Solo de oboe
Hablé con los vecinos y con todos los que lo conocían para recabar información de aquí y de allá de modo de hacerme una composición de lo sucedido, pero no lograba avanzar gran cosa. Vos me conocés, yo soy perseverante, de modo que seguí averiguando y quiso mi buena estrella que en esa pesquisa me encontrara al fin con una gente que dicen que lo vieron una vez en la playa de Claromecó, un día de frío y mucho viento. Casi no lo reconocieron, porque tenía la barba y el pelo muy crecidos y estaba vestido de un modo estrafalario, como si fuera un hippie redivivo. Lo vieron sentado en la cima de un médano tocando una melancólica melodía en lo que parecía un oboe, con los pelos y la barba agitados por el viento. Más que música les pareció una oración puesta en sonidos. Cuando acabó de tocar, se levantó y se dirigió a una cabaña, al parecer de madera, que se veía en la lejanía entre los médanos.
—Me imagino que debe de haberlos sorprendido mi desaparición —contestó, demostrando que no tenía empacho en hablar del asunto
—Efectivamente. Usted se ha transformado en un misterio para todos los vecinos.
—Es bueno y halagador que a uno lo extrañen. Gracias.
—¿Qué es lo que pasó, don Antonio, si se puede saber?
—No hay problema. Mire, un hombre debe saber cuándo es conveniente abandonar el escenario y dejarse de joder al prójimo
—No le entiendo, perdóneme
—Cuando murió mi mujer, mi hija, que no tenía casa propia, vino a vivir conmigo junto con su familia, el marido y dos hijos. Mientras los nietos fueron chicos, dormían en un solo cuarto, pero cuando se hicieron grandes necesitaron espacio propio cada uno. No había cómo crear otro cuarto en el departamento, así que estaba sobrando uno. Entendí que ese uno era yo, el más viejo, el que ya había vivido su vida, y que había llegado el momento de dejar espacio a los más jóvenes. Yo siempre tuve buena salud y gusté de la vida al aire libre. Me encanta el mar y como por suerte tengo una buena pensión, pensé que bien podía pasar los últimos años de mi vida aquí, sin molestar a mi familia, en esta playa hermosa que conocí cuando era hippie.
—¿Pero por qué no avisó a nadie de su decisión, ni a su familia?
—Porque se habrían opuesto y yo habría seguido sintiendo que era un estorbo.
—¿Y no piensa volver alguna vez?
—No. Aquí estoy bien. Yo, mi perro, mi oboe, la playa y el mar. Les pido que respeten mi decisión y no digan que estoy viviendo aquí.
—Así será, don Antonio, no se preocupe.
Cuando acabamos con los pescados a la parrilla, Antonio se ofreció para interpretar en nuestro honor algunas composiciones propias en su oboe. Te imaginarás que en ese marco de playa y mar, sol tibio y brisa marina, la música de Antonio nos pareció de otro mundo. Arrancó a su oboe sonidos que hablaban de cielos estrellados y amaneceres luminosos, noches de viento y aguacero y días de comunión con las olas. Te juro que nunca había vivido momentos de tanta exaltación espiritual.
—Vuelvan cuando quieran —nos dijo al despedirnos—. Aquí siempre habrá un amigo, un pescado a la parrilla y un oboe para alegrarles el corazón.
Nos fuimos con las ganas de volver a escuchar la música de Antonio en un día diáfano a orillas del de mar.
Al año volvimos. Ya no encontramos a nadie. Sólo quedaba la cabaña solitaria, mudo testigo de que allí el alma de Antonio fue feliz.
Raúl Czejer
La música es el arte en que mejor se realiza la comunión entre el espíritu del mundo y el alma del hombre. En la música el encanto del mundo vuelve a renacer, aún en medio de los horrores que crea la ambición.
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