martes, 3 de abril de 2012

Cinismo mediático: manipulación oculta




Este hermoso vals de Shostakovich nos acerca un poco de aire fresco  antes de introducirnos en las densas brumas de los mensajes mediáticos.




Noam Chomsky, con la claridad de siempre, nos enseña a estar alertas ante las artimañas de los medios con las que intentan hacernos ver lo que ellos quieren







Gracias a Youtube

                                             
                                                     Lorito mediático

Aurelio se había establecido en un paraje de la selva misionera donde no llegaba la palabra de los medios ni de sus repetidoras: las habladurías de la gente. El  tenía decidido no darles oportunidad de que le laven el cerebro
—No más simulacros de la realidad ni invasión cultural—se dijo—.En adelante voy a mirar las cosas con mis propios ojos y en su realidad desnuda.
 En una quema de Rosario había arrojado la radio portátil y los diarios y revistas que encontró en su casa. Luego, desmanteló prolijamente a golpes de martillo el televisor y la PC y regaló sus restos a un botellero que casualmente pasaba por la calle.
Sólo salvó del holocausto a unos pocos libros que le habían abierto la cabeza.
 Liberado del acoso de los medios y para tomar distancia de la cháchara trivial, levantó su rancho en un claro del monte, cerca de un arroyo y bajo un jacarandá, que le daba sombra y canto de pájaros. En la naturaleza, esperaba encontrar una palabra verdadera.
 Una tarde, mientras dormía la siesta, lo despertó el canto de un loro.
—¡Qué bueno! —exclamó—. Le voy a enseñar a hablar para que me alegre el rancho… 
—¡Coca Cola! —dijo el lorito como para dejar en claro su condición— ¡Coca Cola!, ¡Halloween!, ¡Halloween!, ¡Be happy!, ¡Winter sale!
—¡Carajo! —exclamó Aurelio—. ¡Me están invadiendo el rancho con un loro colonizado! ¡Esto ya es el colmo! —gritó, al tiempo que descolgaba la escopeta.
—¡Ya vas a ver, loro alcahuete! —vociferó fuera de sí y, olvidando su idilio con la naturaleza, le descargó un chumbo que si el loro no pega un salto oportuno habría llevado a mejor vida  su propaganda imperialista.
—¡Bye, bye, you idiot! —parlaba el loro mientras ponía distancia entre su seguridad y la furia de Aurelio
—¡Go home! ¡Go home, loro cipayo! ¡Go to hell, you bastard!—gritaba Aurelio descontrolado.
—¿Go home? ¿Dije “go home”?  ¿Go to hell?—se preguntó estupefacto,  y cayó en la cuenta de que la independización cultural debía comenzar por él mismo
                                                                                  
                                                          Raúl Czejer


La televisión postmoderna: El cinismo a escena

Una información libre y realmente independiente tendría que ser el más alto sentido de los medios de comunicación en una sociedad democrática


