viernes, 25 de mayo de 2012

El lado oscuro de la cultura




                                                      Mi pequeño raulí

Viajando por el sur de Chile se me dio por comprar un plantín de raulí que apenas sobresalía de los bordes de la macetita de plástico. “Voy a plantarlo en el jardín  de mi casa, para que me dé sombra en verano y flores en primavera”, me dije ilusionado.
Deseoso de brindarle el mejor de los cuidados estudié todas las características de la especie en un gran manual sobre árboles del bosque subantártico. Con gran sorpresa me enteré de que el arbolito que había plantado en el centro de mi primoroso jardín francés iba a alcanzar con los años cuarenta metros de altura y su tronco, hasta dos metros de diámetro. “Demonios —exclamé—, voy a tener que hacer algo, si no este monstruo me va dejar sin  jardín   y los vecinos van a protestar por temor de que un viento lo derribe sobre sus casas”
 Compré un manual que decía en su tapa: “Cómo domesticar árboles salvajes”, y me propuse educar a mi raulí para que aprendiera a vivir entre la gente. Lo trasplanté a  una maceta reducida y lo podé y le recorté las raíces una y otra vez. Poca agua, poca tierra, poco espacio, poca libertad eran mi política para con él. Lo ahogué y lo oprimí por todas partes. Así lo fui educando a fin de que respetara los justos límites que admite la convivencia, según yo lo entendía.

 Logré un curioso raulí, enano, bien formadito y a tono con mi jardín francés, que florecía en primavera unas flores minúsculas de un verde desvaído y en mayo unos frutitos miserables color amarillento, y que no servía para que los pájaros cantaran en sus ramas.
Yo lo contemplaba —no sé si orgulloso o avergonzado de mi obra—, pequeño y humillado, luciendo sus hojitas lanceoladas sobre la mesita ratona del living,  y reflexionaba sobre el costado perverso de la cultura, que impone su poder a la naturaleza indefensa, para reducir su proyecto de grandeza a la medida de los  proyectos humanos, minúsculos y miserables como los frutos de mi raulí.
                                                                                                  Raúl Czejer


Te invito a que leas los párrafos que siguen. Están extractados de un ensayo de Ignacio López-Vicuña publicado en la Revista Chilena de Literatura en noviembre 2009 . Mi agradecimiento  al autor y a la revista.
López Vicuña analiza, en dos novelas del escritor chileno Roberto Bolaño, cómo se entremezclan  en la cultura las dimensiones de barbarismo y civilización.
Para reflexionar sobre  manifestaciones culturales actuales, impulsadas por todos los medios y sin mayores análisis, como "avances en humanidad", sin advertir la barbarie que implican.



MALESTAR EN LA LITERATURA: ESCRITURA Y BARBARIE EN ESTRELLA DISTANTE Y NOCTURNO DE CHILE DE ROBERTO BOLAÑO

'No existe un documento de la cultura que no lo sea a la vez de la barbarie'.
Walter Benjamin.

"Así se hace la gran literatura en Occidente ".
Roberto Bolaño.

En la novela 2666, el personaje de Amalfitano, poniendo en práctica una idea de Duchamp, cuelga el Testamento geométrico de Rafael Dieste de un cordel para la ropa en el patio de su casa en Santa Teresa, dejando que el viento hojee el libro para ver cómo éste resiste al entorno. La idea es "dejar un libro de geometría colgado a la intemperie para ver si aprende cuatro cosas de la vida real" (251). Amalfitano explica que "lo he colgado ... para ver cómo resiste la intemperie, los embates de esta naturaleza desértica" (246). La imagen de un libro de geometría colgado de un tendero de ropa en Santa Teresa -imagen de Ciudad Juárez- emblematiza la tensión (y yuxtaposición) en las obras de Roberto Bolaño entre el intelecto y la vida salvaje, o entre las dimensiones civilizadas y bárbaras de la cultura. La imagen también evoca a Borges, en particular el relato "La muerte y la brújula", donde el análisis geométrico de la ciudad se conjuga con la violencia del crimen (Borges, Obras completas I, 499-507).

Es posible leer novelas como Los detectives salvajes, 2666, Estrella distante y Nocturno de Chile, como textos que hacen un viaje de la civilización a la barbarie. Todo comienza con talleres literarios y poesía, y termina con asesinatos, tortura y violencia, ya sea en el desierto del norte de México o en los bosques del sur de Chile. En Bolaño, la literatura misma adquiere una dimensión salvaje, o más bien funciona como zona de mediación o límite entre los impulsos más refinados y la pulsión bárbara de los personajes, ya sea en el caso de los practicantes de la "escritura bárbara" con resonancias neofascistas en Estrella distante, o en el caso de los poetas "real visceralistas" en Los detectives salvajes, quienes buscan hacer de la poesía una forma de comunión con la vida real1.

Estos indicios en la obra de Bolaño sugieren una afinidad con Borges, para quien el hombre -podríamos decir, parafraseando a Nietzsche- es una cuerda tendida entre el libro y la barbarie2. La distinción entre civilización y barbarie, instrumental para los proyectos civilizadores (y genocidas) del siglo XIX en América Latina, y todavía central dentro de las ideologías liberales y humanistas de nuestra época, constituye la base de un núcleo compartido por ideologías -tanto de derecha o de izquierda- que ven la literatura y la cultura letrada como instrumentos de progreso, civilización y humanización. Es precisamente a desmontar esta ideología que apuntan los textos de Bolaño, a quien le interesa utilizar la escritura para llevar al lector a un lugar incómodo donde se indistinguen civilización y barbarie, creación artística y violencia, salvación y condena. En este sentido a Bolaño, al igual que a Borges, le preocupa lo que podríamos llamar el reverso salvaje -o el doble siniestro- de la escritura.

Esta visión anti-humanista de la literatura comparte elementos significativos con la tradición literaria francesa, en especial con "poetas malditos" como Baudelaire y Rimbaud.3 En tales autores la poesía no puede humanizarnos pero sí puede forzarnos a mirar el lado oscuro o demoníaco de nuestra cultura, llevándonos a reconocer nuestra hipócrita complicidad, tal como lo sugiere el verso de Baudelaire: "hipócrita lector, mi semejante, mi hermano"4. El proyecto narrativo de Bolaño comparte este impulso de forzar al lector a reconocerse como "hipócrita" o -como dice en Nocturno de Chile- a "quitarse la peluca". Si bien para Bolaño la literatura no es una fuerza civilizadora, sí puede ser un testimonio del profundo malestar en nuestra civilización. Tal como lo señala el autor en una entrevista, la escritura significa "saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura es básicamente un oficio peligroso" (Herralde 101).

(…)

En un mundo donde se han borrado de manera tan evidente las fronteras entre civilización y barbarie, la pregunta por la cultura, y específicamente por la literatura, se vuelve urgente. La idea de Benjamín de que "No existe un documento de la cultura que no lo sea a la vez de la barbarie" (Benjamín 52) resuena fuertemente en estos textos. Para Bolaño, como para Benjamín, la barbarie puede ser representada por el fascismo; pero para ambos, el fascismo no es simplemente una forma política, sino una tendencia más profunda que atraviesa la civilización occidental moderna. Lo que los textos de Bolaño muestran es el ascenso de un fascismo ubicuo, insidioso, que permea la vida cotidiana, las relaciones sociales y la cultura.

