Como tantas otras veces, Gustavo Bueno nos invita a repensar ideales ampliamente aceptados, sin mucha crítica sobre su verdadero significado. Gustavo Bueno Filósofo, autor de «El mito de la felicidad» «Sobre la felicidad no se puede fundar una ética, como muchos hoy pretenden» «Hay que distinguir entre la literatura de la felicidad, que no necesita ir escrita en libros, el «don't worry, be happy» y la felicidad ágrafa, de los que no necesitan leer nada»
Oviedo, Javier Neira
(Fotos: Luisma Murias) El filósofo asturiano Gustavo Bueno publica –con ochenta años cumplidos– al menos tanto como algunos departamentos de Filosofía enteros, y en cuanto a la calidad, aún más. Lo último, El mito de la felicidad, un estudio de 391 páginas en el que aborda un clásico del pensamiento con veinticinco siglos de tradición y especial actualidad. Bueno indica en esta entrevista que la felicidad es una de las ideologías más poderosas de nuestro tiempo, y contra ese molino –que es un verdadero gigante y un gigante verdadero– arremete con sabiduría, inteligencia y valentía. Especialmente esforzado se muestra con la peor apariencia actual del mito: los libros de autoayuda que inundan las librerías y que militan en la felicidad canalla, según la definición que ahora propone Bueno.
—¿Cómo plantea su estudio?
—La estrategia del libro es obvia. Va contra algo. Contra los libros de autoayuda. El pasado verano me rodeé de libros de autoayuda. Algunos escritos por gente tan ilustre como Luis Rojas Marcos, el chamán de Nueva York. Así se llama a sí mismo. O Enrique Rojas, catedrático de Psiquiatría de Madrid. O el libro de Carnegie del que se han editado 21 millones de ejemplares. Por eso merece la pena tomar en serio todo esto, por el volumen. No se trata de un fenómeno superficial. No es algo coyuntural. Se trata de libros escritos para gente de pueril inteligencia. Da vergüenza pensar que haya gente así. Planteé el problema a partir de ahí: ¿qué es la felicidad?; ¿qué está ocurriendo?
—Pues eso, ¿qué está ocurriendo?
—Distingo entre la literatura de la felicidad, que no necesita ir escrita en libros, el «don't worry, be happy» y la felicidad ágrafa, de los que no necesitan leer nada. Hay una encuesta del Instituto de la Juventud de España, del año pasado, en la que se dice que la población más feliz de Europa es la de los jóvenes españoles. Son los que se sienten más felices. Quizá sea así porque son lo que menos leen.
—La felicidad es una aspiración general, una exigencia.
—La felicidad es la ideología de nuestro tiempo. Todo el mundo quiere ser feliz, y muchos llegan a creer que lo son. Y hay mucha gente, artistas, directores de cine, novelistas, paisanos de la calle, que, cuando se les pregunta qué buscan en la vida, responden: ser feliz. ¿Y cuándo es usted feliz? Pues, añaden, cuando vuelvo a casa del trabajo, me doy una ducha, me relajo y tal. Es curioso que se repita tanto lo de la ducha, una cosa tan vulgar. Me recuerda la sentencia de Goethe: «La felicidad es de plebeyos». Lo de la ducha es una ordinariez; se da por supuesto. Es propio de gente que antes no tuvo ducha, gente que la ha adquirido recientemente y por eso se siente feliz.
—¿Y los libros que citaba antes?
—Este conjunto de ideales mínimos recuerdan al budismo zen: deseo poco, y eso poco lo quiero poco. Quienes dicen estas cosas están repitiendo fórmulas de libros de autoayuda. No es algo espontáneo. Repiten la literatura de la felicidad y sus consejos: confórmate con poco, disfruta del momento, sé quien eres. Eran las fórmulas del hedonismo, de Aristipo. La gente cree que estos ideales le salen del alma, cuando son puras repeticiones de lo que han leído. En realidad la búsqueda de la felicidad forma parte de un proyecto ideológico impresionante, inspirado por las exigencias de la sociedad de mercado pletórico. Un movimiento de muchedumbres.
—¿Cuándo aparece históricamente la idea de felicidad?
