domingo, 27 de enero de 2013

Metánoia


 

                                                         
Cuando comenzó a cantar el gallo  me di cuenta con alivio de que llegaba la madrugada. El tiempo estaba muy pesado y no me había dejado dormir. No bien el animalejo acabó de ejecutar su concierto, un estallido de luz iluminó la estancia y al momento el retumbar de un trueno  rodó por la bóveda del cielo.

—Parece que va a llover —pensé sin mucha imaginación.     
                                            
Miré por  la ventana hacia el campo iluminado a intervalos imprecisos y vi  que se acercaba un frente de tormenta. Negras nubes encendidas de relámpagos presagiaban un temporal.

—Debe ser Santa Rosa —diagnostiqué, sumándome a la creencia popular, por pura rutina, nada más.

No bien había asegurado puertas y ventanas  cuando  el viento del sudoeste golpeó con violencia la casa haciendo tremolar  las chapas del techo como queriendo arrancarlas  de las clavaduras, silbando en las rendijas  y  agitando de  un lado a otro las ramas de los sauces del patio trasero.

—Es  el pampero. Si llueve mucho el arroyo va desbordarse  y me será imposible atravesarlo —pensé. Era evidente que no podría ir al pueblo porque corría el riesgo de no poder retornar.

Volví a la cama para esperar   que amaneciera. No bien me acosté, sentí el tamborileo de gruesas gotas sobre el techo de chapas

—¡Qué placer  escuchar el sonido de la lluvia! —exclamé y me dispuse a disfrutar del momento que me regalaba la primavera, ese año excesivamente lluviosa, a causa de la corriente de El Niño, según decían los pronosticadores en los medios.

—Tal vez llueva todo el día, así que voy a aprovechar para   holgazanear un rato. Un poco de ociosidad me va a venir bien —me dije complaciente conmigo mismo, cosa fácil para mí, como para la mayoría de los mortales, sospecho.

De pronto ladró el perro, que dormitaba vigilante bajo el alero del frente. Al instante cantó el tero y supe que alguien estaba cerca de la casa. Era raro. La casa estaba lejos del pueblo, más allá del arroyo, donde casi todo era baldío y sólo se veía uno que otro rancho aquí y allá, recostado en algún espinillo retorcido. Yo me había refugiado allí para poder hacer lo mío sin que nadie me moleste, harto de la competencia y de la guerra de todos contra todos en la ciudad. No tenía relación  con los escasos vecinos ni me interesaba tenerla. No quería problemas. El más cercano vivía como a trescientos metros y era para mí un perfecto desconocido. Yo tenía la convicción de que  el infierno eran los otros, así que no quería vínculos con nadie y seguía el consejo de Martín Fierro: “Su esperanza no la cifren nunca en corazón alguno. En el mayor infortunio pongan su confianza en Dios. En los hombres, sólo en uno, con gran precaución en dos”. ¿Misantropía? Tal vez, pero mi experiencia me decía que cuanta más cercanía, más oportunidad de conflictos con los demás, más roñas y pendencias. Adhería sin crítica al juicio  de Séneca, que en un rapto de cinismo confesaba: “Vuelvo más avaro, más ambicioso, más sensual, aún más cruel y más inhumano, porque estuve entre los hombres”. Pero desde aquel entonces ha pasado mucha agua sobre mí.

 —¿Quién será a estas horas? —me dije cuando oí que alguien golpeaba las manos

Me vestí como pude  y miré por la ventana. La lluvia arreciaba y el viento arrachado pugnaba por volar todo en su loca carrera. A duras penas pude distinguir una figura borrosa en la espesura de la noche. Era una sombra sin rostro que seguía golpeando las manos frenéticamente junto a la tranquera.

 —¿Quién es? —grité para hacerme escuchar en el fragor del temporal.

—Soy el vecino —dijo la sombra a voz en cuello.

Un relámpago corrió por un instante el velo de tinieblas  y alcancé a ver la cara de un hombre. Era como un espectro en el escenario fantasmal del campo.

—¿Qué pasa? —pregunté intrigado por lo inusual de la hora.

—Sucede que mi mujer está por dar luz y no puedo llevarla al pueblo porque no tengo cómo hacerlo.

—¿Y yo qué puedo hacer? —pregunté disimulando mi fastidio.

—Si me ayuda, entre los dos podemos asistirla en el parto —respondió el vecino.

—¡Huy, no! Yo no sé nada de partos —mentí, porque algo sabía del tema. La razón verdadera era que no quería involucrarme en problemas que no me concernían y perder así mi momento de placer.

—Cuatro manos pueden hacer más que dos, aunque sepamos poco —me contestó con lógica de hierro.

—¿Qué le digo a este tipo? Ya sé: Le haré una propuesta loca que no podrá aceptar —me dije,  creyéndome un gran estratega.

—¿Y si intentamos llevarla al pueblo? Si le parece, preparo ya mismo el sulky —propuse, esperando que lo creyera una locura y me dijera que no, por la furia de la tormenta.

—Bueno. Voy a avisarle, así se queda tranquila. Lo espero. Gracias compadre —aceptó dejándome sin excusas.

—Sonamos. Hasta me llama compadre —pensé entre malhumorado y risueño---. Adiós mi dormir al arrullo de la lluvia. “Nunca faltan encontrones cuando un pobre se divierte”—refunfuñé   repitiendo  a Martín Fierro.

Resignado a mi mala suerte y renegando de mí mismo preparé el sulky como para  afrontar la lluvia y salí.

—¡Qué lío! ¡Quién me habrá mandado a ofrecerme para llevarlos! —pensé enojado conmigo mismo. Pero la mano ya estaba en la trampa y no había más remedio que aceptar la realidad.

 Cuando llegué a la casa del vecino ya me estaban esperando. Acomodamos como se pudo a la mujer en el carruaje y partimos sin demora, adivinando la huella a la luz repentina de los relámpagos. Por suerte faltaba poco para el amanecer.

El camino era un barrizal resbaladizo pero como no era muy transitado se podía recorrer sin mucho problema. El problema era el viento y el arroyo amenazante.

Llegamos al arroyo cuando aún no había desbordado y podíamos vadearlo con alguna precaución. La corriente ya era intensa y pugnaba por arrastrar el carruaje  lanzando al agua a los temerarios pasajeros. Como no podía fallar, se cumplió la ley de Murphy: en medio del arroyo una ráfaga de viento venció la precaria estabilidad del sulky inclinándolo peligrosamente y arrancándole la capota, que desapareció al instante en la vorágine del río. Yo viajaba en el pescante;  no alcancé a sostenerme para evitar la caída y  fui a dar con mi osamenta en el arroyo. Por suerte pude  asirme de unos arbustos evitando que la corriente me arrastrara. Pero mi situación era precaria y no podría resistir mucho tiempo. Mientras tanto el vecino se desesperaba por  sacar el sulky del agua embravecida. La rama se rompió y sentí que me hundía. “Es mi fin”, me dije y me abandoné a la fuerza del destino. De pronto, cuando ya todo parecía perdido sentí que alguien me tiraba con fuerza del cabello. Abrí los ojos y vi  la orilla barrosa y una cara que me miraba preocupada. Era mi vecino,  que había acudido a socorrerme. Gracias a él estoy vivo.