Como indica Pierre Bourdieu, la televisión busca sucesos y, especialmente, busca ocultar mostrando. Esta contradicción resume el poder de la televisión y sus elecciones informativas y periodísticas. El mundo audiovisual pretende ser una radiografía de lo que pasa, pero en el fondo sólo lo es de la realidad televisada. El énfasis de presentar la realidad o bien como suceso o bien como espectáculo, impone un sensacionalismo en la producción del discurso público.
Lo propio de la televisión debería ser formar la opinión pública mediante una información libre y realmente independiente. Éste tendría que ser el más alto sentido de los medios de comunicación de masas en una sociedad democrática. Pero no es así. Los efectos perversos de la comunicación, entendida como negocio o como control pasivo de la realidad por el Homo videns ejercen un efecto directo sobre la democracia y sobre la madurez política de los ciudadanos.
El drama de la televisión postmoderna es que ésta no sólo informa, sino que, sobre todo, se dedica al entretenimiento de las masas mediante la búsqueda de las audiencias. En esta búsqueda de cuotas de mercado, los programas supuestamente verdaderos son un nuevo tipo de espectáculo que tiene mucho éxito. La banalidad se emite de manera consciente e interesada por parte de sus productores y creadores. Se celebran falsos debates, con falsos invitados, imaginarias entrevistas o pastiches de todo tipo. Aparentemente todo es verdad, un reflejo claro, directo, nítido de la realidad social, pero en el fondo, es un circo donde los esperpentos hacen impunemente su número.
La televisión postmoderna cumple uno de los requisitos indispensables de la postmodernidad, a saber, el cinismo. El cinismo actual puede definirse como la radical pérdida de sinceridad. Se establece sobre la hipocresía. Un elemento indispensable de la actitud cínica es el descaro y la desfachatez. Todo el mundo parece ser muy sincero cuando cuenta sus penas, pero es sólo apariencia. La trivialidad y la banalidad, en cuanto actitudes propias de la cultura postmoderna, se difunden como parte esencial del nuevo entorno mediático.
Se genera un tipo de discurso en el que la desinformación e incluso la contrainformación se utilizan como parte principal del mensaje televisivo. Los debates-basura que singulariza esta televisión se convierten en un espectáculo donde cada uno tiene que representar bien su papel, como si se lo creyera de verdad. El mercenario mediático defiende como el sofista griego la idea que le impone el mejor postor. Da igual lo que sea. En este tipo de televisión, se ridiculiza al adversario hasta llevarlo a extremos grotescos.
He aquí otro de los éxitos de esta televisión de la postmodernidad: la manipulación de la audiencia mediante la confusión entre realidad y ficción. La incoherencia vuelve verosímil lo inverosímil, y absurdo lo que es lógico. Tal capacidad para difundir y trastocar las causas y fundamentos de lo que ocurre, y especialmente el embotamiento de los ciudadanos que quedan reducidos a ser audiencias pasivas e inconscientes, surge como el enorme problema de la democracia.
Una democracia legítima y no sólo legal, tiene que afrontar de manera directa y valiente la defensa de la objetividad y del conocimiento en profundidad de los fenómenos por parte de los ciudadanos. Necesitamos una nueva ética pública de carácter crítico y comprometido con la realidad. Esta nueva ética tendría que convertirse en la verdadera contribución a una política y comunicación emancipada de las servidumbres de nuestro tiempo.

                                                                        
                                                                     Francesc Torralba Roselló
                    

Gracias al autor y a www.forumlibertas.com


                                                               
                                                         

jueves, 15 de marzo de 2012

Tolerancia cero

                                                     
                                            
                                                Pedro dice basta



A mi amigo Pedro se le estaba haciendo insoportable la situación. Tan luego a él, que gustaba de los silencios conventuales a la hora del descanso para disfrutar a su gusto del Nocturno de Chopin  o del Concierto de Aranjuez, le había tocado tener de vecinos a un grupo de muchachos que dedicaban sus largas horas de ocio a aporrear los instrumentos propios de una banda de rock conectados a un desorbitado amplificador que hacía tremolar las paredes. Cuando los jóvenes se instalaron en la casa le pareció agradable escuchar un poco de la algarabía que toda reunión de muchachos suele suscitar; daría un poco de alegría al entorno, pensó. Pero cuando se sucedieron los días y  dale que dale a la batería y las guitarras, sus oídos educados en la música clásica se saturaron de ruidos y no tuvo más remedio que andar por la casa con un tapa orejas que pusiera distancia entre él y la trapisonda de los vecinos. El placer de la estudiantina se fue al tacho. Comenzó a subírsele la presión y él a fastidiarse con tanto estruendo de rock pesado.

Por fin se decidió: Presentaría a los vecinos su queja por ruidos molestos. Llamó insistentemente a la puerta y nada. Pensó que de tanto estar sumergidos en un mar de bochinche los muchachos se habían vuelto medio sordos, así que apeló a recursos más expeditivos. Si no escuchaban, al menos podrían oler, pensó. En el quiosco de la esquina compró unas bombitas de mal olor y las arrojó hacia el interior de la casa de los vecinos por el conducto de respiración de la cocina. Al ratito nomás los vio aparecer en estampida hacia la calle apantallándose las narices. “Esta es la mía”, se dijo, y encaró a la banda que sentada en el cordón de la vereda se empecinaba en espantar  la resaca de la pestilencia que misteriosamente había invadido el estudio improvisado.