En "Sobre el concepto de historia", Benjamin propone que el fascismo no es una "norma histórica", y por lo tanto no puede ser "superado" simplemente mediante el "progreso": "El asombro porque las cosas que vivimos sean 'todavía' posibles en el siglo veinte no es ningún [asombro] filosófico" (53). A nosotros nos cabe preguntarnos si es una actitud filosófica asombrarse de que 'tales cosas' hayan ocurrido en Chile recientemente. Todo lo que sucedió, parece indicar Bolaño, sucedió para dar origen a la nueva sociedad: la que vivimos hoy. En este contexto, la apuesta de Bolaño es mirar de frente el horror, la dimensión siniestra de la vida cotidiana, y "saber meter la cabeza en lo oscuro", desarrollando una escritura que expresa el profundo malestar de nuestra época.


Para leer, si gustas, el ensayo completo, aquí va su ubicación.

LOPEZ-VICUNA, Ignacio. MALESTAR EN LA LITERATURA: ESCRITURA Y BARBARIE EN ESTRELLA DISTANTE Y NOCTURNO DE CHILE DE ROBERTO BOLAÑO. Rev. chil. lit. [online]. 2009, n.75 [citado 2012-05-25], pp. 199-215 . Disponible en: <http://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0718-22952009000200010&lng=es&nrm=iso>. ISSN 0718-2295. doi: 10.4067/S0718-22952009000200010.

Gracias por tu amable atención.


                                                                  





martes, 22 de mayo de 2012

La voz del silencio

LAMGEN
Aquellos ojos del color del color, a una
altura azul,
cunden copihues, humo de agua,
con tanto encanto blanco en el espíritu.

¿Había viento a aquellas horas o
eran abejas borrachas
trayendo miel y sangre
al panal de mi cráneo?

Porque el agua es hermosa
y el cielo es hermoso
y ambos son buenos amigos -dijo-

Porque la luz es la cruz de la estrella
y mis pechos la cruz de la luz...

Porque en silencio sabemos lo que somos,
a una altura azul:
el águila y el cisne,
el venado y el puma,
montañas de carne y hueso,
cementerio de la eternidad.


                                                            Jaime Huenún. (Chile)


                                                   La voz del silencio

 “Porque en silencio sabemos lo que somos”, me dijo  Jaime  cierto día . Deduje entonces que en el ruido  aprendemos lo que no somos, y me propuse entonces ignorar lo que el ruido me enseñó.

 Borré de mi mente la montaña de palabras que escuchara en tantas charlas con amigos, o en las radios, o en las canciones de los músicos de turno. Y olvidé el tronar de las máquinas, y el rugir de los motores, y   los sonidos del bosque, y el rumor del agua en el arroyo.

Después de mucho esfuerzo pude desprenderme del ruido del mundo y quedarme con la mente en blanco para escuchar la voz del silencio y llegar a saber lo que soy en realidad.

 El silencio nada dijo.

 Concluí entonces que soy un misterio para mí,  que no se puede expresar con palabras y que ante él sólo debo callar y dejar hablar al corazón.

                                                                                           Raúl Czejer





                                                 


miércoles, 25 de abril de 2012

Razones del corazón

Razones del corazón. La educación del deseo - Adela Cortina

’Reflexiones para la educación del nuevo siglo’ III Ciclo de conferencias Santillana para el ciclo de otoño 2000.