No sé si por el susto o porque había llegado la hora, la mujer comenzó a tener trabajos de parto. Era evidente que no alcanzaríamos a llegar al pueblo antes de que naciera la criatura.

Volvimos al carruaje y nos dispusimos a afrontar lo que viniera. Le dije al vecino que manejara mientras yo me ocupaba del parto. No habíamos andado unas cuadras cuando se produjo el alumbramiento. Con lo poco que sabía me las arreglé para ayudar a la mujer;  por fortuna todo sucedió como la naturaleza lo tenía programado. Era un niño. Berreaba como si lo estuvieran matando. No era para menos. Llegaba al mundo de los hombres en medio de un temporal y bañado por una lluvia impiadosa.

 Llegamos al pueblo cuando ya era de día y nos dirigimos al hospital.  Me llamó la atención el inusual vacío de las calles. Todo estaba cerrado y en silencio.

 Llegamos al hospital: cerrado. En una de las puertas un cartel nos informaba la razón: “Paro general. Sólo se atienden emergencias por guardia”. Era un cartel mentiroso, porque  la guardia estaba desierta.

—Sonamos —le dije a mi vecino—. ¿Y ahora qué hacemos?

—Hay un sanatorio en la calle central. Tal vez ahí nos atiendan —contestó.

Hacia allá nos dirigimos. Por suerte estaba abierto. Nos atendió una recepcionista con cara de “¿tan temprano vienen a romper?”.

—¿Cobertura? —preguntó y comenzó a limarse las uñas con la seguridad de que no había tal cosa.

—Sí —contestó el vecino—. La traigo tapada con una frazada.

—Le pregunto si tiene seguro social.

—No; trabajo por cuenta propia.

—La atención cuesta quinientos pesos.

—Sólo tengo cincuenta que me pagaron por un trabajito de jardinería —dijo el vecino

—Entonces no la podremos atender —respondió como si fuera una computadora.

—Un momento. Yo me haré cargo de los gastos —tercié en la conversación  y me asombré de lo que estaba diciendo.

—Son quinientos por la consulta y quinientos más como garantía por si hay que internarla algunos  días —dijo la fulana como quien recita una letanía.

—Le pago quinientos y voy al banco a buscar los restantes. Tardaré un rato.

—No puede ser, porque hoy no hay bancos, por huelga —dijo con indiferencia.

—Le pago con tarjeta de crédito o de débito, la que prefiera.

—No es posible. Se cayó el sistema y los técnicos están de huelga.

—Le dejo en garantía este reloj que vale mucho más de quinientos pesos.

—No soy tasadora de relojes ni estoy autorizada a tomar objetos en garantía— objetó con frialdad y siguió limándose las uñas.

—A esta mina le emboco un sopapo en cualquier momento —pensé, pero me contuve y ensayé una nueva propuesta.

—¿Qué le parece si voy a buscar los quinientos pesos a mi casa? Tardaré un rato largo. Mientras, atiendan a la señora. Le doy mi palabra de que tendrán su dinero.

—Bueno, pero me tiene que firmar un pagaré. Cuando usted pague, se lo devuelvo.

 Firmé el documento y salí al viento y a la lluvia. Fui hasta la casa y volví con los benditos quinientos pesos. Una vez que había pagado, la fulana me informó que la vecina debía quedar internada porque había peligro de infección, dadas las condiciones del alumbramiento.

—Chau quinientos pesos —pensé con resignación y sin lamentos. Ni yo podía creer lo que estaba haciendo.

 Pasé a saludar a los vecinos y a ofrecerme para trasladar a la familia de regreso a su casa cuando le dieran el alta a la señora.

—Gracias, amigo. Le avisaremos. Por mi parte, cualquier cosa que necesite, dígame nomás — ofreció el vecino—. Yo me llamo Juan y mi mujer, María. Gracias por todo.

—No fue nada. Gracias a ustedes por confiar en mí aunque no me conocieran. A propósito, yo me llamo José.

—Lo conversé con mi mujer y nos gustaría que saliera de padrino. ¿Qué le parece?

—Con mucho gusto, Juan. Tendré que aprender el oficio.

 Volví a la casa al tranquito del caballo. Me sentía raro. ¿Era yo el que había hecho todo eso? Sentía  que algo, no sabía qué en ese momento, estaba cambiando.

El temporal había cesado y el sol volvía a brillar en el firmamento.


Gracias por tu amable atención

                                                                                    Raul Czejer

 

 
 

viernes, 11 de enero de 2013

Ideales, ¡go home!





"Lo preocupante no es la perversidad de los malvados sino la indiferencia de los buenos” Martin Luther King

 
Un día de esos en que lo inspiraban la genialidad y el delirio, Nietzsche proclamó la muerte de Dios a manos de los hombres y desató una caza de brujas que aún perdura. “Mueran los ideales. Viva el mundo real”, fue su lema y su programa. A la cabeza de una horda de abolladores de quimeras,  no dejó títere con cabeza y abolió  el mundo del más allá, decretando que la única realidad es el mundo y la vida del más acá.

 El “efecto Nietzsche” produjo una legión de corifeos que se dio a repetir sus ideas interpretándolas y aplicándolas como se le ocurría a cada uno y según su conveniencia. Uno tras otro fueron cayendo los ídolos con pies de barro con que se había ilusionado la modernidad que suplantaría al dios ya muerto: la patria, la ciencia, el progreso, la revolución, el socialismo, la democracia, la justicia, el deber, los principios, los derechos humanos…Hoy se ha acabado la orgía deconstructora y ya no queda nada en pie. Ya no hay ideales que justifiquen la vida y los hombres se encuentran  inmersos en un nihilismo sin precedentes. ¿Cómo hacer, entonces, para ser feliz, si ya no hay nada que valorice la vida?

Antes de que apareciera el “loco de Turín”  blandiendo  su martillo deconstructor, los hombres se ilusionaban con un mundo perfecto en el que no existirían las fealdades que hallamos en el mundo real y en nombre de tal mundo perfecto condenaban la vida presente como rastrera e indigna del hombre y la sacrificaban en su honor. Pero llegó Nietzsche e instaló una nueva ilusión: Vivir la eternidad en esta vida.

 “La vida tiene valor en sí misma y no necesita nada de fuera de ella para justificarse”, nos diría Herr Nietzsche. Hay que amar la vida como es. “Amar también lo feo, porque lo feo es necesario y es parte de la vida real”, decía, y rechazaba todo juicio peyorativo sobre la realidad emitido desde un punto de vista ideal.

 Siguiendo las huellas del profeta de Turín, André Compte Sponville nos aconseja “Esperar un poco menos, amar un poco más”: Amar la realidad tal como es en  el momento actual, sin añorar  paraísos perdidos ni desear mundos  mejores.  Porque la nostalgia de lo que ya no es y el anhelo de lo que aún no es nos dispersa en el tiempo y nos impide concentrarnos en vivir a fondo lo que tenemos entre manos, que es sólo la realidad presente, con sus luces y sombras.

 “La vida es eso que pasa a nuestro lado mientras estamos ocupados en otra cosa”, decía John Lennon.  ¿Qué será esa “otra cosa”? Es estar ocupado en luchar por utopías. Es negar la vida real en función de paraísos soñados. Es despreciar y rechazar la vida tal como es, con sus fealdades y miserias y aspirar a conjeturales nuevos cielos y nuevas tierras.
 
