—Parece que va a llover —pensé sin mucha
imaginación.
Miré por
la ventana hacia el campo iluminado a intervalos imprecisos y vi que se acercaba un frente de tormenta. Negras
nubes encendidas de relámpagos presagiaban un temporal.
—Debe ser Santa Rosa —diagnostiqué, sumándome a la
creencia popular, por pura rutina, nada más.
No bien había asegurado puertas y ventanas cuando el viento del sudoeste golpeó con violencia la
casa haciendo tremolar las chapas del
techo como queriendo arrancarlas de las clavaduras,
silbando en las rendijas y agitando de un lado a otro las ramas de los sauces del
patio trasero.
—Es el
pampero. Si llueve mucho el arroyo va desbordarse y me será imposible atravesarlo —pensé. Era
evidente que no podría ir al pueblo porque corría el riesgo de no poder
retornar.
Volví a la cama para esperar que
amaneciera. No bien me acosté, sentí el tamborileo de gruesas gotas sobre el
techo de chapas
—¡Qué placer escuchar el sonido de la lluvia! —exclamé y me
dispuse a disfrutar del momento que me regalaba la primavera, ese año excesivamente
lluviosa, a causa de la corriente de El Niño, según decían los pronosticadores
en los medios.
—Tal vez llueva todo el día, así que voy a
aprovechar para holgazanear un rato. Un poco de ociosidad me
va a venir bien —me dije complaciente conmigo mismo, cosa fácil para mí, como
para la mayoría de los mortales, sospecho.
De pronto ladró el perro, que dormitaba
vigilante bajo el alero del frente. Al instante cantó el tero y supe que
alguien estaba cerca de la casa. Era raro. La casa estaba lejos del pueblo, más
allá del arroyo, donde casi todo era baldío y sólo se veía uno que otro rancho
aquí y allá, recostado en algún espinillo retorcido. Yo me había refugiado allí
para poder hacer lo mío sin que nadie me moleste, harto de la competencia y de la
guerra de todos contra todos en la ciudad. No tenía relación con los escasos vecinos ni me interesaba
tenerla. No quería problemas. El más cercano vivía como a trescientos metros y
era para mí un perfecto desconocido. Yo tenía la convicción de que el infierno eran los otros, así que no quería
vínculos con nadie y seguía el consejo de Martín Fierro: “Su esperanza
no la cifren nunca en corazón alguno. En el mayor infortunio pongan su confianza
en Dios. En los hombres, sólo en uno, con gran precaución en dos”. ¿Misantropía? Tal vez, pero mi
experiencia me decía que cuanta más cercanía, más oportunidad de conflictos con
los demás, más roñas y pendencias. Adhería sin crítica al juicio de Séneca, que en un rapto de cinismo
confesaba: “Vuelvo más avaro, más
ambicioso, más sensual, aún más cruel y más inhumano, porque estuve entre los
hombres”. Pero desde aquel entonces ha pasado mucha agua sobre mí.
Me vestí como pude y miré por la ventana. La lluvia arreciaba y
el viento arrachado pugnaba por volar todo en su loca carrera. A duras penas
pude distinguir una figura borrosa en la espesura de la noche. Era una sombra
sin rostro que seguía golpeando las manos frenéticamente junto a la tranquera.
—Soy el vecino —dijo la sombra a voz en cuello.
Un relámpago corrió por un instante el velo de
tinieblas y alcancé a ver la cara de un
hombre. Era como un espectro en el escenario fantasmal del campo.
—¿Qué pasa? —pregunté intrigado por lo inusual
de la hora.
—Sucede que mi mujer está por dar luz y no
puedo llevarla al pueblo porque no tengo cómo hacerlo.
—¿Y yo qué puedo hacer? —pregunté disimulando
mi fastidio.
—Si me ayuda, entre los dos podemos asistirla
en el parto —respondió el vecino.
—¡Huy, no! Yo no sé nada de partos —mentí,
porque algo sabía del tema. La razón verdadera era que no quería involucrarme
en problemas que no me concernían y perder así mi momento de placer.
—Cuatro manos pueden hacer más que dos, aunque
sepamos poco —me contestó con lógica de hierro.
—¿Qué le digo a este tipo? Ya sé: Le haré una
propuesta loca que no podrá aceptar —me dije,
creyéndome un gran estratega.
—¿Y si intentamos llevarla al pueblo? Si le parece,
preparo ya mismo el sulky —propuse, esperando que lo creyera una locura y me
dijera que no, por la furia de la tormenta.
—Bueno. Voy a avisarle, así se queda tranquila.
Lo espero. Gracias compadre —aceptó dejándome sin excusas.
—Sonamos. Hasta me llama compadre —pensé entre malhumorado y risueño---. Adiós
mi dormir al arrullo de la lluvia. “Nunca faltan encontrones cuando un pobre se
divierte”—refunfuñé
repitiendo a Martín Fierro.
Resignado a mi mala suerte y renegando de mí
mismo preparé el sulky como para afrontar la lluvia
y salí.
—¡Qué lío! ¡Quién me habrá mandado a ofrecerme
para llevarlos! —pensé enojado conmigo mismo. Pero la mano ya estaba en la
trampa y no había más remedio que aceptar la realidad.
