lunes, 6 de agosto de 2012

¿Respeto a la diversidad o comodidad?

Días atrás escuchaba en la televisión a un hombre que estaba siendo procesado por haber ocasionado la muerte de un niño que necesitaba una transfusión de sangre. El hombre se defendía diciendo que en la religión que profesaba no estaban permitidas esas prácticas y que en ese marco se había producido la muerte, como efecto no buscado. Agregaba que en la democracia integral es norma el respeto a las culturas y a las costumbres diferentes de la propia y que, en consecuencia, no debía ser castigado por el sólo hecho de haber procedido según las costumbres de su religión.

El hecho suscitó una polémica en la opinión pública. En general la gente se inclinó a evaluar negativamente la conducta del padre. Por su parte, la Justicia le imputó el delito de abandono de persona, pero no recibió el beneplácito de todos los comunicadores sociales ni de toda la población.

El argumento del padre sonaba muy lógico y coherente con los valores democráticos, pero yo tenía la sensación de que ocultaba un malentendido, porque justificaba una conducta a mi juicio reprobable, amparándose en el principio de respeto a la diversidad. Mi parecer es naturalmente subjetivo y no tiene por qué ser norma de nada. Nada más quiero considerar el problema para ver si no estoy equivocado. Al respecto, consideraré sobre todo  el respeto a la diversidad al interior de los países y diré sólo alguna cosa sobre el tema de la multiculturalidad e interculturalidad, que tiene aspectos poco claros y sospechosos de ser solo una engañapichanga de los centros de poder para consumo de los países periféricos.

A primera vista me parece que respetar la diversidad, o al diferente, para ser más concreto, es dejarlo ser como es, evitando obstaculizarlo, o prejuzgarlo, o molestarlo, o perseguirlo, o rechazarlo a causa de su modo peculiar de vida o de sus condiciones especiales, tolerando aquellas formas diferentes que pueden desagradarnos, o que despreciamos, o que no aprobamos porque no coinciden con nuestros usos y costumbres e integrándolo a la convivencia con el común de la gente.

Hasta ahí, todo bien. Ahora la pregunta que me hago al respecto es ésta: ¿Hasta dónde hay que respetar los comportamientos divergentes del común? Parece claro que no tenemos obligación de respetar lo que diverge de la ley, salvo que la ley sea ostensiblemente discriminatoria. Pero ¿qué decir de los comportamientos ni prohibidos ni mandados por la ley pero que divergen de los usos y costumbres comunes en un país? Por ejemplo: ¿Hay que tolerar el “derecho de pernada” que aún subsiste en algunas zonas del nuestro país? ¿Hay que convivir en paz con los que ofrecen sexo en cualquier parte de la ciudad? ¿Frente a una escuela? ¿Frente a nuestra puerta a la vista de nuestros hijos?
¿Se debe ser intolerante con esos comportamientos, o tolerante, o permisivo?

Parece que lo mejor es ser tolerante, como si fuera un justo medio entre dos extremos, pero la cuestión es dónde poner el límite de lo tolerable y desde dónde no estamos dispuestos a dejar correr sin más formas de vida que no nos parecen aceptables.

Es evidente que el límite de lo tolerable dependerá de la idiosincrasia personal y de la cultura de una sociedad. Así como hay personas más tolerantes y comprensivas que otras, hay pueblos más liberales que otros. En otras palabras, el contenido de lo tolerable varía de persona a persona y de pueblo a pueblo. En esta cuestión reina el relativismo total. Por desgracia no hay todavía una ética civil mínima universal que sirva a todos los seres humanos como criterio para juzgar usos y costumbres. Sin embargo, a pesar de todas las objeciones que se le puedan enrostrar, la Declaración Universal de los Derechos Humanos puede servir como una guía provisoria.

Aparte de ello, de alguna otra pauta podemos disponer. Creo que no sería descabellado decir que dentro de un país se puede tolerar todo aquello que no infrinja la ley, siempre que esa ley no contradiga a los derechos humanos. Y con respecto a otras culturas, un buen criterio provisorio podría ser el respetar todo uso y costumbre que no contradiga a los mencionados derechos. En tal sentido, la infibulación creo que viola el derecho de las personas a su integridad física. Y aunque los derechos de los animales aún no están reconocidos, creo que la corrida de toros atropella su derecho a no padecer vejámenes y a conservar la vida. Creo que es una canallada hacer sufrir a un animal porque sí o, peor aún, por diversión. Otro tanto debo decir, para ser sincero, del aborto, al que considero sencillamente una salvajada y la peor de las discriminaciones que se perpetra contra un ser humano diferente indefenso, al que no se reconoce el derecho de los derechos: el derecho a la vida, sin el cual los demás derechos no tienen sentido. El derecho a la vida que tiene el niño por nacer es no sólo superior sino de otra entidad moral que el derecho de la madre a disponer de su propio cuerpo por la razón que fuera, amén de que el bebé no es una prótesis que la mamá se pueda quitar a voluntad, ni un órgano de su cuerpo, sino un ser humano diferente, que tiene tanta dignidad como la madre y que merece respeto como cualquier ser humano diferente y, en su caso, mucho más que sólo respeto. Escudarse en un supuesto derecho a disponer de su cuerpo conforma una actitud hipócrita e irresponsable que esconde la verdadera intención: librarse de un estorbo —¡pobre niño, que viene al mundo en medio de tanto desamor!

¿El respeto es acaso lo mejor que podemos hacer por los diferentes? ¿No es una actitud cómoda y mezquina? Por ejemplo: ¿Basta con integrar a los niños discapacitados a la escuela común y dejarlos librados a sus “capacidades diferentes”, eso sí, alentándolos con un fácil “se puede, se puede”? ¿Y si el niño, a pesar de contar con “capacidades diferentes”, no puede pasar de la tabla del dos mientras sus compañeritos ya saben sacar raíz cuadrada? ¿No es justo hacer mucho más por él? Las políticas neoliberales dirían que basta con el respeto y que cada uno se las arregle como pueda. “Tú puedes, tú puedes” —con estas palabras y una palmadita en la espalda dejarían al discapacitado a cargo de las almas caritativas—.Las políticas socializantes, en cambio, crearían un sistema solidario que se haría cargo del problema de los discapacitados en general. ¿Cuál de las dos actitudes es más humana? ¿La que propicia la libertad individual o la que alienta la corresponsabilidad?

El respeto a la diversidad es un deber de justicia para con los diferentes. En este sentido es lo mínimo que corresponde hacer para con ellos en tanto diferentes. Pero con el solo mínimo no basta. Aún siendo muy respetados —por ejemplo— en su cultura peculiar los indios tobas bien pueden morirse de hambre y ser despojados de sus tierras. No basta con respetarlos en su peculiaridad, porque tienen muchas necesidades que van más allá del mero dejarlos ser: Necesitan vivir una vida digna y eso no se consigue con sólo ser respetados. Creo que si la única actitud para con ciertos grupos o culturas diferentes se reduce a dejarlos ser como son, la solidaridad y, por lo tanto, la justicia social, brillarían por su ausencia.

Me atrevo a decir que es hipócrita la propaganda que promueve el respeto a las culturas diferentes y olvida u oculta el deber de solidaridad para con ellas. Al respecto me pregunto: ¿A qué obedece el interés del capitalismo por defender la diversidad cultural sin preocuparse por la suerte de los pueblos diferentes o, peor aún, manteniendo la opresión sobre ellos? ¿No es hipócrita realizar exposiciones de productos culturales de los mismos pueblos a los que se usa como ratas de laboratorio?

¿Nada se puede decir de otras culturas? ¿Todos sus usos y costumbres son absolutamente irreprochables desde el punto de vista de un consenso ético mínimo universal? No comparto este prejuicio estructuralista. Yo creo —francamente y sin ánimo de dogmatizar— que hay en todas las culturas costumbres indignas del ser humano que pueden ser juzgadas desde un punto de vista ético universal —que es superior al mero punto de vista culturalista— y que dejar correr esas costumbres sin siquiera intentar la corrección fraterna, es abandonar a la inhumanidad al que yerra sin saberlo. También es una injusticia.