—Muchachos  —les dijo con el tono más amable que encontró en su repertorio—, aprovecho que casualmente los encuentro. Quería pedirles que moderen el nivel de ruido de su amplificador. No me dejan dormir ni a la tarde ni a altas horas de la noche y, sinceramente, ya no lo soporto más.
—La libertad es libre —le contestó un flaco con aires de John Lennon en tiempos de sus andanzas con Yoko Ono—. En nuestra casa podemos hacer lo que queramos. Para eso pagamos el alquiler.

—Mirá, flaco —le respondió sintiendo que los colores se le subían a la cara—, tu libertad será libre dentro de tu casa, pero no  en mi casa, donde el que manda soy yo. Si tu ruido invade mi propiedad, me estás atropellando, y eso no lo voy a permitir.

—Vos sos un intolerante de mierda, incapaz de aguantarte nada en beneficio de la convivencia y del arte musical—le espetó a boca de jarro un gordito pelirrojo. Después supe que era el que apaleaba la batería.

—Vamos por partes —vociferó Pedro levantando presión y sintiendo que la furia española se le subía a la cabeza—.  Primero  aclaremos lo “de mierda”: Mi supuesta intolerancia no tiene  nada que ver con vos. Segundo: ¿Intolerante? ¿Defenderse de la agresión es ser intolerante? ¿Acaso la convivencia puede basarse en la injusticia? Y tercero: ¿En beneficio de la música? Muchachos, ustedes no hacen música, ustedes deconstruyen la música. Se los digo yo, que de eso sé bastante.

—¡No me vengas con filosofías! Tolerar es bancarse las molestias que los demás nos pueden ocasionar. Un poco de ruido no te va a arruinar los nervios. ¡No hay que ser tan estrechos, che! —le contestó el flaco cara de intelectual setentista— Además, te informo que la música que hacemos es música cavernaria, porque nosotros buscamos reconstruir las raíces originales del arte musical, limpiándola de toda la porquería que le cargó encima la burguesía satisfecha.

---Tampoco hay que ser tan contemplativos que renunciemos a nuestros derechos. Aunque a vos no te parezca, tu barahúnda de ruidos, música o lo que vos quieras,  me va a arruinar la salud. Yo les insisto: por favor, bajen el volumen del sonido —concluyó  Pedro, viendo que sus vecinos eran impermeables a las ideas de justicia, respeto y consideración y que iba a tener  a tener que lidiar con ellos en su propio terreno.

El bochinche siguió tal cual. “Fuego contra fuego”, se dijo Pedro estratégicamente y se dispuso a presentar batalla. En una tienda de aparatos de audio compró un equipo amplificador de diez mil watts de consumo real y lo instaló en  el cuarto contiguo a la casa vecina. Cuando probó su funcionamiento, sin llegar al máximo, los cuadros se cayeron de las paredes. Un amigo que entendía de electrónica le proveyó  un sensor  que encendía el equipo cuando el nivel de ruido de la casa  vecina llegaba al límite de 55 decibeles. Cada vez que los rockeros improvisados se pasaban de la raya, el amplificador de Pedro tapaba batería, guitarras y cualquier otro sonido que anduviera por ahí, de tal modo que era imposible continuar con el ensayo. Los muchachos comprendieron que debían bajar los decibeles que invadían la casa del vecino. Forraron  paredes, ventanas y puertas con material aislante, convirtiendo a la casa en una cueva estanca apenas iluminada por una bombilla eléctrica. Aislados del mundanal ruido se encerraron a darle  a los instrumentos sin asco y sin descanso, a gusto y piacere, como diría mi amigo, el tano Pascual.

