jueves, 15 de marzo de 2012

Tolerancia cero

                                                     
                                            
                                                Pedro dice basta



A mi amigo Pedro se le estaba haciendo insoportable la situación. Tan luego a él, que gustaba de los silencios conventuales a la hora del descanso para disfrutar a su gusto del Nocturno de Chopin  o del Concierto de Aranjuez, le había tocado tener de vecinos a un grupo de muchachos que dedicaban sus largas horas de ocio a aporrear los instrumentos propios de una banda de rock conectados a un desorbitado amplificador que hacía tremolar las paredes. Cuando los jóvenes se instalaron en la casa le pareció agradable escuchar un poco de la algarabía que toda reunión de muchachos suele suscitar; daría un poco de alegría al entorno, pensó. Pero cuando se sucedieron los días y  dale que dale a la batería y las guitarras, sus oídos educados en la música clásica se saturaron de ruidos y no tuvo más remedio que andar por la casa con un tapa orejas que pusiera distancia entre él y la trapisonda de los vecinos. El placer de la estudiantina se fue al tacho. Comenzó a subírsele la presión y él a fastidiarse con tanto estruendo de rock pesado.

Por fin se decidió: Presentaría a los vecinos su queja por ruidos molestos. Llamó insistentemente a la puerta y nada. Pensó que de tanto estar sumergidos en un mar de bochinche los muchachos se habían vuelto medio sordos, así que apeló a recursos más expeditivos. Si no escuchaban, al menos podrían oler, pensó. En el quiosco de la esquina compró unas bombitas de mal olor y las arrojó hacia el interior de la casa de los vecinos por el conducto de respiración de la cocina. Al ratito nomás los vio aparecer en estampida hacia la calle apantallándose las narices. “Esta es la mía”, se dijo, y encaró a la banda que sentada en el cordón de la vereda se empecinaba en espantar  la resaca de la pestilencia que misteriosamente había invadido el estudio improvisado.

—Muchachos  —les dijo con el tono más amable que encontró en su repertorio—, aprovecho que casualmente los encuentro. Quería pedirles que moderen el nivel de ruido de su amplificador. No me dejan dormir ni a la tarde ni a altas horas de la noche y, sinceramente, ya no lo soporto más.
—La libertad es libre —le contestó un flaco con aires de John Lennon en tiempos de sus andanzas con Yoko Ono—. En nuestra casa podemos hacer lo que queramos. Para eso pagamos el alquiler.

—Mirá, flaco —le respondió sintiendo que los colores se le subían a la cara—, tu libertad será libre dentro de tu casa, pero no  en mi casa, donde el que manda soy yo. Si tu ruido invade mi propiedad, me estás atropellando, y eso no lo voy a permitir.

—Vos sos un intolerante de mierda, incapaz de aguantarte nada en beneficio de la convivencia y del arte musical—le espetó a boca de jarro un gordito pelirrojo. Después supe que era el que apaleaba la batería.

—Vamos por partes —vociferó Pedro levantando presión y sintiendo que la furia española se le subía a la cabeza—.  Primero  aclaremos lo “de mierda”: Mi supuesta intolerancia no tiene  nada que ver con vos. Segundo: ¿Intolerante? ¿Defenderse de la agresión es ser intolerante? ¿Acaso la convivencia puede basarse en la injusticia? Y tercero: ¿En beneficio de la música? Muchachos, ustedes no hacen música, ustedes deconstruyen la música. Se los digo yo, que de eso sé bastante.

—¡No me vengas con filosofías! Tolerar es bancarse las molestias que los demás nos pueden ocasionar. Un poco de ruido no te va a arruinar los nervios. ¡No hay que ser tan estrechos, che! —le contestó el flaco cara de intelectual setentista— Además, te informo que la música que hacemos es música cavernaria, porque nosotros buscamos reconstruir las raíces originales del arte musical, limpiándola de toda la porquería que le cargó encima la burguesía satisfecha.

---Tampoco hay que ser tan contemplativos que renunciemos a nuestros derechos. Aunque a vos no te parezca, tu barahúnda de ruidos, música o lo que vos quieras,  me va a arruinar la salud. Yo les insisto: por favor, bajen el volumen del sonido —concluyó  Pedro, viendo que sus vecinos eran impermeables a las ideas de justicia, respeto y consideración y que iba a tener  a tener que lidiar con ellos en su propio terreno.

El bochinche siguió tal cual. “Fuego contra fuego”, se dijo Pedro estratégicamente y se dispuso a presentar batalla. En una tienda de aparatos de audio compró un equipo amplificador de diez mil watts de consumo real y lo instaló en  el cuarto contiguo a la casa vecina. Cuando probó su funcionamiento, sin llegar al máximo, los cuadros se cayeron de las paredes. Un amigo que entendía de electrónica le proveyó  un sensor  que encendía el equipo cuando el nivel de ruido de la casa  vecina llegaba al límite de 55 decibeles. Cada vez que los rockeros improvisados se pasaban de la raya, el amplificador de Pedro tapaba batería, guitarras y cualquier otro sonido que anduviera por ahí, de tal modo que era imposible continuar con el ensayo. Los muchachos comprendieron que debían bajar los decibeles que invadían la casa del vecino. Forraron  paredes, ventanas y puertas con material aislante, convirtiendo a la casa en una cueva estanca apenas iluminada por una bombilla eléctrica. Aislados del mundanal ruido se encerraron a darle  a los instrumentos sin asco y sin descanso, a gusto y piacere, como diría mi amigo, el tano Pascual.

Pero a Pedro se le fue la mano.
Un día en que se despertó medio chinchudo y no dispuesto a tolerar ruidito alguno más allá del límite que había impuesto, puso al máximo el amplificador. Al comienzo de la tocata cavernaria todo fue normal, pero a medida que se calentaba el concierto el volumen comenzó a subir de nivel, traspasó las paredes y el aislante y llegó al límite. Al instante se disparó el equipo de Pedro. El estruendo fue un tsunami de sonidos que hizo tremolar la casa como hoja azotada por el viento, el temblor rajó las paredes y toda la estructura colapsó ante el embate de las ondas sonoras embravecidas. No quedó piedra sobre piedra. Batería, guitarras, bajos, amplificadores, todo sucumbió bajo los escombros. De puro milagro los habitantes se salvaron de la hecatombe.