—Como idea filosófica, es de Aristóteles. Hay dos grandes ideas inventadas por Aristóteles, al menos en su formato filosófico, y que han durado siglos. Y que aún siguen influyendo: la idea de Dios y la idea de felicidad. Lógico, porque la felicidad es dios, según Aristóteles. El dios de Aristóteles es el Acto Puro. No ha creado el mundo. No lo conoce. Por cierto, Aristóteles es impresionante; yo cada vez estoy más asombrado. Dice que el único ser que puede ser feliz es Dios, porque su vida consiste en pensarse a sí mismo, y ese pensarse a sí mismo eterno, autárquico, sin depender de nadie, es la felicidad. De ahí se deduce que nadie es feliz salvo Dios. Por ejemplo, en alusión a Teeteto, recuerda al matemático que se pasa el día pensando en sus teoremas y concluye que no puede ser feliz, porque tiene que comer, porque se fatiga, porque algún día se va a morir. Como mucho indica que la felicidad es una forma de contemplación. La puede lograr el sabio algunas veces cuando contempla.
—La tradición desborda el mundo clásico.
—Todo cambia con el cristianismo. El cristianismo transforma ese lejano dios de Aristóteles en un Dios creador del mundo y de los hombres. Un Dios con tres personas vivas, la segunda de las cuales se hace hombre. Dios es amor, crea el mundo, crea al hombre y se encarna en el hombre. Por eso la felicidad de Dios puede ser transmitida a los hombres, y los hombres pueden ser felices en la otra vida. Es la beatitud. He leído enteros, este verano, los comentarios del padre Ramírez a la «Suma teológica». Unos comentarios sobre la felicidad en cinco volúmenes, en un latín muy difícil, titulados De homine beatitudine. El padre Ramírez presidió el Instituto Luis Vives del CSIC. Le llamaban el Soto redivivo. Le conocí, le traté. Era un frailón que se pasó toda la vida en Friburgo. El último gran tomista. Tenía una erudición tremenda. Lo traté mucho en Madrid y en Salamanca. Venía a ser entonces el Heidegger de la Iglesia católica.
—Así que Santo Tomás...
—Santo Tomás recoge a Aristóteles y ofrece una idea de felicidad nueva, cristiana. La felicidad es objetiva. Una cosa es la delectación y otra la felicidad objetiva. Santo Tomás pone un ejemplo muy claro. La felicidad del avaro es el oro, no el goce del oro. Por eso la felicidad es Dios, no el goce de Dios. Si no hay algo objetivo no hay felicidad. Es el antipsicologismo. Es la idea de felicidad de Plotino y de Aristóteles, que repite Espinosa.
—La ilustración vuelve a cambiar las cosas.
—En el siglo XVIII se eclipsa la idea de Dios, y entonces empieza a funcionar la felicidad subjetiva. La «religión de la felicidad» del marqués de Lassay. Es la felicidad canalla, según mi terminología. La felicidad, destituida de su dimensión filosófica, queda reducida a algo psicológico. Es el cosquilleo de Espinosa, el placer, el disfrute, el estado de bienestar.
—Un cosquilleo que se ha convertido en la idea dominante.
—Eso es lo que llega a EE UU, a la famosa Constitución de EE UU. Todo ciudadano tiene el derecho y el deber de ser feliz. El «welfare», la felicidad como bienestar. Empieza a ser una obligación civil en EE UU y en todo el mundo. Séneca dice: «Todos los hombres, hermano Galión, quieren ser felices». De ahí se deduce que el que no es feliz no es hombre. Es un degenerado, un enfermo que debe ir al psiquiatra. La felicidad entendida de un modo canalla empuja a que los ciudadanos tengan pequeñas felicidades, como la ducha o el tanque de agua sobresaturada con sales. El mejor modo de convertirlos en ovejas de un rebaño, el «consumidor satisfecho». Y siempre con un componente metafísico. En los prospectos del tanque famoso se indica que si te metes allí para relajarte te sientes como en el útero materno, y después en el cosmos. En cuando al «don't worry, be happy» resulta que es una consigna de los años veinte, de un gurú llamado Meher Baba, que está antecedida de esta otra idea de carácter místico: «Da lo mejor que tengas de ti y entonces no te preocupes, se feliz». Una teoría metafísica. Para Séneca la esencia del hombre es la felicidad. El que no es feliz no vive. Y para Fichte es el poder, es Prusia, es Alemania. La gente, ahora, vincula la felicidad al destino del hombre. Si no, ¿para qué vivir? En la metafísica de Santo Tomás tiene mucho sentido, porque efectivamente el destino era el cielo o el infierno. Pero una vez que no se tiene en cuenta eso, el destino es ser feliz. Y cada cual ya es mayor para saber en qué consiste su felicidad. Si la felicidad de algunos consiste en ducharse pues muy bien, eso los convierte en rebaño, porque esa es la felicidad del plebeyo.
