viernes, 30 de diciembre de 2011

Soñar aún es posible

                                           


                                            Antídoto al cinismo
                                                   (El País, 30/12/2011)

Desde que en 1983 el filósofo alemán Peter Sløterdijk publicara la Crítica de la razón cínica han pasado ya más de 25 años y, sin embargo, su profundo análisis del cinismo postmoderno sigue gozando de una extraordinaria vigencia. Esta obra, junto con la Teoría de la acción comunicativa (1981), de Jürgen Habermas, y El principio de responsabilidad (1977), de Hans Jonas, es, con mucha probabilidad, uno de los ensayos filosóficos más sugerentes del último tercio del pasado siglo.

En la obra, reeditada hace muy poco por Siruela, el polémico pensador distingue, con lucidez, el cinismo griego, cuyo máximo representante es Antístenes, del cinismo contemporáneo. En aquella escuela filosófica se adoraba al perro, se reivindicaba la vida natural, sin normas, ni convenciones, en plena harmonía con el Todo; se aspiraba a una existencia sobria, sin ornamentos, ni artificios; se anhelaba la autenticidad, lo cual nada tiene que ver con el cinismo difuso de la tan cacareada postmodernidad.

El cinismo postmoderno es una expresión del nihilismo. El cínico postmoderno ya no cree en nada, ni en la Patria, ni en la Revolución, ni en el Partido. Ha dejado de confiar en las grandes palabras. En su alma habita el más inquietante de los huéspedes: el nihilismo. Parte de la idea que todo lo sólido se desvanece en el aire, por lo cual, la lucha carece de sentido, como también la revolución.

El cínico es el último eslabón del criticismo, la consciencia desgraciada de la Ilustración, el gato escaldado por las ideologías. Como insinúa Peter Sløterdijk, sólo se mueve por el instinto de autoconservación a corto plazo. Experimenta una cierta ternura frente al joven alternativo, al rebelde antiglobalización y al ecologista convencido; una suerte de piedad frente a los que sueñan que otro mundo es posible. Viene de vuelta de todo, pero, en el fondo le devora una melancolía que mantiene bajo control emocional. Es un conformista, lleva tatuada en su epidermis la mentalidad TINA (There is no alternative), pero aparenta creer en algo, da la impresión que tiene convicciones y, de hecho, sigue en el Partido, en la Iglesia o en la ONG de turno, pero sólo él sabe que ya no cree en nada más que en conservar su statu quo. El cinismo difuso es el gran mal a combatir, una especie de virus que campa a su aire por el mundo social y político.

El cínico  mira con indiferencia los avatares de la historia. No cree en el poder de la razón y experimenta pasivamente cómo se embrutecen las masas con los medios de comunicación audiovisual y cómo se atrofia la democracia. Sabe, en sus adentros, que el fracaso de la Ilustración que anunciaron los filósofos de la primera generación de la Escuela de Frank-furt, Theodor Adorno y Max Horkheimer, se ha hecho fatalmente realidad en la burbujeante sociedad postmoderna que, más que líquida -con perdón de Bauman-, parece pura gaseosa. Viendo cómo va el mundo desde el sofá de su casa, el cínico, víctima de una sobredosis de telebasura, se pregunta para qué ha servido la cultura de la crítica, la escuela de la sospecha, los grandes maestros pensadores.

Pregunté a mis alumnos cómo se detecta a un cínico; cómo curarse del cinismo, diagnosticarlo a tiempo y combatirlo. Me quedé gratamente sorprendido de sus respuestas. El cínico, por bueno que sea -decía uno-, es un texto camaleónico, que adopta la forma del contexto, un ser sin convicciones que manosea las grandes palabras para mantener su silla. Cuando uno contrasta su discurso público con su vida privada, aflora la incoherencia y el cínico aparece con luz meridiana.

El cinismo es una secreta forma de desesperación y de resentimiento contra toda forma de pensamiento alternativo. En la vida política está alcanzando tal magnitud que uno tiene que luchar firmemente contra su escepticismo para no tirar la toalla. Muchos jóvenes ya la han tirado. No se creen a los políticos cuando hablan y, sin embargo, están sedientos de referentes sociales, de arquetipos ejemplares, de razones por las que merezca la pena luchar. Tienen hambre de épica.

El cinismo genera desconfianza y desesperanza. Frente a él es necesario repetir una y otra vez que otro mundo es posible (y necesario). Contra el fatalismo histórico que anida en el alma del cínico, es esencial reivindicar el poder de la razón y de la participación, el principio esperanza del olvidado Ernst Bloch, la indignación frente al mal y las estructuras de injusticia que ahogan el mundo. Nos conviene recordar que toda realidad viene precedida por un sueño.

El cinismo es el fruto maduro del nihilismo finisecular. Friedrich Nietzsche lo predijo, pero no nos dio herramientas para liberarnos de él. Después del fracaso de las utopías, llegó el nihilismo y, con él, el cinismo. Pero, después del cinismo, ¿qué podemos esperar? Nadie lo sabe con certeza. Será necesario forjar nuevos horizontes de sentido, anclados en el conocimiento real del ser humano, pero con la memoria despierta, pues, de otro modo, podríamos tropezar, una vez más, con la misma piedra.

Autor:Francesc Torralba Roselló, director de la Cátedra Ethos de la Universidad Ramon Llull
Gracias a El País y al autor. Los pasajes en negrita han sido destacados por mí.



viernes, 23 de diciembre de 2011

Navidad del alma

Navidad es una rememoración y un llamado a hacer renacer dentro del pecho la esperanza de un mundo con sentido, donde vivir valga la pena y morir no sea un absurdo.

Con toda cordialidad y deseando para ti lo mejor, me complace saludarte en esta fiesta del alma.