Pedro fue condenado por estrago con dolo eventual y lesiones varias.
Ahora, recluido en una celda oscura y silenciosa como una caverna añora los días en que la algarabía de los jóvenes, la batería y las guitarras poblaban su mundo de mágicos sonidos. De vez en cuando lo voy a visitar y le llevo las grabaciones de los últimos conciertos de la banda de rock que fueran sus vecinos.

Gracias por tu amable atención                               
                                                                                  Raúl Czejer












martes, 14 de febrero de 2012

Estado y privilegio


                                           
                            Privilegio y discriminación institucional
Hola, amigo/a
Debo confesarte que me sentí discriminado como simple ciudadano y despojado de mi derecho de usar la vía pública en iguales condiciones que los demás cuando en Acassuso me encontré impedido de estacionar el auto en un amplio sector del pueblo —muy elegante, por cierto— porque la Comuna de San Isidro había dispuesto reservar esa posibilidad para sólo los habitantes del lugar.

 Me chocó el evidente privilegio otorgado por el poder público a un pequeño sector —pequeño pero muy influyente— de la comunidad y la notoria e intolerable discriminación para con todos los demás, quienes posiblemente no disponen de los fluidos contactos con los gobernantes de turno. Y más me molestó ver que tal discriminación estaba perpetrada por un gobierno de condición constitucionalmente republicana, para el que es obligación actuar respetando estrictamente el principio de igualdad ante la ley.

Me pareció patético que el mismo Estado que tiene en su estructura un organismo para la erradicación de la discriminación (Inadi) no dude en hacerlo cuando es cuestión de privilegiar a los amigos del poder. Aún más, me parece una hipocresía institucionalizada, porque se propicia  la antidiscriminación  mediante una ley promulgada con bombos y platillos y se la practica solapadamente mediante otra ley especial hecha a la medida de los amigos.

 Lamentablemente el caso que pude comprobar con mis propios ojos no es  el único ni el más grave. El país está plagado de privilegios otorgados por los poderes públicos, que significan otras tantas discriminaciones.

 Por citar otro caso cercano al lugar donde vivo: La costa del Río Luján, que recorre varios pueblos de Buenos Aires, está concedida por el gobierno a clubes náuticos para su uso privado de modo que la gente común no puede acceder a ella como debiera ser, teniendo en cuenta que la costa de los ríos es de dominio público. Evidentemente los socios de esos clubes están siendo privilegiados y la gente del pueblo discriminada.

 Me parece asombroso el grado de tolerancia que la ciudadanía tiene para con los gobernantes que privilegian a sus amigos y perjudican a todos los demás valiéndose del poder que les otorgó el pueblo. O tal vez es inconciencia: El privilegio  se ha hecho tan común que ya nadie lo ve, como si fuera tan natural como el agua y el aire. Todo el mundo habla de discriminación, pero parece no advertir la discriminación disimulada que supone todo privilegio, máxime cuando esos privilegios son concedidos por los que tienen que cuidar la igualdad ante la ley.

 Se entiende que hay personas que deben ser privilegiadas en razón de sus condiciones de discapacidad momentánea o permanente: los minusválidos, las embarazadas, los niños, los ancianos…Pero los privilegiados por el poder no son precisamente minusválidos ni indigentes, porque los pobres no tienen llegada a los despachos de los funcionarios.

Hubo en mi país un presidente que decía: “En la Argentina los únicos privilegiados son los niños”. Se quedó corto: se olvidó de decir que los amigos del poder son también privilegiados, y mucho más que los niños y sin la necesidad de protección que éstos tienen.

Sería curioso si no fuera hipócrita que el mismo Estado que obliga a los ciudadanos a evitar la discriminación sea el que más discrimina al conceder privilegios a amigos y parientes.  Te pongo un ejemplo: En mi país las escuelas privadas no tienen permitido seleccionar a los aspirantes a ingreso, bajo apercibimiento de perder el subsidio del Estado, el mismo Estado que solapadamente concede privilegios a allegados, discriminando al resto de la población.

 Las políticas socializantes propician medidas tendientes a obligar a los pobladores a ser equitativos. No me parece mal, porque hay que inducir a la gente a que corrija la mala costumbre de discriminar, si bien creo que antes que la imposición, el control y las sanciones sería más respetuoso de la libertad de los individuos la realización de  campañas de concientización, persuasión y reeducación.

 Dicen que el pescado comienza a podrirse desde la cabeza. Pero la pudrición no termina allí, sino que luego  invade todo el cuerpo. En las sociedades pasa algo parecido. Las mañas corruptas comienzan en las clases superiores y posteriormente se expanden a todo el cuerpo social.

Si es verdad que cada pueblo tiene el gobierno que se merece, cabe sospechar que el pueblo argentino ha aprendido la lección de sus dirigentes y se ha hecho cómplice  del privilegio y la discriminación. Lamentablemente las observaciones sociológicas parecen confirmarlo. La “gauchada”, el acomodo, los contactos, las “coimas” son prácticas generalizadas en nuestra población —máxime la de clase alta—, todas con el propósito de conseguir prerrogativas especiales.

 Pero el problema mayor no está en la gente, sino en el gobierno: Cómo controlar y erradicar  las prácticas discriminatorias que ejercen los funcionarios, ya que son más disimuladas y difíciles de comprobar y, por otra parte, mucho más dañinas para el conjunto de la población y para la salud de la república.

 Las repúblicas tienen mecanismos de control de los actos de los funcionarios, pero los pícaros políticos postmodernos-neoliberales se han ocupado de volverlos inoperantes a fin de actuar con la seguridad de que sus bellaquerías no serán descubiertas. Nos quedaría recurrir al periodismo independiente, pero vemos que no basta con la investigación y la denuncia si los jueces no pueden, no saben o no quieren administrar justicia cuando el acusado es un funcionario o alguien vinculado con él.
¿Qué nos queda? La fe y la esperanza de que estas lacras alguna vez serán superadas, la honestidad de no sumarnos al privilegio y la discriminación, la lucha día a día contra los corruptos y el uso inteligente del sufragio.

 Gracias por tu amable atención
                                                                                       Raúl Czejer


La  música de Ennio Morricone y la poesía de Chiara Ferraú nos ayudan a tener fe en un mundo sin privilegios.

viernes, 3 de febrero de 2012

¿De cuál dignidad me están hablando?