Gracias por tu amable atención
                                                                                       Raúl Czejer

                                                                                                                                                


Te propongo la siguiente lectura, para pensar el tema de la tolerancia, independientemente del discurso políticamente correcto.

                                  La tolerancia bajo sospecha
Silvia Duschatzky :
Investigadora del Área de Educación.Flacso, Buenos Aires.
Carlos Skliar:
Profesor del Programa de Posgraduación en Educación.Universidad do Rio Grande do Sul. Brasil

¿La tolerancia es una necesidad, un punto de partida ineludible para la vida social, pero también una virtud?

La reivindicación de la tolerancia reaparece en el discurso posmoderno y no deja de mostrarse paradojal. Por un lado la tolerancia invita a admitir la existencia de diferencias pero en esa misma invitación residen la paradoja, ya que si se trata de aceptar lo diferente como principio también se tienen que aceptar los grupos cuyas marcas son los comportamientos antisociales u opresivos.

La Real Academia Española define la tolerancia como respeto y consideración hacia las opiniones de los demás, aunque repugnen a las nuestras. Si así fuera deberíamos tolerar los grupos que levantan las limpiezas étnicas en nombre de la pureza de la patria o también habría que tolerar las culturas que someten a la mujer a la oscuridad, el ostracismo y al sometimiento.

Geertz (1996), antropólogo norteamericano, rechaza el concepto de tolerancia basado en un relativismo: "la idea de que todo juicio remite a un modelo particular de entender las cosas tiene desagradables consecuencias: el hecho de poner límite a la posibilidad de examinar de un modo crítico las obras humanas nos desarma, nos deshumaniza, nos incapacita para tomar parte en una interacción comunicativa, hace imposible la crítica de cultura a cultura, y de cultura a subcultura al interior de ella misma".

Geertz señala con claridad que el miedo obsesivo al relativismo nos vuelve xenofóbicos, pero esto no quiere decir que se trate de seguir el lema “todo es según el color con que se mire”. Las culturas no son esencias, identidades cerradas que permanecen a través del tiempo sino que son lugares de sentido y de control que pueden alterarse y ampliarse en su interacción. La cuestión no es evitar el juicio de una cultura a otra o al interior de la misma, no es tampoco construir un juicio exento de interrogación sino unir el juicio a un examen de los contextos y situaciones concretas.

Ricardo Forster (1999) sospecha de la tolerancia por su tenor eufemístico. La tolerancia, señala, emerge como palabra blanda, nos exime de tomar posiciones y responsabilizarnos por ellas. La tolerancia debilita las diferencias discursivas y enmascara las desigualdades. Cuanto más polarizado se presenta el mundo y más proliferan todo tipo de bunkers, más resuena el discurso de la tolerancia y más se toleran formas inhumanas de vida.

La tolerancia consagra la ruptura de toda contaminación y convalida los guetos, ignorando los mecanismos a través de los cuales fueron construidos históricamente. -La tolerancia no pone en cuestión un modelo social de exclusión, como mucho se trata de ampliar las reglas de urbanidad con la recomendación de tolerar lo que resulta molesto.

La tolerancia tiene un fuerte aire de familia con la indiferencia. Corre el riesgo de tomarse mecanismo de olvido y llevar a sus portadores a eliminar de un plumazo las memorias del dolor. ¿Acaso las Madres de Plaza de Mayo fueron producto de la tolerancia ?

El discurso de la tolerancia corre el riesgo de transformarse en un pensamiento de la desmemoria, de la conciliación con el pasado ,en un pensamiento frágil, light, liviano, que no convoca a la interrogación y que intenta despejar todo malestar. Un pensamiento que no deja huellas, desapasionado, descomprometido. Un pensamiento desprovisto de toda negatividad, que subestima la confrontación por ineficaz.

La tolerancia puede materializar la muerte de todo diálogo y por lo tanto la muerte del vínculo social siempre conflictivo. La tolerancia, sin más, despoja a los sujetos de la responsabilidad ética frente a lo social y al Estado de la responsabilidad institucional de hacerse cargo de la realización de los derechos sociales. El discurso de la tolerancia de la mano de las políticas públicas bien podría ser el discurso de la delegación de las responsabilidades a las disponibilidades de las buenas voluntades individuales o locales.

¿Cómo juega la tolerancia en la educación? Es cierto que somos tolerantes cuando admitimos en la escuela pública a los hijos de las minorías étnicas, religiosas u otras, aunque esta aceptación material no suponga reconocimiento simbólico. Pero también somos tolerantes cuando naturalizamos los mandatos de la competitividad cómo únicas formas de integración social, cuando hacemos recaer en el voluntarismo individual toda esperanza de bienestar y reconocimiento, cuando hacemos un guiño conciliador a todo lo que emana de los centros de poder, cuando no disputamos con los significados que nos confiere identidades terminales. Somos tolerantes, cuando evitamos examinar los valores que dominan la cultura contemporánea, pero también somos tolerantes cuando eludimos polemizar con creencias y prejuicios de los llamados sectores subalternos y somos tolerantes cuando a toda costa evitamos contaminaciones, mezclas, disputas.

La tolerancia también es naturalización, indiferencia frente a lo extraño y excesiva comodidad frente a lo familiar. La tolerancia promueve los eufemismos, como por ejemplo llamar localismos, identidades particulares a las desigualdades materiales e institucionales que polarizan a las escuelas de los diferentes enclaves del país.

Retornemos al principio, para salir de allí: "el otro como fuente de todo mal" nos empuja a la xenofobia (al sexismo, la homofobia, al racismo, etc.). A su vez, el discurso multiculturalista corre el riesgo de fijar a los sujetos a únicos anclajes de identidad, que es igual a condenarlos a no ser otra cosa de la que se es y a abandonar la pretensión de todo lazo colectivo. Y por último, la tolerancia puede instalamos en la indiferencia y en el pensamiento débil.

¿Será imposible la tarea de educar en la diferencia? Afortunadamente es imposible educar si creemos que esto implica formatear por completo al otro, o regular sin resistencia alguna, el pensamiento y la sensibilidad. Pero parece atractivo, por lo menos para no pocos, imaginar el acto de educar como una puesta a disposición del otro de todo aquello que le posibilite ser distinto de lo que es en algún aspecto.

Una educación que apueste a recorrer un itinerario plural y creativo, sin patrón ni reglas rígidas que encorseten el trayecto y enfatice resultados excluyentes.




Inspiradora y bella música la de Ennio Morricone. La misión da sentido a la vida y plenitud al corazón






                                
                                     
                                                           


viernes, 20 de julio de 2012

Amigo




Para ti, amigo del alma, que tienes la amabilidad de leerme dándole sentido a las palabras, esta hermosa canción de Alberto Cortez.

En el Día del Amigo: Paz y bien para ti y para todos los que amas.

                                                                                              Raúl Czejer

viernes, 15 de junio de 2012

El árbol del bien y del mal

En cierto barrio, vivían dos vecinos cuyos predios eran colindantes. Se respetaban mutuamente, pero no eran amigos. Ambos evitaban causar cualquier inconveniente al otro: ruidos molestos, pelotazos en la pared medianera, ladridos de perros en horas de descanso... Eran un ejemplo de convivencia civilizada.

 Uno se llamaba Pedro. Buen tipo, pero desconfiado y pesimista. Astuto para los negocios, se había hecho una buena posición. El otro, Juan, era bonachón y amigo de todo el mundo. Ingenuo, más bien crédulo, era frecuentemente engañado por los pícaros que nunca faltan. Fácil es entender por qué su posición económica era más bien modesta.

Se saludaban respetuosamente cada vez que se encontraban.

—Buen día, Pedro. ¿Cómo está usted? —decía Juan quitándose gorra.
—No sé qué le ve de bueno, pero si usted lo dice...Estoy bien. Gracias. ¿Y usted?
—Bien, gracias. ¿La familia?
—Todos bien, por el momento. Nunca se sabe por dónde va a saltar la liebre —concluía Pedro.