                                                                                             Raúl Czejer

viernes, 9 de diciembre de 2011

Cielo del cínico

                                                 

Antonio Machado dice que no hay caminos, pero yo creo que hay caminos y caminos, algunos ya construidos, otros proyectados y otros en construcción. Unos conducen al cielo y otros al infierno, hablando siempre de nuestra vida en el mundo. Lo importante es saber discernir un camino de otro y obrar en consecuencia.





                               Haciendo camino
A veces me gusta sentarme  a la sombra de los árboles junto a la orilla del río para mirar  los barcos que pasan hacia el mar cercano. Contemplando el fluir silencioso del agua me suelen venir a la memoria los versos que aprendí cuando era joven: “Nuestras vidas son los ríos, que van a dar a la mar”. Y más de una vez se me dio por meditar en la sentencia de aquel filósofo que dijo que todo cambia y que nadie se baña dos veces en el mismo río.

El fluir de las cosas. Gran verdad y gran misterio que siempre nos ha intrigado y afligido, porque todo se nos escurre de entre las manos. Frágiles seres humanos, nos afanamos por apresar en ese río algo estable que nos dé seguridad, pero es inútil. Todo pasa y nosotros pasamos con ello.

Es empresa vana pretender parar el río de la vida. Pero pensaba que tal vez podamos adoptar una actitud inteligente ante el cambio, para adaptarnos, evitando dar patadas contra las espinas de lo inevitable, o para influir en lo posible en el curso de las cosas.

Hoy como ayer y siempre, las cosas están cambiando. La cuestión es saber para dónde están cambiando y si ese donde va ser mejor que el que está desapareciendo. La historia no sigue un programa preestablecido como si fuera una función de teatro sino que se construye en buena medida con acontecimientos novedosos que surgen de factores del entorno natural o del imprevisible factor humano. Con todo, es posible imaginar cierta prospectiva más o menos acertada del porvenir y usar esa información para prepararnos de antemano, como sucede cuando los pronosticadores anuncian que se viene un huracán.

Hay cambios que son imparables porque obedecen a variables que no manejamos los seres humanos; pero también hay cambios que se pueden frenar o condicionar, porque dependen de nuestras decisiones y conductas.

No todos los cambios causados por el hombre  vienen con el sello de garantía de conducirnos al cielo anhelado o al infierno tan temido. Pero los hay positivos y negativos, de modo que sería bueno para nosotros contar con un criterio que nos permita discernir hacia dónde nos están conduciendo, para adoptar una actitud favorable o de oposición frente a ellos, o al menos para anticipar las prevenciones que aconseje la prudencia.

A propósito de lo que vengo diciendo permítanme contarles algo que me pasó hace unos días y que tiene que ver con el cambio de costumbres.

Hasta hace poco era inconcebible en mi país que un hombre se ponga a orinar en la vía pública, pero desde un tiempo a esta parte se están viendo más casos cada día. Para ser justo, debo confesar que conservan cierto pudor, porque tienen cuidado de hacerlo de  espalda a los transeúntes, pero no  me puedo imaginar  cómo van a proceder cuando, siguiendo la tendencia, se les ocurra defecar en las veredas.

De cara a este fenómeno me pregunté mientras paseaba a orillas del río: ¿Es un cambio positivo esta nueva  moda  de orinar en la vía pública? ¿Es un camino hacia el mundo mejor que anhelamos los seres humanos, o es un camino al infierno?

Para decidir si significa un avance o un retroceso, voy a aplicar, me dije, el criterio de Kant. ¿Puedo tomar la máxima “orinarás en la vía pública” como regla universal? Si concluyo que  sí, será un avance; si no, será un retroceso.

Pues bien, me pregunté, ¿Qué pasaría si todo el mundo se pone a orinar en lo lugares públicos, en los trenes, en las plazas, en los cines, en los parques, en las tribunas de los estadios…?

Me imaginé, entonces, una ciudad inundada de orín y de exquisitas fragancias levantadas del suelo por sol del verano  y esparcidas por el céfiro blando por todos los rincones de la ciudad, inundando los comedores donde las señoras disfrutan de  su five o’clock tea, o perfumando el jardín de los cerezos, para espanto de  los pajaritos, que no saben si volar del lugar o taparse las narices con las alas. Todo una poesía, ¿no?

Me di cuenta de que si  adoptáramos la regla de orinar en cualquier parte la vida se tornaría miserable e indigna de ser vivida, así que concluí que el mentado cambio de costumbres era un retroceso de la civilización y me propuse como misión humanitaria reeducar a los conciudadanos que sorprendiera contribuyendo con semejante camino al infierno.

No tuve que esperar mucho tiempo. Viajando una mañana por la Autopista del Sol, observé un automóvil estacionado en la banquina y un poco más allá a un hombre de espaldas al tránsito, en actitud manifiestamente non sancta. Me detuve decidido a comenzar mi misión humanitaria y le recriminé su comportamiento antisocial.

