sábado, 24 de septiembre de 2011

Certezas

                                                            La visión

—Nunca supe qué fue lo que ocurrió, pero aquella noche vi algo que no alcanzo a comprender —dijo Prudencio y guardó silencio, como para crear expectativa y concitar la atención de sus compañeros. Todos se callaron y lo miraron con interés, porque lo sabían un buen narrador de historias fantásticas, de las que se acostumbraba contar en las reuniones de gente de campo, cuando la televisión aún no había entrado en los hogares.
—Sucedió una noche, en la Pampa de Achala. —continuó Prudencio, una vez que toda la atención de sus compañeros estaba concentrada en él y el mate empezaba a correr de boca en boca.
—Arriábamos un rebaño de vacas desde Córdoba hacia San Luis y nos encontrábamos acampando en ese desierto de piedra y pasto duro que media entre el Valle de la Punilla y el pedemonte de Traslasierra. Me había tocado esa noche hacer la guardia, por si algún cuatrero o algún puma intentara robarnos algún animal. Las estrellas relumbraban en el cielo oscuro y sólo se escuchaba el canto rítmico de los grillos sobre el fondo de un silencio absoluto. Pasaban las horas y el sueño me iba venciendo poco a poco. De pronto, un resplandor fosforescente estalló en medio de la noche, tan calladamente que el ganado no dio muestras de inquietud; sólo los grillos dejaron de cantar y se hizo un silencio tal que podía oír los latidos en mi pecho. Fue como un disparo de luz que permaneció unos segundos en mis ojos impidiéndome toda visión. Cuando nuevamente pude entrever en la oscuridad, me llamó la atención que la llama del fogón estaba inmóvil, como congelada en el tiempo, y me pareció ver que el ganado se estaba moviendo en total silencio hacia una sombra, como un bulto enorme y más negro que la noche, que yo no alcanzaba a distinguir. El rebaño entero desapareció, engullida por esa sombra fantasmal. Yo me frotaba los ojos para ver mejor pero no podía siquiera vislumbrar qué era aquello. Un nuevo relámpago de luz relumbró en la oscuridad iluminando espectralmente el desierto y pude ver por un instante que en el corral improvisado ya no había vaca alguna. Enseguida sentí que los grillos volvieron a cantar y vi que la llama del fogón volvía a flamear bajo la pava. Noté que mis compañeros seguían durmiendo como si nada hubiera ocurrido y pensé que yo debía estar soñando y que lo que había visto o creído ver no podía haber sucedido. Me acerqué al corral para ver mejor y comprobé que efectivamente el ganado ya no estaba. Retorné junto a mis compañeros lo más rápido que me permitió la oscuridad e intenté despertarlos para ponerlos al tanto de lo que estaba sucediendo, pero no hubo forma: seguían roncando como benditos. Me acurruqué junto al fogón porque el frío del desierto se hacía sentir y me dispuse a esperar la mañana, mientras cavilaba sobre qué sería aquello que había visto. Debí quedarme dormido porque un compañero me despertó cuando ya el sol brillaba en el cielo. Me extrañó su tranquilidad. Me levanté de un salto y miré hacia el corral. Allí estaban las vacas, mugiendo como todos los días y arrancando los pocos pastos que encontraban entre las rocas. “No puede ser”, me dije. Conté a mis compañeros lo que había visto esa noche. Entre todos me convencieron de que lo había soñado, ya que allí estaban las vacas para demostrar que no habían sido secuestradas.

No pensé más en el asunto y viví tranquilo hasta que me enteré de que todas las vacas de aquel rebaño habían parido al mismo tiempo, justo a los nueve meses y medio de aquella travesía del desierto. Desde entonces ya no sé qué es verdad y qué es sueño en las cosas que vivimos —concluyó Prudencio.

Todos lo miraban en silencio, mezcla de intriga e incredulidad. Sin decir palabra, se levantó y salió de la casa, perdiéndose en la noche.
Cuentan que Prudencio ya no sabe decir ni hacer nada con seguridad. Siempre un “tal vez” un “quizá”, un “probablemente”. Y que desde entonces la incertidumbre signó su vida.

                                                                                        Raúl Czejer

Certezas no tenemos demasiadas. Pero nuestra vida no se arraiga en ellas, sino en lo que creemos. Sin esa fe que da sentido a la existencia y esperanzas al corazón, ¿qué sería de nosotros?

No hay comentarios:

Publicar un comentario