Cierto día en el deslinde de ambos terrenos surgió un raro arbolito, de una especie desconocida. Intrigados los vecinos consultaron a un botánico que vivía en las inmediaciones.
—Mefisto, para servirles —se presentó el botánico, escondido tras unos enormes anteojos oscuros.
Los vecinos le expusieron su problema. El científico, después de leer una biblioteca entera de grandes libros sobre todo tipo de árboles, sentenció:
—Se trata de un retoño del árbol perdido de la ciencia del bien y del mal. Quien coma sus frutos será tan sabio que, comparados con él, Sócrates y Salomón parecerán ignorantes. Será famoso más que cualquier famoso y si lo desea podrá hacerse inmensamente rico, porque todos acudirán a él a pedirle consejo. Podrá ser como un coaching de multitudes.
— ¡Tendré mucho dinero y seré poderoso!—exclamó Pedro.
— ¡Tendré muchos amigos y seré feliz! —exclamó Juan.
—Pero hay un pequeño inconveniente —dijo el botánico—. Sólo su dueño puede comer sus frutos.
—El dueño soy yo —dijo Pedro con firmeza y amenazando a Juan con la mirada—. El árbol está en mi terreno.
—Un momento, vecino. También está en el mío—contestó Juan enfrentando la mirada de Pedro—. Así que yo soy el dueño y no hay más discusión.
Cesent lites —terció el botánico apelando al latín de sus años de universitario—.No hace falta que se peleen. Ya que el árbol está en el deslinde de ambos predios, ambos son los dueños.
—Puede ser, pero si ambos somos los dueños, ambos tenemos derecho a la misma cantidad de frutos. Ahí veo un problema —dijo Pedro, insinuando cierta desconfianza hacia la honestidad de Juan.
—No me gustan sus palabras, vecino. Usted sabe que nunca le he faltado en nada —replicó Juan.
—Un momento, resolvámoslo civilizadamente. Les propongo un pacto de caballeros: El árbol da frutos del bien y frutos del mal. Los rojos son del bien y los verdes del mal —terció el botánico—. Elija cada uno qué fruto prefiere comer y así no habrá disputa sobre quién come más y quién menos.
—Me parece justo —dijeron a dúo los vecinos.
—Pues bien, ¿qué eligen?
—¿Cuál es el más conveniente para saber manejarse con los sinverguenzas? —preguntó Pedro.
—¿Cuál es el más provechoso para disfrutar de las cosas bonitas de la vida? —preguntó Juan.
—No tengo la menor idea —contestó el botánico. Tendrán que arriesgar.
—Yo elijo los frutos de la ciencia del mal. Creo que así nada ni nadie me podrá engañar y podré precaverme de las ilusiones y de los manejos de perversos, hipócritas y estafadores —dijo Pedro.
—Yo elijo los frutos de la ciencia del bien. Tal vez así podré ver el rostro amable de todas las cosas y ser feliz —dijo a su vez Juan.
—Muy bien —sentenció el botánico—. Sólo falta que me paguen los honorarios y… ¡arrivederci Roma! Son quinientos patacones —concluyó, sin ponerse colorado. Cobró, recogió sus bagayos y se marchó.

Cuando el árbol comenzó a dar frutos los dos se apresuraron a comer los que habían elegido. Estaban ansiosos de saber vivir y sacar provecho de esa sabiduría. No sabían que bajo la hierba se ocultaba la serpiente.

 Comió Pedro los frutos de la ciencia del mal y desde entonces sus ojos no pudieron ya ver nada bueno en el mundo ni nada que tuviera algún valor. Sólo supo ver las malas intenciones que esconden las personas, los artificios de los malhechores, la perversidad, la malicia, la hipocresía, la estafa, la traición y el mal esencial que corroe todas las cosas conduciéndolas hacia la nada…

Se volvió desconfiado hasta de su sombra, crítico a ultranza, malicioso, cínico, misántropo y nihilista. Hizo de la sospecha su filosofía. Lo ganó el pesimismo y la desesperanza. Consideraba todo idealismo como iluso o hipócrita y sólo veía el lado oscuro de las cosas. Creyendo que el bien era una fantasía se olvidó de los sueños de redención. El pasado se le antojó una acumulación de ruina sobres ruinas y el futuro un presagio de infortunios.

Se alejó de la gente y se arrinconó en su casa, evitando todo contacto con los vecinos por temor de que lo engañaran. “Son como lobos prontos a devorarme”, “El infierno son los otros”, decía.

Se dedicó a pintar cuadros que expresaban el horror en que vivía, rodeándose de defensas y prevenciones contra el mundo donde sólo veía hostilidad, ambición y rapiña.

Murió de espanto y asco, maldiciendo haber nacido y considerando a la muerte como el final más acorde con la perversidad de la vida.

 Juan comió los frutos de la ciencia del bien y desde entonces se le abrieron los ojos y pudo ver la maravilla del mundo y de la vida, pero ya no supo ver nada malo ni cosa que sea despreciable. Apreciaba a todos y no desconfiaba de nadie. Era incapaz de ver la maldad ni la mala intención. Creía de buena fe los relatos de los ideólogos y charlatanes de cualquier calaña.

 Abandonando por inútiles todas las prevenciones, seguros, rejas y llaves, dejó abiertas día y noche las puertas de su casa y de su alma.

Los vecinos lo tomaban para la chacota y se referían a él como “el otario” o “el paparulo”, pero él no lo tomaba a mal y se reía feliz de ser causa de diversión de los demás.

Cándido como un chiquillo creyó que el mundo era el mejor mundo posible y que no necesitaba ser cambiado. Así abandonó por innecesarias las causas por un mundo mejor que defendió en su juventud. Se dejó hirsutos todos los pelos de su cabeza, se vistió con una túnica y se lanzó a predicar un nuevo evangelio: “No lamentes el pasado porque fue lo mejor que te pudo ocurrir ni te preocupes por lo porvenir porque necesariamente todo será mejor para ti. Ama las cosas como son, porque así como son, son lo mejor”, decía. Los chocarreros del barrio se burlaban de él. "Loco, chiflado...", le gritaban, y otras lindezas que mejor no repetir.

 Reputó como beneficio las canalladas que los demás perpetraron contra él aprovechándose de su candidez. Fue despojado de todas sus cosas y quedó en la indigencia, a la que bendecía como la mejor de las condiciones. “Está todo bien”, balbuceaba como en una letanía.

Murió de hambre y de frío, celebrando el dolor y la muerte como el cierre triunfal de una vida maravillosa.

 Muertos los dos vecinos las casas quedaron abandonadas. El árbol seguía dando sus frutos pero ya nadie se atrevía a comerlos, visto lo que había sucedido.

 Un día reapareció el botánico, pala en mano. Prolijamente desarraigó el árbol del suelo, lo cargó en un carro y desapareció.

—Insensatos — dicen los vecinos que comentó—.Pudieron ser los hombres más sabios del mundo, pero eran egoístas, no supieron compartir y cayeron en la trampa de poseer que yo les preparé. Voy a buscar a otros dos. Tal vez algún día encuentre a dos hombres sensatos que sepan aprovechar los frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal y me ganen la partida.

                                                                                                        Raúl Czejer


Bien y mal están mezclados en el mundo. Imposible separarlos. El ser humano ha de tener conciencia de ambos: Sin la conciencia del mal las atrocidades nos parecerían maravillas, como al público de  las corridas de toros le parecen maravillosos el sufrimiento y la muerte de un animal indefenso. Sin la conciencia del bien, la vida sería sencillamente un infierno  y cabría que al nacer nos dijeran "lasciate ogni speranza voi ch' entrate".



La música de Ennio Morricone es una de esas cosas que embellecen la vida. Te invito a escucharla.