¿Suena lindo, no? Pero sospecho que la serpiente acecha bajo las  palabras bonitas.

 ¿Cómo le caería el consejo de amar la realidad tal como es a aquel que padece hambre y miseria? Tal vez nos diría “Vení vos y ponete en mi lugar. Después me contás si seguís pensando lo mismo”. No creo que ni Compte Sponville, ni Nietzsche, ni Lennon, ni los antiguos estoicos aceptarían dejar sus cómodas posiciones de burgueses satisfechos para abrazarse con amor al espanto de la indigencia.

 ¿Qué habría pasado con la humanidad si desde su aparición se hubiera ajustado al principio de amar la realidad tal como es? Se me hace que todavía viviríamos en las cavernas y de la caza y la pesca. Porque todas las mejoras en las condiciones de vida de la humanidad fueron anticipadas por la imaginación y el deseo de un mundo mejor y realizadas por los hombres capaces de sacrificio por el porvenir. Para vivir de la agricultura y dejarse de deambular de aquí para allá hubo que aprender a transformar la realidad insatisfactoria y a tener esperanza en que el futuro daría sus frutos. “Cuando siembra el hombre va llorando pero canta cuando recoge la cosecha”, leemos en los salmos de la Biblia. Llora porque no sabe cuál va ser el resultado de su sacrificio, pero tiene fe en la naturaleza de las cosas y espera la recompensa  por haber creído en el futuro.

Se me ocurre conjeturar, entonces,  que la prédica postmoderna de amar la realidad tal como es obedece al propósito inconfesado de desarmar los espíritus a fin de que cesen los reclamos, los conflictos, las exigencias, las indignaciones y acepte cada uno con alegría la suerte que le ha tocado.

O tal vez los espíritus se han desarmado por su cuenta y lo que hacen los corifeos del postmodernismo es sólo levantar acta de lo que pasa en nuestra sociedad decadente y presentarlo como lo que debe ser. Dirían: “La gente ya no cree ni aspira  a mundos mejores, y es bueno que así sea, porque serán más felices”.

 Si es verdad que la gente se ha bajado de los grandes relatos y sólo  se dedica a disfrutar la vida, ello se debe a las  decepciones que le han propinado esos mismos relatos. Pero eso no significa que todo relato deba ser decepcionante. La causa de la libertad y la felicidad de los seres humanos siempre será justificadora de una vida dedicada a promoverla, porque corresponde al deseo básico de todo ser humano. Pero la libertad y la felicidad no se consiguen con el abandono de las causas nobles, porque así la vida se queda sin sentido, y no es posible levantar el sinsentido mediante el mero disfrute de las cosas lindas  y la resignación ante las feas.

 Creo que esta valoración absoluta de la vida tal como es significa otro ídolo con pies de barro que viene a reemplazar a los valores derrumbados. Es sólo una nueva quimera. Porque la realidad es totalmente insatisfactoria, salvo en unos pocos momentos de felicidad en que parece que se abrieran las puertas del cielo. No por nada los hombres de todos los tiempos aspiraron a un mundo mejor, en el más acá o en el más allá. Los que creemos que debe ser en el más acá y en el más allá lo hacemos en vista de la radical finitud del mundo y de la historia que no puede satisfacer  la natural  aspiración al infinito que alienta el corazón del ser humano.

 Está reconocido por la filosofía de la existencia que el hombre es esencialmente un deber que se cumple  necesariamente. Ese deber  consiste en crear un mundo cada vez más humano mediante la realización histórica de los valores trascendentes. Si por su decisión deja de hacerlo y se dedica a disfrutar la vida, crea de todos modos un mundo, pero inhumano, porque deja que reine la opresión o que los niños se mueran de hambre u otras canalladas por el estilo.

Si el hombre es esencialmente un deber, es inmoral  que pretenda vivir encerrado en la realidad factual aceptándola tal como es, porque el deber del hombre es hacer que algo valioso suceda en el mundo. Si se encierra en la realidad, deja de lado su humanidad y se convierte en un cerdo contento con su chiquero.

 Me parece que la propuesta de aceptar la realidad tal como es se puede dar la mano con aquellos que dicen que la historia se terminó. Ambas miradas son sospechosas de promover la aceptación del estado de cosas flagrantemente injusto que significa la civilización capitalista.

 “El mundo que tenemos es el mejor de los mundos posibles”, decía Leibniz. ¿Para qué andar imaginando cambios? Todo cambio sería para peor.

 Yo prefiero seguir el consejo de Francisco de Asís: “Dame resignación para aceptar las cosas que no se pueden cambiar, valor para cambiar las que se deben cambiar y sabiduría para distinguir unas de otras”.

Gracias por tu amable atención.

                                                                           Raúl Czejer


"Yo amo los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles", dice Antonio Machado. Su amor a los mundos ideales lo alentó  a comprometerse con la lucha por el cambio de la realidad.
 
 

lunes, 31 de diciembre de 2012

Vivir el futuro






Y detener cada momento, parar el sol, parar el viento, vivir aquí la eternidad.
           Georges Moustaki :   Canción “Le meteque” (versión en español)

Desventurado aquel que se inquieta siempre por el porvenir
         Séneca : Ensayo “De la brevedad de la vida”

Carpe diem quam minimum credula postero
          Horacio : Poema “Carpe diem”

"Vive la vida de tal suerte que viva quede en la muerte"
                     Teresa de Jesús

 Desde que Horacio lanzó a rodar la frase “carpe diem” ésta se viene repitiendo siglo tras siglo, interpretada de distintas maneras según los contextos culturales. En nuestro siglo ha vuelto a tener vigencia, formando parte de lo que se ha dado en llamar “mentalidad postmoderna”.

 
En su poema Horacio nos aconsejaba que no pretendamos saber el tiempo de vida que nos resta, pues ello es imposible. Más sabio es aprovechar cada momento del poco o mucho tiempo que nos otorgue el destino,  viviendo cada día fugitivo como el último, limitando nuestra esperanza al breve lapso de la vida y sin confiar nada al incierto mañana.

 Dicho de otro modo: No sacrifiques el presente en aras del mañana, porque el mañana es incierto y puede que  no  haya tal mañana o que nunca suceda lo que esperas, o deseas, o temes.

Horacio parafraseaba con palabras poéticas el consejo que estoicos y epicúreos —desde perspectivas distintas— venían enseñando desde hacía dos o tres  siglos y que él había aprendido durante su educación en Grecia.

 ¿Pero qué quiere decir Horacio con eso de “carpe diem”?

Según lo veo, caben dos interpretaciones. Por lo general se ha entendido la palabra “diem” como referida al día que estamos viviendo y “mañana”, a los días venideros.  Pero es posible otra mirada. A ver si lo puedo explicar.

“Diem” también puede referirse a la vida presente, en contraposición a una hipotética vida futura posterior a la muerte —en la que creemos muchos, por diversas razones. Desde esta perspectiva, “carpe diem” significaría “aprovecha la vida presente y no confíes nada a una incierta vida posterior”. En otras palabras: no sacrifiques nada de la única vida que tienes en manos en aras de una conjetural que vendría después de la muerte.