                                                      



                                                 Dignidad a la carta            



Permíteme contarte un chiste. Cierta vez, hace ya muchos años, una gran reunión de notables de todo el mundo proclamó a los cuatro vientos que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Los dignatarios firmaron un solemne documento y se fueron a dormir satisfechos de haber prestado un gran servicio a la humanidad. Pero olvidaron que la gente no lee los documentos, menos si son solemnes, y que las palabras no cambian la realidad, apenas si crean una ficción. La gente siguió pensando y actuando como antes de la gran reunión, según lo que veía con sus ojos. ¿Y qué veía? Que la desigualdad y la sumisión reinaban por doquier, tanto que proclamar que todos somos libres e iguales en dignidad y derechos parecía una quimera propia de mentes afiebradas. ¿Cómo se les ocurría decir que todos somos iguales en dignidad? ¿Dónde ven la dignidad de un torturador? ¿Y de un delincuente?  La gran asamblea no se ocupó de explicitar qué entendía por dignidad del ser humano ni en fundamentar su concepto, para no entrar en metafísicas y menos en teologías, Dios libre y guarde, y así redujo tal  dignidad  a una palabra ambigua que cada uno interpretó a su manera y según sus intereses, reconociendo o retaceando dignidad humana a los demás  según las conveniencias del momento.



 Los varones dijeron y establecieron, haciendo uso de su poder, que ellos solamente tienen los atributos de la dignidad. Se sintieron así autorizados a decir que las mujeres no son seres humanos dignos “como uno” (por supuesto que quien dice esto es un varón, que piensa que la dignidad del ser humano cuelga entre las piernas). En consecuencia no tienen las mismas prerrogativas que los machos y deben encargarse de las tareas de segunda, subordinadas a ellos, por supuesto. Por fortuna algunas mujeres se están encargando de lavarles la cabeza, aunque otras, vergonzantes de su condición, se esfuerzan por mimetizarse con los varones, disimulando su humillante diferencia.



Otros, astutamente, decidieron pensar que la dignidad consistía en la piel blanca y en consecuencia redujeron a los negros a la condición de infrahumanos, de este modo podrían explotarlos como a animales y echarles la culpa de todo los males de la sociedad, sin cargos de conciencia, claro, porque uno tiene sus principios. Pero cuando un negro célebre se cambió el color de la piel, entraron en confusión y ataques de pánico: si un negro se puede transformar en blanco significa que un blanco se puede cambiar en negro, ¡horror! , y que la condición de ser humano viene a ser  como un traje que se quita y se pone: Me pongo la piel negra y ya no soy humano, no tengo dignidad ni derechos ni libertad; me pongo la blanca y ¡maravilla!, ya tengo categoría de persona. Para esto basta con tener unos cuantos mangos como para pagar a los cirujanos, así que la dignidad tan preciada se puede adquirir en el mercado como se compra un kilo de cebollas.



 Pero esta forma de pensar les pareció muy tosca y filistea a los sofisticados de las vanguardias culturales esnobistas y se dieron a buscar a quiénes endilgarles la condición de infrahumanos. Inteligentes y refinados como son, se dieron cuenta de que había personas que seguían pensando “a la antigua”. Los llamaron “dinosaurios”, denominación surrealista —el discurso llano no es digno de un vanguardista que se precie—para nombrar a quienes consideraban  como fósiles del pasado. Aplaudían a rabiar cuando un rockero cantaba con voz aguardentosa “los dinosaurios van a desaparecer”, sin advertir que los próximos dinosaurios serían ellos mismos. En la bolsa de los dinosaurios metieron a todos los que no compartían sus opiniones de avanzada con que, según su mente febril, avizoraban el porvenir. Convencieron a los popes de la industria cultural y al mandarinato universitario de que los dinosaurios  no debían tener prensa ni cátedra, por oscurantistas y estructurados, que pretendían conservar  valores tradicionales ¡qué osadía! No debía facilitarse la libertad de expresión a semejantes engendros. Cayeron así en la más flagrante contradicción: defensores de todas las libertades, aún las más jugadas, y enemigos de toda discriminación, despojaron a los dinosaurios de la oportunidad de expresarse, condenándolos al ostracismo intelectual.



Algunos memoriosos recurrieron al gran Aristóteles para dar lustre y fundamento a su teoría de que hay gente que nace para servir a los señores. Por supuesto, la dignidad es propiedad de los señores, esos que ostentan  gran estilo y tienen la libertad de derrochar fortunas en una timba; en cambio los servidores son  sólo cosas útiles. También trajeron en abono de sus ideas el aforismo que alguna vez leyeron en “Martín Fierro”: “Al que nace barrigón es al ñudo que lo fajen”. En consecuencia —dijeron—es inútil gastar pólvora en chimango queriendo igualar a los de abajo con los de arriba. Hay que dejarlos ser lo que son, respetando su diferencia específica, y no forzar a la naturaleza. “La realidad es la única verdad”, dijo el Gran Maestro. Y la realidad muestra que somos desiguales. Hablar de dignidad igual para todos es una gran mentira —afirmaron con total convicción y sin ponerse colorados.



No faltó el guardiacárcel que aprovechó la volada y decretó para sí no darle bola a los garantistas de siempre que pretenden igualar a los delincuentes con la gente honesta como uno. “Para los malvivientes, ni la justicia”, dijo, remedando las palabras de un famoso general, y se dedicó a hacer sentir a los presos todo el peso de la ley.



Trascartón vinieron los políticos autocráticos, cínicos a morir, que vieron la oportunidad de vender gato por liebre a los desprevenidos ciudadanos y los convencieron de que los nuevos tiempos exigían dividir a la gente en dos clases: leales fanáticos y enemigos execrables y que los leales son los únicos que tienen dignidad humana mientras que los enemigos son ratas miserables a los que hay que tratar como tales. Con tranquilidad de conciencia los tirotearon a mansalva y a destajo, los privaron de la justicia, los encerraron en jaulas como a fieras salvajes o los tiraron al mar desde aviones sigilosos.  Todo, por supuesto, para defender al modelo o a la civilización occidental.



El chiste es que a sesenta años de la gran asamblea de notables, las cosas siguen como entonces y parecen hacer caso omiso de  palabras bienintencionadas pero ingenuas. La fraternidad universal que propiciaba se va perdiendo en el horizonte, mientras avanza la barbarie como jinete del apocalipsis, tal vez anunciando el gran harmagedón.



¿Por qué la realidad no se adapta a las buenas intenciones? Porque las buenas intenciones no se adaptan a la realidad integral del ser humano, que viene siendo ignorada desde hace tiempo por el discurso políticamente correcto, realidad que no se reduce a lo que se ve con los ojos sino que comprende también a lo que se intuye con el corazón y la inteligencia: Que el ser humano es también espíritu, persona que trasciende su máscara corporal. Es esta condición espiritual la que funda su dignidad y la hace una realidad intocable, como un lugar sagrado que hay que tratar con sumo respeto, descubierta la cabeza y los pies descalzos.