                                                  Gracias por tu amable atención















































                                                            

viernes, 25 de mayo de 2012

El lado oscuro de la cultura




                                                      Mi pequeño raulí

Viajando por el sur de Chile se me dio por comprar un plantín de raulí que apenas sobresalía de los bordes de la macetita de plástico. “Voy a plantarlo en el jardín  de mi casa, para que me dé sombra en verano y flores en primavera”, me dije ilusionado.
Deseoso de brindarle el mejor de los cuidados estudié todas las características de la especie en un gran manual sobre árboles del bosque subantártico. Con gran sorpresa me enteré de que el arbolito que había plantado en el centro de mi primoroso jardín francés iba a alcanzar con los años cuarenta metros de altura y su tronco, hasta dos metros de diámetro. “Demonios —exclamé—, voy a tener que hacer algo, si no este monstruo me va dejar sin  jardín   y los vecinos van a protestar por temor de que un viento lo derribe sobre sus casas”
 Compré un manual que decía en su tapa: “Cómo domesticar árboles salvajes”, y me propuse educar a mi raulí para que aprendiera a vivir entre la gente. Lo trasplanté a  una maceta reducida y lo podé y le recorté las raíces una y otra vez. Poca agua, poca tierra, poco espacio, poca libertad eran mi política para con él. Lo ahogué y lo oprimí por todas partes. Así lo fui educando a fin de que respetara los justos límites que admite la convivencia, según yo lo entendía.

 Logré un curioso raulí, enano, bien formadito y a tono con mi jardín francés, que florecía en primavera unas flores minúsculas de un verde desvaído y en mayo unos frutitos miserables color amarillento, y que no servía para que los pájaros cantaran en sus ramas.
Yo lo contemplaba —no sé si orgulloso o avergonzado de mi obra—, pequeño y humillado, luciendo sus hojitas lanceoladas sobre la mesita ratona del living,  y reflexionaba sobre el costado perverso de la cultura, que impone su poder a la naturaleza indefensa, para reducir su proyecto de grandeza a la medida de los  proyectos humanos, minúsculos y miserables como los frutos de mi raulí.
                                                                                                  Raúl Czejer


Te invito a que leas los párrafos que siguen. Están extractados de un ensayo de Ignacio López-Vicuña publicado en la Revista Chilena de Literatura en noviembre 2009 . Mi agradecimiento  al autor y a la revista.
López Vicuña analiza, en dos novelas del escritor chileno Roberto Bolaño, cómo se entremezclan  en la cultura las dimensiones de barbarismo y civilización.
Para reflexionar sobre  manifestaciones culturales actuales, impulsadas por todos los medios y sin mayores análisis, como "avances en humanidad", sin advertir la barbarie que implican.



MALESTAR EN LA LITERATURA: ESCRITURA Y BARBARIE EN ESTRELLA DISTANTE Y NOCTURNO DE CHILE DE ROBERTO BOLAÑO

'No existe un documento de la cultura que no lo sea a la vez de la barbarie'.
Walter Benjamin.

"Así se hace la gran literatura en Occidente ".
Roberto Bolaño.

En la novela 2666, el personaje de Amalfitano, poniendo en práctica una idea de Duchamp, cuelga el Testamento geométrico de Rafael Dieste de un cordel para la ropa en el patio de su casa en Santa Teresa, dejando que el viento hojee el libro para ver cómo éste resiste al entorno. La idea es "dejar un libro de geometría colgado a la intemperie para ver si aprende cuatro cosas de la vida real" (251). Amalfitano explica que "lo he colgado ... para ver cómo resiste la intemperie, los embates de esta naturaleza desértica" (246). La imagen de un libro de geometría colgado de un tendero de ropa en Santa Teresa -imagen de Ciudad Juárez- emblematiza la tensión (y yuxtaposición) en las obras de Roberto Bolaño entre el intelecto y la vida salvaje, o entre las dimensiones civilizadas y bárbaras de la cultura. La imagen también evoca a Borges, en particular el relato "La muerte y la brújula", donde el análisis geométrico de la ciudad se conjuga con la violencia del crimen (Borges, Obras completas I, 499-507).

Es posible leer novelas como Los detectives salvajes, 2666, Estrella distante y Nocturno de Chile, como textos que hacen un viaje de la civilización a la barbarie. Todo comienza con talleres literarios y poesía, y termina con asesinatos, tortura y violencia, ya sea en el desierto del norte de México o en los bosques del sur de Chile. En Bolaño, la literatura misma adquiere una dimensión salvaje, o más bien funciona como zona de mediación o límite entre los impulsos más refinados y la pulsión bárbara de los personajes, ya sea en el caso de los practicantes de la "escritura bárbara" con resonancias neofascistas en Estrella distante, o en el caso de los poetas "real visceralistas" en Los detectives salvajes, quienes buscan hacer de la poesía una forma de comunión con la vida real1.

Estos indicios en la obra de Bolaño sugieren una afinidad con Borges, para quien el hombre -podríamos decir, parafraseando a Nietzsche- es una cuerda tendida entre el libro y la barbarie2. La distinción entre civilización y barbarie, instrumental para los proyectos civilizadores (y genocidas) del siglo XIX en América Latina, y todavía central dentro de las ideologías liberales y humanistas de nuestra época, constituye la base de un núcleo compartido por ideologías -tanto de derecha o de izquierda- que ven la literatura y la cultura letrada como instrumentos de progreso, civilización y humanización. Es precisamente a desmontar esta ideología que apuntan los textos de Bolaño, a quien le interesa utilizar la escritura para llevar al lector a un lugar incómodo donde se indistinguen civilización y barbarie, creación artística y violencia, salvación y condena. En este sentido a Bolaño, al igual que a Borges, le preocupa lo que podríamos llamar el reverso salvaje -o el doble siniestro- de la escritura.

Esta visión anti-humanista de la literatura comparte elementos significativos con la tradición literaria francesa, en especial con "poetas malditos" como Baudelaire y Rimbaud.3 En tales autores la poesía no puede humanizarnos pero sí puede forzarnos a mirar el lado oscuro o demoníaco de nuestra cultura, llevándonos a reconocer nuestra hipócrita complicidad, tal como lo sugiere el verso de Baudelaire: "hipócrita lector, mi semejante, mi hermano"4. El proyecto narrativo de Bolaño comparte este impulso de forzar al lector a reconocerse como "hipócrita" o -como dice en Nocturno de Chile- a "quitarse la peluca". Si bien para Bolaño la literatura no es una fuerza civilizadora, sí puede ser un testimonio del profundo malestar en nuestra civilización. Tal como lo señala el autor en una entrevista, la escritura significa "saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura es básicamente un oficio peligroso" (Herralde 101).

(…)

En un mundo donde se han borrado de manera tan evidente las fronteras entre civilización y barbarie, la pregunta por la cultura, y específicamente por la literatura, se vuelve urgente. La idea de Benjamín de que "No existe un documento de la cultura que no lo sea a la vez de la barbarie" (Benjamín 52) resuena fuertemente en estos textos. Para Bolaño, como para Benjamín, la barbarie puede ser representada por el fascismo; pero para ambos, el fascismo no es simplemente una forma política, sino una tendencia más profunda que atraviesa la civilización occidental moderna. Lo que los textos de Bolaño muestran es el ascenso de un fascismo ubicuo, insidioso, que permea la vida cotidiana, las relaciones sociales y la cultura.

En "Sobre el concepto de historia", Benjamin propone que el fascismo no es una "norma histórica", y por lo tanto no puede ser "superado" simplemente mediante el "progreso": "El asombro porque las cosas que vivimos sean 'todavía' posibles en el siglo veinte no es ningún [asombro] filosófico" (53). A nosotros nos cabe preguntarnos si es una actitud filosófica asombrarse de que 'tales cosas' hayan ocurrido en Chile recientemente. Todo lo que sucedió, parece indicar Bolaño, sucedió para dar origen a la nueva sociedad: la que vivimos hoy. En este contexto, la apuesta de Bolaño es mirar de frente el horror, la dimensión siniestra de la vida cotidiana, y "saber meter la cabeza en lo oscuro", desarrollando una escritura que expresa el profundo malestar de nuestra época.


Para leer, si gustas, el ensayo completo, aquí va su ubicación.

LOPEZ-VICUNA, Ignacio. MALESTAR EN LA LITERATURA: ESCRITURA Y BARBARIE EN ESTRELLA DISTANTE Y NOCTURNO DE CHILE DE ROBERTO BOLAÑO. Rev. chil. lit. [online]. 2009, n.75 [citado 2012-05-25], pp. 199-215 . Disponible en: <http://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0718-22952009000200010&lng=es&nrm=iso>. ISSN 0718-2295. doi: 10.4067/S0718-22952009000200010.