—¿No le da vergüenza  hacer sus necesidades en la vía pública? —le dije con firmeza.
—¿Vergüenza? De ninguna manera. Vergüenza es ser esclavo de las convenciones sociales, porque significa no ser libre —me respondió—. Además, ¿qué hay de vergonzoso en lo que es natural? Sepa que orinar es una actividad muy noble y necesaria para el cuerpo
—Bueno, pero hay lugares para cada cosa —objeté
—¿Usted se esconde para comer? No. ¿Por qué esconderse para orinar?
—¿Pero no ve que ensucia el espacio que es de todos? —insistí
—Usted me está discriminando —me dijo enojado—. Yo practico la filosofía cínica y según sus preceptos debo vivir según la naturaleza e ignorar las convenciones e instituciones sociales. La naturaleza es buena, la cultura corrompe al hombre imponiéndole costumbres antinaturales. Aquí me vinieron ganas de orinar y aquí es justo que lo haga.
—¿Por qué dice que lo discrimino? —le pregunté intrigado por lo insólito de su respuesta.
—Porque está atacando el derecho de las minorías de vivir según su parecer. Los cínicos somos una minoría, y como tal debemos  ser respetados en nuestro particular estilo de vida.
—¿Y qué pasaría si de minoría pasaran a ser mayoría y todos procedieran como usted? —le contesté esgrimiendo mi argumento kantiano
—Viviríamos todos más felices, más libres de las ataduras a las que nos acostumbró la sociedad.
—Está bien, parece un mundo ideal, pero ¿qué hacemos con los orines y los excrementos diseminados por todas partes? Ya nos fastidian los perros que ensucian las veredas, ¡se imagina cuando todos tomemos las veredas como orinales y excusados y vivamos pisando inmundicias! —objeté
—Son daños colaterales. La libertad no tiene precio —me retrucó con aire de solvencia.
—Me parece una respuesta simplista —le contesté.
—Tal vez, pero basta para mí. No me interesa su aprobación o reprobación
—Dígame —insistí — ¿no habría que distinguir cosas buenas y cosas malas para el ser humano en general en el peculiar estilo de vida de las minorías?, ¿no hay en las minorías una autocrítica?
—Lo mismo vale para las mayorías —volvió a retrucarme
—Tiene razón —admití—.  No quise ofenderlo cuando le recriminé su conducta. Lo invitaba nada más a que la revise críticamente —concluí en tono amistoso y viendo que el sujeto era terco como una mula.
—No tengo nada que revisar —me contestó con altanería—. Nosotros somos el futuro. Usted es un retrógrado que obstaculiza la apertura de nuevos caminos.
—A éste le emboco un trompazo en cualquier momento —pensé,  olvidándome de mi misión humanitaria. Pero me contuve. Saludé y me fui con la frustración de no haberlo convencido.

Volví a mi paseo y a mi río y allí, lejos del mundanal ruido, imaginé un mundo a la medida del cinismo y saqué mi conclusión: “Como vienen las cosas es mejor que  consiga una buena máscara antigás y unas  botas para cuando el mundo sea un enorme excusado”

                                                                                    Raúl Czejer














miércoles, 23 de noviembre de 2011

Amor a sí mismo.


                                                                Abigaíl

Todos los que conocían la historia del barrio se persignaban cuando en noches de viento pasaban frente a la casa. Abandonada desde el día de la tragedia era sólo un refugio para alimañas de toda clase y de algún vagabundo al que sorprendía la noche buscando un lugar donde guarecerse. Los vecinos no se hubieran atrevido jamás a dormir allí, pero para quien ignoraba el terrible suceso que vieron esas paredes la casa era mejor que la intemperie, a pesar de las ventanas desvencijadas y los agujeros en el techo, que dejaban ver la luna en las noches de cielo despejado. Cuando el viento del oeste soplaba con fuerza batiendo las persianas y silbando al pasar por las rendijas de las paredes, era cosa de ser muy corajudo para no salir huyendo con la cola entre las patas como perro asustado. Si parecía que voces de ultratumba quisieran decir algo que nadie alcanzaba a descifrar. Muchos se figuraban que la casa estaba habitada por fantasmas.

Pedro era un muchacho valiente y curioso. Incrédulo acerca de fantasmas, le gustaba deshacer misterios y desencantar lugares encantados. No le temía a las sombras que se agitan en la oscuridad ni a los espíritus que supuestamente moran en las casas abandonadas, así que se propuso averiguar qué había en aquella mansión en ruinas que tanto temor causaba a los vecinos. Sabía que tenía que esperar la noche propicia para que los fantasmas pudieran hablar a la imaginación: noche de ulular del viento y de luna que se asoma y se oculta tras nubes negras pregoneras de tormenta.

—Tú estás chiflado —le dijo la madre cuando se enteró de su proyecto.
—No pasa nada, mami. Son fantasías de la gente —le dijo Pedro para tranquilizarla.
—Sé que eres cabezadura y que no aflojas cuando se te pone algo entre ceja y ceja. Yo algo sé de aparecidos y de almas en pena. Te voy a dar una pata de conejo y una estrella de seis puntas, que según me han enseñado  mis abuelos protegen contra el maleficio y los espíritus malignos.
—¿Te parece necesario, mamá?
—Y, mira, nunca se sabe. Llévalas en la mano izquierda, si no, no tendrán efecto. No lleves linterna; de lo contrario los fantasmas no aparecerán, porque le temen a la luz.

Bien afirmado en su coraje y en los talismanes que le diera su mamá, una noche de viento pampero y nubes amenazantes que presagiaban tormenta, se llegó hasta la casa. Apenas traspuso el umbral lo asaltó un escalofrío de terror. Por un instante tuvo la tentación de salir en desbandada, pero se acordó de la pata de conejo que llevaba en el bolsillo, la apretó fuerte en su mano izquierda, tragó saliva y se metió en la casa apenas alumbrada por una luz de  luna que dejaba adivinar la silueta de los muebles.

De pronto un relámpago iluminó el recinto por un instante. Pedro se estremeció. Le pareció que alguien lo estaba observando desde un rincón de la sala. No vio a nadie, pero sentía  clavada en él la mirada de unos ojos invisibles. No le gustaba sentirse mirado de  esa manera.

