viernes, 9 de diciembre de 2011

Cielo del cínico

                                                 

Antonio Machado dice que no hay caminos, pero yo creo que hay caminos y caminos, algunos ya construidos, otros proyectados y otros en construcción. Unos conducen al cielo y otros al infierno, hablando siempre de nuestra vida en el mundo. Lo importante es saber discernir un camino de otro y obrar en consecuencia.





                               Haciendo camino
A veces me gusta sentarme  a la sombra de los árboles junto a la orilla del río para mirar  los barcos que pasan hacia el mar cercano. Contemplando el fluir silencioso del agua me suelen venir a la memoria los versos que aprendí cuando era joven: “Nuestras vidas son los ríos, que van a dar a la mar”. Y más de una vez se me dio por meditar en la sentencia de aquel filósofo que dijo que todo cambia y que nadie se baña dos veces en el mismo río.

El fluir de las cosas. Gran verdad y gran misterio que siempre nos ha intrigado y afligido, porque todo se nos escurre de entre las manos. Frágiles seres humanos, nos afanamos por apresar en ese río algo estable que nos dé seguridad, pero es inútil. Todo pasa y nosotros pasamos con ello.

Es empresa vana pretender parar el río de la vida. Pero pensaba que tal vez podamos adoptar una actitud inteligente ante el cambio, para adaptarnos, evitando dar patadas contra las espinas de lo inevitable, o para influir en lo posible en el curso de las cosas.

Hoy como ayer y siempre, las cosas están cambiando. La cuestión es saber para dónde están cambiando y si ese donde va ser mejor que el que está desapareciendo. La historia no sigue un programa preestablecido como si fuera una función de teatro sino que se construye en buena medida con acontecimientos novedosos que surgen de factores del entorno natural o del imprevisible factor humano. Con todo, es posible imaginar cierta prospectiva más o menos acertada del porvenir y usar esa información para prepararnos de antemano, como sucede cuando los pronosticadores anuncian que se viene un huracán.

Hay cambios que son imparables porque obedecen a variables que no manejamos los seres humanos; pero también hay cambios que se pueden frenar o condicionar, porque dependen de nuestras decisiones y conductas.

No todos los cambios causados por el hombre  vienen con el sello de garantía de conducirnos al cielo anhelado o al infierno tan temido. Pero los hay positivos y negativos, de modo que sería bueno para nosotros contar con un criterio que nos permita discernir hacia dónde nos están conduciendo, para adoptar una actitud favorable o de oposición frente a ellos, o al menos para anticipar las prevenciones que aconseje la prudencia.

A propósito de lo que vengo diciendo permítanme contarles algo que me pasó hace unos días y que tiene que ver con el cambio de costumbres.

Hasta hace poco era inconcebible en mi país que un hombre se ponga a orinar en la vía pública, pero desde un tiempo a esta parte se están viendo más casos cada día. Para ser justo, debo confesar que conservan cierto pudor, porque tienen cuidado de hacerlo de  espalda a los transeúntes, pero no  me puedo imaginar  cómo van a proceder cuando, siguiendo la tendencia, se les ocurra defecar en las veredas.

De cara a este fenómeno me pregunté mientras paseaba a orillas del río: ¿Es un cambio positivo esta nueva  moda  de orinar en la vía pública? ¿Es un camino hacia el mundo mejor que anhelamos los seres humanos, o es un camino al infierno?

Para decidir si significa un avance o un retroceso, voy a aplicar, me dije, el criterio de Kant. ¿Puedo tomar la máxima “orinarás en la vía pública” como regla universal? Si concluyo que  sí, será un avance; si no, será un retroceso.

Pues bien, me pregunté, ¿Qué pasaría si todo el mundo se pone a orinar en lo lugares públicos, en los trenes, en las plazas, en los cines, en los parques, en las tribunas de los estadios…?