Gracias por tu amable atención

                                                                                                Raúl Czejer

viernes, 30 de diciembre de 2011

Soñar aún es posible

                                           


                                            Antídoto al cinismo
                                                   (El País, 30/12/2011)

Desde que en 1983 el filósofo alemán Peter Sløterdijk publicara la Crítica de la razón cínica han pasado ya más de 25 años y, sin embargo, su profundo análisis del cinismo postmoderno sigue gozando de una extraordinaria vigencia. Esta obra, junto con la Teoría de la acción comunicativa (1981), de Jürgen Habermas, y El principio de responsabilidad (1977), de Hans Jonas, es, con mucha probabilidad, uno de los ensayos filosóficos más sugerentes del último tercio del pasado siglo.

En la obra, reeditada hace muy poco por Siruela, el polémico pensador distingue, con lucidez, el cinismo griego, cuyo máximo representante es Antístenes, del cinismo contemporáneo. En aquella escuela filosófica se adoraba al perro, se reivindicaba la vida natural, sin normas, ni convenciones, en plena harmonía con el Todo; se aspiraba a una existencia sobria, sin ornamentos, ni artificios; se anhelaba la autenticidad, lo cual nada tiene que ver con el cinismo difuso de la tan cacareada postmodernidad.

El cinismo postmoderno es una expresión del nihilismo. El cínico postmoderno ya no cree en nada, ni en la Patria, ni en la Revolución, ni en el Partido. Ha dejado de confiar en las grandes palabras. En su alma habita el más inquietante de los huéspedes: el nihilismo. Parte de la idea que todo lo sólido se desvanece en el aire, por lo cual, la lucha carece de sentido, como también la revolución.

El cínico es el último eslabón del criticismo, la consciencia desgraciada de la Ilustración, el gato escaldado por las ideologías. Como insinúa Peter Sløterdijk, sólo se mueve por el instinto de autoconservación a corto plazo. Experimenta una cierta ternura frente al joven alternativo, al rebelde antiglobalización y al ecologista convencido; una suerte de piedad frente a los que sueñan que otro mundo es posible. Viene de vuelta de todo, pero, en el fondo le devora una melancolía que mantiene bajo control emocional. Es un conformista, lleva tatuada en su epidermis la mentalidad TINA (There is no alternative), pero aparenta creer en algo, da la impresión que tiene convicciones y, de hecho, sigue en el Partido, en la Iglesia o en la ONG de turno, pero sólo él sabe que ya no cree en nada más que en conservar su statu quo. El cinismo difuso es el gran mal a combatir, una especie de virus que campa a su aire por el mundo social y político.

El cínico  mira con indiferencia los avatares de la historia. No cree en el poder de la razón y experimenta pasivamente cómo se embrutecen las masas con los medios de comunicación audiovisual y cómo se atrofia la democracia. Sabe, en sus adentros, que el fracaso de la Ilustración que anunciaron los filósofos de la primera generación de la Escuela de Frank-furt, Theodor Adorno y Max Horkheimer, se ha hecho fatalmente realidad en la burbujeante sociedad postmoderna que, más que líquida -con perdón de Bauman-, parece pura gaseosa. Viendo cómo va el mundo desde el sofá de su casa, el cínico, víctima de una sobredosis de telebasura, se pregunta para qué ha servido la cultura de la crítica, la escuela de la sospecha, los grandes maestros pensadores.

Pregunté a mis alumnos cómo se detecta a un cínico; cómo curarse del cinismo, diagnosticarlo a tiempo y combatirlo. Me quedé gratamente sorprendido de sus respuestas. El cínico, por bueno que sea -decía uno-, es un texto camaleónico, que adopta la forma del contexto, un ser sin convicciones que manosea las grandes palabras para mantener su silla. Cuando uno contrasta su discurso público con su vida privada, aflora la incoherencia y el cínico aparece con luz meridiana.

El cinismo es una secreta forma de desesperación y de resentimiento contra toda forma de pensamiento alternativo. En la vida política está alcanzando tal magnitud que uno tiene que luchar firmemente contra su escepticismo para no tirar la toalla. Muchos jóvenes ya la han tirado. No se creen a los políticos cuando hablan y, sin embargo, están sedientos de referentes sociales, de arquetipos ejemplares, de razones por las que merezca la pena luchar. Tienen hambre de épica.

El cinismo genera desconfianza y desesperanza. Frente a él es necesario repetir una y otra vez que otro mundo es posible (y necesario). Contra el fatalismo histórico que anida en el alma del cínico, es esencial reivindicar el poder de la razón y de la participación, el principio esperanza del olvidado Ernst Bloch, la indignación frente al mal y las estructuras de injusticia que ahogan el mundo. Nos conviene recordar que toda realidad viene precedida por un sueño.

El cinismo es el fruto maduro del nihilismo finisecular. Friedrich Nietzsche lo predijo, pero no nos dio herramientas para liberarnos de él. Después del fracaso de las utopías, llegó el nihilismo y, con él, el cinismo. Pero, después del cinismo, ¿qué podemos esperar? Nadie lo sabe con certeza. Será necesario forjar nuevos horizontes de sentido, anclados en el conocimiento real del ser humano, pero con la memoria despierta, pues, de otro modo, podríamos tropezar, una vez más, con la misma piedra.

Autor:Francesc Torralba Roselló, director de la Cátedra Ethos de la Universidad Ramon Llull
Gracias a El País y al autor. Los pasajes en negrita han sido destacados por mí.



viernes, 23 de diciembre de 2011

Navidad del alma

Navidad es una rememoración y un llamado a hacer renacer dentro del pecho la esperanza de un mundo con sentido, donde vivir valga la pena y morir no sea un absurdo.

Con toda cordialidad y deseando para ti lo mejor, me complace saludarte en esta fiesta del alma.

                                                                                             Raúl Czejer

viernes, 9 de diciembre de 2011

Cielo del cínico

                                                 

Antonio Machado dice que no hay caminos, pero yo creo que hay caminos y caminos, algunos ya construidos, otros proyectados y otros en construcción. Unos conducen al cielo y otros al infierno, hablando siempre de nuestra vida en el mundo. Lo importante es saber discernir un camino de otro y obrar en consecuencia.