—¿Quién está ahí? —dijo con voz firme para darse coraje.
Sólo le respondió el silencio.
—Sé que estás ahí. Sal a la luz para que te pueda ver —insistió.
—Yo no puedo ir a la luz porque pertenezco a la oscuridad —respondió una voz de mujer que le sonó encantadora e inquietante.
Pedro sintió curiosidad y deseos de ver a la dueña de voz tan singular. Se figuraba que debía de ser una mujer muy hermosa.
—¿Cómo que perteneces  a la oscuridad? No te entiendo —dijo.
—Yo estoy suspendida entre este mundo y el otro, en la región entre la vida y la muerte donde moran los fantasmas. Aquí todo es oscuridad y silencio
—¿Eres un fantasma? —preguntó Pedro con voz temblorosa y apretó fuerte la pata de conejo.
—Sí, para mi desgracia
—¿Cómo te llamas? —dijo Pedro recobrando la calma
—Abigaíl —dijo  la voz  en   tono desolado.
—¿Por qué estás acá?
—Esta fue mi casa y lo será mientras alguien no me rescate de la oscuridad.
—No te entiendo —dijo Pedro y, por las dudas, apretó con la derecha la estrella de seis puntas.
—Yo era una joven muy hermosa —continuó diciendo la voz desde un lugar incierto de la sala—,  tanto que estaba enamorada de mi hermosura. Me sentía autosuficiente y orgullosa y eso me gustaba. No dejaba de contemplarme en el espejo y no hacía caso de los que pretendían cortejarme. Me negué siempre al amor, porque todos mis pretendientes me parecían poca cosa. No bien los conocía me sentía decepcionada porque no los veía dignos de mis excelsas cualidades. Nadie me parecía digno de mi amor.
—¿Cuándo viviste aquí? Esta casa está abandonada hace muchos años.
—Hace mucho, demasiado tiempo —dijo Abigaíl melancólicamente.
— ¿Cómo te convertiste en fantasma?
—Un día, bajando las escaleras mientras me miraba en un espejo de mano, pisé el ruedo del vestido y caí, quebrándome el cuello. Escapé de mi cuerpo, pero quedé atrapada en el mundo de las sombras. Desde entonces estoy aquí, siempre frente al espejo sin luz, condenada a  mirarme y esperando que alguien rompa el hechizo de la obsesión por mí misma y me rescate de este mundo de sombras. Pero nadie se anima a entrar a esta casa en noches de viento y luna que se oculta detrás de nubes negras. Sólo tú has tenido tamaña valentía.
—¿Cómo puedo romper el encantamiento? —preguntó Pedro mirando hacia el hueco de la puerta como para salir disparado.
—Sólo el amor de alguien puede hacerlo. Ven conmigo, abrázame y  quiéreme. Tu amor me liberará de la maldición que pesa sobre mí y podré seguir mi viaje.
—¿Cómo puedo  abrazar y querer  a un fantasma?  Pertenecemos a mundos distintos. Yo no puedo llegar hasta el  mundo  donde habitas —respondió Pedro.
—El amor rompe todas las barreras, dicen; lamentablemente para mí no logró romper la barrera de mí misma.
—Yo no puedo rescatarte de tu mundo; sólo Dios puede  —dijo Pedro con firmeza y levantó la estrella de seis puntas con la mano izquierda hacia donde sonaba la voz de Abigail.
— ¡No me dejes! —suplicó ella y salió a la luz tenue de la luna. Pedro la vio hermosa como nunca había visto a una mujer. Por un momento la deseó, pero apretó en la mano izquierda la pata de conejo y retrocedió hacia la puerta. Desde el umbral la miró. Abigaíl estaba parada en medio de la sala. Le pareció ver que lloraba. Sintió amor y compasión por ella y ya estaba dispuesto a volver sobre sus pasos cuando una nube escondió la luna y la sala quedó a oscuras. Al instante volvió la luz. Abigaíl ya no estaba.
—¿Abigaíl? — llamó Pedro con la esperanza de volver a verla para quererla y rescatarla de su mundo de sombras. La única respuesta fue el  ulular del viento y el batir de ventanas desvencijadas. En el piso donde la vio parada sólo había una rosa  deshaciéndose en sangre.
                                                                             Raúl Czejer

             Egoísmo, no. Amor a sí mismo, ¿tampoco?

                  El amor a sí mismo (según Erich Fromm)
                                  
                                                                                   Paul Tillich, en un comentario de The Sane Society, en Pastoral Psy-chology, setiembre 1955, sugirió que seria mejor abandonar el ambiguo término «amor a sí mismo» (autoamor, «self-love») y reemplazarlo por «autoafirmación natural», o «autoaceptación paradójica». Si bien comprendo yo los méritos de esa sugerencia, no puedo convenir con el autor al respecto. En el término «amor a sí mismo», el elemento paradójico en amor a si mismo está mucho más claramente contenido. Se expresa el hecho de que el amor es una actitud que es la misma hacia todos los objetos, incluyéndome a mí mismo. Tampoco debe olvidarse que ese término, en el sentido en que se lo usa aquí, tiene una historia. La Biblia habla de amor a sí mismo cuando ordena «ama a tu prójimo como a ti mismo», y Meister Eckhart habla de amor a sí mismo en el mismo sentido.