1. ¿Qué nos falta?
En el año 1896 un escritor inglés, H.G. Wells, puso sobre el tapete literario lo que sigue siendo el mayor problema de Occidente en la época del saber productivo, de la globalización, la Nueva Economía y el ciberespacio, en los umbrales del Tercer Milenio. El progreso técnico es indudable, hoy más todavía que a fines del siglo XIX, los conocimientos científicos han aumentado de forma inusitada tanto en extensión como en profundidad. Y, sin embargo, los seres humanos, que siguen empecinadamente queriendo ser felices, no parecen creerse las proclamas morales de su propia sociedad, sino que hay un extraño abismo entre los discursos y las actuaciones.
"Al menos 23 tripulantes sobrevivieron unas horas tras la explosión del submarino ’Kursk" -decían los titulares de los periódicos hace bien pocos días. Y añadían que, según una nota encontrada en el cadáver de uno de ellos -Koléshnikov-, hubiera sido posible salvarlos. ¿Por qué no se hizo? ¿Por qué día tras día las proclamas éticas de los países occidentales no parecen conectar con el ser más profundo de sus ciudadanos, dirigentes y gentes de a pie?
Encontrar una respuesta no es fácil pero, para intentarlo, imaginemos con Wells que llegamos a una isla, perdida en los mares. Imaginemos que encontramos en ella a un científico, por nombre Moreau, que emplea su tiempo en un misterioso experimento: trata de convertir animales en seres humanos, acelerando el proceso de la evolución. Para lograrlo, debe modificar su anatomía y su fisiología mediante complicados injertos, pero sobre todo debe transformar su mente, y la fórmula que Moreau concibe a tal efecto consiste en reunir periódicamente a los "humanimales" y en "indoctrinarles" en la ley de la humanidad. Congregados los animales, un recitador de la ley va canturreando todas las normas de un presunto código humano y añade al cabo de cada una de ellas la persuasiva coletilla "¿acaso no somos hombres?". Un proceso de mentalización tan antiguo como actual, propio de lo que se ha llamado con acierto una "moral cerrada".
El final de la novela es un auténtico desastre. Los presuntos seres humanos quitan la vida a Moreau y regresan a la selva de la que les obligó a salir, olvidando la ley y, con ella, su presunta humanidad. ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué la ley de la humanidad no había calado en las mentes de los "humanimales"?
Naturalmente, es posible aventurar respuestas diversas, pero importa dar con la más acertada porque en ello nos jugamos, en buena medida, nuestro futuro y el de la Tierra. El final de la historia puede ser, sin duda, un optimum, un pessimum, o ninguno de ellos, pero que la historia recale en uno u otro puerto depende en gran medida de los seres humanos mismos y de los "hábitos de su corazón". Que no se dirigen tanto por leyes precisas, por normas estrictas, al estilo de Wells, sino por normas entendidas en un sentido mucho más laxo, como aquellas orientaciones comunes de la acción que nos permiten organizar conjuntamente la vida.
En este sentido, en los últimos tiempos se oyen voces advirtiendo con acierto de que orientar el proceso de globalización hacia una mayor humanización requiere una "ética global", empeñada en aumentar la libertad, reducir las desigualdades, acrecentar la solidaridad, abrir caminos de diálogo, potenciar el respeto de unos seres humanos por otros y por la naturaleza, encarnar por fin ese ideal del cosmopolitismo, que hacer sentirse a todos los seres humanos en su polis, en su ciudad, nunca como inmigrantes molestos en casa ajena. Pero esas voces deberían también recordar que las éticas, por muy globales que se quieran, hunden sus raíces en los sujetos morales, en las personas, sin las que en realidad no hay historia. Son ellas las que han de asumir esas tareas como cosa propia, como cuestión de su competencia, y no como aburrido recital de una ley ajena.
Por eso el problema número uno de cualquier país, el que importa resolver más que cualquier otro, es el de la educación moral, entendida en el sentido amplio de paideia: ¿cuándo asumen las personas tareas como "cosa propia"?, ¿cómo orientar sin indoctrinar, sin transmitir las propias convicciones intentando que las generaciones más jóvenes las incorporen y ya no deseen estar abiertas a otros contenidos posibles, que es la clave de la "moral cerrada"?, ¿cómo orientar para una moral abierta?
Con estas cuestiones entramos de lleno en el rótulo que encabeza esta intervención, porque los hombres -mujeres, varones- toman las orientaciones como cosa propia cuando dan en el blanco de su corazón, que es sentimiento y pensamiento, intelecto y deseo; y educamos en una moral abierta cuando transmitimos orientaciones capaces de generar libertad, capaces de ayudar a los hombres -varones, mujeres- a tomar responsablemente las riendas del futuro en sus manos, desde decisiones personales y desde decisiones compartidas.
Pero ése no es todavía el siguiente capítulo de nuestro relato, sino que vendrá más adelante. Para llegar a él regresaremos por un momento al cuento de Wells e inventaremos para él algún final diferente.
2. La fuerza del mejor argumento
Imaginemos dos escenarios. En el primero de ellos los "humanimales", congregados en el lugar habitual, no se dejan convencer por la fuerza de la ley porque no viene acompañada de razones suficientes; en el segundo, porque no logra interesarles, porque no ven ganancia en cumplirla.
En lo que hace al primer escenario, lo montan aquellas teorías éticas -sumamente importantes, más por la calidad que por la cantidad- que centran su atención en el hecho de que los "humanimales", ya casi humanos, son seres dotados de competencia comunicativa, a los que, sin embargo, no se invita a ejercer tal competencia y, sobre todo, a los que no se ofrece razones para actuar según las leyes. Si el recitador de la ley, en vez de serlo, fuera un buen interlocutor, invitaría a los "humanimales" a intervenir y organizaría con ellos un diálogo. En el caso de que ellos aceptaran la invitación, quedarían irremisiblemente atados a las leyes que estuvieran respaldadas por buenos argumentos, porque cualquiera que realiza acciones comunicativas, actos de habla, se compromete con los enunciados que formula o con las normas a las que se somete su formulación. Queda prendido en las redes del lenguaje, que obligan a cuantos se involucran en él.
Autores como Austin, Searle, Apel o Habermas, aunque con diferencias notables entre ellos, convienen en aducir que participar en un diálogo compromete a los interlocutores con sus locuciones, de modo que en el momento en que reconozcan que una razón es válida como razón están obligados a actuar según ella. Desde esta perspectiva, Moreau hubiera tenido más éxito si, en vez de recurrir a una cantinela monológica, hubiera organizado un buen debate, en el que los interlocutores, como participantes en el diálogo, hubieran tenido que rendirse ante la fuerza del mejor argumento.
Ciertamente, no le falta razón a esta propuesta, en la medida en que los recitados carentes de razones resultan poco apropiados para convencer de corazón a seres racionales. Pero también podría ocurrir que los interlocutores participaran en un diálogo y que, aunque comprendieran que una razón lo es, prefirieran atender a otra, de menor peso en tanto que razón, pero preferible para ellos. Y no en el sentido clásico de la "debilidad moral", sino en el de que el interlocutor tiene intereses y emociones que le lleven a instrumentalizar el diálogo. No es extraño que K. O. Apel, en sus formulaciones del principio de la ética discursiva puntualice siempre "cualquiera que desee argumentar en serio". Pero, ¿y si la argumentación se utiliza como un medio para conseguir otros fines? ¿Y si no interesa argumentar en serio?
Construir al sujeto que afectivamente desea argumentar en serio porque le importa averiguar qué es más justo para los seres humanos es la gran tarea de la educación moral.
3. El interés más fuerte
En este punto entra en juego el segundo escenario, el de las teorías que, al menos desde Maquiavelo, entienden que un ser humano inteligente debe supeditar sus pasiones al interés más fuerte. Si el ser humano es un haz de pasiones y, obviamente, es imposible satisfacerlas todas, importa dilucidar entre ellas cuál es la que verdaderamente interesa y sacrificar a ella las restantes, haciendo uso para ello en buena medida del autocontrol. El príncipe no debe dejarse llevar por las pasiones, si es que quiere conservar el poder, sino conducirlas desde su interés más fuerte, que es justamente el de no perder ese poder. Y esta idea de interés, que siempre lleva aparejado un sabor de cálculo inteligente, es la que hacen suya Hobbes o Gauthier para explicar porqué los seres humanos están dispuestos a atenerse a leyes, cuando sus pasiones les llevan en sentido contrario. Los demonios inteligentes, aun sin sentido moral, saben que les interesa obedecer leyes comunes para no salir perdiendo.
Moreau -ésta es la enseñanza- debería haber tratado de interesar a sus "humanimales" en la ley, mostrándoles hasta qué punto les conviene cumplirla, hasta qué punto sería más beneficioso para ellos vivir en un mundo en que se respetan los derechos humanos y se profundiza en la democracia que en un "estado de naturaleza", en el que cada uno defiende lo que considera su derecho.
Las teorías del interés, sin embargo, tienen serias dificultades. La más corriente consiste en recordar la imposibilidad de librarse de los free-riders, de los gorrones o polizones, que se benefician de que los demás cumplan las leyes, mientras ellos se eximen cuando les conviene. Habida cuenta de que los gorrones, más que personas concretas, son momentos de cada persona, cuando el interés más fuerte le lleva a eludir los pactos y optar discretamente por lo no convenido. Un habitual cumplimiento de la ley puede resultar beneficioso, interesa, pero el interés personal más fuerte es el que decide en los casos concretos.
¿Interesaba más en el caso del ’Kursk’ preservar los secretos de la marina rusa que salvar la vida de 23 personas? ¿Cómo evitar que intereses espurios, desde el punto de vista de la libertad y la justicia, se sobrepongan a los intereses éticos?
Querer dialogar en serio no sólo tiene que ver con la razón; tener intereses por más fuertes que otros tampoco tiene que ver sólo con la inteligencia calculadora, porque razón e inteligencia están ligadas a los afectos, que impregnan la dimensión del deseo. Queremos y pensamos afectivamente, de forma sentiente, emocionalmente, por eso importa educar sentimientos, emociones, afectos, que no se dan en los seres humanos sin inteligencia.
"La elección es -afirmaba Aristóteles hace 24 siglos- o inteligencia deseosa o deseo inteligente, y esta clase de principio (de acción) es el hombre". Por eso la vida del hombre consiste, a fin de cuentas, en un proceso de educación, por el que va forjándose en sucesivas elecciones inteligentes el carácter más deseable. En esta forja entran la inteligencia y el sentimiento, lo que algunas tradiciones han llamado la "lógica del corazón".
4. Razones del corazón
Para asombro de propios y extraños, Immanuel Kant, enemigo del sentimiento, según ciertos sectores bastante desinformados, aseguraba en la Metafísica de las Costumbres que "hay ciertas disposiciones morales que, si no se poseen, tampoco puede haber un deber de adquirirlas. Son el sentimiento moral, la conciencia moral, el amor al prójimo y el respeto por sí mismo (la autoestima [Selbstschätzung]); tenerlos no es obligatorio, porque están en la base como condiciones subjetivas de la receptividad para el concepto del deber, no como condiciones objetivas de la moralidad". Sin disposiciones sentimentales no hay acción moral posible, pero todo ser humano normalmente constituido las tiene originariamente, por eso la obligación consiste en cultivarlas y fortalecerlas. Lo que falta es llevar a cabo una profunda educación del corazón. Pero, ¿qué es el corazón? Oponer la lógica del corazón a la de la razón es costumbre tan antigua como infortunada, porque la razón es una facultad preparada para interpretar proyectos del corazón, para extenderlos en propuestas teóricamente elaboradas, pero esos proyectos racionales sólo cobran fuerza motivadora si no pierden su arraigo en el corazón. Los "humanimales" no tenían corazón, no tenían ni un cuerpo ni una mente humanos, y por eso no podían argumentar humanamente, interesarse humanamente, sentir que ésa fuera su ley, su orientación vital. No sabían de esas "razones que la razón no conoce", por eso eran incapaces de llegar a esa verdad que se conoce, no sólo por la razón, sino por el corazón. Es la razón demostrativa, la razón productiva la que no comprende las razones del corazón, pero no la razón cordial. Junto al "espíritu geométrico" late el "espíritu de finura", que nos hace conocer de forma sentiente.