                               Haciendo camino
A veces me gusta sentarme  a la sombra de los árboles junto a la orilla del río para mirar  los barcos que pasan hacia el mar cercano. Contemplando el fluir silencioso del agua me suelen venir a la memoria los versos que aprendí cuando era joven: “Nuestras vidas son los ríos, que van a dar a la mar”. Y más de una vez se me dio por meditar en la sentencia de aquel filósofo que dijo que todo cambia y que nadie se baña dos veces en el mismo río.

El fluir de las cosas. Gran verdad y gran misterio que siempre nos ha intrigado y afligido, porque todo se nos escurre de entre las manos. Frágiles seres humanos, nos afanamos por apresar en ese río algo estable que nos dé seguridad, pero es inútil. Todo pasa y nosotros pasamos con ello.

Es empresa vana pretender parar el río de la vida. Pero pensaba que tal vez podamos adoptar una actitud inteligente ante el cambio, para adaptarnos, evitando dar patadas contra las espinas de lo inevitable, o para influir en lo posible en el curso de las cosas.

Hoy como ayer y siempre, las cosas están cambiando. La cuestión es saber para dónde están cambiando y si ese donde va ser mejor que el que está desapareciendo. La historia no sigue un programa preestablecido como si fuera una función de teatro sino que se construye en buena medida con acontecimientos novedosos que surgen de factores del entorno natural o del imprevisible factor humano. Con todo, es posible imaginar cierta prospectiva más o menos acertada del porvenir y usar esa información para prepararnos de antemano, como sucede cuando los pronosticadores anuncian que se viene un huracán.

Hay cambios que son imparables porque obedecen a variables que no manejamos los seres humanos; pero también hay cambios que se pueden frenar o condicionar, porque dependen de nuestras decisiones y conductas.

No todos los cambios causados por el hombre  vienen con el sello de garantía de conducirnos al cielo anhelado o al infierno tan temido. Pero los hay positivos y negativos, de modo que sería bueno para nosotros contar con un criterio que nos permita discernir hacia dónde nos están conduciendo, para adoptar una actitud favorable o de oposición frente a ellos, o al menos para anticipar las prevenciones que aconseje la prudencia.

A propósito de lo que vengo diciendo permítanme contarles algo que me pasó hace unos días y que tiene que ver con el cambio de costumbres.

Hasta hace poco era inconcebible en mi país que un hombre se ponga a orinar en la vía pública, pero desde un tiempo a esta parte se están viendo más casos cada día. Para ser justo, debo confesar que conservan cierto pudor, porque tienen cuidado de hacerlo de  espalda a los transeúntes, pero no  me puedo imaginar  cómo van a proceder cuando, siguiendo la tendencia, se les ocurra defecar en las veredas.

De cara a este fenómeno me pregunté mientras paseaba a orillas del río: ¿Es un cambio positivo esta nueva  moda  de orinar en la vía pública? ¿Es un camino hacia el mundo mejor que anhelamos los seres humanos, o es un camino al infierno?

Para decidir si significa un avance o un retroceso, voy a aplicar, me dije, el criterio de Kant. ¿Puedo tomar la máxima “orinarás en la vía pública” como regla universal? Si concluyo que  sí, será un avance; si no, será un retroceso.

Pues bien, me pregunté, ¿Qué pasaría si todo el mundo se pone a orinar en lo lugares públicos, en los trenes, en las plazas, en los cines, en los parques, en las tribunas de los estadios…?

Me imaginé, entonces, una ciudad inundada de orín y de exquisitas fragancias levantadas del suelo por sol del verano  y esparcidas por el céfiro blando por todos los rincones de la ciudad, inundando los comedores donde las señoras disfrutan de  su five o’clock tea, o perfumando el jardín de los cerezos, para espanto de  los pajaritos, que no saben si volar del lugar o taparse las narices con las alas. Todo una poesía, ¿no?

Me di cuenta de que si  adoptáramos la regla de orinar en cualquier parte la vida se tornaría miserable e indigna de ser vivida, así que concluí que el mentado cambio de costumbres era un retroceso de la civilización y me propuse como misión humanitaria reeducar a los conciudadanos que sorprendiera contribuyendo con semejante camino al infierno.

No tuve que esperar mucho tiempo. Viajando una mañana por la Autopista del Sol, observé un automóvil estacionado en la banquina y un poco más allá a un hombre de espaldas al tránsito, en actitud manifiestamente non sancta. Me detuve decidido a comenzar mi misión humanitaria y le recriminé su comportamiento antisocial.

—¿No le da vergüenza  hacer sus necesidades en la vía pública? —le dije con firmeza.
—¿Vergüenza? De ninguna manera. Vergüenza es ser esclavo de las convenciones sociales, porque significa no ser libre —me respondió—. Además, ¿qué hay de vergonzoso en lo que es natural? Sepa que orinar es una actividad muy noble y necesaria para el cuerpo
—Bueno, pero hay lugares para cada cosa —objeté
—¿Usted se esconde para comer? No. ¿Por qué esconderse para orinar?
—¿Pero no ve que ensucia el espacio que es de todos? —insistí
—Usted me está discriminando —me dijo enojado—. Yo practico la filosofía cínica y según sus preceptos debo vivir según la naturaleza e ignorar las convenciones e instituciones sociales. La naturaleza es buena, la cultura corrompe al hombre imponiéndole costumbres antinaturales. Aquí me vinieron ganas de orinar y aquí es justo que lo haga.
—¿Por qué dice que lo discrimino? —le pregunté intrigado por lo insólito de su respuesta.
—Porque está atacando el derecho de las minorías de vivir según su parecer. Los cínicos somos una minoría, y como tal debemos  ser respetados en nuestro particular estilo de vida.
—¿Y qué pasaría si de minoría pasaran a ser mayoría y todos procedieran como usted? —le contesté esgrimiendo mi argumento kantiano
—Viviríamos todos más felices, más libres de las ataduras a las que nos acostumbró la sociedad.
—Está bien, parece un mundo ideal, pero ¿qué hacemos con los orines y los excrementos diseminados por todas partes? Ya nos fastidian los perros que ensucian las veredas, ¡se imagina cuando todos tomemos las veredas como orinales y excusados y vivamos pisando inmundicias! —objeté
—Son daños colaterales. La libertad no tiene precio —me retrucó con aire de solvencia.
—Me parece una respuesta simplista —le contesté.
—Tal vez, pero basta para mí. No me interesa su aprobación o reprobación
—Dígame —insistí — ¿no habría que distinguir cosas buenas y cosas malas para el ser humano en general en el peculiar estilo de vida de las minorías?, ¿no hay en las minorías una autocrítica?
—Lo mismo vale para las mayorías —volvió a retrucarme
—Tiene razón —admití—.  No quise ofenderlo cuando le recriminé su conducta. Lo invitaba nada más a que la revise críticamente —concluí en tono amistoso y viendo que el sujeto era terco como una mula.
—No tengo nada que revisar —me contestó con altanería—. Nosotros somos el futuro. Usted es un retrógrado que obstaculiza la apertura de nuevos caminos.
—A éste le emboco un trompazo en cualquier momento —pensé,  olvidándome de mi misión humanitaria. Pero me contuve. Saludé y me fui con la frustración de no haberlo convencido.