Si bien la aplicación del concepto del amor a diversos objetos no despierta objeciones, es creencia común que amar a los demás es una virtud, y amarse a si mismo un pecado. Se su pone que en la medida en que me amo a mí mismo, no amo a los demás, que amor a sí mismo es lo mismo que egoísmo. Tal punto de vista se remonta a los comienzos del pensamiento occidental. Calvino califica de «peste» el amor a sí mismo (Calvino, Institutes of the Christian Religion (versión inglesa de J. AIbau), Filadelfia, Presbyterian Board of Christian Education, 1928, cap. 7, parte 4, pág. 622. ). Freud habla del amor a sí mismo en términos psiquiátricos, pero no obstante, su juicio valorativo es similar al de Calvino. Para él, amor a si mismo se identifica con narcisismo, es decir, la vuelta de la libido hacia el propio ser. El narcisismo constituye la primera etapa del desarrollo humano, y la persona que en la vida adulta regresa a su etapa narcisista, es incapaz de amar; en los casos extremos, es insano. Freud sostiene que el amor es una manifestación de la libido, y que ésta puede dirigirse hacia los demás -amor- o hacia uno -amor a sí mismo-. Amor y amor a sí mismo, entonces, se excluyen mutuamente en el sentido de que cuanto mayor es uno, menor es el otro. Si el amor a sí mismo es malo, se sigue que la generosidad es virtuosa. Surgen los problemas siguientes: ¿La observación psicológica sustenta la tesis de que hay una contradicción básica entre el amor a sí mismo y el amor a los demás? ¿Es el amor a sí mismo un fenómeno similar al egoísmo, o son opuestos? Y ¿es el egoísmo del hombre moderno realmente una preocupación por sí mismo como individuo, con todas sus potencialidades intelectuales, emocionales y sensuales? ¿No se ha convertido «él» en un apéndice de su papel económico-social? ¿Es su egoísmo idéntico al amor a sí mismo, o es la causa de la falta de este último?
Antes de comenzar el examen del aspecto psicológico del egoísmo y del amor a sí mismo, debemos destacar la falacia lógica que implica la noción de que el amor a los demás y el amor a uno mismo se excluyen recíprocamente. Si es una virtud amar al prójimo como a uno mismo, debe serlo también -y no un vicio- que me ame a mí mismo, puesto que también yo soy un ser humano. No hay ningún concepto del hombre en el que yo no esté incluido. Una doctrina que proclama tal exclusión demuestra ser intrínsecamente contradictoria. La idea expresada en el bíblico «Ama a tu prójimo como a ti mismo», implica que el respeto por la propia integridad y unicidad, el amor y la comprensión del propio sí mismo, no pueden separarse del respeto, el amor y la comprensión del otro individuo. El amor a sí mismo está inseparablemente ligado al amor a cualquier otro ser. Hemos llegado ahora a las premisas psicológicas básicas que fundamentan las conclusiones de nuestro argumento. En términos generales, dichas premisas son las siguientes: no sólo los demás, sino nosotros mismos, somos «objeto» de nuestros sentimientos y actitudes; las actitudes para con los demás y para con nosotros mismos, lejos de ser contradictorias, son básicamente conjuntivas. En lo que toca al problema que examinamos, eso significa: el amor a los demás y el amor a nosotros mismos no son alternativas. Por el contrario, en todo individuo capaz de amar a los demás se encontrará una actitud de amor a sí mismo. El amor, en principio, es indivisible en lo que atañe a la conexión entre los «objetos» y el propio ser. El amor genuino constituye una expresión de la productividad, y entraña cuidado, respeto, responsabilidad y conocimiento. No es un «afecto» en el sentido de que alguien nos afecte, sino un esforzarse activo arraigado en la propia capacidad de amar y que tiende al crecimiento y la felicidad de la persona amada.
Amar a alguien es la realización y concentración del poder de amar. La afirmación básica contenida en el amor se dirige hacia la persona amada como una encarnación de las cualidades esencialmente humanas. Amar a una persona implica amar al hombre como tal. El tipo de «división del trabajo», como lo llamó William James, que consiste en amar a la propia familia pero ser indiferente al «extraño», es un signo de una incapacidad básica de amar. El amor al hombre no es, como a menudo se supone, una abstracción que sigue al amor a una persona específica, sino que constituye su premisa, aunque genéticamente se adquiera al amar a individuos específicos. De ello se deduce que mi propia persona debe ser un objeto de mi amor al igual que lo es otra persona. La afirmación de la vida, felicidad, crecimiento y libertad propios, está arraigada en la propia capacidad de amar, esto es, en el cuidado, el respeto, la responsabilidad y el conocimiento. Si un individuo es capaz de amar productivamente, también se ama a sí mismo; si sólo ama a los demás, no puede amar en absoluto.