Gracias por tu amable atención.


                                                                  





martes, 22 de mayo de 2012

La voz del silencio

LAMGEN
Aquellos ojos del color del color, a una
altura azul,
cunden copihues, humo de agua,
con tanto encanto blanco en el espíritu.

¿Había viento a aquellas horas o
eran abejas borrachas
trayendo miel y sangre
al panal de mi cráneo?

Porque el agua es hermosa
y el cielo es hermoso
y ambos son buenos amigos -dijo-

Porque la luz es la cruz de la estrella
y mis pechos la cruz de la luz...

Porque en silencio sabemos lo que somos,
a una altura azul:
el águila y el cisne,
el venado y el puma,
montañas de carne y hueso,
cementerio de la eternidad.


                                                            Jaime Huenún. (Chile)


                                                   La voz del silencio

 “Porque en silencio sabemos lo que somos”, me dijo  Jaime  cierto día . Deduje entonces que en el ruido  aprendemos lo que no somos, y me propuse entonces ignorar lo que el ruido me enseñó.

 Borré de mi mente la montaña de palabras que escuchara en tantas charlas con amigos, o en las radios, o en las canciones de los músicos de turno. Y olvidé el tronar de las máquinas, y el rugir de los motores, y   los sonidos del bosque, y el rumor del agua en el arroyo.

Después de mucho esfuerzo pude desprenderme del ruido del mundo y quedarme con la mente en blanco para escuchar la voz del silencio y llegar a saber lo que soy en realidad.

 El silencio nada dijo.

 Concluí entonces que soy un misterio para mí,  que no se puede expresar con palabras y que ante él sólo debo callar y dejar hablar al corazón.

                                                                                           Raúl Czejer





                                                 


miércoles, 25 de abril de 2012

Razones del corazón

Razones del corazón. La educación del deseo - Adela Cortina

’Reflexiones para la educación del nuevo siglo’ III Ciclo de conferencias Santillana para el ciclo de otoño 2000.

