Dignidad a la carta
Permíteme contarte un chiste. Cierta vez, hace ya muchos años, una gran reunión de notables de todo el mundo proclamó a los cuatro vientos que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Los dignatarios firmaron un solemne documento y se fueron a dormir satisfechos de haber prestado un gran servicio a la humanidad. Pero olvidaron que la gente no lee los documentos, menos si son solemnes, y que las palabras no cambian la realidad, apenas si crean una ficción. La gente siguió pensando y actuando como antes de la gran reunión, según lo que veía con sus ojos. ¿Y qué veía? Que la desigualdad y la sumisión reinaban por doquier, tanto que proclamar que todos somos libres e iguales en dignidad y derechos parecía una quimera propia de mentes afiebradas. ¿Cómo se les ocurría decir que todos somos iguales en dignidad? ¿Dónde ven la dignidad de un torturador? ¿Y de un delincuente? La gran asamblea no se ocupó de explicitar qué entendía por dignidad del ser humano ni en fundamentar su concepto, para no entrar en metafísicas y menos en teologías, Dios libre y guarde, y así redujo tal dignidad a una palabra ambigua que cada uno interpretó a su manera y según sus intereses, reconociendo o retaceando dignidad humana a los demás según las conveniencias del momento.
Los varones dijeron y establecieron, haciendo uso de su poder, que ellos solamente tienen los atributos de la dignidad. Se sintieron así autorizados a decir que las mujeres no son seres humanos dignos “como uno” (por supuesto que quien dice esto es un varón, que piensa que la dignidad del ser humano cuelga entre las piernas). En consecuencia no tienen las mismas prerrogativas que los machos y deben encargarse de las tareas de segunda, subordinadas a ellos, por supuesto. Por fortuna algunas mujeres se están encargando de lavarles la cabeza, aunque otras, vergonzantes de su condición, se esfuerzan por mimetizarse con los varones, disimulando su humillante diferencia.
Otros, astutamente, decidieron pensar que la dignidad consistía en la piel blanca y en consecuencia redujeron a los negros a la condición de infrahumanos, de este modo podrían explotarlos como a animales y echarles la culpa de todo los males de la sociedad, sin cargos de conciencia, claro, porque uno tiene sus principios. Pero cuando un negro célebre se cambió el color de la piel, entraron en confusión y ataques de pánico: si un negro se puede transformar en blanco significa que un blanco se puede cambiar en negro, ¡horror! , y que la condición de ser humano viene a ser como un traje que se quita y se pone: Me pongo la piel negra y ya no soy humano, no tengo dignidad ni derechos ni libertad; me pongo la blanca y ¡maravilla!, ya tengo categoría de persona. Para esto basta con tener unos cuantos mangos como para pagar a los cirujanos, así que la dignidad tan preciada se puede adquirir en el mercado como se compra un kilo de cebollas.
Pero esta forma de pensar les pareció muy tosca y filistea a los sofisticados de las vanguardias culturales esnobistas y se dieron a buscar a quiénes endilgarles la condición de infrahumanos. Inteligentes y refinados como son, se dieron cuenta de que había personas que seguían pensando “a la antigua”. Los llamaron “dinosaurios”, denominación surrealista —el discurso llano no es digno de un vanguardista que se precie—para nombrar a quienes consideraban como fósiles del pasado. Aplaudían a rabiar cuando un rockero cantaba con voz aguardentosa “los dinosaurios van a desaparecer”, sin advertir que los próximos dinosaurios serían ellos mismos. En la bolsa de los dinosaurios metieron a todos los que no compartían sus opiniones de avanzada con que, según su mente febril, avizoraban el porvenir. Convencieron a los popes de la industria cultural y al mandarinato universitario de que los dinosaurios no debían tener prensa ni cátedra, por oscurantistas y estructurados, que pretendían conservar valores tradicionales ¡qué osadía! No debía facilitarse la libertad de expresión a semejantes engendros. Cayeron así en la más flagrante contradicción: defensores de todas las libertades, aún las más jugadas, y enemigos de toda discriminación, despojaron a los dinosaurios de la oportunidad de expresarse, condenándolos al ostracismo intelectual.
Algunos memoriosos recurrieron al gran Aristóteles para dar lustre y fundamento a su teoría de que hay gente que nace para servir a los señores. Por supuesto, la dignidad es propiedad de los señores, esos que ostentan gran estilo y tienen la libertad de derrochar fortunas en una timba; en cambio los servidores son sólo cosas útiles. También trajeron en abono de sus ideas el aforismo que alguna vez leyeron en “Martín Fierro”: “Al que nace barrigón es al ñudo que lo fajen”. En consecuencia —dijeron—es inútil gastar pólvora en chimango queriendo igualar a los de abajo con los de arriba. Hay que dejarlos ser lo que son, respetando su diferencia específica, y no forzar a la naturaleza. “La realidad es la única verdad”, dijo el Gran Maestro. Y la realidad muestra que somos desiguales. Hablar de dignidad igual para todos es una gran mentira —afirmaron con total convicción y sin ponerse colorados.
No faltó el guardiacárcel que aprovechó la volada y decretó para sí no darle bola a los garantistas de siempre que pretenden igualar a los delincuentes con la gente honesta como uno. “Para los malvivientes, ni la justicia”, dijo, remedando las palabras de un famoso general, y se dedicó a hacer sentir a los presos todo el peso de la ley.
Trascartón vinieron los políticos autocráticos, cínicos a morir, que vieron la oportunidad de vender gato por liebre a los desprevenidos ciudadanos y los convencieron de que los nuevos tiempos exigían dividir a la gente en dos clases: leales fanáticos y enemigos execrables y que los leales son los únicos que tienen dignidad humana mientras que los enemigos son ratas miserables a los que hay que tratar como tales. Con tranquilidad de conciencia los tirotearon a mansalva y a destajo, los privaron de la justicia, los encerraron en jaulas como a fieras salvajes o los tiraron al mar desde aviones sigilosos. Todo, por supuesto, para defender al modelo o a la civilización occidental.
El chiste es que a sesenta años de la gran asamblea de notables, las cosas siguen como entonces y parecen hacer caso omiso de palabras bienintencionadas pero ingenuas. La fraternidad universal que propiciaba se va perdiendo en el horizonte, mientras avanza la barbarie como jinete del apocalipsis, tal vez anunciando el gran harmagedón.
¿Por qué la realidad no se adapta a las buenas intenciones? Porque las buenas intenciones no se adaptan a la realidad integral del ser humano, que viene siendo ignorada desde hace tiempo por el discurso políticamente correcto, realidad que no se reduce a lo que se ve con los ojos sino que comprende también a lo que se intuye con el corazón y la inteligencia: Que el ser humano es también espíritu, persona que trasciende su máscara corporal. Es esta condición espiritual la que funda su dignidad y la hace una realidad intocable, como un lugar sagrado que hay que tratar con sumo respeto, descubierta la cabeza y los pies descalzos.
Gracias por tu amable atención
Raúl Czejer
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