Volví a mi paseo y a mi río y allí, lejos del mundanal ruido, imaginé un mundo a la medida del cinismo y saqué mi conclusión: “Como vienen las cosas es mejor que  consiga una buena máscara antigás y unas  botas para cuando el mundo sea un enorme excusado”

                                                                                    Raúl Czejer














miércoles, 23 de noviembre de 2011

Amor a sí mismo.


                                                                Abigaíl

Todos los que conocían la historia del barrio se persignaban cuando en noches de viento pasaban frente a la casa. Abandonada desde el día de la tragedia era sólo un refugio para alimañas de toda clase y de algún vagabundo al que sorprendía la noche buscando un lugar donde guarecerse. Los vecinos no se hubieran atrevido jamás a dormir allí, pero para quien ignoraba el terrible suceso que vieron esas paredes la casa era mejor que la intemperie, a pesar de las ventanas desvencijadas y los agujeros en el techo, que dejaban ver la luna en las noches de cielo despejado. Cuando el viento del oeste soplaba con fuerza batiendo las persianas y silbando al pasar por las rendijas de las paredes, era cosa de ser muy corajudo para no salir huyendo con la cola entre las patas como perro asustado. Si parecía que voces de ultratumba quisieran decir algo que nadie alcanzaba a descifrar. Muchos se figuraban que la casa estaba habitada por fantasmas.

Pedro era un muchacho valiente y curioso. Incrédulo acerca de fantasmas, le gustaba deshacer misterios y desencantar lugares encantados. No le temía a las sombras que se agitan en la oscuridad ni a los espíritus que supuestamente moran en las casas abandonadas, así que se propuso averiguar qué había en aquella mansión en ruinas que tanto temor causaba a los vecinos. Sabía que tenía que esperar la noche propicia para que los fantasmas pudieran hablar a la imaginación: noche de ulular del viento y de luna que se asoma y se oculta tras nubes negras pregoneras de tormenta.

—Tú estás chiflado —le dijo la madre cuando se enteró de su proyecto.
—No pasa nada, mami. Son fantasías de la gente —le dijo Pedro para tranquilizarla.
—Sé que eres cabezadura y que no aflojas cuando se te pone algo entre ceja y ceja. Yo algo sé de aparecidos y de almas en pena. Te voy a dar una pata de conejo y una estrella de seis puntas, que según me han enseñado  mis abuelos protegen contra el maleficio y los espíritus malignos.
—¿Te parece necesario, mamá?
—Y, mira, nunca se sabe. Llévalas en la mano izquierda, si no, no tendrán efecto. No lleves linterna; de lo contrario los fantasmas no aparecerán, porque le temen a la luz.

Bien afirmado en su coraje y en los talismanes que le diera su mamá, una noche de viento pampero y nubes amenazantes que presagiaban tormenta, se llegó hasta la casa. Apenas traspuso el umbral lo asaltó un escalofrío de terror. Por un instante tuvo la tentación de salir en desbandada, pero se acordó de la pata de conejo que llevaba en el bolsillo, la apretó fuerte en su mano izquierda, tragó saliva y se metió en la casa apenas alumbrada por una luz de  luna que dejaba adivinar la silueta de los muebles.

De pronto un relámpago iluminó el recinto por un instante. Pedro se estremeció. Le pareció que alguien lo estaba observando desde un rincón de la sala. No vio a nadie, pero sentía  clavada en él la mirada de unos ojos invisibles. No le gustaba sentirse mirado de  esa manera.

—¿Quién está ahí? —dijo con voz firme para darse coraje.
Sólo le respondió el silencio.
—Sé que estás ahí. Sal a la luz para que te pueda ver —insistió.
—Yo no puedo ir a la luz porque pertenezco a la oscuridad —respondió una voz de mujer que le sonó encantadora e inquietante.
Pedro sintió curiosidad y deseos de ver a la dueña de voz tan singular. Se figuraba que debía de ser una mujer muy hermosa.
—¿Cómo que perteneces  a la oscuridad? No te entiendo —dijo.
—Yo estoy suspendida entre este mundo y el otro, en la región entre la vida y la muerte donde moran los fantasmas. Aquí todo es oscuridad y silencio
—¿Eres un fantasma? —preguntó Pedro con voz temblorosa y apretó fuerte la pata de conejo.
—Sí, para mi desgracia
—¿Cómo te llamas? —dijo Pedro recobrando la calma
—Abigaíl —dijo  la voz  en   tono desolado.
—¿Por qué estás acá?
—Esta fue mi casa y lo será mientras alguien no me rescate de la oscuridad.
—No te entiendo —dijo Pedro y, por las dudas, apretó con la derecha la estrella de seis puntas.
—Yo era una joven muy hermosa —continuó diciendo la voz desde un lugar incierto de la sala—,  tanto que estaba enamorada de mi hermosura. Me sentía autosuficiente y orgullosa y eso me gustaba. No dejaba de contemplarme en el espejo y no hacía caso de los que pretendían cortejarme. Me negué siempre al amor, porque todos mis pretendientes me parecían poca cosa. No bien los conocía me sentía decepcionada porque no los veía dignos de mis excelsas cualidades. Nadie me parecía digno de mi amor.
—¿Cuándo viviste aquí? Esta casa está abandonada hace muchos años.
—Hace mucho, demasiado tiempo —dijo Abigaíl melancólicamente.
— ¿Cómo te convertiste en fantasma?
—Un día, bajando las escaleras mientras me miraba en un espejo de mano, pisé el ruedo del vestido y caí, quebrándome el cuello. Escapé de mi cuerpo, pero quedé atrapada en el mundo de las sombras. Desde entonces estoy aquí, siempre frente al espejo sin luz, condenada a  mirarme y esperando que alguien rompa el hechizo de la obsesión por mí misma y me rescate de este mundo de sombras. Pero nadie se anima a entrar a esta casa en noches de viento y luna que se oculta detrás de nubes negras. Sólo tú has tenido tamaña valentía.
—¿Cómo puedo romper el encantamiento? —preguntó Pedro mirando hacia el hueco de la puerta como para salir disparado.
—Sólo el amor de alguien puede hacerlo. Ven conmigo, abrázame y  quiéreme. Tu amor me liberará de la maldición que pesa sobre mí y podré seguir mi viaje.
—¿Cómo puedo  abrazar y querer  a un fantasma?  Pertenecemos a mundos distintos. Yo no puedo llegar hasta el  mundo  donde habitas —respondió Pedro.
—El amor rompe todas las barreras, dicen; lamentablemente para mí no logró romper la barrera de mí misma.
—Yo no puedo rescatarte de tu mundo; sólo Dios puede  —dijo Pedro con firmeza y levantó la estrella de seis puntas con la mano izquierda hacia donde sonaba la voz de Abigail.
— ¡No me dejes! —suplicó ella y salió a la luz tenue de la luna. Pedro la vio hermosa como nunca había visto a una mujer. Por un momento la deseó, pero apretó en la mano izquierda la pata de conejo y retrocedió hacia la puerta. Desde el umbral la miró. Abigaíl estaba parada en medio de la sala. Le pareció ver que lloraba. Sintió amor y compasión por ella y ya estaba dispuesto a volver sobre sus pasos cuando una nube escondió la luna y la sala quedó a oscuras. Al instante volvió la luz. Abigaíl ya no estaba.
—¿Abigaíl? — llamó Pedro con la esperanza de volver a verla para quererla y rescatarla de su mundo de sombras. La única respuesta fue el  ulular del viento y el batir de ventanas desvencijadas. En el piso donde la vio parada sólo había una rosa  deshaciéndose en sangre.
                                                                             Raúl Czejer