Pero a Pedro se le fue la mano.
Un día en que se despertó medio chinchudo y no dispuesto a tolerar ruidito alguno más allá del límite que había impuesto, puso al máximo el amplificador. Al comienzo de la tocata cavernaria todo fue normal, pero a medida que se calentaba el concierto el volumen comenzó a subir de nivel, traspasó las paredes y el aislante y llegó al límite. Al instante se disparó el equipo de Pedro. El estruendo fue un tsunami de sonidos que hizo tremolar la casa como hoja azotada por el viento, el temblor rajó las paredes y toda la estructura colapsó ante el embate de las ondas sonoras embravecidas. No quedó piedra sobre piedra. Batería, guitarras, bajos, amplificadores, todo sucumbió bajo los escombros. De puro milagro los habitantes se salvaron de la hecatombe.

Pedro fue condenado por estrago con dolo eventual y lesiones varias.
Ahora, recluido en una celda oscura y silenciosa como una caverna añora los días en que la algarabía de los jóvenes, la batería y las guitarras poblaban su mundo de mágicos sonidos. De vez en cuando lo voy a visitar y le llevo las grabaciones de los últimos conciertos de la banda de rock que fueran sus vecinos.

Gracias por tu amable atención                               
                                                                                  Raúl Czejer












martes, 14 de febrero de 2012

Estado y privilegio


                                           
                            Privilegio y discriminación institucional
Hola, amigo/a
Debo confesarte que me sentí discriminado como simple ciudadano y despojado de mi derecho de usar la vía pública en iguales condiciones que los demás cuando en Acassuso me encontré impedido de estacionar el auto en un amplio sector del pueblo —muy elegante, por cierto— porque la Comuna de San Isidro había dispuesto reservar esa posibilidad para sólo los habitantes del lugar.

 Me chocó el evidente privilegio otorgado por el poder público a un pequeño sector —pequeño pero muy influyente— de la comunidad y la notoria e intolerable discriminación para con todos los demás, quienes posiblemente no disponen de los fluidos contactos con los gobernantes de turno. Y más me molestó ver que tal discriminación estaba perpetrada por un gobierno de condición constitucionalmente republicana, para el que es obligación actuar respetando estrictamente el principio de igualdad ante la ley.

Me pareció patético que el mismo Estado que tiene en su estructura un organismo para la erradicación de la discriminación (Inadi) no dude en hacerlo cuando es cuestión de privilegiar a los amigos del poder. Aún más, me parece una hipocresía institucionalizada, porque se propicia  la antidiscriminación  mediante una ley promulgada con bombos y platillos y se la practica solapadamente mediante otra ley especial hecha a la medida de los amigos.

 Lamentablemente el caso que pude comprobar con mis propios ojos no es  el único ni el más grave. El país está plagado de privilegios otorgados por los poderes públicos, que significan otras tantas discriminaciones.

 Por citar otro caso cercano al lugar donde vivo: La costa del Río Luján, que recorre varios pueblos de Buenos Aires, está concedida por el gobierno a clubes náuticos para su uso privado de modo que la gente común no puede acceder a ella como debiera ser, teniendo en cuenta que la costa de los ríos es de dominio público. Evidentemente los socios de esos clubes están siendo privilegiados y la gente del pueblo discriminada.

 Me parece asombroso el grado de tolerancia que la ciudadanía tiene para con los gobernantes que privilegian a sus amigos y perjudican a todos los demás valiéndose del poder que les otorgó el pueblo. O tal vez es inconciencia: El privilegio  se ha hecho tan común que ya nadie lo ve, como si fuera tan natural como el agua y el aire. Todo el mundo habla de discriminación, pero parece no advertir la discriminación disimulada que supone todo privilegio, máxime cuando esos privilegios son concedidos por los que tienen que cuidar la igualdad ante la ley.

 Se entiende que hay personas que deben ser privilegiadas en razón de sus condiciones de discapacidad momentánea o permanente: los minusválidos, las embarazadas, los niños, los ancianos…Pero los privilegiados por el poder no son precisamente minusválidos ni indigentes, porque los pobres no tienen llegada a los despachos de los funcionarios.

Hubo en mi país un presidente que decía: “En la Argentina los únicos privilegiados son los niños”. Se quedó corto: se olvidó de decir que los amigos del poder son también privilegiados, y mucho más que los niños y sin la necesidad de protección que éstos tienen.