 Esta interpretación parece plausible si tenemos en cuenta el consejo del poema a que limitemos nuestra esperanza al breve lapso de la vida. Por otra parte, la filosofía de la finitud de la existencia que Horacio profesaba, en la que  había sido formado por los epicúreos en Grecia, nos autoriza a pensar que el poeta se estaba refiriendo a la vida terrenal —la única en la que él creía— y no al mero día presente.

 Permíteme un breve comentario sobre cada una de estas dos interpretaciones.

Si la entendemos de la primera forma, la frase es sugerente y tentadora, porque nos invita a vivir cada día de la vida como si fuera  el último, sin  inquietudes ni proyectos para los días venideros que nos distraiga de lo que tenemos entre manos

 Curiosamente el consejo de Horacio concuerda de alguna manera con una de las enseñanzas de Jesús: “No se preocupen por el mañana”, decía el maestro de Galilea.

 Pero uno y otro hablaban desde  mundos espirituales distintos.

 Jesús no se preocupaba por el mañana porque ponía toda su confianza en Dios y sabía que de él sólo le vendría lo mejor. Jesús está convencido de que el futuro es el tiempo de la justicia, que los hombres de buena voluntad van construyendo desde el presente  y que Dios llevará a su plena realización. Por eso no tiene que preocuparse por lo porvenir. Su futuro es el tiempo del triunfo del bien sobre el mal en el mundo definitivo.

 Horacio, en cambio, imbuido del materialismo epicúreo, carece de perspectiva  trascendente y está encerrado en el tiempo actual como única realidad. Nos propone entonces una existencia sin dimensión metafísica, como si fuera una sucesión de vivencias instantáneas que surgen sin razón y se agotan en la nada. El tiempo actual no tiene impacto en el futuro final, porque tal futuro —diría— no existe. Horacio es incapaz de desear un mundo mejor y de vivir para ello, para lo que vendrá o para los que vendrán.

El consejo de Horacio es resbaloso. Si me permites el atrevimiento, diría que es  miserable por su egoísmo, insensato por sus resultados  e inaplicable en el contexto de la vida humana.

Si bien los simples mortales no tenemos conocimiento del futuro,  podemos conjeturar con bastante seguridad lo que nos va a suceder, porque hay males inexorables que nos esperan a la vuelta del camino. Horacio nos diría que no   hagamos  nada  en el presente para prevenir los males que probable o seguramente nos deparará el porvenir. Vivamos la vida hoy, ya que no sabemos si habrá futuro.

¿Es prudente tal modo de pensar?

 Vaya a saber por qué caminos me viene a la mente el relato bíblico de José y su interpretación del sueño de las vacas flacas. En el sueño del faraón José supo ver el futuro, que caería como un ladrón sobre los desprevenidos que se entretenían “cantando al sol” y pudo aconsejar al monarca cómo anticiparse a los males que sobrevendrían. El faraón tuvo fe en la palabra de José  y tomó los recaudos necesarios para conjurar la amenaza que se cernía sobre su pueblo.

 También recuerdo la fábula de la cigarra y la hormiga: Una disfrutaba del día; la otra se preparaba para el mañana incierto, sin importarle  la mirada sardónica de la cigarra postmoderna. Cuando vino la malaria, que siempre llega, a la “piola” se la comieron los piojos y a la “boba” le llegó el momento de cantar y brincar con los amigos.

 La decadente prédica postmoderna ha puesto nuevamente de moda la onda de vivir el presente, vinculándola con la filosofía budista.  Aprovechando este viento de cola, todos los consejeros profesionales y los gurús  del saber vivir la recomiendan a troche y moche como  camino seguro a la felicidad.

 El fenómeno es comprensible si se lo ubica en el contexto de la mentalidad hedonista  y cínica , descreída de todo lo que suene a  metarrelato sacrificial, mentalidad  que se ha generalizado en la sociedad contemporánea.

 Vive tu vida, que es la única que vivirás —predican como si fueran apóstoles de una fe—, y que los que vendrán se las arreglen como puedan. Egoísmo insolidario e irresponsable del hedonista, que vive para su gusto y su placer. Poco serio. No digo más.

Hablemos, mejor, del segundo modo de entender el término “diem”: la vida presente. Aquí caben dos conjeturas: la presente es la única vida que viviremos  versus hay otra vida después que acabe la presente.

 La presente nos consta; la posterior es objeto de fe para muchos seres humanos.

 El consejo de Horacio va a resultar sensato o insensato, según la fe que se tenga en la vida futura.

Si no hubiera tal vida posterior, tendría razón Horacio. ¿Para qué sacrificar nuestra vida en aras de nobles ideales que el tiempo habrá de devorar? Si el tiempo presente no es rescatado por el tiempo definitivo de nada vale el reconocimiento de los hombres al sacrificio de los mártires por la humanidad,  la patria o  la revolución,  porque todas estas cosas y su memoria se extinguen como un dibujo trazado en la arena donde van a morir las olas del mar.
 
Pero es insensato vivir la vida  presente de cualquier manera si este presente impactara en nuestro destino definitivo. Al respecto cabría conjeturar que el tiempo definitivo será el tiempo de la justicia, que de alguna manera pondrá las cosas en su lugar. No habrá sido, entonces, lo mismo ser derecho que torcido, leal que traidor. Como en el cuento, habrá sido inteligente vivir la vida en vistas del futuro e insensato vivirla encerrado en el presente.
 
Auguro para ti un  año 2013 vivido de tal manera que no lo extinga el paso del tiempo
 
Gracias por tu amable atención.
                                                                         Raul Czejer
                                                                                   
                                                  
 
 
 


 

 

 

 

 

martes, 18 de diciembre de 2012

Navidad del corazón




Si tienes tristeza, alégrate,
porque la Navidad es gozo.
Si tienes enemigos, reconcíliate,
porque la Navidad es paz.
Si tienes amigos, búscalos,
porque la Navidad es encuentro.
Si tienes errores, reflexiona,
porque la Navidad es verdad.
Si tienes odio, olvídalo,
porque la Navidad es amor.
                                             Teresa de Calcuta

La Navidad es renacimiento de la esperanza en un mundo nuevo, en que los hombres tengan la oportunidad de vivir felices.
Lo deseo para ti, estimado amigo, y para todos los que llevas en tu corazón.