             Egoísmo, no. Amor a sí mismo, ¿tampoco?

                  El amor a sí mismo (según Erich Fromm)
                                  
                                                                                   Paul Tillich, en un comentario de The Sane Society, en Pastoral Psy-chology, setiembre 1955, sugirió que seria mejor abandonar el ambiguo término «amor a sí mismo» (autoamor, «self-love») y reemplazarlo por «autoafirmación natural», o «autoaceptación paradójica». Si bien comprendo yo los méritos de esa sugerencia, no puedo convenir con el autor al respecto. En el término «amor a sí mismo», el elemento paradójico en amor a si mismo está mucho más claramente contenido. Se expresa el hecho de que el amor es una actitud que es la misma hacia todos los objetos, incluyéndome a mí mismo. Tampoco debe olvidarse que ese término, en el sentido en que se lo usa aquí, tiene una historia. La Biblia habla de amor a sí mismo cuando ordena «ama a tu prójimo como a ti mismo», y Meister Eckhart habla de amor a sí mismo en el mismo sentido.


Si bien la aplicación del concepto del amor a diversos objetos no despierta objeciones, es creencia común que amar a los demás es una virtud, y amarse a si mismo un pecado. Se su pone que en la medida en que me amo a mí mismo, no amo a los demás, que amor a sí mismo es lo mismo que egoísmo. Tal punto de vista se remonta a los comienzos del pensamiento occidental. Calvino califica de «peste» el amor a sí mismo (Calvino, Institutes of the Christian Religion (versión inglesa de J. AIbau), Filadelfia, Presbyterian Board of Christian Education, 1928, cap. 7, parte 4, pág. 622. ). Freud habla del amor a sí mismo en términos psiquiátricos, pero no obstante, su juicio valorativo es similar al de Calvino. Para él, amor a si mismo se identifica con narcisismo, es decir, la vuelta de la libido hacia el propio ser. El narcisismo constituye la primera etapa del desarrollo humano, y la persona que en la vida adulta regresa a su etapa narcisista, es incapaz de amar; en los casos extremos, es insano. Freud sostiene que el amor es una manifestación de la libido, y que ésta puede dirigirse hacia los demás -amor- o hacia uno -amor a sí mismo-. Amor y amor a sí mismo, entonces, se excluyen mutuamente en el sentido de que cuanto mayor es uno, menor es el otro. Si el amor a sí mismo es malo, se sigue que la generosidad es virtuosa. Surgen los problemas siguientes: ¿La observación psicológica sustenta la tesis de que hay una contradicción básica entre el amor a sí mismo y el amor a los demás? ¿Es el amor a sí mismo un fenómeno similar al egoísmo, o son opuestos? Y ¿es el egoísmo del hombre moderno realmente una preocupación por sí mismo como individuo, con todas sus potencialidades intelectuales, emocionales y sensuales? ¿No se ha convertido «él» en un apéndice de su papel económico-social? ¿Es su egoísmo idéntico al amor a sí mismo, o es la causa de la falta de este último?
Antes de comenzar el examen del aspecto psicológico del egoísmo y del amor a sí mismo, debemos destacar la falacia lógica que implica la noción de que el amor a los demás y el amor a uno mismo se excluyen recíprocamente. Si es una virtud amar al prójimo como a uno mismo, debe serlo también -y no un vicio- que me ame a mí mismo, puesto que también yo soy un ser humano. No hay ningún concepto del hombre en el que yo no esté incluido. Una doctrina que proclama tal exclusión demuestra ser intrínsecamente contradictoria. La idea expresada en el bíblico «Ama a tu prójimo como a ti mismo», implica que el respeto por la propia integridad y unicidad, el amor y la comprensión del propio sí mismo, no pueden separarse del respeto, el amor y la comprensión del otro individuo. El amor a sí mismo está inseparablemente ligado al amor a cualquier otro ser. Hemos llegado ahora a las premisas psicológicas básicas que fundamentan las conclusiones de nuestro argumento. En términos generales, dichas premisas son las siguientes: no sólo los demás, sino nosotros mismos, somos «objeto» de nuestros sentimientos y actitudes; las actitudes para con los demás y para con nosotros mismos, lejos de ser contradictorias, son básicamente conjuntivas. En lo que toca al problema que examinamos, eso significa: el amor a los demás y el amor a nosotros mismos no son alternativas. Por el contrario, en todo individuo capaz de amar a los demás se encontrará una actitud de amor a sí mismo. El amor, en principio, es indivisible en lo que atañe a la conexión entre los «objetos» y el propio ser. El amor genuino constituye una expresión de la productividad, y entraña cuidado, respeto, responsabilidad y conocimiento. No es un «afecto» en el sentido de que alguien nos afecte, sino un esforzarse activo arraigado en la propia capacidad de amar y que tiende al crecimiento y la felicidad de la persona amada.
Amar a alguien es la realización y concentración del poder de amar. La afirmación básica contenida en el amor se dirige hacia la persona amada como una encarnación de las cualidades esencialmente humanas. Amar a una persona implica amar al hombre como tal. El tipo de «división del trabajo», como lo llamó William James, que consiste en amar a la propia familia pero ser indiferente al «extraño», es un signo de una incapacidad básica de amar. El amor al hombre no es, como a menudo se supone, una abstracción que sigue al amor a una persona específica, sino que constituye su premisa, aunque genéticamente se adquiera al amar a individuos específicos. De ello se deduce que mi propia persona debe ser un objeto de mi amor al igual que lo es otra persona. La afirmación de la vida, felicidad, crecimiento y libertad propios, está arraigada en la propia capacidad de amar, esto es, en el cuidado, el respeto, la responsabilidad y el conocimiento. Si un individuo es capaz de amar productivamente, también se ama a sí mismo; si sólo ama a los demás, no puede amar en absoluto.