Me imaginé, entonces, una ciudad inundada de orín y de exquisitas fragancias levantadas del suelo por sol del verano  y esparcidas por el céfiro blando por todos los rincones de la ciudad, inundando los comedores donde las señoras disfrutan de  su five o’clock tea, o perfumando el jardín de los cerezos, para espanto de  los pajaritos, que no saben si volar del lugar o taparse las narices con las alas. Todo una poesía, ¿no?

Me di cuenta de que si  adoptáramos la regla de orinar en cualquier parte la vida se tornaría miserable e indigna de ser vivida, así que concluí que el mentado cambio de costumbres era un retroceso de la civilización y me propuse como misión humanitaria reeducar a los conciudadanos que sorprendiera contribuyendo con semejante camino al infierno.

No tuve que esperar mucho tiempo. Viajando una mañana por la Autopista del Sol, observé un automóvil estacionado en la banquina y un poco más allá a un hombre de espaldas al tránsito, en actitud manifiestamente non sancta. Me detuve decidido a comenzar mi misión humanitaria y le recriminé su comportamiento antisocial.

—¿No le da vergüenza  hacer sus necesidades en la vía pública? —le dije con firmeza.
—¿Vergüenza? De ninguna manera. Vergüenza es ser esclavo de las convenciones sociales, porque significa no ser libre —me respondió—. Además, ¿qué hay de vergonzoso en lo que es natural? Sepa que orinar es una actividad muy noble y necesaria para el cuerpo
—Bueno, pero hay lugares para cada cosa —objeté
—¿Usted se esconde para comer? No. ¿Por qué esconderse para orinar?
—¿Pero no ve que ensucia el espacio que es de todos? —insistí
—Usted me está discriminando —me dijo enojado—. Yo practico la filosofía cínica y según sus preceptos debo vivir según la naturaleza e ignorar las convenciones e instituciones sociales. La naturaleza es buena, la cultura corrompe al hombre imponiéndole costumbres antinaturales. Aquí me vinieron ganas de orinar y aquí es justo que lo haga.
—¿Por qué dice que lo discrimino? —le pregunté intrigado por lo insólito de su respuesta.
—Porque está atacando el derecho de las minorías de vivir según su parecer. Los cínicos somos una minoría, y como tal debemos  ser respetados en nuestro particular estilo de vida.
—¿Y qué pasaría si de minoría pasaran a ser mayoría y todos procedieran como usted? —le contesté esgrimiendo mi argumento kantiano
—Viviríamos todos más felices, más libres de las ataduras a las que nos acostumbró la sociedad.
—Está bien, parece un mundo ideal, pero ¿qué hacemos con los orines y los excrementos diseminados por todas partes? Ya nos fastidian los perros que ensucian las veredas, ¡se imagina cuando todos tomemos las veredas como orinales y excusados y vivamos pisando inmundicias! —objeté
—Son daños colaterales. La libertad no tiene precio —me retrucó con aire de solvencia.
—Me parece una respuesta simplista —le contesté.
—Tal vez, pero basta para mí. No me interesa su aprobación o reprobación
—Dígame —insistí — ¿no habría que distinguir cosas buenas y cosas malas para el ser humano en general en el peculiar estilo de vida de las minorías?, ¿no hay en las minorías una autocrítica?
—Lo mismo vale para las mayorías —volvió a retrucarme
—Tiene razón —admití—.  No quise ofenderlo cuando le recriminé su conducta. Lo invitaba nada más a que la revise críticamente —concluí en tono amistoso y viendo que el sujeto era terco como una mula.
—No tengo nada que revisar —me contestó con altanería—. Nosotros somos el futuro. Usted es un retrógrado que obstaculiza la apertura de nuevos caminos.
—A éste le emboco un trompazo en cualquier momento —pensé,  olvidándome de mi misión humanitaria. Pero me contuve. Saludé y me fui con la frustración de no haberlo convencido.

Volví a mi paseo y a mi río y allí, lejos del mundanal ruido, imaginé un mundo a la medida del cinismo y saqué mi conclusión: “Como vienen las cosas es mejor que  consiga una buena máscara antigás y unas  botas para cuando el mundo sea un enorme excusado”

                                                                                    Raúl Czejer














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