"Hay personas -dirá Unamuno- que piensan con el cerebro; otras, con el cuerpo y el alma, con el tuétano de los huesos, con el corazón, con los pulmones, con la vida, con todo el cuerpo". Por eso la educación, la paideia, es educación del corazón, del pensamiento y el sentimiento. Por eso percibirá Alexis de Tocqueville en su viaje a América que los hábitos del corazón de los pueblos son más importantes para encarnar en ellos una democracia que las leyes, y las leyes, más que la constitución geográfica.
5. La educación del deseo
En el año 1995 publicaba Daniel Goleman un libro, Inteligencia emocional, que tal vez sea el best seller de la historia reciente. Sus tesis no eran nuevas, sino bien conocidas en distintas tradiciones del mundo oriental y occidental, pero convenía sin duda traerlas a colación en estos momentos. El momento es oportuno porque los educadores -maestros, padres- se sienten impotentes para transmitir valores y conocimientos en un ambiente de desinterés generalizado, de delincuencia habitual, de difícil conexión con alumnos e hijos que parecen tener proyectos vitales tan diferentes de los suyos, o ningún proyecto. Pero igualmente la oportunidad del libro se debe a que el mundo empresarial acoge con avidez sugerencias que permitan aumentar el rendimiento de sus empresas mediante la gestión de las emociones y sentimientos de sus miembros, mediante la gestión de los recursos humanos. En un mundo entusiasmado ante el saber productivo, ante el "saber hacer" de los técnicos que pueblan el universo ejecutivo, no está de más recordar que nuestro contacto con la realidad, el de cualquier ser humano, es afectivo.
Tenemos noticia de la realidad a través de una inteligencia emocional, afectiva o sentiente, de forma que percibimos esa realidad desde la alegría o la tristeza, desde la euforia o la admiración, interpretándola desde esos sentimientos como rechazable o preferible, como digna de interés y atención o de desinterés. Hasta el punto de que si alguien adoleciera de "ceguera emocional", no tendría interés en asunto alguno ni podría preferir entre distintos cursos de acción, aun cuando su coeficiente intelectual fuera elevadísimo.
En efecto, el cociente intelectual forma parte de ese bagaje que un ser humano recibe por nacimiento, al que se ha llamado "temperamento" y que le cabe en suerte por una cierta "lotería natural". Forman parte del temperamento la dotación genética, la constitución anatómica, fisiológica, afectiva e intelectual, pero, a pesar de que no puede ser elegido, tampoco es inmodificable, sino todo lo contrario: el temperamento puede ser modificado a través de sucesivas elecciones, forjando paulatinamente ese carácter, ese êthos, que es el sentido de la vida moral. Desde nuestras tendencias heredadas -dirán Zubiri y Aranguren- vamos eligiendo las mejores posibilidades y apropiándonos de ellas, como el zapatero elige los mejores cueros para hacer sus zapatos, porque apropiarse de sí mismo es la clave de la vida moral.
Desde las predisposiciones heredadas -dirá un lenguaje más empresarial- podemos optimizar esos recursos si somos capaces de crear un clima emocional adecuado en nuestra vida personal y social.
En el nivel personal, podemos aprender a motivarnos a nosotros mismos, a perseverar en nuestros empeños, a controlar los impulsos, a regular nuestros estados de ánimo, a evitar que la angustia interfiera en nuestras capacidades racionales, a diferir las gratificaciones.
Justamente esta habilidad, la de diferir la gratificación, resistir al impulso, demorándolo, es la más importante de las habilidades psicológicas, porque constituye el puente de acceso del deseo a la voluntad. Organizar la propia vida con inteligencia significa saber ordenar las distintas metas, apostando por el esfuerzo presente para posibilitar el mayor bien a medio y largo plazo, que es el tiempo humano. Sin el esfuerzo a corto plazo es imposible seguir una dieta, estudiar una carrera, dar cuerpo a una amistad.
Por eso el triunfo del corto plazo sobre el medio y largo, el "cortoplacismo", es suicida para las personas, las organizaciones y los pueblos.
En lo que hace al nivel social, es también posible aprender "habilidades sociales", que permiten pronosticar para quien las domina un mayor éxito social. Si es cierto que la empatía, la capacidad de sintonizar emocionalmente con otras personas, la capacidad de ponerse en su lugar, constituye el núcleo de la vida social, conviene saber que es posible fomentar la empatía y mejorar las relaciones con los demás, creando situaciones de armonía y cooperación.
El ruido emocional, personal y social, provocado por el miedo, la tristeza, la ira, la melancolía, la rivalidad o el resentimiento, disminuyen la capacidad de un grupo para perseguir las metas que se proponen, mientras que la armonía y la concordia le permite optimizar sus recursos y aumentar la probabilidad de alcanzar la meta.
Se sigue de lo dicho que una adecuada educación emocional prepara mejor para el éxito personal y social que una educación limitada a la transmisión de conocimientos. En la "época del saber" productivo, del "saber hacer", podemos decir que incluso el saber hacer técnico requiere un profundo saber personal y social, que atiende a la educación de la inteligencia sentiente.
La mejor lección que puede extraerse de estas actualizaciones del deseo inteligente aristotélico consiste -según sus actualizadores- en denunciar cómo las escuela y las empresas han cometido el error de creer que el coeficiente intelectual o la preparación técnica constituyen la mejor garantía de éxito, dentro de lo humanamente garantizable. Cuando lo bien cierto es que una adecuada educación sentimental, una inteligencia situada, es la mejor promesa de éxito.
El "analfabetismo emocional" es una fuente de conductas agresivas, antisociales y antipersonales, que desgraciadamente se multiplican en los distintos países, desde la escuela y la familia al fútbol, la delincuencia común, la destrucción graciosa o el terrorismo. Por eso es urgente recuperar esa educación que es, no sólo la de las habilidades técnicas, sino también la de las habilidades sociales.
Saber organizar la propia vida con vistas a la felicidad es cosa, no de la razón demostrativa, sino de la inteligencia sentiente, que es inteligencia prudencial. Dominar habilidades técnicas y sociales es sumamente útil. Pero para hablar de felicidad desde una moral abierta hace falta algo más.
6. Degustar lo valioso
"Elinor, la hija mayor -contaba Jane Austen en su novela Sense and Sensibility-, estaba dotada de una inteligencia y de una claridad de juicio que hacían de ella, aún a sus diecinueve años, la consejera habitual de su madre y le permitían moderar afortunadamente la vivacidad de ésta, que le habría llevado a menudo a cometer imprudencias. Elinor tenía un corazón excelente; su temperamento era afectuoso y sus sentimientos, profundos, pero sabía gobernarlos. Era ésta una ciencia que su madre tenía que aprender todavía y que una de sus hermanas había resuelto no conocer jamás. Marianne contaba con los mismos medios que su hermana, en muchos sentidos. Era sensible y perspicaz, pero apasionada en todas las cosas, incapaz de moderar sus penas y sus alegrías. Era generosa, amable, interesante, en resumen, todo, menos prudente".
Sense and Sensibility, publicado en 1811, se ha traducido en español como Sentido y sensibilidad y en francés como Raison et sensibilité. Sin embargo, hubiera sido más acertado hablar de "buen sentido y sensibilidad". Elinor representa la figura de la persona moralmente educada, que controla sus sentimientos, lleva el timón de su vida y por eso es capaz de orientar la de su madre y hermana hacia un buen final. Porque la novela, como las restantes de Jane Austen, se inscribe en esa tradición literaria que tiene por tema el cultivo de las virtudes, la educación del deseo para convertirlo en voluntad atinada. Un proceso educativo que lleva aparejada su recompensa, porque las heroínas de Austen logran desde su acertada educación sentimental alcanzar lo que la Inglaterra de la época consideraba el éxito social de una mujer: contraer matrimonio con algún joven acaudalado o, al menos, de renta segura.
Pero, ¿es verdad que una buena educación sentimental tiene por meta el éxito social, o Elinor habría tratado de gobernar sus sentimientos por el valor mismo de poder dirigir su vida, fuere cual fuere el final de la novela?
En el primer caso, los "humanimales" de Wells deberían haber sabido que seguir orientaciones morales conduce al bienestar, a encontrarse a gusto en el contexto de una vida ordenada, y sencillamente les hubiera faltado información.
Pero las cosas no son tan sencillas, porque la educación del deseo encierra siempre un doble lado, el de lo útil y el de lo valioso por sí mismo, el de lo deseable por el beneficio que reporta y el de lo deseable como digno de ser deseado. Por eso la educación del deseo es también como un proceso de degustación de aquello que merece la pena por sí mismo, como la libertad o la equidad, como un proceso de degustación de una vida digna de ser vivida.
Y aquí entramos en un problema sumamente delicado, y es el de dilucidar qué sentimientos importa cultivar, cuáles debilitar. Obviamente, son posibles múltiples respuestas, pero desde el comienzo hemos hecho una opción, la opción por una moral abierta, necesaria para orientar el proceso de globalización, la Nueva Economía y el manejo de las redes hacia una mayor humanización, una ética global, empeñada en aumentar la libertad, reducir las desigualdades, acrecentar la solidaridad, abrir caminos de diálogo, potenciar el respeto de unos seres humanos por otros y por la naturaleza, encarnar por fin el ideal de una ciudadanía cosmopolita.
Son estas orientaciones las que hoy componen esa "ley de la humanidad", cuya infracción nos lleva a caer bajo mínimos de moralidad o, lo que es idéntico, bajo mínimos de humanidad. Son estas orientaciones las que configuran lo que Ortega llamaría nuestras "ideas" éticas, los valores y actitudes hacia los que teóricamente se piensa que es preciso educar.
Y no por mero capricho de la época, como si en cada tiempo valieran unos valores, que quedarían derogados en la siguiente, sino porque a lo largo de nuestra historia ha habido -por decirlo con Habermas- un auténtico progreso moral; no un simple cambio, sino un progreso, ganado a pulso de inteligencia y sentimientos, a golpe de experiencias vividas de que es superior la libertad a la esclavitud, la igualdad a su contrario, la solidaridad al desinterés mutuo, el respeto al desprecio, el diálogo abierto a la violencia y el recitado de los deberes. Es la humanidad la que ha ido haciendo un proceso de degustación.
Sólo que, por desgracia o por suerte, cada persona y cada tiempo deben hacer su aprendizaje, y resulta difícil llevarlo adelante cuando no concuerdan las ideas con las creencias. Las ideas las tenemos -decía Ortega con buen acuerdo-, y en las creencias se está. Y resulta casi imposible educar en la moral abierta cuando el niño o el joven no percibe a través de su inteligir sentiente que esas son las creencias desde las que actúa su sociedad. Por eso proponía Kant, como clave para educar el corazón, la creación de una comunidad ética, que hiciera del aprecio por la virtud moneda corriente.
Sin embargo, la organización económica, política y social compone hoy un entramado cultural que gratifica el cultivo de las habilidades técnicas y sociales, el saber hacer y el dominio de los recursos humanos. Y eso está bien. Pero retornan una y otra vez las viejas preguntas "libertad, ¿para qué?", "solidaridad, ¿para qué?". La respuesta de Tocqueville sigue siendo impagable: "quien pregunta ’libertad, ¿para qué?’ es que ha nacido para servir".
Quien es incapaz de saborear esas capacidades -podríamos añadir- es que no tiene un corazón humano, inteligencia y sentimiento, y continúa viviendo la ley de la selva. Salir de ella es una de las tareas del siglo XXI.
9 de agosto de 2007