Dando por establecido que el amor a sí mismo y a los demás es conjuntivo, ¿cómo explicamos el egoísmo, que excluye evidentemente toda genuina preocupación por los demás? La persona egoísta sólo se interesa por sí misma, desea todo para sí misma, no siente placer en dar, sino únicamente en tomar. Considera el mundo exterior sólo desde el punto de vista de lo que puede obtener de él; carece de interés en las necesidades ajenas y de respeto por la dignidad e integridad de los demás. No ve más que a sí misma; juzga a todos según su utilidad; es básicamente incapaz de amar. ¿No prueba eso que la preocupación por los demás y por uno mismo son alternativas inevitables? Sería así si el egoísmo y el autoamor fueran idénticos. Pero tal suposición es precisamente la falacia que ha llevado a tantas conclusiones erróneas con respecto a nuestros problemas. El egoísmo y el amor a sí mismo, lejos de ser idénticos, son realmente opuestos. El individuo egoísta no se ama demasiado, sino muy poco; en realidad, se odia. Tal falta de cariño y cuidado por sí mismo, que no es sino la expresión de su falta de productividad, lo deja vacío y frustrado. Se siente necesariamente infeliz y ansiosamente preocupado por arrancar a la vida las satisfacciones que él se impide obtener. Parece preocuparse demasiado por sí mismo, pero, en realidad, sólo realiza un fracasado intento de disimular y compensar su incapacidad de cuidar de su verdadero ser. Freud sostiene que el egoísta es narcisista, como si negara su amor a los demás y lo dirigiera hacia sí. Es verdad que las personas egoístas son incapaces de amar a los demás, pero tampoco pueden amarse a sí mismas.
Es más fácil comprender el egoísmo comparándolo con la ávida preocupación por los demás, como la que encontramos, por ejemplo, en una madre sobreprotectora. Si bien ella cree conscientemente que es en extremo cariñosa con su hijo, en realidad tiene una hostilidad hondamente reprimida contra el objeto de sus preocupaciones. Sus cuidados exagerados no obedecen a un amor excesivo al niño, sino a que debe compensar su total incapacidad de amarlo.
Esta teoría de la naturaleza del egoísmo surge de la experiencia psicoanalítica con la «generosidad» neurótica, un síntoma de neurosis observado en no pocas personas, que habitualmente no están perturbadas por ese síntoma, sino por otros relacionados con él, como depresión, fatiga, incapacidad de trabajar, fracaso en las relaciones amorosas, etc. No sólo ocurre que no consideran esa generosidad como un «síntoma»; frecuentemente es el único rasgo caracterológico redentor del que esas personas se enorgullecen. La persona «generosa» «no quiere nada para sí misma»; «sólo vive para los demás», está orgullosa de no considerarse importante. Le intriga descubrir que, a pesar de su generosidad, no es feliz, y que sus relaciones con los más íntimos allegados son insatisfactorias. La labor analítica demuestra que esa generosidad no es algo aparte de los otros síntomas, sino uno de ellos -de hecho, muchas veces es el más importante-; que la capacidad de amar o de disfrutar de esa persona está paralizada; que está llena de hostilidad hacia la vida y que, detrás de la fachada de generosidad, se oculta un intenso egocentrismo, sutil, pero no por ello menos intenso. Esa persona sólo puede curarse si también su generosidad se interpreta como un síntoma junto con los demás, de modo que su falta de productividad, que está en la raíz de su generosidad y de las otras perturbaciones, pueda corregirse.
La naturaleza de esa generosidad se torna particularmente evidente en su efecto sobre los demás y, con mucha frecuencia en nuestra cultura, en el efecto que la madre «generosa» ejerce sobre sus hijos. Ella cree que, a través de su generosidad, sus hijos experimentarán lo que significa ser amado y aprenderán, a su vez, a amar. Sin embargo, el efecto de su generosidad no corresponde en absoluto a sus expectaciones. Los niños no demuestran la felicidad de personas convencidas de que se los ama; están angustiados, tensos, temerosos de la desaprobación de la madre y ansiosos de responder a sus expectativas. Habitualmente, se sienten afectados por la oculta hostilidad de la madre contra la vida, que sienten, pero sin percibirla con claridad, y, eventualmente, se empapan de ella. En conjunto, el efecto producido por la madre «generosa» no es demasiado diferente del que ejerce la madre egoísta, y aun puede resultar más nefasto, puesto que la generosidad de la madre impide que los niños la critiquen. Se los coloca bajo la obligación de no desilusionarla; se les enseña, bajo la máscara de la virtud, a no gustar de la vida. Si se tiene la oportunidad de estudiar el efecto producido por una madre con genuino amor a sí misma, se ve que no hay nada que lleve más a un niño a la experiencia de lo que son la felicidad, el amor y la alegría, que el amor de una madre que se ama a sí misma.
Meister Eckhart ha sintetizado magníficamente estas ideas: «Si te amas a ti mismo, amas a todos los demás como a ti mismo. Mientras ames a otra persona menos que a ti mismo, no lograrás realmente amarte, pero si amas a todos por igual, incluyéndote a ti, los amarás como una sola persona y esa persona es a la vez Dios y el hombre. Así, pues, es una persona grande y virtuosa la que amándose a sí misma, ama igualmente a todos los demás» (Meister Eckhart (versión inglesa de R. B. Blaknev). Nueva York, Harper and Brothers, 1941, pág. 204.) -
                                                         Erich Fromm: El arte de amar 