1. ¿Qué nos falta?
En el año 1896 un escritor inglés, H.G. Wells, puso sobre el tapete literario lo que sigue siendo el mayor problema de Occidente en la época del saber productivo, de la globalización, la Nueva Economía y el ciberespacio, en los umbrales del Tercer Milenio. El progreso técnico es indudable, hoy más todavía que a fines del siglo XIX, los conocimientos científicos han aumentado de forma inusitada tanto en extensión como en profundidad. Y, sin embargo, los seres humanos, que siguen empecinadamente queriendo ser felices, no parecen creerse las proclamas morales de su propia sociedad, sino que hay un extraño abismo entre los discursos y las actuaciones.
"Al menos 23 tripulantes sobrevivieron unas horas tras la explosión del submarino ’Kursk" -decían los titulares de los periódicos hace bien pocos días. Y añadían que, según una nota encontrada en el cadáver de uno de ellos -Koléshnikov-, hubiera sido posible salvarlos. ¿Por qué no se hizo? ¿Por qué día tras día las proclamas éticas de los países occidentales no parecen conectar con el ser más profundo de sus ciudadanos, dirigentes y gentes de a pie?
Encontrar una respuesta no es fácil pero, para intentarlo, imaginemos con Wells que llegamos a una isla, perdida en los mares. Imaginemos que encontramos en ella a un científico, por nombre Moreau, que emplea su tiempo en un misterioso experimento: trata de convertir animales en seres humanos, acelerando el proceso de la evolución. Para lograrlo, debe modificar su anatomía y su fisiología mediante complicados injertos, pero sobre todo debe transformar su mente, y la fórmula que Moreau concibe a tal efecto consiste en reunir periódicamente a los "humanimales" y en "indoctrinarles" en la ley de la humanidad. Congregados los animales, un recitador de la ley va canturreando todas las normas de un presunto código humano y añade al cabo de cada una de ellas la persuasiva coletilla "¿acaso no somos hombres?". Un proceso de mentalización tan antiguo como actual, propio de lo que se ha llamado con acierto una "moral cerrada".
El final de la novela es un auténtico desastre. Los presuntos seres humanos quitan la vida a Moreau y regresan a la selva de la que les obligó a salir, olvidando la ley y, con ella, su presunta humanidad. ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué la ley de la humanidad no había calado en las mentes de los "humanimales"?
Naturalmente, es posible aventurar respuestas diversas, pero importa dar con la más acertada porque en ello nos jugamos, en buena medida, nuestro futuro y el de la Tierra. El final de la historia puede ser, sin duda, un optimum, un pessimum, o ninguno de ellos, pero que la historia recale en uno u otro puerto depende en gran medida de los seres humanos mismos y de los "hábitos de su corazón". Que no se dirigen tanto por leyes precisas, por normas estrictas, al estilo de Wells, sino por normas entendidas en un sentido mucho más laxo, como aquellas orientaciones comunes de la acción que nos permiten organizar conjuntamente la vida.
En este sentido, en los últimos tiempos se oyen voces advirtiendo con acierto de que orientar el proceso de globalización hacia una mayor humanización requiere una "ética global", empeñada en aumentar la libertad, reducir las desigualdades, acrecentar la solidaridad, abrir caminos de diálogo, potenciar el respeto de unos seres humanos por otros y por la naturaleza, encarnar por fin ese ideal del cosmopolitismo, que hacer sentirse a todos los seres humanos en su polis, en su ciudad, nunca como inmigrantes molestos en casa ajena. Pero esas voces deberían también recordar que las éticas, por muy globales que se quieran, hunden sus raíces en los sujetos morales, en las personas, sin las que en realidad no hay historia. Son ellas las que han de asumir esas tareas como cosa propia, como cuestión de su competencia, y no como aburrido recital de una ley ajena.
Por eso el problema número uno de cualquier país, el que importa resolver más que cualquier otro, es el de la educación moral, entendida en el sentido amplio de paideia: ¿cuándo asumen las personas tareas como "cosa propia"?, ¿cómo orientar sin indoctrinar, sin transmitir las propias convicciones intentando que las generaciones más jóvenes las incorporen y ya no deseen estar abiertas a otros contenidos posibles, que es la clave de la "moral cerrada"?, ¿cómo orientar para una moral abierta?
Con estas cuestiones entramos de lleno en el rótulo que encabeza esta intervención, porque los hombres -mujeres, varones- toman las orientaciones como cosa propia cuando dan en el blanco de su corazón, que es sentimiento y pensamiento, intelecto y deseo; y educamos en una moral abierta cuando transmitimos orientaciones capaces de generar libertad, capaces de ayudar a los hombres -varones, mujeres- a tomar responsablemente las riendas del futuro en sus manos, desde decisiones personales y desde decisiones compartidas.
Pero ése no es todavía el siguiente capítulo de nuestro relato, sino que vendrá más adelante. Para llegar a él regresaremos por un momento al cuento de Wells e inventaremos para él algún final diferente.
2. La fuerza del mejor argumento
Imaginemos dos escenarios. En el primero de ellos los "humanimales", congregados en el lugar habitual, no se dejan convencer por la fuerza de la ley porque no viene acompañada de razones suficientes; en el segundo, porque no logra interesarles, porque no ven ganancia en cumplirla.
En lo que hace al primer escenario, lo montan aquellas teorías éticas -sumamente importantes, más por la calidad que por la cantidad- que centran su atención en el hecho de que los "humanimales", ya casi humanos, son seres dotados de competencia comunicativa, a los que, sin embargo, no se invita a ejercer tal competencia y, sobre todo, a los que no se ofrece razones para actuar según las leyes. Si el recitador de la ley, en vez de serlo, fuera un buen interlocutor, invitaría a los "humanimales" a intervenir y organizaría con ellos un diálogo. En el caso de que ellos aceptaran la invitación, quedarían irremisiblemente atados a las leyes que estuvieran respaldadas por buenos argumentos, porque cualquiera que realiza acciones comunicativas, actos de habla, se compromete con los enunciados que formula o con las normas a las que se somete su formulación. Queda prendido en las redes del lenguaje, que obligan a cuantos se involucran en él.
Autores como Austin, Searle, Apel o Habermas, aunque con diferencias notables entre ellos, convienen en aducir que participar en un diálogo compromete a los interlocutores con sus locuciones, de modo que en el momento en que reconozcan que una razón es válida como razón están obligados a actuar según ella. Desde esta perspectiva, Moreau hubiera tenido más éxito si, en vez de recurrir a una cantinela monológica, hubiera organizado un buen debate, en el que los interlocutores, como participantes en el diálogo, hubieran tenido que rendirse ante la fuerza del mejor argumento.
Ciertamente, no le falta razón a esta propuesta, en la medida en que los recitados carentes de razones resultan poco apropiados para convencer de corazón a seres racionales. Pero también podría ocurrir que los interlocutores participaran en un diálogo y que, aunque comprendieran que una razón lo es, prefirieran atender a otra, de menor peso en tanto que razón, pero preferible para ellos. Y no en el sentido clásico de la "debilidad moral", sino en el de que el interlocutor tiene intereses y emociones que le lleven a instrumentalizar el diálogo. No es extraño que K. O. Apel, en sus formulaciones del principio de la ética discursiva puntualice siempre "cualquiera que desee argumentar en serio". Pero, ¿y si la argumentación se utiliza como un medio para conseguir otros fines? ¿Y si no interesa argumentar en serio?
Construir al sujeto que afectivamente desea argumentar en serio porque le importa averiguar qué es más justo para los seres humanos es la gran tarea de la educación moral.
3. El interés más fuerte
En este punto entra en juego el segundo escenario, el de las teorías que, al menos desde Maquiavelo, entienden que un ser humano inteligente debe supeditar sus pasiones al interés más fuerte. Si el ser humano es un haz de pasiones y, obviamente, es imposible satisfacerlas todas, importa dilucidar entre ellas cuál es la que verdaderamente interesa y sacrificar a ella las restantes, haciendo uso para ello en buena medida del autocontrol. El príncipe no debe dejarse llevar por las pasiones, si es que quiere conservar el poder, sino conducirlas desde su interés más fuerte, que es justamente el de no perder ese poder. Y esta idea de interés, que siempre lleva aparejado un sabor de cálculo inteligente, es la que hacen suya Hobbes o Gauthier para explicar porqué los seres humanos están dispuestos a atenerse a leyes, cuando sus pasiones les llevan en sentido contrario. Los demonios inteligentes, aun sin sentido moral, saben que les interesa obedecer leyes comunes para no salir perdiendo.
Moreau -ésta es la enseñanza- debería haber tratado de interesar a sus "humanimales" en la ley, mostrándoles hasta qué punto les conviene cumplirla, hasta qué punto sería más beneficioso para ellos vivir en un mundo en que se respetan los derechos humanos y se profundiza en la democracia que en un "estado de naturaleza", en el que cada uno defiende lo que considera su derecho.
Las teorías del interés, sin embargo, tienen serias dificultades. La más corriente consiste en recordar la imposibilidad de librarse de los free-riders, de los gorrones o polizones, que se benefician de que los demás cumplan las leyes, mientras ellos se eximen cuando les conviene. Habida cuenta de que los gorrones, más que personas concretas, son momentos de cada persona, cuando el interés más fuerte le lleva a eludir los pactos y optar discretamente por lo no convenido. Un habitual cumplimiento de la ley puede resultar beneficioso, interesa, pero el interés personal más fuerte es el que decide en los casos concretos.
¿Interesaba más en el caso del ’Kursk’ preservar los secretos de la marina rusa que salvar la vida de 23 personas? ¿Cómo evitar que intereses espurios, desde el punto de vista de la libertad y la justicia, se sobrepongan a los intereses éticos?
Querer dialogar en serio no sólo tiene que ver con la razón; tener intereses por más fuertes que otros tampoco tiene que ver sólo con la inteligencia calculadora, porque razón e inteligencia están ligadas a los afectos, que impregnan la dimensión del deseo. Queremos y pensamos afectivamente, de forma sentiente, emocionalmente, por eso importa educar sentimientos, emociones, afectos, que no se dan en los seres humanos sin inteligencia.
"La elección es -afirmaba Aristóteles hace 24 siglos- o inteligencia deseosa o deseo inteligente, y esta clase de principio (de acción) es el hombre". Por eso la vida del hombre consiste, a fin de cuentas, en un proceso de educación, por el que va forjándose en sucesivas elecciones inteligentes el carácter más deseable. En esta forja entran la inteligencia y el sentimiento, lo que algunas tradiciones han llamado la "lógica del corazón".
4. Razones del corazón
Para asombro de propios y extraños, Immanuel Kant, enemigo del sentimiento, según ciertos sectores bastante desinformados, aseguraba en la Metafísica de las Costumbres que "hay ciertas disposiciones morales que, si no se poseen, tampoco puede haber un deber de adquirirlas. Son el sentimiento moral, la conciencia moral, el amor al prójimo y el respeto por sí mismo (la autoestima [Selbstschätzung]); tenerlos no es obligatorio, porque están en la base como condiciones subjetivas de la receptividad para el concepto del deber, no como condiciones objetivas de la moralidad". Sin disposiciones sentimentales no hay acción moral posible, pero todo ser humano normalmente constituido las tiene originariamente, por eso la obligación consiste en cultivarlas y fortalecerlas. Lo que falta es llevar a cabo una profunda educación del corazón. Pero, ¿qué es el corazón? Oponer la lógica del corazón a la de la razón es costumbre tan antigua como infortunada, porque la razón es una facultad preparada para interpretar proyectos del corazón, para extenderlos en propuestas teóricamente elaboradas, pero esos proyectos racionales sólo cobran fuerza motivadora si no pierden su arraigo en el corazón. Los "humanimales" no tenían corazón, no tenían ni un cuerpo ni una mente humanos, y por eso no podían argumentar humanamente, interesarse humanamente, sentir que ésa fuera su ley, su orientación vital. No sabían de esas "razones que la razón no conoce", por eso eran incapaces de llegar a esa verdad que se conoce, no sólo por la razón, sino por el corazón. Es la razón demostrativa, la razón productiva la que no comprende las razones del corazón, pero no la razón cordial. Junto al "espíritu geométrico" late el "espíritu de finura", que nos hace conocer de forma sentiente.