                                                Feliz Navidad



Navidad es paradigma de compromiso con los pobres. Hubo y hay en mi país y en toda Latinoamérica quienes entendieron esto y obraron en consecuencia. Mi reconocimiento y mi gratitud por el hermoso ejemplo de humanidad que nos dieron con sus vidas





miércoles, 28 de noviembre de 2012

Cultura del corazón




Toma tu barco y huye, hombre feliz, a vela desplegada, de cualquier forma de cultura
Epicuro (Citado por Gustavo Bueno en “El mito de la cultura”)

 

Me resulta curioso el consejo de Epicuro ya que contradice lo que siempre me han enseñado: que la cultura es un valor importante, a conseguir con mucho esfuerzo y largos años de educación.
Por otra parte, los estados gastan mucha plata en trasmitir a los jóvenes la cultura del país, así que la consideran un bien social muy valioso que hay que promover.
 Pero no me queda claro si esto tiene algún sentido para la vida personal y comunitaria. En concreto: ¿Para qué hay que ser entendidos en arte, ciencias etc., etc.? ¿Viviremos mejor y seremos más felices? ¿La sociedad será mejor si sus integrantes son gente de amplia cultura general?
 Epicuro no era ningún delirante y debía tener en cuenta algún costado perverso de la cultura cuando recomendaba a los hombres que huyan de ella lo más lejos posible. Y lo recomendaba al hombre feliz, lo cual me hace sospechar que para él la cultura hace infeliz al ser humano. Más me confirmo en esta sospecha cuando leo que Bueno califica de “mito” a la cultura.  
Según tengo entendido, mito es una fantasía socializada que intenta explicar, justificar o expresar el sentido de una realidad . El cuento que relata el mito  no es verdad en sí, pero esconde un mensaje subliminal que puede ser verdadero o falso, bien intencionado o perverso, liberador o esclavizante del hombre.
Tal vez lo que señala Bueno es que la cultura, tal como se la entiende en la modernidad, es un mito que esconde una ideología falsa que justifica un estado de cosas que esclaviza al ser humano y lo hace infeliz.
 Tanto Epicuro como Bueno ponen en cuestión el valor humano de la cultura. Pero cabría preguntarse de qué están hablando cuando  la condenan sin atenuantes. Porque la cultura puede entenderse de muchas maneras y ellos, como cualquier otro, se refieren al modo particular que tienen en su mente.
 ¿De qué hablamos cuando hablamos de cultura? Parece una pregunta ociosa, pero a
poco que intentemos una definición justa en cuanto a extensión y contenido se nos vuelve confuso lo que creíamos entender.
 En 1952  Alfred Kroeber  y Clyde Kluckhohn  llegaron a compilar una lista de 164 definiciones de "cultura" y actualmente podrían contar más de 300. Esto  quiere decir que al respecto nadie tiene un concepto claro y preciso y que la palabra “cultura” se usa para referirse a cosas distintas, aunque de algún modo relacionadas, tal vez de modo  analógico. Lo que no está claro es cuál es el significado principal. Nadie confunde un producto cultural con una montaña o  una ballena, pero no sabemos bien qué vincula a una pala de punta  con una sinfonía, lo que nos permite pensar que todos tenemos de cultura una noción preconceptual que las definiciones no logran delimitar claramente.
 Por eso dice Gustavo Bueno, tal vez con un poco de razón: “Es imposible entender qué es la cultura. Nadie puede decirlo y, sin embargo, sobre una idea tan confusa se establecen necedades que nadie entiende”
 En 1871, Edward Tylor publicó en Primitive Culture una de las definiciones más ampliamente aceptadas de cultura. Según esta definición la cultura sería “aquel todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres, y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre”. Y agregaba que "La principal tendencia de la cultura desde los orígenes a los tiempos modernos ha sido del salvajismo hacia la civilización”.
 No me resulta claro qué quiere decir mister Tylor. A ver si puedo entenderlo.
 La cultura sería un proceso cuyo resultado es la civilización. Por otra parte, como opone civilización a salvajismo, parece decir que la cultura es un proceso humanizante, si aceptamos que es más humano vivir en un mundo civilizado que en uno salvaje. Pero esto   es discutido por muchos.
 Sería verdad si entendemos “salvaje” como vida bestial y “civilizado” como vida humanizada. Pero no sería verdad si “salvaje” se entiende como  vida  integrada a  la naturaleza —tal como la practican los grupos aborígenes— y “civilizado” como vida integrada a  las sociedades urbanas complejas, porque no está demostrado cuál de las dos formas es la más humana.
 Si civilizar significara humanizar, la cultura consistiría en una evolución sin fin desde condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas. Al respecto tengo mis dudas de que civilizar sea lo mismo que humanizar, si tenemos en cuenta que “humano” es quien está cualificado por los valores propios del hombre como tal, como justicia, lealtad, veracidad, solidaridad, etc. No encuentro tales cualidades en los hombres civilizados por el solo hecho de ser civilizados.
 Y hasta me animaría a decir que un hombre civilizado puede ser muy humano o, por el contrario, muy bestia. Basta para comprobarlo con mirar lo que pasa en nuestro mundo moderno. La humanidad no pasa necesariamente por la civilización.
 La definición de Tylor expresa la manera de entender la cultura desde una perspectiva ilustrada y desde esta perspectiva es comprensible que se considere a la civilización moderna como modelo de vida humana. Cuanto más culta una sociedad, más civilizada y más humana,  diría. Pero este modo de ver las cosas es harto problemático y no da razón de lo que sabemos por experiencia.
 Creo que la cultura conduce a distintas formas de  civilización, según qué valores considere fundamentales. Si la cultura enfatiza valores infrahumanos, construirá una civilización en que los niños mueran de hambre, los más débiles sean maltratados y la tierra quede arrasada. Será una cultura que se concreta en una civilización bestial. De esta cultura sin humanidad que se concretaba en una civilización violenta y despiadada —la griega—  aconsejaba huir Epicuro. El paralelismo con la cultura social y la civilización moderna  es más que evidente.
 Muy distinta sería una civilización que realizara como valores culturales fundamentales el respeto, la solidaridad  y la compasión entre los hombres.
 Tal civilización no es imposible, pero es de muy ardua realización, porque no condice con lo peor del ser humano.
 Para que tal cultura y civilización llegue a concretarse es necesaria una especie de conversión del alma de los individuos hacia los valores humanos cualitativos. Cuando tal conversión se haga masiva, habrá una nueva cultura que generará una civilización más digna del hombre.
 Para ello, se me ocurre pensar que sería conveniente  abandonar el concepto de cultura tal como se lo entiende en la modernidad, que Tylor recoge en su definición, y volver al concepto clásico.
El concepto clásico de cultura lo expresó Cicerón  al asignarle como objeto el cultivo del alma. Así como la viticultura se dedica a mejorar las propiedades de las vides para acercarlas  a los estándares de calidad exigidos por la época, la “cultura ánimi” trabaja sobre el sujeto humano para llevar a su perfección las  cualidades del alma que  en el “ethos” de cada pueblo, en cada etapa de su historia, se considera propias de un ser humano hecho y derecho. Por poner un ejemplo, hoy diríamos que el ethos de las sociedades occidentales marca como  uno de los objetivos principales de la “cultura ánimi” la virtud  de la solidaridad, entre otras. La sociedad y el mismo sujeto, mediante diversos recursos, trabajan para cultivar  tales disposiciones éticas en el propio individuo y en los demás integrantes de la sociedad.
El ethos de cada pueblo define los valores que deben cultivarse en las personas individuales. La cultura va creando un mundo más humano o menos humano, según el tenor de los valores que va realizando en las personas.
 La "cultura ánimi" no consiste solamente en cultivar los valores de la persona que se consideran mejores sino también en rechazar los peores, porque ambas clases solicitan la adhesión del alma, como bien lo ilustró Platón con la imagen del carro tirado por dos caballos antagónicos.