Si escuchas atentamente con el corazón podrás percibir las palabras del silencio y lo esencial se revelará ante tus ojos





Gracias por tu amable atención
                                                                



martes, 3 de abril de 2012

Cinismo mediático: manipulación oculta




Este hermoso vals de Shostakovich nos acerca un poco de aire fresco  antes de introducirnos en las densas brumas de los mensajes mediáticos.




Noam Chomsky, con la claridad de siempre, nos enseña a estar alertas ante las artimañas de los medios con las que intentan hacernos ver lo que ellos quieren







Gracias a Youtube

                                             
                                                     Lorito mediático

Aurelio se había establecido en un paraje de la selva misionera donde no llegaba la palabra de los medios ni de sus repetidoras: las habladurías de la gente. El  tenía decidido no darles oportunidad de que le laven el cerebro
—No más simulacros de la realidad ni invasión cultural—se dijo—.En adelante voy a mirar las cosas con mis propios ojos y en su realidad desnuda.
 En una quema de Rosario había arrojado la radio portátil y los diarios y revistas que encontró en su casa. Luego, desmanteló prolijamente a golpes de martillo el televisor y la PC y regaló sus restos a un botellero que casualmente pasaba por la calle.
Sólo salvó del holocausto a unos pocos libros que le habían abierto la cabeza.
 Liberado del acoso de los medios y para tomar distancia de la cháchara trivial, levantó su rancho en un claro del monte, cerca de un arroyo y bajo un jacarandá, que le daba sombra y canto de pájaros. En la naturaleza, esperaba encontrar una palabra verdadera.
 Una tarde, mientras dormía la siesta, lo despertó el canto de un loro.
—¡Qué bueno! —exclamó—. Le voy a enseñar a hablar para que me alegre el rancho… 
—¡Coca Cola! —dijo el lorito como para dejar en claro su condición— ¡Coca Cola!, ¡Halloween!, ¡Halloween!, ¡Be happy!, ¡Winter sale!
—¡Carajo! —exclamó Aurelio—. ¡Me están invadiendo el rancho con un loro colonizado! ¡Esto ya es el colmo! —gritó, al tiempo que descolgaba la escopeta.
—¡Ya vas a ver, loro alcahuete! —vociferó fuera de sí y, olvidando su idilio con la naturaleza, le descargó un chumbo que si el loro no pega un salto oportuno habría llevado a mejor vida  su propaganda imperialista.
—¡Bye, bye, you idiot! —parlaba el loro mientras ponía distancia entre su seguridad y la furia de Aurelio
—¡Go home! ¡Go home, loro cipayo! ¡Go to hell, you bastard!—gritaba Aurelio descontrolado.
—¿Go home? ¿Dije “go home”?  ¿Go to hell?—se preguntó estupefacto,  y cayó en la cuenta de que la independización cultural debía comenzar por él mismo
                                                                                  
                                                          Raúl Czejer


La televisión postmoderna: El cinismo a escena

Una información libre y realmente independiente tendría que ser el más alto sentido de los medios de comunicación en una sociedad democrática