El camino era un barrizal resbaladizo pero como
no era muy transitado se podía recorrer sin mucho problema. El problema era el
viento y el arroyo amenazante.
Llegamos al arroyo cuando aún no había
desbordado y podíamos vadearlo con alguna precaución. La corriente ya era
intensa y pugnaba por arrastrar el carruaje
lanzando al agua a los temerarios pasajeros. Como no podía fallar, se
cumplió la ley de Murphy: en medio del arroyo una ráfaga de viento venció la
precaria estabilidad del sulky inclinándolo peligrosamente y arrancándole la
capota, que desapareció al instante en la vorágine del río. Yo viajaba en el
pescante; no alcancé a sostenerme para
evitar la caída y fui a dar con mi
osamenta en el arroyo. Por suerte pude asirme de unos arbustos evitando que la
corriente me arrastrara. Pero mi situación era precaria y no podría resistir
mucho tiempo. Mientras tanto el vecino se desesperaba por sacar el sulky del agua embravecida. La rama
se rompió y sentí que me hundía. “Es mi fin”, me dije y me abandoné a la fuerza
del destino. De pronto, cuando ya todo parecía perdido sentí que alguien me
tiraba con fuerza del cabello. Abrí los ojos y vi la orilla barrosa y una cara que me miraba
preocupada. Era mi vecino, que había acudido
a socorrerme. Gracias a él estoy vivo.
No sé si por el susto o porque había llegado la hora, la mujer comenzó a tener trabajos de parto. Era evidente que no alcanzaríamos a llegar al pueblo antes de que naciera la criatura.
Volvimos al carruaje y nos dispusimos a afrontar lo que viniera. Le dije al vecino que manejara mientras yo me ocupaba del parto. No habíamos andado unas cuadras cuando se produjo el alumbramiento. Con lo poco que sabía me las arreglé para ayudar a la mujer; por fortuna todo sucedió como la naturaleza lo tenía programado. Era un niño. Berreaba como si lo estuvieran matando. No era para menos. Llegaba al mundo de los hombres en medio de un temporal y bañado por una lluvia impiadosa.
Llegamos
al hospital: cerrado. En una de las puertas un cartel nos informaba la razón: “Paro
general. Sólo se atienden emergencias por guardia”. Era un cartel mentiroso,
porque la guardia estaba desierta.
—Sonamos —le dije a mi vecino—. ¿Y ahora qué
hacemos?
—Hay un sanatorio en la calle central. Tal vez
ahí nos atiendan —contestó.
Hacia allá nos dirigimos. Por suerte estaba
abierto. Nos atendió una recepcionista con cara de “¿tan temprano vienen a
romper?”.
—¿Cobertura? —preguntó y comenzó a limarse las
uñas con la seguridad de que no había tal cosa.
—Sí —contestó el vecino—. La traigo tapada con
una frazada.
—Le pregunto si tiene seguro social.
—No; trabajo por cuenta propia.
—La atención cuesta quinientos pesos.
—Sólo tengo cincuenta que me pagaron por un
trabajito de jardinería —dijo el vecino
—Entonces no la podremos atender —respondió
como si fuera una computadora.
—Un momento. Yo me haré cargo de los gastos
—tercié en la conversación y me asombré
de lo que estaba diciendo.
—Son quinientos por la consulta y quinientos
más como garantía por si hay que internarla algunos días —dijo la fulana como quien recita una
letanía.
—Le pago quinientos y voy al banco a buscar los
restantes. Tardaré un rato.
—No puede ser, porque hoy no hay bancos, por
huelga —dijo con indiferencia.
—Le pago con tarjeta de crédito o de débito, la
que prefiera.
—No es posible. Se cayó el sistema y los
técnicos están de huelga.
—Le dejo en garantía este reloj que vale mucho
más de quinientos pesos.
—No soy tasadora de relojes ni estoy autorizada
a tomar objetos en garantía— objetó con frialdad y siguió limándose las uñas.
—A esta mina le emboco un sopapo en cualquier
momento —pensé, pero me contuve y ensayé una nueva propuesta.
—¿Qué le parece si voy a buscar los quinientos
pesos a mi casa? Tardaré un rato largo. Mientras, atiendan a la señora. Le doy
mi palabra de que tendrán su dinero.
—Bueno, pero me tiene que firmar un pagaré.
Cuando usted pague, se lo devuelvo.
—Chau quinientos pesos —pensé con resignación y
sin lamentos. Ni yo podía creer lo que estaba haciendo.
—Gracias, amigo. Le avisaremos. Por mi parte, cualquier
cosa que necesite, dígame nomás — ofreció
el vecino—. Yo me llamo Juan y mi mujer, María. Gracias por todo.
—No fue nada. Gracias a ustedes por confiar en
mí aunque no me conocieran. A propósito, yo me llamo José.
—Lo conversé con mi mujer y nos gustaría que
saliera de padrino. ¿Qué le parece?
—Con mucho gusto, Juan. Tendré que aprender el
oficio.
El temporal había cesado y el sol volvía a
brillar en el firmamento.
Gracias por tu amable atención
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