La finalidad de la cultura no es civilizar a la persona como lo piensa mister Tylor, sino formar la mente y el corazón del hombre para que llegue a estar en grado de realizar opciones libres y justas. Para ello la cultura del medio social ha de ser asimilada de una forma sistemática y crítica, aceptando lo bueno y rechazando lo malo.
Tomada  en este sentido, la cultura es más una actividad personal que una actividad social,  que cada individuo debe realizar en sí mismo, porque la persona es el sujeto de su propio desarrollo y el último juez de lo negociable y de lo no negociable, teniendo en cuenta que no todo ethos es totalmente aceptable desde un punto de vista humano.
 La conciencia y el criterio personal es la última norma de la propia conducta y ante ella no hay cultura que valga. Si el ser humano no fuera capaz de romper la caparazón de la propia cultura, nunca habrían surgido los genios creadores de una forma más  elevada de vivir la vida, más a la altura del espíritu y del corazón del hombre.
 
Gracias por tu amable atención
                                                                                      Raúl Czejer


Música e imágenes que elevan la mente y el corazón, cultura esencial.
 

lunes, 22 de octubre de 2012

El lobo y el hombre




Gheorghe Zamfir, toda la música.
                                         

 

                                                                       Homo homini lupus
                                                                           Tomás Hobbes

 

“El hombre es lobo para el hombre”, decía don Tomás. ¿Nada más? Si las relaciones entre los hombres fueran tal como las pintaba Hobbes, tendría razón Sartre cuando dice que “el infierno son los otros”. Yo creo que hay otras posibilidades. Sin ir más lejos, hay don y hay solidaridad, por suerte. Si no hubiera otras posibilidades, más nos valdría marcharnos al desierto a vivir en soledad como los anacoretas de antaño.
 
¿Qué otras posibilidades tenemos, además de ser “lobos”? Yo sostengo que la de ser “humanos”, sin pretensiones de originalidad, faltaba más. Sólo que hay un pequeño inconveniente: No está nada claro, al menos para mí, qué es eso de ser “humano”. Hay distintas opiniones —como en toda otra cuestión acerca de la vida— que tornan confuso el concepto. Mira, te pongo un ejemplo:

 En tiempos del último gobierno argentino de facto,  los dictadores de ocasión inventaron un slogan perverso para contestar a los organismos internacionales que condenaban la salvaje violación de los derechos humanos comprobadas en el país. “Los argentinos somos derechos y humanos”, pregonaban con cinismo. No me queda claro qué querían decir con tal relato, como no sea aquello de “miente, miente, que siempre algo queda”, porque en la realidad de los hechos los argentinos civiles quizá eran derechos y humanos, pero no lo militares argentinos, quienes demostraron ser torcidos y bestias como el que más. Para ser derechos debían haber respetado la ley, lo cual no hicieron. Y para ser humanos les faltó la condición mínima: El respeto a la dignidad de las personas. Ni hablemos de las demás condiciones que hacen que alguien pueda llamarse “humano”, según mi parecer

 Si te parece y dispones de unos minutos, te propongo que reflexionemos sobre qué es eso de  ser “humano”. El asunto no está muy claro  porque parece obvio que cualquiera persona es “humana” por el sólo hecho de pertenecer al género. Pero no me animaría a considerar humanos  a quienes torturan, asesinan, violan  o explotan a otros. Más bien los llamaría bestias salvajes, sin confundirlos con los animales, que no tienen nada de bestias, porque carecen de perversidad.

 “Humanidad”   es un concepto ambiguo que viene definido de distintas maneras según la idea de “hombre-mujer” de cada quien, de cada cultura y de la ciencia en que se lo considere. No voy a aburrirte con las mil y una opiniones diferentes y contradictorias. Por otra parte no estoy al tanto de  todas. Abusando de tu buena voluntad te diré la mía, que espero te resulte de utilidad. Soy conciente de que tal vez no compartas mi opinión, pero te invito a que veas si lo que pienso tiene algún pie  —o al menos si tiene cabeza. Como verás, no diré nada nuevo sino que me limitaré a rescatar algo tal vez olvidado.
 
¿En qué radica la humanidad, esa que tenemos en mente cuando decimos que tal o cual persona  es “muy humana” o juzgamos a otras como inhumanas?
 
Seguramente no lo hacemos teniendo en cuenta su pertenencia al género biológico, porque en ese sentido nadie puede ser tachado de “inhumano”. Tampoco tenemos en cuenta su nivel cultural, porque alguien muy culto puede ser a la vez muy inhumano y otro muy tosco ser un ejemplo de humanidad. Lo que me parece que tenemos en mente son sus cualidades “morales”, es decir, su excelencia como persona. El problema es determinar cuáles son esas cualidades, porque  cada época, cada cultura y hasta cada individuo tiene su propia lista, y así nos encontramos con que lo excelente para unos es estúpido para otros. Por ejemplo, Nietzsche desdeñaba la humildad y exaltaba la soberbia, justo al revés de los cristianos. Para los griegos de la antigüedad el hombre cabal era el valeroso y hábil en el manejos de las armas. Como ves, el contenido de la excelencia humana es variable y circunstanciado.

 Entonces, ¿Qué contenido le daremos a lo que llamamos “humanidad” como excelencia personal?¿Qué valores hacen a la excelencia humana?
 
En una primera aproximación diría que no cualquier valor, sino sólo aquellos que lo califican como un buen ser humano.  Por ejemplo, la gracia y la elegancia no hacen a un buen ser humano, ni la buena salud, ni el poder, ni el éxito, ni la fama, ni la inteligencia, ni la libertad, ni la fortuna, ni la simpatía, ni la habilidad, ni el virtuosismo, ni el talento, ni el buen gusto, ni el saber, ni la locuacidad…Todos esos valores podrían convertir a una persona en  muy afortunada,  pero no la convertirían en un buen ser humano, incluso podrían estar presentes en un canalla.
 
A mi criterio, la excelencia humana está en otra cosa o, mejor, en otros valores.
 
Te diré mi parecer. Verás fácilmente que mi opinión tiene más años que Matusalén y que remite a la  tradición espiritual de la humanidad, lo cual no me avergüenza. No soy amigo de vanguardias cuyo único mérito es el de ser vanguardia; más bien procuro rescatar el pensamiento de fondo en que se expresa el ser humano de todos los tiempos, traspasando la hojarasca de la palabra novedosa.
 
Se me ocurre que “humanidad” es una manera de relacionarnos con los demás, que adoptamos libremente. A ver si alcanzo a explicarlo breve y claramente.

Mi relación con los demás puede adoptar cuatro modos distintos: la malevolencia, la indiferencia, la justicia y la benevolencia.

En la malevolencia odio a los demás; en la indiferencia los ignoro; en la justicia les doy sólo lo que les corresponde; en la benevolencia amo a los demás, me comprometo  con ellos y me pongo a su disposición.
 
Creo que nadie consideraría humano a quien odia o a quien ignora a los demás. Sí al que es justo, aunque el justo es humano de un modo tacaño, mezquino. La justicia es una actitud positiva, pero es la mínima en cuanto a humanidad. Sólo la benevolencia amorosa nos hace plenamente humanos.

 Trataré de fundamentar este modo de entender la humanidad
 
Verás, según su naturaleza el ser humano, entre otras cosas, se rige por la ley del más fuerte, lo mismo que los animales. Si el hombre sigue el camino de la naturaleza tratará a sus semejantes con despotismo y altanería, les impondrá su voluntad y su parecer, atropellará sus derechos, les quitará lo que les pertenece, los usará para su provecho…  será un perfecto animal, será el odio en persona.