Como indica Pierre Bourdieu, la televisión busca sucesos y, especialmente, busca ocultar mostrando. Esta contradicción resume el poder de la televisión y sus elecciones informativas y periodísticas. El mundo audiovisual pretende ser una radiografía de lo que pasa, pero en el fondo sólo lo es de la realidad televisada. El énfasis de presentar la realidad o bien como suceso o bien como espectáculo, impone un sensacionalismo en la producción del discurso público.
Lo propio de la televisión debería ser formar la opinión pública mediante una información libre y realmente independiente. Éste tendría que ser el más alto sentido de los medios de comunicación de masas en una sociedad democrática. Pero no es así. Los efectos perversos de la comunicación, entendida como negocio o como control pasivo de la realidad por el Homo videns ejercen un efecto directo sobre la democracia y sobre la madurez política de los ciudadanos.
El drama de la televisión postmoderna es que ésta no sólo informa, sino que, sobre todo, se dedica al entretenimiento de las masas mediante la búsqueda de las audiencias. En esta búsqueda de cuotas de mercado, los programas supuestamente verdaderos son un nuevo tipo de espectáculo que tiene mucho éxito. La banalidad se emite de manera consciente e interesada por parte de sus productores y creadores. Se celebran falsos debates, con falsos invitados, imaginarias entrevistas o pastiches de todo tipo. Aparentemente todo es verdad, un reflejo claro, directo, nítido de la realidad social, pero en el fondo, es un circo donde los esperpentos hacen impunemente su número.
La televisión postmoderna cumple uno de los requisitos indispensables de la postmodernidad, a saber, el cinismo. El cinismo actual puede definirse como la radical pérdida de sinceridad. Se establece sobre la hipocresía. Un elemento indispensable de la actitud cínica es el descaro y la desfachatez. Todo el mundo parece ser muy sincero cuando cuenta sus penas, pero es sólo apariencia. La trivialidad y la banalidad, en cuanto actitudes propias de la cultura postmoderna, se difunden como parte esencial del nuevo entorno mediático.
Se genera un tipo de discurso en el que la desinformación e incluso la contrainformación se utilizan como parte principal del mensaje televisivo. Los debates-basura que singulariza esta televisión se convierten en un espectáculo donde cada uno tiene que representar bien su papel, como si se lo creyera de verdad. El mercenario mediático defiende como el sofista griego la idea que le impone el mejor postor. Da igual lo que sea. En este tipo de televisión, se ridiculiza al adversario hasta llevarlo a extremos grotescos.
He aquí otro de los éxitos de esta televisión de la postmodernidad: la manipulación de la audiencia mediante la confusión entre realidad y ficción. La incoherencia vuelve verosímil lo inverosímil, y absurdo lo que es lógico. Tal capacidad para difundir y trastocar las causas y fundamentos de lo que ocurre, y especialmente el embotamiento de los ciudadanos que quedan reducidos a ser audiencias pasivas e inconscientes, surge como el enorme problema de la democracia.
Una democracia legítima y no sólo legal, tiene que afrontar de manera directa y valiente la defensa de la objetividad y del conocimiento en profundidad de los fenómenos por parte de los ciudadanos. Necesitamos una nueva ética pública de carácter crítico y comprometido con la realidad. Esta nueva ética tendría que convertirse en la verdadera contribución a una política y comunicación emancipada de las servidumbres de nuestro tiempo.

                                                                        
                                                                     Francesc Torralba Roselló
                    

Gracias al autor y a www.forumlibertas.com


                                                               
                                                         

jueves, 15 de marzo de 2012

Tolerancia cero

                                                     
                                            
                                                Pedro dice basta



A mi amigo Pedro se le estaba haciendo insoportable la situación. Tan luego a él, que gustaba de los silencios conventuales a la hora del descanso para disfrutar a su gusto del Nocturno de Chopin  o del Concierto de Aranjuez, le había tocado tener de vecinos a un grupo de muchachos que dedicaban sus largas horas de ocio a aporrear los instrumentos propios de una banda de rock conectados a un desorbitado amplificador que hacía tremolar las paredes. Cuando los jóvenes se instalaron en la casa le pareció agradable escuchar un poco de la algarabía que toda reunión de muchachos suele suscitar; daría un poco de alegría al entorno, pensó. Pero cuando se sucedieron los días y  dale que dale a la batería y las guitarras, sus oídos educados en la música clásica se saturaron de ruidos y no tuvo más remedio que andar por la casa con un tapa orejas que pusiera distancia entre él y la trapisonda de los vecinos. El placer de la estudiantina se fue al tacho. Comenzó a subírsele la presión y él a fastidiarse con tanto estruendo de rock pesado.

Por fin se decidió: Presentaría a los vecinos su queja por ruidos molestos. Llamó insistentemente a la puerta y nada. Pensó que de tanto estar sumergidos en un mar de bochinche los muchachos se habían vuelto medio sordos, así que apeló a recursos más expeditivos. Si no escuchaban, al menos podrían oler, pensó. En el quiosco de la esquina compró unas bombitas de mal olor y las arrojó hacia el interior de la casa de los vecinos por el conducto de respiración de la cocina. Al ratito nomás los vio aparecer en estampida hacia la calle apantallándose las narices. “Esta es la mía”, se dijo, y encaró a la banda que sentada en el cordón de la vereda se empecinaba en espantar  la resaca de la pestilencia que misteriosamente había invadido el estudio improvisado.

—Muchachos  —les dijo con el tono más amable que encontró en su repertorio—, aprovecho que casualmente los encuentro. Quería pedirles que moderen el nivel de ruido de su amplificador. No me dejan dormir ni a la tarde ni a altas horas de la noche y, sinceramente, ya no lo soporto más.
—La libertad es libre —le contestó un flaco con aires de John Lennon en tiempos de sus andanzas con Yoko Ono—. En nuestra casa podemos hacer lo que queramos. Para eso pagamos el alquiler.

—Mirá, flaco —le respondió sintiendo que los colores se le subían a la cara—, tu libertad será libre dentro de tu casa, pero no  en mi casa, donde el que manda soy yo. Si tu ruido invade mi propiedad, me estás atropellando, y eso no lo voy a permitir.

—Vos sos un intolerante de mierda, incapaz de aguantarte nada en beneficio de la convivencia y del arte musical—le espetó a boca de jarro un gordito pelirrojo. Después supe que era el que apaleaba la batería.

—Vamos por partes —vociferó Pedro levantando presión y sintiendo que la furia española se le subía a la cabeza—.  Primero  aclaremos lo “de mierda”: Mi supuesta intolerancia no tiene  nada que ver con vos. Segundo: ¿Intolerante? ¿Defenderse de la agresión es ser intolerante? ¿Acaso la convivencia puede basarse en la injusticia? Y tercero: ¿En beneficio de la música? Muchachos, ustedes no hacen música, ustedes deconstruyen la música. Se los digo yo, que de eso sé bastante.

—¡No me vengas con filosofías! Tolerar es bancarse las molestias que los demás nos pueden ocasionar. Un poco de ruido no te va a arruinar los nervios. ¡No hay que ser tan estrechos, che! —le contestó el flaco cara de intelectual setentista— Además, te informo que la música que hacemos es música cavernaria, porque nosotros buscamos reconstruir las raíces originales del arte musical, limpiándola de toda la porquería que le cargó encima la burguesía satisfecha.

---Tampoco hay que ser tan contemplativos que renunciemos a nuestros derechos. Aunque a vos no te parezca, tu barahúnda de ruidos, música o lo que vos quieras,  me va a arruinar la salud. Yo les insisto: por favor, bajen el volumen del sonido —concluyó  Pedro, viendo que sus vecinos eran impermeables a las ideas de justicia, respeto y consideración y que iba a tener  a tener que lidiar con ellos en su propio terreno.