Dando por establecido que el amor a sí mismo y a los demás es conjuntivo, ¿cómo explicamos el egoísmo, que excluye evidentemente toda genuina preocupación por los demás? La persona egoísta sólo se interesa por sí misma, desea todo para sí misma, no siente placer en dar, sino únicamente en tomar. Considera el mundo exterior sólo desde el punto de vista de lo que puede obtener de él; carece de interés en las necesidades ajenas y de respeto por la dignidad e integridad de los demás. No ve más que a sí misma; juzga a todos según su utilidad; es básicamente incapaz de amar. ¿No prueba eso que la preocupación por los demás y por uno mismo son alternativas inevitables? Sería así si el egoísmo y el autoamor fueran idénticos. Pero tal suposición es precisamente la falacia que ha llevado a tantas conclusiones erróneas con respecto a nuestros problemas. El egoísmo y el amor a sí mismo, lejos de ser idénticos, son realmente opuestos. El individuo egoísta no se ama demasiado, sino muy poco; en realidad, se odia. Tal falta de cariño y cuidado por sí mismo, que no es sino la expresión de su falta de productividad, lo deja vacío y frustrado. Se siente necesariamente infeliz y ansiosamente preocupado por arrancar a la vida las satisfacciones que él se impide obtener. Parece preocuparse demasiado por sí mismo, pero, en realidad, sólo realiza un fracasado intento de disimular y compensar su incapacidad de cuidar de su verdadero ser. Freud sostiene que el egoísta es narcisista, como si negara su amor a los demás y lo dirigiera hacia sí. Es verdad que las personas egoístas son incapaces de amar a los demás, pero tampoco pueden amarse a sí mismas.
Es más fácil comprender el egoísmo comparándolo con la ávida preocupación por los demás, como la que encontramos, por ejemplo, en una madre sobreprotectora. Si bien ella cree conscientemente que es en extremo cariñosa con su hijo, en realidad tiene una hostilidad hondamente reprimida contra el objeto de sus preocupaciones. Sus cuidados exagerados no obedecen a un amor excesivo al niño, sino a que debe compensar su total incapacidad de amarlo.
Esta teoría de la naturaleza del egoísmo surge de la experiencia psicoanalítica con la «generosidad» neurótica, un síntoma de neurosis observado en no pocas personas, que habitualmente no están perturbadas por ese síntoma, sino por otros relacionados con él, como depresión, fatiga, incapacidad de trabajar, fracaso en las relaciones amorosas, etc. No sólo ocurre que no consideran esa generosidad como un «síntoma»; frecuentemente es el único rasgo caracterológico redentor del que esas personas se enorgullecen. La persona «generosa» «no quiere nada para sí misma»; «sólo vive para los demás», está orgullosa de no considerarse importante. Le intriga descubrir que, a pesar de su generosidad, no es feliz, y que sus relaciones con los más íntimos allegados son insatisfactorias. La labor analítica demuestra que esa generosidad no es algo aparte de los otros síntomas, sino uno de ellos -de hecho, muchas veces es el más importante-; que la capacidad de amar o de disfrutar de esa persona está paralizada; que está llena de hostilidad hacia la vida y que, detrás de la fachada de generosidad, se oculta un intenso egocentrismo, sutil, pero no por ello menos intenso. Esa persona sólo puede curarse si también su generosidad se interpreta como un síntoma junto con los demás, de modo que su falta de productividad, que está en la raíz de su generosidad y de las otras perturbaciones, pueda corregirse.
La naturaleza de esa generosidad se torna particularmente evidente en su efecto sobre los demás y, con mucha frecuencia en nuestra cultura, en el efecto que la madre «generosa» ejerce sobre sus hijos. Ella cree que, a través de su generosidad, sus hijos experimentarán lo que significa ser amado y aprenderán, a su vez, a amar. Sin embargo, el efecto de su generosidad no corresponde en absoluto a sus expectaciones. Los niños no demuestran la felicidad de personas convencidas de que se los ama; están angustiados, tensos, temerosos de la desaprobación de la madre y ansiosos de responder a sus expectativas. Habitualmente, se sienten afectados por la oculta hostilidad de la madre contra la vida, que sienten, pero sin percibirla con claridad, y, eventualmente, se empapan de ella. En conjunto, el efecto producido por la madre «generosa» no es demasiado diferente del que ejerce la madre egoísta, y aun puede resultar más nefasto, puesto que la generosidad de la madre impide que los niños la critiquen. Se los coloca bajo la obligación de no desilusionarla; se les enseña, bajo la máscara de la virtud, a no gustar de la vida. Si se tiene la oportunidad de estudiar el efecto producido por una madre con genuino amor a sí misma, se ve que no hay nada que lleve más a un niño a la experiencia de lo que son la felicidad, el amor y la alegría, que el amor de una madre que se ama a sí misma.
Meister Eckhart ha sintetizado magníficamente estas ideas: «Si te amas a ti mismo, amas a todos los demás como a ti mismo. Mientras ames a otra persona menos que a ti mismo, no lograrás realmente amarte, pero si amas a todos por igual, incluyéndote a ti, los amarás como una sola persona y esa persona es a la vez Dios y el hombre. Así, pues, es una persona grande y virtuosa la que amándose a sí misma, ama igualmente a todos los demás» (Meister Eckhart (versión inglesa de R. B. Blaknev). Nueva York, Harper and Brothers, 1941, pág. 204.) -
                                                         Erich Fromm: El arte de amar