Si decide “hacer la suya”, zafar de responsabilidades, vivir su vida y que los demás se arreglen como puedan, mirar para otro lado, hacer del “no te metas” su norma de vida, eludir los compromisos, “no me concierne, no es mi problema”… será un perfecto egoísta que vivirá para mirarse el ombligo y no le importará si los demás se mueren de hambre.    
 
Pero si sigue el camino de la justicia y la benevolencia comenzará por respetar los derechos de los demás y, superando la justicia, procurará favorecer su desarrollo personal, estará siempre a disposición del débil y del pobre, saldrá en defensa  del que sufre injusticia, buscará realizaciones que hagan del mundo un hogar para todos los hombres…   será un ejemplo viviente del ideal moral que hace que vivir valga la pena
 
En resumen: ¿A quién calificaremos de  “humano” y le dedicaremos nuestra admiración absoluta?
 
A muchos  hombres y mujeres  desconocidos. Son los que empeñan su vida desinteresadamente por el bien del prójimo. Tal empeño tiene muchos rostros:

Son los que se compadecen  y tienden la mano al que sufre.

Los que ponen su talento y su esfuerzo para mejorar las condiciones de vida de la humanidad.

Los que luchan por la justicia y por la libertad de los hombres y mujeres. Y los que trabajan por la paz. Los que resisten al mal que atropella a sus semejantes. Los que se levantan para defender al débil y al pobre…

Los que denuncian  la corrupción, los solidarios con el necesitado, los que  promueven al pobre, los que trabajan por la inclusión del excluido…

 Hay muchos hombres y mujeres que tienen esta disposición hacia el bien de los demás. Algunos lo han hecho de modo eminente. Por eso son  ejemplos de humanidad. Menciono sólo algunos que me vienen a la memoria.

 El doctor Maradona, que puso su talento y su voluntad al servicio de otros seres humanos sin esperar recompensa alguna y murió pobre pero orgulloso de haber llenado sus días de sentido.

Iqbal Masih, que dio su vida luchando contra la explotación de los niños.

Luis Orione, que dedicó su vida a la atención de los desvalidos profundos.

Henri Dunant, que en Solferino se compadeció de los heridos en el campo de batalla y dedicó el resto de su vida a crear la Cruz Roja.

Alfred Sabin, quien renunció a sus derechos de patente para que su descubrimiento tuviera rápida aplicación.

La Madre Teresa, que atendió con amor a los pobres de Calcuta.

Martin Luther King, mártir de la inclusión de los negros.

Nelson Mandela, quien luchó incansablemente por los derechos de los negros sudafricanos
 
Ha habido y hay muchos más seres humanos excelentes. Gracias a ellos el mundo sigue andando y progresando hacia niveles de mayor humanidad. Son héroes anónimos que no aparecen en los medios masivos ni reciben el Premio Nóbel de la Paz. Pero son ellos los que nos abren la posibilidad de la esperanza.

 ¿Qué podemos esperar?

 En medio de la cultura  deshumanizante que nos rodea y nos acosa con sus falsos valores, los hombres y mujeres capaces de justicia y amor  son como las primicias de una nueva sociedad.

Vemos nacer esa nueva sociedad en los jóvenes que se suman a los programas solidarios.

 La vemos en los adultos comprometidos con la justicia  y la resistencia a la maldad.

Y en los indignados de todo el orbe, en  sus líderes e inspiradores.
 
Quien dijo que ya no quedaban relatos estaba ciego o miraba las sombras de la caverna. Los que trabajan por la justicia y el bien son el nuevo relato viviente. No son relatos en palabras o en ideas, sino en carne viva. Están ahí, entre nosotros. Hay que leer en ellos el futuro que viene.

 
Gracias por tu amable atención

                                                                                   Raúl Czejer

 

 

 

 

 

 

 

martes, 9 de octubre de 2012

Cultura brutal




                                                        

                                                         Cultura del corazón

 

                                                                   “Crea en mí un corazón puro”

                                                                               Biblia. Salmo 50

                                                       “El sueño de la razón produce monstruos”

                                                                           Francisco de Goya

 

 

A veces, en esas tardes propicias para la divagación, me pongo a mirar el mundo y a plantearme  cuestiones inútiles que me proveen la excusa para pensar ociosamente. En una de esas ocasiones se me ocurrió preguntarme: ¿Cómo puede ser que gente tan culta sea a la vez tan bestia?  La cuestión venía a cuento de las tropelías y rapiñas que  países de la OTAN están perpetrando desde hace tiempo en el Medio Oriente.

A ver si puedo aclarar el por qué de mi sorpresa. Para ello permíteme apelar a  un ejemplo vernáculo de culta brutalidad.

 

Tuvimos en mi país un presidente muy inteligente, culto y civilizado según el modelo occidental. Fue, además, escritor muy reconocido dentro y fuera de Argentina. Tal vez habrás oído nombrar a “Facundo o Civilización y Barbarie”, escrito con gran estilo y fuerza expresiva, tanto que aún hoy, transcurrido más de un siglo y medio, lo puedes leer con gusto y provecho. Fue gran propulsor de la educación, por lo que el 11 de septiembre, día en que murió, se celebra en mi país el día del maestro. Pues bien, uno podría esperar que un personaje tan instruido fuera también una persona muy humana, porque siempre se pensó que la cultura occidental era la forma de vivir propia de las personas excelentes. Lamentablemente no fue así en el caso de Domingo Sarmiento, sino todo lo contrario. Discriminó a los gauchos argentinos de una forma feroz, tanto que llegó a decir “no ahorren sangre de gauchos, que sólo sirve para abonar la tierra”. Siendo ministro de guerra ordenó la muerte sin juicio de los opositores al modelo europeo, que él quería imponer a sangre y fuego en Argentina. “Si mata gente (el coronel Sandes), cállese la boca —escribía al presidente de entonces—. Son animales bípedos (los gauchos), de tan perversa condición que no sé qué se puede obtener con tratarlos mejor”. ¡Todo una pinturita el escritor y maestro de América!

 

No es el único caso. Tú mismo puedes citar muchos otros que conoces. Recuerdo el caso de Sarmiento porque es un ejemplo paradigmático, grotesco diría, de contradicción  entre cultura sofisticada y brutalidad en una misma persona.

¿Qué clase de cultura es la que puede convivir con semejante monstruosidad?

 

Tal vez nos resulta sorprendente tal contradicción porque estamos inclinados a pensar que si uno incorpora a su forma de vida una cultura y una civilización consideradas excelentes uno se convierte en una persona excelente. Pero a poco que uno observe lo que pasa en el mundo se da cuenta de que su presuposición está equivocada. Te propongo un breve paneo a vuelo de pájaro.