El bochinche siguió tal cual. “Fuego contra fuego”, se dijo Pedro estratégicamente y se dispuso a presentar batalla. En una tienda de aparatos de audio compró un equipo amplificador de diez mil watts de consumo real y lo instaló en  el cuarto contiguo a la casa vecina. Cuando probó su funcionamiento, sin llegar al máximo, los cuadros se cayeron de las paredes. Un amigo que entendía de electrónica le proveyó  un sensor  que encendía el equipo cuando el nivel de ruido de la casa  vecina llegaba al límite de 55 decibeles. Cada vez que los rockeros improvisados se pasaban de la raya, el amplificador de Pedro tapaba batería, guitarras y cualquier otro sonido que anduviera por ahí, de tal modo que era imposible continuar con el ensayo. Los muchachos comprendieron que debían bajar los decibeles que invadían la casa del vecino. Forraron  paredes, ventanas y puertas con material aislante, convirtiendo a la casa en una cueva estanca apenas iluminada por una bombilla eléctrica. Aislados del mundanal ruido se encerraron a darle  a los instrumentos sin asco y sin descanso, a gusto y piacere, como diría mi amigo, el tano Pascual.

Pero a Pedro se le fue la mano.
Un día en que se despertó medio chinchudo y no dispuesto a tolerar ruidito alguno más allá del límite que había impuesto, puso al máximo el amplificador. Al comienzo de la tocata cavernaria todo fue normal, pero a medida que se calentaba el concierto el volumen comenzó a subir de nivel, traspasó las paredes y el aislante y llegó al límite. Al instante se disparó el equipo de Pedro. El estruendo fue un tsunami de sonidos que hizo tremolar la casa como hoja azotada por el viento, el temblor rajó las paredes y toda la estructura colapsó ante el embate de las ondas sonoras embravecidas. No quedó piedra sobre piedra. Batería, guitarras, bajos, amplificadores, todo sucumbió bajo los escombros. De puro milagro los habitantes se salvaron de la hecatombe.

Pedro fue condenado por estrago con dolo eventual y lesiones varias.
Ahora, recluido en una celda oscura y silenciosa como una caverna añora los días en que la algarabía de los jóvenes, la batería y las guitarras poblaban su mundo de mágicos sonidos. De vez en cuando lo voy a visitar y le llevo las grabaciones de los últimos conciertos de la banda de rock que fueran sus vecinos.

Gracias por tu amable atención                               
                                                                                  Raúl Czejer












martes, 14 de febrero de 2012

Estado y privilegio


                                           
                            Privilegio y discriminación institucional
Hola, amigo/a
Debo confesarte que me sentí discriminado como simple ciudadano y despojado de mi derecho de usar la vía pública en iguales condiciones que los demás cuando en Acassuso me encontré impedido de estacionar el auto en un amplio sector del pueblo —muy elegante, por cierto— porque la Comuna de San Isidro había dispuesto reservar esa posibilidad para sólo los habitantes del lugar.

 Me chocó el evidente privilegio otorgado por el poder público a un pequeño sector —pequeño pero muy influyente— de la comunidad y la notoria e intolerable discriminación para con todos los demás, quienes posiblemente no disponen de los fluidos contactos con los gobernantes de turno. Y más me molestó ver que tal discriminación estaba perpetrada por un gobierno de condición constitucionalmente republicana, para el que es obligación actuar respetando estrictamente el principio de igualdad ante la ley.

Me pareció patético que el mismo Estado que tiene en su estructura un organismo para la erradicación de la discriminación (Inadi) no dude en hacerlo cuando es cuestión de privilegiar a los amigos del poder. Aún más, me parece una hipocresía institucionalizada, porque se propicia  la antidiscriminación  mediante una ley promulgada con bombos y platillos y se la practica solapadamente mediante otra ley especial hecha a la medida de los amigos.

 Lamentablemente el caso que pude comprobar con mis propios ojos no es  el único ni el más grave. El país está plagado de privilegios otorgados por los poderes públicos, que significan otras tantas discriminaciones.

 Por citar otro caso cercano al lugar donde vivo: La costa del Río Luján, que recorre varios pueblos de Buenos Aires, está concedida por el gobierno a clubes náuticos para su uso privado de modo que la gente común no puede acceder a ella como debiera ser, teniendo en cuenta que la costa de los ríos es de dominio público. Evidentemente los socios de esos clubes están siendo privilegiados y la gente del pueblo discriminada.

 Me parece asombroso el grado de tolerancia que la ciudadanía tiene para con los gobernantes que privilegian a sus amigos y perjudican a todos los demás valiéndose del poder que les otorgó el pueblo. O tal vez es inconciencia: El privilegio  se ha hecho tan común que ya nadie lo ve, como si fuera tan natural como el agua y el aire. Todo el mundo habla de discriminación, pero parece no advertir la discriminación disimulada que supone todo privilegio, máxime cuando esos privilegios son concedidos por los que tienen que cuidar la igualdad ante la ley.

 Se entiende que hay personas que deben ser privilegiadas en razón de sus condiciones de discapacidad momentánea o permanente: los minusválidos, las embarazadas, los niños, los ancianos…Pero los privilegiados por el poder no son precisamente minusválidos ni indigentes, porque los pobres no tienen llegada a los despachos de los funcionarios.

Hubo en mi país un presidente que decía: “En la Argentina los únicos privilegiados son los niños”. Se quedó corto: se olvidó de decir que los amigos del poder son también privilegiados, y mucho más que los niños y sin la necesidad de protección que éstos tienen.

Sería curioso si no fuera hipócrita que el mismo Estado que obliga a los ciudadanos a evitar la discriminación sea el que más discrimina al conceder privilegios a amigos y parientes.  Te pongo un ejemplo: En mi país las escuelas privadas no tienen permitido seleccionar a los aspirantes a ingreso, bajo apercibimiento de perder el subsidio del Estado, el mismo Estado que solapadamente concede privilegios a allegados, discriminando al resto de la población.

 Las políticas socializantes propician medidas tendientes a obligar a los pobladores a ser equitativos. No me parece mal, porque hay que inducir a la gente a que corrija la mala costumbre de discriminar, si bien creo que antes que la imposición, el control y las sanciones sería más respetuoso de la libertad de los individuos la realización de  campañas de concientización, persuasión y reeducación.

 Dicen que el pescado comienza a podrirse desde la cabeza. Pero la pudrición no termina allí, sino que luego  invade todo el cuerpo. En las sociedades pasa algo parecido. Las mañas corruptas comienzan en las clases superiores y posteriormente se expanden a todo el cuerpo social.

Si es verdad que cada pueblo tiene el gobierno que se merece, cabe sospechar que el pueblo argentino ha aprendido la lección de sus dirigentes y se ha hecho cómplice  del privilegio y la discriminación. Lamentablemente las observaciones sociológicas parecen confirmarlo. La “gauchada”, el acomodo, los contactos, las “coimas” son prácticas generalizadas en nuestra población —máxime la de clase alta—, todas con el propósito de conseguir prerrogativas especiales.

 Pero el problema mayor no está en la gente, sino en el gobierno: Cómo controlar y erradicar  las prácticas discriminatorias que ejercen los funcionarios, ya que son más disimuladas y difíciles de comprobar y, por otra parte, mucho más dañinas para el conjunto de la población y para la salud de la república.

 Las repúblicas tienen mecanismos de control de los actos de los funcionarios, pero los pícaros políticos postmodernos-neoliberales se han ocupado de volverlos inoperantes a fin de actuar con la seguridad de que sus bellaquerías no serán descubiertas. Nos quedaría recurrir al periodismo independiente, pero vemos que no basta con la investigación y la denuncia si los jueces no pueden, no saben o no quieren administrar justicia cuando el acusado es un funcionario o alguien vinculado con él.
¿Qué nos queda? La fe y la esperanza de que estas lacras alguna vez serán superadas, la honestidad de no sumarnos al privilegio y la discriminación, la lucha día a día contra los corruptos y el uso inteligente del sufragio.

