abandonado, mudos testimonios de su   arrojo y su fracaso.

Cuando abrió los ojos, dos hombres de a caballo  lo estaban observando. Le dolía todo el cuerpo y no podía incorporarse
—Debe ser el hombre que salvó a doña Juana de morir ahogada —oyó que decía uno, que parecía más viejo
—¡Cómo ha quedado el pobre cristiano! Habrá que llevar lo que queda de él al hospital del pueblo para que le arreglen los huesos.
—Hagamos una camilla con ramas y cuerdas para trasportarlo —propuso el viejo.

En el hospital lo compusieron como se pudo y le informaron que la otra mujer también había sobrevivido. Se alegró con la noticia y  sintió que su pena se aliviaba. Lo trataron como a un héroe. Le entregaron  un pergamino firmado por los notables del lugar. “A don Gregorio —decía—, que no dudó en arriesgar su vida por salvar a nuestras vecinas doña Juana  y doña María, nuestro reconocimiento”. 

Tirado inmóvil en la cama del hospital, Gregorio meditaba sobre lo que le había acontecido.
Estaba estropeado. Enyesado por los cuatro rumbos, rengo de una pierna y patitieso de la otra,  tuerto y escorado hacia la izquierda, los dientes volados y cosido por todos los costados.
 Pero estaba contento. Por primera vez sintió que era alguien y que había hallado su propio  camino, presintiendo que su vida cobraba significado y belleza cuando se jugaba por la vida de otro ser humano… Había encontrado el hilo de Ariadna que lo sacaría de su laberinto y lo haría merecer  otro epitafio: “Aquí yace Gregorio, que supo vivir ochenta años y supo hacer de su vida un don a los demás bello y singular”.

—Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.¿Y? ¿Qué te pareció? ¿Te gustó? ¡No me mirés con esa cara de nada!  ¿Te parece un cuento chino? … ¿Es un chisme delirante? ¡Che…flor de amigo me mandé! Bueno, tal vez tengas razón, pero no me digas que no es un chisme bien contado.  Dejá, no me digas nada. Mejor sigo con la ilusión de que es un  lindo cuento, aunque puede que no sea verdad. Total… soñar no cuesta nada.
                                                                                                       Raúl Czejer







Cuando muchos miraban para otro lado, hubo quienes se jugaron por salvar a seres humanos concretos  perseguidos por el poder. Mis respetos a su memoria.