"Hay personas -dirá Unamuno- que piensan con el cerebro; otras, con el cuerpo y el alma, con el tuétano de los huesos, con el corazón, con los pulmones, con la vida, con todo el cuerpo". Por eso la educación, la paideia, es educación del corazón, del pensamiento y el sentimiento. Por eso percibirá Alexis de Tocqueville en su viaje a América que los hábitos del corazón de los pueblos son más importantes para encarnar en ellos una democracia que las leyes, y las leyes, más que la constitución geográfica.
5. La educación del deseo
En el año 1995 publicaba Daniel Goleman un libro, Inteligencia emocional, que tal vez sea el best seller de la historia reciente. Sus tesis no eran nuevas, sino bien conocidas en distintas tradiciones del mundo oriental y occidental, pero convenía sin duda traerlas a colación en estos momentos. El momento es oportuno porque los educadores -maestros, padres- se sienten impotentes para transmitir valores y conocimientos en un ambiente de desinterés generalizado, de delincuencia habitual, de difícil conexión con alumnos e hijos que parecen tener proyectos vitales tan diferentes de los suyos, o ningún proyecto. Pero igualmente la oportunidad del libro se debe a que el mundo empresarial acoge con avidez sugerencias que permitan aumentar el rendimiento de sus empresas mediante la gestión de las emociones y sentimientos de sus miembros, mediante la gestión de los recursos humanos. En un mundo entusiasmado ante el saber productivo, ante el "saber hacer" de los técnicos que pueblan el universo ejecutivo, no está de más recordar que nuestro contacto con la realidad, el de cualquier ser humano, es afectivo.
Tenemos noticia de la realidad a través de una inteligencia emocional, afectiva o sentiente, de forma que percibimos esa realidad desde la alegría o la tristeza, desde la euforia o la admiración, interpretándola desde esos sentimientos como rechazable o preferible, como digna de interés y atención o de desinterés. Hasta el punto de que si alguien adoleciera de "ceguera emocional", no tendría interés en asunto alguno ni podría preferir entre distintos cursos de acción, aun cuando su coeficiente intelectual fuera elevadísimo.
En efecto, el cociente intelectual forma parte de ese bagaje que un ser humano recibe por nacimiento, al que se ha llamado "temperamento" y que le cabe en suerte por una cierta "lotería natural". Forman parte del temperamento la dotación genética, la constitución anatómica, fisiológica, afectiva e intelectual, pero, a pesar de que no puede ser elegido, tampoco es inmodificable, sino todo lo contrario: el temperamento puede ser modificado a través de sucesivas elecciones, forjando paulatinamente ese carácter, ese êthos, que es el sentido de la vida moral. Desde nuestras tendencias heredadas -dirán Zubiri y Aranguren- vamos eligiendo las mejores posibilidades y apropiándonos de ellas, como el zapatero elige los mejores cueros para hacer sus zapatos, porque apropiarse de sí mismo es la clave de la vida moral.
Desde las predisposiciones heredadas -dirá un lenguaje más empresarial- podemos optimizar esos recursos si somos capaces de crear un clima emocional adecuado en nuestra vida personal y social.
En el nivel personal, podemos aprender a motivarnos a nosotros mismos, a perseverar en nuestros empeños, a controlar los impulsos, a regular nuestros estados de ánimo, a evitar que la angustia interfiera en nuestras capacidades racionales, a diferir las gratificaciones.
Justamente esta habilidad, la de diferir la gratificación, resistir al impulso, demorándolo, es la más importante de las habilidades psicológicas, porque constituye el puente de acceso del deseo a la voluntad. Organizar la propia vida con inteligencia significa saber ordenar las distintas metas, apostando por el esfuerzo presente para posibilitar el mayor bien a medio y largo plazo, que es el tiempo humano. Sin el esfuerzo a corto plazo es imposible seguir una dieta, estudiar una carrera, dar cuerpo a una amistad.
Por eso el triunfo del corto plazo sobre el medio y largo, el "cortoplacismo", es suicida para las personas, las organizaciones y los pueblos.
En lo que hace al nivel social, es también posible aprender "habilidades sociales", que permiten pronosticar para quien las domina un mayor éxito social. Si es cierto que la empatía, la capacidad de sintonizar emocionalmente con otras personas, la capacidad de ponerse en su lugar, constituye el núcleo de la vida social, conviene saber que es posible fomentar la empatía y mejorar las relaciones con los demás, creando situaciones de armonía y cooperación.
El ruido emocional, personal y social, provocado por el miedo, la tristeza, la ira, la melancolía, la rivalidad o el resentimiento, disminuyen la capacidad de un grupo para perseguir las metas que se proponen, mientras que la armonía y la concordia le permite optimizar sus recursos y aumentar la probabilidad de alcanzar la meta.
Se sigue de lo dicho que una adecuada educación emocional prepara mejor para el éxito personal y social que una educación limitada a la transmisión de conocimientos. En la "época del saber" productivo, del "saber hacer", podemos decir que incluso el saber hacer técnico requiere un profundo saber personal y social, que atiende a la educación de la inteligencia sentiente.
La mejor lección que puede extraerse de estas actualizaciones del deseo inteligente aristotélico consiste -según sus actualizadores- en denunciar cómo las escuela y las empresas han cometido el error de creer que el coeficiente intelectual o la preparación técnica constituyen la mejor garantía de éxito, dentro de lo humanamente garantizable. Cuando lo bien cierto es que una adecuada educación sentimental, una inteligencia situada, es la mejor promesa de éxito.
El "analfabetismo emocional" es una fuente de conductas agresivas, antisociales y antipersonales, que desgraciadamente se multiplican en los distintos países, desde la escuela y la familia al fútbol, la delincuencia común, la destrucción graciosa o el terrorismo. Por eso es urgente recuperar esa educación que es, no sólo la de las habilidades técnicas, sino también la de las habilidades sociales.
Saber organizar la propia vida con vistas a la felicidad es cosa, no de la razón demostrativa, sino de la inteligencia sentiente, que es inteligencia prudencial. Dominar habilidades técnicas y sociales es sumamente útil. Pero para hablar de felicidad desde una moral abierta hace falta algo más.
6. Degustar lo valioso
"Elinor, la hija mayor -contaba Jane Austen en su novela Sense and Sensibility-, estaba dotada de una inteligencia y de una claridad de juicio que hacían de ella, aún a sus diecinueve años, la consejera habitual de su madre y le permitían moderar afortunadamente la vivacidad de ésta, que le habría llevado a menudo a cometer imprudencias. Elinor tenía un corazón excelente; su temperamento era afectuoso y sus sentimientos, profundos, pero sabía gobernarlos. Era ésta una ciencia que su madre tenía que aprender todavía y que una de sus hermanas había resuelto no conocer jamás. Marianne contaba con los mismos medios que su hermana, en muchos sentidos. Era sensible y perspicaz, pero apasionada en todas las cosas, incapaz de moderar sus penas y sus alegrías. Era generosa, amable, interesante, en resumen, todo, menos prudente".
Sense and Sensibility, publicado en 1811, se ha traducido en español como Sentido y sensibilidad y en francés como Raison et sensibilité. Sin embargo, hubiera sido más acertado hablar de "buen sentido y sensibilidad". Elinor representa la figura de la persona moralmente educada, que controla sus sentimientos, lleva el timón de su vida y por eso es capaz de orientar la de su madre y hermana hacia un buen final. Porque la novela, como las restantes de Jane Austen, se inscribe en esa tradición literaria que tiene por tema el cultivo de las virtudes, la educación del deseo para convertirlo en voluntad atinada. Un proceso educativo que lleva aparejada su recompensa, porque las heroínas de Austen logran desde su acertada educación sentimental alcanzar lo que la Inglaterra de la época consideraba el éxito social de una mujer: contraer matrimonio con algún joven acaudalado o, al menos, de renta segura.
Pero, ¿es verdad que una buena educación sentimental tiene por meta el éxito social, o Elinor habría tratado de gobernar sus sentimientos por el valor mismo de poder dirigir su vida, fuere cual fuere el final de la novela?
En el primer caso, los "humanimales" de Wells deberían haber sabido que seguir orientaciones morales conduce al bienestar, a encontrarse a gusto en el contexto de una vida ordenada, y sencillamente les hubiera faltado información.
Pero las cosas no son tan sencillas, porque la educación del deseo encierra siempre un doble lado, el de lo útil y el de lo valioso por sí mismo, el de lo deseable por el beneficio que reporta y el de lo deseable como digno de ser deseado. Por eso la educación del deseo es también como un proceso de degustación de aquello que merece la pena por sí mismo, como la libertad o la equidad, como un proceso de degustación de una vida digna de ser vivida.
Y aquí entramos en un problema sumamente delicado, y es el de dilucidar qué sentimientos importa cultivar, cuáles debilitar. Obviamente, son posibles múltiples respuestas, pero desde el comienzo hemos hecho una opción, la opción por una moral abierta, necesaria para orientar el proceso de globalización, la Nueva Economía y el manejo de las redes hacia una mayor humanización, una ética global, empeñada en aumentar la libertad, reducir las desigualdades, acrecentar la solidaridad, abrir caminos de diálogo, potenciar el respeto de unos seres humanos por otros y por la naturaleza, encarnar por fin el ideal de una ciudadanía cosmopolita.
Son estas orientaciones las que hoy componen esa "ley de la humanidad", cuya infracción nos lleva a caer bajo mínimos de moralidad o, lo que es idéntico, bajo mínimos de humanidad. Son estas orientaciones las que configuran lo que Ortega llamaría nuestras "ideas" éticas, los valores y actitudes hacia los que teóricamente se piensa que es preciso educar.
Y no por mero capricho de la época, como si en cada tiempo valieran unos valores, que quedarían derogados en la siguiente, sino porque a lo largo de nuestra historia ha habido -por decirlo con Habermas- un auténtico progreso moral; no un simple cambio, sino un progreso, ganado a pulso de inteligencia y sentimientos, a golpe de experiencias vividas de que es superior la libertad a la esclavitud, la igualdad a su contrario, la solidaridad al desinterés mutuo, el respeto al desprecio, el diálogo abierto a la violencia y el recitado de los deberes. Es la humanidad la que ha ido haciendo un proceso de degustación.
Sólo que, por desgracia o por suerte, cada persona y cada tiempo deben hacer su aprendizaje, y resulta difícil llevarlo adelante cuando no concuerdan las ideas con las creencias. Las ideas las tenemos -decía Ortega con buen acuerdo-, y en las creencias se está. Y resulta casi imposible educar en la moral abierta cuando el niño o el joven no percibe a través de su inteligir sentiente que esas son las creencias desde las que actúa su sociedad. Por eso proponía Kant, como clave para educar el corazón, la creación de una comunidad ética, que hiciera del aprecio por la virtud moneda corriente.
Sin embargo, la organización económica, política y social compone hoy un entramado cultural que gratifica el cultivo de las habilidades técnicas y sociales, el saber hacer y el dominio de los recursos humanos. Y eso está bien. Pero retornan una y otra vez las viejas preguntas "libertad, ¿para qué?", "solidaridad, ¿para qué?". La respuesta de Tocqueville sigue siendo impagable: "quien pregunta ’libertad, ¿para qué?’ es que ha nacido para servir".
Quien es incapaz de saborear esas capacidades -podríamos añadir- es que no tiene un corazón humano, inteligencia y sentimiento, y continúa viviendo la ley de la selva. Salir de ella es una de las tareas del siglo XXI.
9 de agosto de 2007