 Gracias por tu amable atención
                                                                                       Raúl Czejer


La  música de Ennio Morricone y la poesía de Chiara Ferraú nos ayudan a tener fe en un mundo sin privilegios.

viernes, 3 de febrero de 2012

¿De cuál dignidad me están hablando?

                                                      



                                                 Dignidad a la carta            



Permíteme contarte un chiste. Cierta vez, hace ya muchos años, una gran reunión de notables de todo el mundo proclamó a los cuatro vientos que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Los dignatarios firmaron un solemne documento y se fueron a dormir satisfechos de haber prestado un gran servicio a la humanidad. Pero olvidaron que la gente no lee los documentos, menos si son solemnes, y que las palabras no cambian la realidad, apenas si crean una ficción. La gente siguió pensando y actuando como antes de la gran reunión, según lo que veía con sus ojos. ¿Y qué veía? Que la desigualdad y la sumisión reinaban por doquier, tanto que proclamar que todos somos libres e iguales en dignidad y derechos parecía una quimera propia de mentes afiebradas. ¿Cómo se les ocurría decir que todos somos iguales en dignidad? ¿Dónde ven la dignidad de un torturador? ¿Y de un delincuente?  La gran asamblea no se ocupó de explicitar qué entendía por dignidad del ser humano ni en fundamentar su concepto, para no entrar en metafísicas y menos en teologías, Dios libre y guarde, y así redujo tal  dignidad  a una palabra ambigua que cada uno interpretó a su manera y según sus intereses, reconociendo o retaceando dignidad humana a los demás  según las conveniencias del momento.



 Los varones dijeron y establecieron, haciendo uso de su poder, que ellos solamente tienen los atributos de la dignidad. Se sintieron así autorizados a decir que las mujeres no son seres humanos dignos “como uno” (por supuesto que quien dice esto es un varón, que piensa que la dignidad del ser humano cuelga entre las piernas). En consecuencia no tienen las mismas prerrogativas que los machos y deben encargarse de las tareas de segunda, subordinadas a ellos, por supuesto. Por fortuna algunas mujeres se están encargando de lavarles la cabeza, aunque otras, vergonzantes de su condición, se esfuerzan por mimetizarse con los varones, disimulando su humillante diferencia.



Otros, astutamente, decidieron pensar que la dignidad consistía en la piel blanca y en consecuencia redujeron a los negros a la condición de infrahumanos, de este modo podrían explotarlos como a animales y echarles la culpa de todo los males de la sociedad, sin cargos de conciencia, claro, porque uno tiene sus principios. Pero cuando un negro célebre se cambió el color de la piel, entraron en confusión y ataques de pánico: si un negro se puede transformar en blanco significa que un blanco se puede cambiar en negro, ¡horror! , y que la condición de ser humano viene a ser  como un traje que se quita y se pone: Me pongo la piel negra y ya no soy humano, no tengo dignidad ni derechos ni libertad; me pongo la blanca y ¡maravilla!, ya tengo categoría de persona. Para esto basta con tener unos cuantos mangos como para pagar a los cirujanos, así que la dignidad tan preciada se puede adquirir en el mercado como se compra un kilo de cebollas.



 Pero esta forma de pensar les pareció muy tosca y filistea a los sofisticados de las vanguardias culturales esnobistas y se dieron a buscar a quiénes endilgarles la condición de infrahumanos. Inteligentes y refinados como son, se dieron cuenta de que había personas que seguían pensando “a la antigua”. Los llamaron “dinosaurios”, denominación surrealista —el discurso llano no es digno de un vanguardista que se precie—para nombrar a quienes consideraban  como fósiles del pasado. Aplaudían a rabiar cuando un rockero cantaba con voz aguardentosa “los dinosaurios van a desaparecer”, sin advertir que los próximos dinosaurios serían ellos mismos. En la bolsa de los dinosaurios metieron a todos los que no compartían sus opiniones de avanzada con que, según su mente febril, avizoraban el porvenir. Convencieron a los popes de la industria cultural y al mandarinato universitario de que los dinosaurios  no debían tener prensa ni cátedra, por oscurantistas y estructurados, que pretendían conservar  valores tradicionales ¡qué osadía! No debía facilitarse la libertad de expresión a semejantes engendros. Cayeron así en la más flagrante contradicción: defensores de todas las libertades, aún las más jugadas, y enemigos de toda discriminación, despojaron a los dinosaurios de la oportunidad de expresarse, condenándolos al ostracismo intelectual.



Algunos memoriosos recurrieron al gran Aristóteles para dar lustre y fundamento a su teoría de que hay gente que nace para servir a los señores. Por supuesto, la dignidad es propiedad de los señores, esos que ostentan  gran estilo y tienen la libertad de derrochar fortunas en una timba; en cambio los servidores son  sólo cosas útiles. También trajeron en abono de sus ideas el aforismo que alguna vez leyeron en “Martín Fierro”: “Al que nace barrigón es al ñudo que lo fajen”. En consecuencia —dijeron—es inútil gastar pólvora en chimango queriendo igualar a los de abajo con los de arriba. Hay que dejarlos ser lo que son, respetando su diferencia específica, y no forzar a la naturaleza. “La realidad es la única verdad”, dijo el Gran Maestro. Y la realidad muestra que somos desiguales. Hablar de dignidad igual para todos es una gran mentira —afirmaron con total convicción y sin ponerse colorados.



No faltó el guardiacárcel que aprovechó la volada y decretó para sí no darle bola a los garantistas de siempre que pretenden igualar a los delincuentes con la gente honesta como uno. “Para los malvivientes, ni la justicia”, dijo, remedando las palabras de un famoso general, y se dedicó a hacer sentir a los presos todo el peso de la ley.



Trascartón vinieron los políticos autocráticos, cínicos a morir, que vieron la oportunidad de vender gato por liebre a los desprevenidos ciudadanos y los convencieron de que los nuevos tiempos exigían dividir a la gente en dos clases: leales fanáticos y enemigos execrables y que los leales son los únicos que tienen dignidad humana mientras que los enemigos son ratas miserables a los que hay que tratar como tales. Con tranquilidad de conciencia los tirotearon a mansalva y a destajo, los privaron de la justicia, los encerraron en jaulas como a fieras salvajes o los tiraron al mar desde aviones sigilosos.  Todo, por supuesto, para defender al modelo o a la civilización occidental.



El chiste es que a sesenta años de la gran asamblea de notables, las cosas siguen como entonces y parecen hacer caso omiso de  palabras bienintencionadas pero ingenuas. La fraternidad universal que propiciaba se va perdiendo en el horizonte, mientras avanza la barbarie como jinete del apocalipsis, tal vez anunciando el gran harmagedón.



¿Por qué la realidad no se adapta a las buenas intenciones? Porque las buenas intenciones no se adaptan a la realidad integral del ser humano, que viene siendo ignorada desde hace tiempo por el discurso políticamente correcto, realidad que no se reduce a lo que se ve con los ojos sino que comprende también a lo que se intuye con el corazón y la inteligencia: Que el ser humano es también espíritu, persona que trasciende su máscara corporal. Es esta condición espiritual la que funda su dignidad y la hace una realidad intocable, como un lugar sagrado que hay que tratar con sumo respeto, descubierta la cabeza y los pies descalzos.

Gracias por tu amable atención

                                                                                                Raúl Czejer