 

En las guerras tribales africanas los hutus cortaban los pechos a las mujeres tutsis sólo para divertirse y calzar mejor las cajas de cerveza. Tal aberrante brutalidad fue condenada  con razón por nosotros, los occidentales, en nombre de los derechos humanos. Implícita en ese juicio estaba la idea de que en occidente, teniendo  una cultura y civilización pretendidamente superior, nunca se llegaría a cometer semejante barbaridad. “No se puede esperar otra cosa de  esa gente bruta. Les falta una cultura como la nuestra, por eso son tan bestias”, pensábamos. Pero quedamos perplejos cuando los milicianos serbios, occidentales, gente de  nuestro mismo palo, obligaron a un anciano croata a comerse el hígado de su nieto,  aún vivo, durante la guerra de los Balcanes. A los serbios no les faltaba cultura ni civilización avanzada occidental, sin embargo demostraron ser tan bestias como los hutus,  de civilización elemental  y con una cultura distinta del modelo occidental.

 

¿Y qué diremos de las salvajadas perpetradas por los nazis, los fascistas, los falangistas, los republicanos españoles, los comunistas soviéticos y cubanos, los colonialistas, los explotadores, los imperialistas, los esclavistas, los campos de concentración, las cámaras de gas, el latrocinio  en todos los continentes, los genocidios, las torturas, las desapariciones forzadas?  Todas preciosuras que supieron procrear la cultura y la civilización occidental.

 

Me vienen a la memoria los civilizados europeos y los naturales indoamericanos y no me quedan dudas de qué lado estaba la barbarie, ya que  los civilizados demostraron ser más bestiales que los indígenas.

 

 Pienso en Vicente “Chacho” Peñaloza, agreste caudillo de las montoneras  en tiempos de la guerra civil argentina, quien cumplió con su palabra de deponer las armas y murió lanceado traicioneramente por el civilizado comandante Irrazával. ¿Cuál de los dos se comportó más humanamente, cuál demostró mayor barbarie moral?

 

Pienso en todas las dictaduras que se han sucedido en la occidental Latinoamérica,  que violaron y continúan violando sistemáticamente todos los derechos humanos

 

Recuerdo con tristeza  los treinta mil desparecidos, torturados, fusilados sin juicio que durante la dictadura militar en Argentina sufrieron el mayor acto de barbarie moral que se haya perpetrado en el país. Los militares genocidas no eran incultos ni incivilizados. Se pensaban y se decían defensores de la cultura occidental-cristiana.

 

¿Y qué decir del brutal régimen del “apartheid”, en Sudáfrica, impuesto por los blancos de origen europeo,  gente culta  pero bestial?

 

 

El “Che” Guevara tampoco era un occidental bruto e incivilizado. Sin embargo masacró sin juicio justo  a cientos de cubanos por ser opositores a la revolución. Era un bárbaro moral  que justificaba las atrocidades en nombre de la “revolución”. “Fusilamientos, sí, hemos fusilado; fusilamos y seguiremos fusilando mientras sea necesario”, confesaba con frialdad ante las Naciones Unidas en 1964. Más de quinientas personas cayeron bajo las balas, sentenciados por él mismo después de un juicio sumarísimo.

 

Por todo el ancho  mundo occidental campea la barbarie humana. Tanto en pueblos más primitivos  como en los más  civilizados.

 

Si hasta parece mentira que en la cuna de la civilización occidental y de la cultura que se cree superior —en Europa, precisamente en Gante, Bélgica— pueda existir un museo de la tortura con una exposición espeluznante de instrumentos que parecen salidos del infierno.

 

¿O será tal vez que nuestra cultura y nuestra civilización son las que han salido del infierno de tal modo que les son connaturales el latrocinio y el atropello? ¿No sería necesario crear una contracultura y una nueva civilización, basadas en principios distintos de los que sustentan a la cultura y la civilización modernas? Inquietante hipótesis que  valdría la pena investigar.

 

Cada civilización tiene la cultura subjetiva y objetiva que la sustenta. En una cultura materialista  como la occidental  los sujetos y los productos culturales son mercancías cuyo valor depende de la oferta y la demanda. En esta cultura materialista el sujeto no tiene dignidad, sino precio.

 

Tal vez ha llegado la hora de pensar si la cultura que nos sustenta es todo lo excelente —en términos de humanidad— que suponíamos. Sinceramente, cuando me dicen que el aborto es un avance de la cultura actual pongo en duda que  tal cultura sea realmente humanizante

 

Tampoco los pueblos de cultura y civilización árabes están exentos de salvajismo. Basta con recordar los actos de terrorismo perpetrados en todos los continentes.

 

La barbarie moral no es relativa a una cultura determinada, sino absoluta respecto de cualquier cultura y civilización porque se refiere a la ética mínima  de todo ser humano. Este tipo de barbarie puede darse en cualquier cultura y civilización, primitiva o avanzada, simple o compleja. No hay cultura ni civilización que inmunice contra la barbarie, pero pueden favorecerla o ponerle freno.

 

Rosa Luxemburgo pensó que la alternativa de hierro para el ser humano era socialismo o barbarie. La historia mostró que el socialismo no inmuniza contra la bestialidad. El socialismo que vimos ponerse en práctica se mostró tan bárbaro como el individualismo capitalista. Sueños de la razón.

 

Esto significa que la barbarie moral es independiente del nivel de civilización y de los sistemas políticos y que la humanización va por otro camino. Humanización no significa civilización ni sistema político determinado. Es una cuestión que pasa por las personas individuales. Las personas se humanizan o se bestializan, según sus opciones de vida, no los sistemas o las culturas, que no tienen corazón. En cualquier sociedad el hombre puede vivir como ser humano o como ave de rapiña

 

 “El proceso de humanización  no ha terminado aún”, dice Eudald Carbonell. Tiene razón si creemos que la humanización es progresiva y si se entiende humanización como progreso de la  libertad y el pensamiento. Carbonell se muestra así como un creyente en la fe de la modernidad, aunque pregona la superación de toda fe y toda creencia. Pero no todos los hombres tienen esa misma fe. Hay quienes creen que más bien la humanidad está retrocediendo hacia estadios de mayor ferocidad y que el progreso de la libertad y el conocimiento proveen al ser humano de más oportunidades y mejores instrumentos de crueldad. Piénsese en la matanza de niños por nacer, prolijamente realizada con métodos muy científicos pero con corazón ciego  para el amor  de un inocente e indefenso ser humano. Por eso creo que la humanización  pasa por el corazón del hombre, no por su conocimiento y su libertad, por muy socializados que estén.

 

Corazón o barbarie, he ahí la disyuntiva. Tal vez  Rousseau y Levi Strauss se referían a esto cuando alababan al buen salvaje. Tal vez encontraran en ellos un corazón bueno que no encontraban en los hombres civilizados, que se creen que son más humanos que los demás sólo porque saben más y son más libres para hacer lo que se les da la gana. Quizá hallaron en los indígenas solidaridad, compromiso, compasión, piedad, respeto, lealtad, fe, confianza, sinceridad, valores todos que realzan el corazón del hombre y lo convierten en un bien para los demás, aunque sea ignorante,  tosco y viva en chozas.

 

Pero la cultura y la civilización condicionan fuertemente al ser humano. Rousseau ya lo había señalado. Si la civilización occidental ha dado muestras de ser  caldo de cultivo para la ferocidad humana quiere decir que hay en ella componentes que la propician. A mi juicio, el materialismo es el principal causante de tal ferocidad. Para recuperar la humanidad en los corazones será necesario, entonces, un cambio de cultura y de civilización, la creación de un nuevo mundo, basado en la fe en los valores espirituales.