jueves, 3 de noviembre de 2011

No es problema mío

                                                     El desafío

 Como si se hubiera corrido el telón de un escenario, la puerta del único cafetín del barrio se abrió con un chirrido de bisagras herrumbradas. Ante la mirada de los pocos habitués que se entretenían en arreglar el mundo y jugar al truco, hicieron su aparición en la escena dos hombres jóvenes, quienes cruzaron el salón sin saludar a nadie. Pantalón exageradamente grande, remera y el infaltable gorrito denunciaban a jóvenes a la usanza actual, que podían pertenecer a cualquier clase social. Uno, alto y flaco, semejante a un quijote, caminaba cabeza gacha como inspeccionando el piso. Su compañero, petiso y retacón, marchaba sacando pecho y mirando hacia algún punto del cielorraso. Encabezaba la procesión con aire despreciativo hacia todos los presentes, que lo miraban con indiferencia, como si ya estuvieran acostumbrados a verlo en ese lugar.  Se sentaron junto a la ventana que da a la calle lateral,  para tener a la vista lo que sucedía en la plaza contigua.

—¿Qué tomás? —preguntó el gordo
—Lo que vos quieras. Me da lo mismo —contestó el flaco.
—¡Mozo! Dos cortados —ordenó a voz en cuello el gordo.
—No. Mejor café solo para mí.
__¿En qué quedamos?
—Es que la leche me cae pesada —se excusó el flaco.
—Mejor me callo. ¡Mozo! Que sean un cortado y un café.
—Macanudo —contestó el mozo con resignación.
—¿Te parece, che? —preguntó con aire dubitativo el flaco
—¿Y por qué no? Tenemos que reaccionar, porque de lo contrario nos van a pasar por arriba.
—Sí, pero hay que ser prudentes. No podemos actuar a tontas y a locas
—Bueno, es verdad, pero también hay que tener coraje.
—¿Y si sale gente lastimada?
—No te hagás problema, macho, lo tengo todo calculado.
—No sé, no sé…la verdad es que me parece peligroso.
—Confiá en mí. ¿Acaso alguna vez te fallé?
—No, no, pero sinceramente…
—¡Vamos, che, no te me vas a achicar ahora!
—Bueno, si vos decís que no habrá problema…
—Mirá, los muchachos ya lo tienen todo preparado. Cuando llegue el momento, ponemos lo que hay que poner y le metemos fierro a fondo
—¡Che, no van a hacer despelote! Mirá que a aquéllos se les puede ir la mano.
—Vos fumá. No va a pasar nada. ¡Ya vas a ver cómo los corremos hasta abajo de la cama! Les vamos a dar leña como para que tengan por mucho tiempo.
—¡Ojo, que los otros no son mancos!
—Nosotros tenemos que confiar en nuestras condiciones para este desafío. Dicen que la falta de confianza en sí mismo es el primer paso hacia la derrota.
—Lo mismo deben pensar los otros
—Justamente por eso hay que dar la batalla y ahí se verá quién es el mejor.
—¿Estás seguro de que los muchachos están bien entrenados? Mirá que a veces son medio chantas
—Me aseguraron que estuvieron practicando duro y parejo todas las tácticas que yo les enseñé.
—¿Y si las cosas  empiezan a ponerse feas? ¿Qué tácticas prepararon?
—Replegarse y reorganizarse para volver a la carga. Como hacen los generales en el campo de batalla.
—Sí, pero nosotros no somos generales. Si ni siquiera hicimos la colimba.
—No importa. Lo aprendimos en las películas de guerra
—En el último encontronazo salí todo magullado y tuve que aguantarme los reproches de mi mujer —se quejó el flaco
—Las mujeres no entienden —contestó el gordo con aire de entendido—.Vos decile que te atropelló un colectivo.
—¿Vos te pensás que es una gilandruna? No, si ve bajo el agua y me caza las mentiras al vuelo.
—Bueno, bancate el rezongo hasta que se le pase la bronca.
—Che, ¿y la yuta?
—Lo tenemos todo arreglado. Van a mirar para otro lado.
—Bueno, tal vez…¿A qué hora hay que estar ahí?
—A las seis nos reunimos en la plaza.
—Espero que no terminemos en el hospital. ¡Mi mujer me mata!
—No seas cagón. Te espero. Chau. Pagá la consumición. ¡Hasta la victoria, siempre!
—Si vos lo decís…Chau. Nos vemos.

El flaco quedó pensativo, con los codos apoyados sobre la mesa. El mozo, hombre ya entrado en años y conocedor de la fauna que frecuentaba el bar, se  acercó a la mesa  para retirar la vajilla y cobrar lo consumido.
—Perdoná que me meta —le dijo con aire distraído.
—¿?
—Mientras andaba de mesa en mesa escuché algo de lo que conversaban. ¿Me dejás que te dé un consejo, pibe?
—Déle nomás, don Antonio.
—No le sigás la corriente al gordo. Es un enloquecido y un violento. Vos sos un buen pibe y tenés familia. No podés arriesgar todo por un estúpido desafío de gallitos de riña.
—Lo tendré en cuenta. Gracias, don Antonio.

Las seis de la tarde llegó después de las cinco, como todos los días.
—Voy a la placita a juntarme con los muchachos —dijo el flaco a su mujer.
—¿A qué vas a la plaza? —pregunto ella
—Nada. Vamos a jugar a la pelota —contestó y se apresuró a salir para no oír los rezongos acostumbrados.
—Acordate que a las seis sale el nene del colegio. Andá a buscarlo para que no venga solo —le gritó la mujer, pero él no alcanzó a escucharla.

En el centro de la plaza hay un nene tendido en la vereda, con la cabeza partida por un botellazo y el guardapolvo blanco manchado de sangre. A las seis de la tarde había salido de la escuela y volvía solo a su casa. No vio venir la botella que arrojó un petiso retacón. Ese día su papá se olvidó de ir a buscarlo, o tal vez tenía algo más importante que hacer.

                                                                                                                   Raúl Czejer


Hacerse cargo de los problemas que afectan a la comunidad es una forma de la solidaridad social.  Lo contrario es lavarse las manos y actuar egoístamente.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Dueños de nada


                

   

“Podrán cortar las flores pero no podrán detener la primavera”


En vano los hombres, amontonados por centenares y miles sobre una estrecha extensión, procuraban mutilar la tierra sobre la cual se apretujaban; en vano la cubrían de piedras a fin de que nada pudiese germinar en ellas; en vano arrancaban todas las briznas de hierba y ensuciaban el aire con el carbón y el petróleo; en vano cortaban los árboles y ponían en fuga a los animales y a los pájaros; la primavera era la primavera incluso en la ciudad.



El sol calentaba, brotaba la hierba y verdeaba en todos los sitios donde no la habían arrancado, tanto en los céspedes de los jardines como entre las grietas del pavimento; los chopos, los álamos y los cerezos desplegaban sus brillantes y perfumadas hojas; los tilos hinchaban sus botones a punto de abrirse, los chovas, los gorriones y las palomas trabajaban gozosamente en sus nidos, y las moscas, calentadas por el sol, bordoneaban en las paredes. Todo estaba radiante.



Únicamente los hombres, los adultos continuaban atormentándose y tendiéndose trampas mutuamente. Consideraban que no era aquella mañana de primavera, aquella belleza divina del mundo creado para la felicidad de todos los seres vivientes, belleza que predisponía para la paz, a la unión y al amor, lo que era sagrado e importante; lo importante para ellos era imaginar el mayor número posible de medios para convertirse en amos los unos de los otros.


                                                                                          León Tolstoi
                                                                                                    



                             El complejo de Dios de la modernidad.

La crisis actual no es solo una crisis de escasez creciente de recursos y de servicios naturales. Es fundamentalmente la crisis de un tipo de civilización que ha colocado al ser humano como «señor y dueño» de la naturaleza (Descartes). Ésta, para él, no tiene espíritu ni propósito y por eso puede hacer lo que quiera con ella.

Según el fundador del paradigma moderno de la tecnociencia, Francis Bacon, el ser humano debe torturarla hasta que nos entregue todos sus secretos. De esta actitud se ha derivado una relación de agresión y de verdadera guerra contra la naturaleza salvaje que debía ser dominada y «civilizada». Surgió así también la proyección arrogante del ser humano como el «Dios» que domina y organiza todo.