«Kant es el filósofo canalla por excelencia»
—La subjetividad altera la idea clásica de felicidad, ¿cómo se produce ese cambio?
—Kant es el que ha elevado la felicidad canalla a categoría filosófica. Kant es el filósofo canalla por excelencia. Separa la virtud y la felicidad. Algo absurdo, nunca se dio. Dice que la felicidad es una ley de la naturaleza. Y que la virtud no necesita de la felicidad. Es más, incluso la aborrece.
—Ponga algún ejemplo de felicidad canalla.
—Un ejemplo ilustrativo de la felicidad canalla es «Viridiana» de Buñuel. La escena de los ancianos decrépitos, ciegos, tuertos, en aquella casona de aristócratas. En cuanto pueden se ponen a comer y a ser felices, después componen una escena como una Última Cena y suena el «Aleluya» de Haendel. Es el ejemplo de la felicidad canalla. Otro ejemplo es el himno «Gaudeamus igitur» cantado por todos los becarios europeos, sobre todo los que tienen la beca Erasmus. Tremendo: «Alegrémonos ahora que somos jóvenes, porque cuando llegue la vejez nos tragará la tierra.» Lo peor es el «igitur», el «por tanto», ¿por tanto de qué? Como no podemos alcanzar la felicidad eterna, por lo menos aprovechemos algo de esta vida. Es lo que dice ese himno. Es la felicidad canalla.
—Otro.
—La ópera de Strauss, «Electra», que pusieron en Oviedo en otoño, es otro ejemplo perfecto. Electra es infeliz pues su padre Agamenón ha sido asesinado, su hermano Orestes está lejos y ella misma se siente desgraciada, infeliz. En el libreto, que sigue el texto de Sófocles casi al pie de la letra, dice que es completamente feliz cuando su madre da los alaridos porque la está asesinando su hermano. Un tema paradójicamente vivo y apreciado en las sociedades democráticas del presente, en las cuales propiamente la madre de Electra, en lugar de asesinada, tendría que haber sido reinsertada socialmente, y en el acto final, abrazada a su hija Electra, diría: «no volveré a hacerlo».
—En cualquier caso, la tradición es formidable.
—La idea de felicidad es muy tardía. No es imaginable el hombre de Atapuerca hablando de felicidad. En español es una palabra, como otras muchas, terminada en «-ad». Un sufijo hipostático. Corresponde a un pensar en vacío, parece algo muy profundo pero no es nada. Como el dicho, «todos los hombres quieren la felicidad». ¿Pero qué es eso de todos los hombres, los ha contado usted? La idea de felicidad es muy tardía. Propia de sociedades organizadas en clases. Hay una clase que está por encima. Es el caso del «Beatus ille qui procul negotiis» de Horacio. Corresponde al terrateniente romano. Pero no es que sea feliz. Es que tenía un latifundio. Y unos esclavos. El esclavo es el que quiere ser como el señor, es el que quiere ser feliz. Por eso la felicidad es de plebeyos. Como no pueden lograr el latifundio aspiran a otras cosas y se convierten en ovejas de un rebaño. O como en la actual sociedad de mercado. Un individuo que, en la sociedad de mercado, hace huelga de hambre o ascetismo de tipo calvinista es sencillamente un enfermo porque se sitúa fuera del mercado. Tiene que ingresar en el mercado, tomar una pastillita, empezar a ser feliz y convertirse en un ciudadano normal. Sobre la felicidad no se puede fundar una ética, como muchos hoy pretenden.
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Fundación Gustavo Bueno www.fgbueno.es Gracias a la Fundación Gustavo Bueno y a tu amable atención. Raul Czejer |
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