El cambio de rumbo del doctor Esteban Maradona

08 julio 2007
El apellido Maradona es conocido por todos los argentinos y por todo el mundo por Diego, el brillante futbolista que con su magia dejó a la celeste y blanca en lo más alto. Pero aquí en Nuestras Raíces les contaremos de otro Maradona el Dr. Esteban Laureano Maradona un médico menos conocido pero que también realizó grandes proezas en su profesión y merece este reconocimiento y homenaje.
El Dr. Maradona, fue un médico que se preocupó por los más humildes y olvidados del monte formoseño, atendió a los aborígenes, a los leprosos, a los más pobres sin cobrar honorarios. Además fundó una colonia, una escuela y escribió libros. Leamos y conozcamos a este verdadero ejemplo de médico y de persona...
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Esteban Laureano Maradona nació en Esperanza (Santa Fe) el 4 de julio de 1895, de muy niño fue llevado a la estancia "Los Aromos", junto a sus hermanos, y allí, con ellos y sus padres, en contacto íntimo con la naturaleza, pasó los mejores días de su vida. Sin embargo, antes de entrar en la adolescencia, se vio obligado a dejar su paraíso, pues la familia se trasladó a vivir a Buenos Aires. En ella se recibió de médico dos décadas después, en 1928. Se instaló unos meses en la Capital Federal y luego se fue a vivir a Resistencia, capital del entonces Territorio Nacional del Chaco. Por persecuciones políticas emigró al Paraguay, y ofreció sus servicios para desempeñarse como médico en la "Guerra del Chaco", sostenida entre Bolivia y Paraguay, y que acababa de estallar. Se lo incorporó en la Armada y estuvo contento de que se le confiarán enfermos y heridos de los dos países, pues según sus palabras, "el dolor no tiene fronteras".
Terminada la guerra, volvió a la Argentina, a pesar de que el gobierno paraguayo le pidió que se quedar. En nuestro país se desempeñó primero como "camillero" pero tres años después era el Director del Hospital Naval.
En medio de un viaje en tren que lo llevaría de Formosa a Tucumán, sucedió un curioso episodio: el tren que lo transportaba se detuvo a hacer un trasbordo de pasajeros en Estanislao del Campo, un pequeño pueblito del monte formoseño, allí una parturienta se debatía por su vida y la de su hijo en un parto y siendo el único médico que andaba por el lugar se quedó atendiéndola. Los lugareños no dudaron en pedirle que se quedará en el poblado puesto que allí no había ningún médico que los atendiera. Fue así como desde ese año 1935 y durante 51 años permaneció viviendo en Estanislao del Campo.
Al poco tiempo de vivir allí, vió aparecer a los aborígenes de las cercanías. Llegaban de cuando en cuando a los comercios y viviendas de los límites del poblado, ofreciendo canjear plumas de avestruces, arcos, flechas y otras artesanías por alguna ropa o alimento que necesitaban. Eran tribus de tobas y de pilagás. Habían sido soberanos en esos montes; pero ahora deambulaban por ellos como espectros en fuga: derrotados, miserables, desnutridos, enfermos y heridos de muerte por las invasiones extranjeras, que los castigaron sin razón ni piedad.
Se conmovió hasta los más profundo de su ser cuando advirtió la desventura que flagelaba el espíritu y el cuerpo de esos semejantes, y entendió que era su obligación moral aportar algún esfuerzo que contribuyera a beneficiarlos. En ese cometido, realizó gestiones ante el Gobierno del Territorio Nacional de Formosa y obtuvo que se les adjudicara una fracción de tierras fiscales. Allí, reuniendo a cerca de cuatrocientos naturales, fundó con éstos una Colonia Aborigen, a la que bautizó "Juan Bautista Alberdi", colonia que fue oficializada en 1948.
Les enseñó algunas faenas agrícolas, especialmente a cultivar el algodón, a cocer ladrillos y a construir sencillos edificios. A la vez, los atendía sanitariamente, todo, por supuesto, de manera gratuita y benéfica, hasta el extremo de invertir su propio dinero para comprarles arados y semillas. Luego edificaron una Escuela, la primera bilingüie del país, donde enseñó como maestro durante tres años, dando clases en castellano y en la lengua de esos aborígenes.
En 1981 un jurado compuesto por representantes de organismos oficiales, de entidades médicas y de laboratorios medicinales, lo distinguió con el premio al "Médico Rural Iberoamericano".
A principios de junio de 1986, cuando ya desbordaba los 91 años, se enfermó. Entonces un sobrino que residía en Rosario, el doctor José Ignacio Maradona y su esposa Amelia, lo hicieron traer para que lo asistiesen y se quedara a vivir con su familia. Cuando lo conducían pidió que no lo llevaran a un nosocomio privado; quería que lo internaran en un hospital público, "adonde va la gente pobre". Accediendo a sus deseos se lo internó en el Hospital Provincial.
Murió de vejez, poco después de despuntar la mañana del 14 de enero de 1995; le faltaban apenas unos meses para cumplir los cien años. Fue sepultado en el panteón de la familia "Maradona Villalba", en el cementerio de la ciudad de Santa Fe, junto a sus padres.
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Maradona atendió a enfermos de lepra, de mal de chagas, de cólera, de tuberculosis y de paludismo, todo sin recibir honores. El Doctor Maradona además escribió varios libros y se autodenominó "el médico más zaparrastroso que existe". Por todos estos méritos el 4 de julio, fecha en que nació, fue declarado "Día Nacional del Médico Rural".
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Nuestro folclore también lo recuerda y le rinde su homenaje, Daniel Altamirano compuso para el la canción llamada "El viaje de Maradona" en la cual cuenta la particularidad de ese viaje en tren que marcaría el destino de este gran hombre:
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EL VIAJE DE MARADONA (Daniel Altamirano)
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Dicen que viajaba a Salta
en el tren que llega a San Ramón de Orán
el que viene de Formosa
trayendo gente hasta Pirané
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Iba sumido en sus pensamientos
el hombre joven, el doctor aquel
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En Estanislao del Campo
sintió el llamado y bajó al andén
Y bajó al andén,
sin saber por quién
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Ella alumbraba, ella solita
dolor de vida alumbrándose
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El doctor con su pericia
tocó su vientre y nació un bebé
Y nació un niño, un niño hermoso
un niño indio y el tren se fue
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Y el tren se fue, dejándole,
dejándole en el andén
Y el tren se fue, dejándole
un Cristo solo en el andén
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Recitado:
El Aníbal me decía, mirá…mirá che
un par de libros, hojas de yerba
un microscopio viejo, decime che
¡pucha que rico en voluntad era este hombre!
fijate vos, fijate che, con pocas cosas
hizo tanto bien,
Y yo recordé a Filipa que allá en Formosa
me decía él…Don Maradona un santo
un Cristo nuestro, cantale che
pa’ que los niños de nuestra patria
sepan que hay hombres nobles,
humildes, buenos ejemplos para seguir…
Y yo me digo, creo que el destino
sabe adónde, por qué y por quién
se detiene el tren
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Esto me contó Venancio
el Intendente de Estanislao
y Los Menchos que tocaban
chamamé maceta y vea usted.
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Y el tren se fue, dejándole
un Cristo solo en el andén.