domingo, 4 de septiembre de 2011

Religión y terror 2

                                                 Dies irae (segunda parte)


La estación estaba ubicada en el centro de un pequeño caserío. En las cercanías del pueblo pastaban algunas vacas lecheras, señal de la presencia de algún tambo.

Más allá de las últimas casas se abría el campo inmenso, surcado por un solo y largo sendero: dos huellas que se perdían en el horizonte. Hacia allá se encaminó el zaino, a la orden de Calixto y sin necesidad de ninguna guía, ya que de todos modos no había otro camino para elegir.

Había llovido el día anterior, de modo que el barrizal que hacía de surco mejor funcionaba de pista de patinaje que de camino. Los cascos del caballo resbalaban cada tanto, lo que aumentaba la fatiga del animal. De pronto, una de las ruedas se encajó en un profundo bache y ya no bastó la buena voluntad del equino; por más que se esforzaba no lograba desatascarla.

—Hay que bajarse a ayudar —dijo Calixto. Se refería naturalmente a nosotros, ya que él permanecía impávido, sentado chicote en mano en el pescante: No correspondía a su condición de conductor bajarse a chapalear el barro —pensé.

—Abajo, muchacho —ordenó el padre Juan, al tiempo que se arremangaba la sotana y los pantalones.

Con el barro hasta los tobillos, uno a cada lado del carro, tirábamos de los rayos de las ruedas para hacerlas girar y salir del pozo en que se encontraban, al tiempo que Calixto azuzaba al caballo. Al cabo de varios intentos, las ruedas se desatascaron y pudimos retornar al charret. En tanto el zaino, que tal vez se había ilusionado con quedarse allí a descansar, no tuvo más remedio que seguir cinchando.

El pueblito con su estación ya se había perdido de vista a nuestras espaldas. Para los cuatro rumbos que se mirara, no se divisaba más que pampa y cielo. Un campo chato y parejo se extendía como un mar, tapizado de flechillas salvajes que se agitaban a impulsos del viento. La ondulación de los pastizales, que se desplazaba por la llanura y se perdía en la inmensidad, me sugerían una imagen de la vida humana, que llega de pronto, pasa y se diluye en la infinitud del tiempo. De carácter soñador, se me ocurrió pensar que ese viaje por la soledad de la pampa y bajo la bóveda del cielo era como una mágica aventura: Alcanzar el cielo transitando por la tierra. No sabía en ese entonces que tamaña empresa es imposible, a la vez que irrenunciable. Con el pasar de los años aprendí que la tierra jamás se junta con el cielo, pero uno, viajero ilusionado hacia la estrella más lejana, persiste, abriendo nuevos y mejores caminos para los que vendrán después a vivir la misma aventura y el mismo fracaso.

Primero fue apenas una sombra en el horizonte, que se fue agrandando a medida que el charret avanzaba por la huella. Poco a poco fue adquiriendo contornos más definidos y lo que a lo lejos parecía una sombra ahora era un bosque en medio de la inmensidad del desierto. Hacia él nos dirigíamos, al paso lento del zaino y en el silencio más absoluto, apenas quebrado por las pisadas del caballo y el crujir de las maderas del carruaje. Allí, en medio de la soledad de la pampa, la arboleda parecía estar fuera del mundo, como un espectro surgido de la nada.

La huella terminaba en un gran portón que hacía de entrada. Tras el portón seguía un sendero bordeado de altísimas casuarinas. El marco del portón era un gran arco en cuya parte superior se podía ver una leyenda que decía: “Deja atrás el mundo y muere a ti mismo, tú que entras”. No logré en ese momento entender su significado, pero me acordé de que Dante Alighieri había imaginado que en la puerta del infierno un cartel recordaba a los condenados: “Lasciate ogni speranza voi ch’intrate”. Me parecía que ambas advertencias tenían una relación que no alcanzaba a entender. Con el tiempo me di cuenta de que, en aquel portón, bien podía figurar la admonición de Dante, para memoria de la perpetua amenaza del castigo eterno.

Calixto nos dejó en la entrada. Según nos dijo, el carro no debía pasar el portón, así que debíamos caminar por la calle de las casuarinas hacia el interior del bosque. No sabía en ese momento a dónde nos conduciría el camino. Anduvimos unos quince minutos, hasta que el monte se abrió dejando ver un claro muy grande y en el centro un edificio. El lugar parecía desierto. A medida que nos acercábamos a la casa, comencé a escuchar una melodía extraña y luego algo así como un canto de ultratumba, en un tono grave y solemne, entonado por un coro de muchísimas voces, todas propias de varones, a juzgar por lo bajo del registro.

— Están cantando el “Dies irae”, en canto gregoriano —me dijo el Padre Juan, que debió ver mi cara de extrañeza—. Hoy es Miércoles de Ceniza —prosiguió—, y cantan esa canción para disponerse a cuarenta días de ayunos y penitencias. La canción les recuerda el día del Juicio Final cuando, con temor y temblor, deberán enfrentar la ira de la justicia de Dios. El “Dies irae” les advierte que deben ver y vivir su vida desde el mirador del Juicio Final; nosotros lo denominamos “de un modo escatológico”. Vivir escatológicamente es vivir como si ya estuviéramos muertos y ante el juicio de Dios.

Yo no alcanzaba a comprender qué tenía que ver la “mirada escatológica” con la vocación de servicio que me había conducido hasta allí. ¿Es que debía aprender a vivir como si estuviera muerto al mundo? ¿Qué podría significar semejante forma de vivir?

Las voces venían de la capilla. Una larga fila de jóvenes, todos varones, se dirigían hacia un sacerdote. Al llegar, éste les hacía una cruz en la frente con un polvo negro mientras les decía “Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris”. El Padre Juan, advirtiendo que yo no sabía aún latín, se encargó de traducírmelas: “Recuerda, hombre, que eres polvo y que al polvo volverás” En ese momento no entendí el significado de esas palabras, pero, por el ambiente de gravedad y hondo recogimiento en que resonaban una y otra vez, me figuré que debían significar algo muy serio. Con el tiempo, comprendí que era así y comencé a vivir escatológicamente, en la espiritualidad del “Dies irae”: con temor y temblor, a la vista de la muerte y del juicio de Dios. Sin saberlo había entrado a recorrer un camino de renuncia al mundo en vista de otro mundo. Me habría de costar mucho esfuerzo abandonar ese camino para encontrar la senda de la verdadera religión.

                                                                                  Raúl Czejer


 La verdadera religión es una relación de amor entre Dios y el hombre, que tiene una única mediación: el amor del hombre por el hombre. A Dios nadie lo ha visto nunca, pero su imagen está presente ante nuestros ojos en forma de ser humano. Religión sin amor a los hombres concretos y singulares es sólo mentira o ilusión.






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