Si escuchas atentamente con el corazón podrás percibir las palabras del silencio y lo esencial se revelará ante tus ojos





Gracias por tu amable atención
                                                                



martes, 3 de abril de 2012

Cinismo mediático: manipulación oculta




Este hermoso vals de Shostakovich nos acerca un poco de aire fresco  antes de introducirnos en las densas brumas de los mensajes mediáticos.




Noam Chomsky, con la claridad de siempre, nos enseña a estar alertas ante las artimañas de los medios con las que intentan hacernos ver lo que ellos quieren







Gracias a Youtube

                                             
                                                     Lorito mediático

Aurelio se había establecido en un paraje de la selva misionera donde no llegaba la palabra de los medios ni de sus repetidoras: las habladurías de la gente. El  tenía decidido no darles oportunidad de que le laven el cerebro
—No más simulacros de la realidad ni invasión cultural—se dijo—.En adelante voy a mirar las cosas con mis propios ojos y en su realidad desnuda.
 En una quema de Rosario había arrojado la radio portátil y los diarios y revistas que encontró en su casa. Luego, desmanteló prolijamente a golpes de martillo el televisor y la PC y regaló sus restos a un botellero que casualmente pasaba por la calle.
Sólo salvó del holocausto a unos pocos libros que le habían abierto la cabeza.
 Liberado del acoso de los medios y para tomar distancia de la cháchara trivial, levantó su rancho en un claro del monte, cerca de un arroyo y bajo un jacarandá, que le daba sombra y canto de pájaros. En la naturaleza, esperaba encontrar una palabra verdadera.
 Una tarde, mientras dormía la siesta, lo despertó el canto de un loro.
—¡Qué bueno! —exclamó—. Le voy a enseñar a hablar para que me alegre el rancho… 
—¡Coca Cola! —dijo el lorito como para dejar en claro su condición— ¡Coca Cola!, ¡Halloween!, ¡Halloween!, ¡Be happy!, ¡Winter sale!
—¡Carajo! —exclamó Aurelio—. ¡Me están invadiendo el rancho con un loro colonizado! ¡Esto ya es el colmo! —gritó, al tiempo que descolgaba la escopeta.
—¡Ya vas a ver, loro alcahuete! —vociferó fuera de sí y, olvidando su idilio con la naturaleza, le descargó un chumbo que si el loro no pega un salto oportuno habría llevado a mejor vida  su propaganda imperialista.
—¡Bye, bye, you idiot! —parlaba el loro mientras ponía distancia entre su seguridad y la furia de Aurelio
—¡Go home! ¡Go home, loro cipayo! ¡Go to hell, you bastard!—gritaba Aurelio descontrolado.
—¿Go home? ¿Dije “go home”?  ¿Go to hell?—se preguntó estupefacto,  y cayó en la cuenta de que la independización cultural debía comenzar por él mismo
                                                                                  
                                                          Raúl Czejer


La televisión postmoderna: El cinismo a escena

Una información libre y realmente independiente tendría que ser el más alto sentido de los medios de comunicación en una sociedad democrática


Como indica Pierre Bourdieu, la televisión busca sucesos y, especialmente, busca ocultar mostrando. Esta contradicción resume el poder de la televisión y sus elecciones informativas y periodísticas. El mundo audiovisual pretende ser una radiografía de lo que pasa, pero en el fondo sólo lo es de la realidad televisada. El énfasis de presentar la realidad o bien como suceso o bien como espectáculo, impone un sensacionalismo en la producción del discurso público.
Lo propio de la televisión debería ser formar la opinión pública mediante una información libre y realmente independiente. Éste tendría que ser el más alto sentido de los medios de comunicación de masas en una sociedad democrática. Pero no es así. Los efectos perversos de la comunicación, entendida como negocio o como control pasivo de la realidad por el Homo videns ejercen un efecto directo sobre la democracia y sobre la madurez política de los ciudadanos.
El drama de la televisión postmoderna es que ésta no sólo informa, sino que, sobre todo, se dedica al entretenimiento de las masas mediante la búsqueda de las audiencias. En esta búsqueda de cuotas de mercado, los programas supuestamente verdaderos son un nuevo tipo de espectáculo que tiene mucho éxito. La banalidad se emite de manera consciente e interesada por parte de sus productores y creadores. Se celebran falsos debates, con falsos invitados, imaginarias entrevistas o pastiches de todo tipo. Aparentemente todo es verdad, un reflejo claro, directo, nítido de la realidad social, pero en el fondo, es un circo donde los esperpentos hacen impunemente su número.
La televisión postmoderna cumple uno de los requisitos indispensables de la postmodernidad, a saber, el cinismo. El cinismo actual puede definirse como la radical pérdida de sinceridad. Se establece sobre la hipocresía. Un elemento indispensable de la actitud cínica es el descaro y la desfachatez. Todo el mundo parece ser muy sincero cuando cuenta sus penas, pero es sólo apariencia. La trivialidad y la banalidad, en cuanto actitudes propias de la cultura postmoderna, se difunden como parte esencial del nuevo entorno mediático.
Se genera un tipo de discurso en el que la desinformación e incluso la contrainformación se utilizan como parte principal del mensaje televisivo. Los debates-basura que singulariza esta televisión se convierten en un espectáculo donde cada uno tiene que representar bien su papel, como si se lo creyera de verdad. El mercenario mediático defiende como el sofista griego la idea que le impone el mejor postor. Da igual lo que sea. En este tipo de televisión, se ridiculiza al adversario hasta llevarlo a extremos grotescos.
He aquí otro de los éxitos de esta televisión de la postmodernidad: la manipulación de la audiencia mediante la confusión entre realidad y ficción. La incoherencia vuelve verosímil lo inverosímil, y absurdo lo que es lógico. Tal capacidad para difundir y trastocar las causas y fundamentos de lo que ocurre, y especialmente el embotamiento de los ciudadanos que quedan reducidos a ser audiencias pasivas e inconscientes, surge como el enorme problema de la democracia.
Una democracia legítima y no sólo legal, tiene que afrontar de manera directa y valiente la defensa de la objetividad y del conocimiento en profundidad de los fenómenos por parte de los ciudadanos. Necesitamos una nueva ética pública de carácter crítico y comprometido con la realidad. Esta nueva ética tendría que convertirse en la verdadera contribución a una política y comunicación emancipada de las servidumbres de nuestro tiempo.

                                                                        
                                                                     Francesc Torralba Roselló
                    

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