Debemos reconocer que el cristianismo ayudó a legitimar y a reforzar esta comprensión. El Génesis dice claramente: «llenad la Tierra y sujetadla y dominad sobre todo lo que vive y se mueve sobre ella» (1,28). Después se afirma que el ser humano fue hecho «a imagen y semejanza de Dios» (Gn 1,26). El sentido bíblico de esta expresión es que el ser humano es lugarteniente de Dios, y como Éste es el señor del universo, el ser humano es el señor de la Tierra. Él goza de una dignidad que es solo suya: la de estar por encima de los demás seres. De aquí se generó el antropocentrismo, una de las causas de la crisis ecológica. Finalmente, el monoteísmo estricto suprimió el carácter sagrado de todas las cosas y lo concentró sólo en Dios. El mundo, al no poseer nada de sagrado, no necesita ser respetado. Podemos modelarlo a nuestro gusto. La moderna civilización de la tecnociencia ha ocupado todos los espacios con sus aparatos y ha podido penetrar en el corazón de la materia, de la vida y del universo. Todo venía envuelto con el aura del «progreso», una especie de recuperación del paraíso, en otro tiempo perdido, pero ahora reconstruido y ofrecido a todos.

Esta visión gloriosa empezó a derrumbarse en el siglo XX con las dos guerras mundiales y otras coloniales que produjeron doscientos millones de víctimas. Cuando se perpetró el mayor acto terrorista de la historia, las bombas atómicas lanzadas sobre Japón por el ejército estadounidense, que mataron a miles de personas y destruyeron la naturaleza, la humanidad se llevó un susto del cual no se ha repuesto hasta hoy. Con las armas atómicas, biológicas y químicas construidas después, nos hemos dado cuenta de que no necesitamos a Dios para hacer realidad el Apocalipsis.

No somos Dios y querer serlo nos lleva a la locura. La idea del hombre queriendo ser «Dios» se ha transformado en una pesadilla. Pero él se esconde todavía detrás del «tina» (there is no alternative) neoliberal: «no hay alternativa, este mundo es definitivo». Ridículo. Démonos cuenta de que «el saber cómo poder» (Bacon) cuando se realiza sin conciencia y sin límites puede autodestruirnos. ¿Qué poder tenemos sobre la naturaleza? ¿Quién domina un tsunami? ¿Quién controla el volcán chileno Puyehe? ¿Quién frena la furia de las inundaciones en las ciudades serranas de Río? ¿Quién impide el efecto letal de las partículas atómicas de uranio, de cesio y de otros elementos, liberadas por las catástrofes de Chernobyl y de Fukushima? Como dijo Heidegger en su última entrevista a Der Spiegel: «sólo un Dios podrá salvarnos».

Tenemos que aceptarnos como simples criaturas junto con todas las demás de la comunidad de vida. Tenemos el mismo origen común: el polvo de la Tierra. No somos la corona de la creación, sino un eslabón de la corriente de la vida, con una diferencia, la de ser conscientes y con la misión de «guardar y cuidar el jardín del Edén» (Gn 2,15), es decir, de mantener las condiciones de sostenibilidad de todos los ecosistemas que componen la Tierra.

Si partimos de la Biblia para legitimar la dominación de la Tierra, tenemos que volver a ella para aprender a respetarla y a cuidarla. La Tierra generó a todos. Dios ordenó: «Que la Tierra produzca seres vivos, según su especie» (Gn 1,24). Ella, por lo tanto, no es inerte; es generadora, es madre. La alianza de Dios no es solo con los seres humanos. Después del tsunami del diluvio, Dios rehizo la alianza «con nuestra descendencia y con todos los seres vivos» (Gn 9,10). Sin ellos, somos una familia menguada.

La historia muestra que la arrogancia de «ser Dios», sin nunca poder serlo, sólo nos trae desgracias. Bástenos ser simples criaturas con la misión de cuidar y respetar a la Madre Tierra.

                                                                       Leonardo Boff
                                                           Teólogo, filósofo y escritor

   Gracias a    En Positivo
   Fuente: Adital




sábado, 15 de octubre de 2011

Dia de la Madre






En Argentina se celebra hoy el Día de la Madre, como sucede en muchos otros países en distintas fechas.
Saludo con todo afecto a todas las mamás, sin distinción de nacionalidad,  a las que viven en el país y a las que residen en otras partes del mundo.
Como creyente, pido a Dios que las acompañe en su vida y les dé paz y felicidad, como así mismo a las mamás que ya no están junto a nosotros.




Evocación

Ven para acá, me dijo dulcemente
mi madre cierto día;
(aún parece que escucho en el ambiente
de su voz la celeste melodía).


Ven, y dime qué causas tan extrañas
te arrancan esa lágrima, hijo mío,
que cuelga de tus trémulas pestañas,
como gota cuajada de rocío.


Tú tienes una pena y me la ocultas.
¿No sabes que la madre más sencilla
sabe leer en el alma de sus hijos
como tú en la cartilla?


¿Quieres que te adivine lo que sientes?
Ven para acá, pilluelo,
que con un par de besos en la frente
disiparé las nubes de tu cielo.


Yo prorrumpí a llorar. Nada, le dije;
la causa de mis lágrimas ignoro,
pero de vez en cuando se me oprime
el corazón, y lloro.


Ella inclinó la frente, pensativa,
se turbó su pupila,
y, enjugando sus ojos y los míos,
me dijo más tranquila:


- LLama siempre a tu madre cuando sufras,
que vendrá, muerta o viva;
si está en el mundo, a compartir tus penas,
y si no, a consolarte desde arriba...


Y lo hago así cuando la suerte ruda,
como hoy, perturba de mi hogar la calma:
¡ Invoco el nombre de mi madre amada,
y, entonces, siento que se ensancha el alma !


Olegario Victor Andrade
(Poeta argentino, 1839-1882)