Sería curioso si no fuera hipócrita que el mismo Estado que obliga a los ciudadanos a evitar la discriminación sea el que más discrimina al conceder privilegios a amigos y parientes.  Te pongo un ejemplo: En mi país las escuelas privadas no tienen permitido seleccionar a los aspirantes a ingreso, bajo apercibimiento de perder el subsidio del Estado, el mismo Estado que solapadamente concede privilegios a allegados, discriminando al resto de la población.

 Las políticas socializantes propician medidas tendientes a obligar a los pobladores a ser equitativos. No me parece mal, porque hay que inducir a la gente a que corrija la mala costumbre de discriminar, si bien creo que antes que la imposición, el control y las sanciones sería más respetuoso de la libertad de los individuos la realización de  campañas de concientización, persuasión y reeducación.

 Dicen que el pescado comienza a podrirse desde la cabeza. Pero la pudrición no termina allí, sino que luego  invade todo el cuerpo. En las sociedades pasa algo parecido. Las mañas corruptas comienzan en las clases superiores y posteriormente se expanden a todo el cuerpo social.

Si es verdad que cada pueblo tiene el gobierno que se merece, cabe sospechar que el pueblo argentino ha aprendido la lección de sus dirigentes y se ha hecho cómplice  del privilegio y la discriminación. Lamentablemente las observaciones sociológicas parecen confirmarlo. La “gauchada”, el acomodo, los contactos, las “coimas” son prácticas generalizadas en nuestra población —máxime la de clase alta—, todas con el propósito de conseguir prerrogativas especiales.

 Pero el problema mayor no está en la gente, sino en el gobierno: Cómo controlar y erradicar  las prácticas discriminatorias que ejercen los funcionarios, ya que son más disimuladas y difíciles de comprobar y, por otra parte, mucho más dañinas para el conjunto de la población y para la salud de la república.

 Las repúblicas tienen mecanismos de control de los actos de los funcionarios, pero los pícaros políticos postmodernos-neoliberales se han ocupado de volverlos inoperantes a fin de actuar con la seguridad de que sus bellaquerías no serán descubiertas. Nos quedaría recurrir al periodismo independiente, pero vemos que no basta con la investigación y la denuncia si los jueces no pueden, no saben o no quieren administrar justicia cuando el acusado es un funcionario o alguien vinculado con él.
¿Qué nos queda? La fe y la esperanza de que estas lacras alguna vez serán superadas, la honestidad de no sumarnos al privilegio y la discriminación, la lucha día a día contra los corruptos y el uso inteligente del sufragio.

 Gracias por tu amable atención
                                                                                       Raúl Czejer


La  música de Ennio Morricone y la poesía de Chiara Ferraú nos ayudan a tener fe en un mundo sin privilegios.

viernes, 3 de febrero de 2012

¿De cuál dignidad me están hablando?

                                                      



                                                 Dignidad a la carta            



Permíteme contarte un chiste. Cierta vez, hace ya muchos años, una gran reunión de notables de todo el mundo proclamó a los cuatro vientos que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Los dignatarios firmaron un solemne documento y se fueron a dormir satisfechos de haber prestado un gran servicio a la humanidad. Pero olvidaron que la gente no lee los documentos, menos si son solemnes, y que las palabras no cambian la realidad, apenas si crean una ficción. La gente siguió pensando y actuando como antes de la gran reunión, según lo que veía con sus ojos. ¿Y qué veía? Que la desigualdad y la sumisión reinaban por doquier, tanto que proclamar que todos somos libres e iguales en dignidad y derechos parecía una quimera propia de mentes afiebradas. ¿Cómo se les ocurría decir que todos somos iguales en dignidad? ¿Dónde ven la dignidad de un torturador? ¿Y de un delincuente?  La gran asamblea no se ocupó de explicitar qué entendía por dignidad del ser humano ni en fundamentar su concepto, para no entrar en metafísicas y menos en teologías, Dios libre y guarde, y así redujo tal  dignidad  a una palabra ambigua que cada uno interpretó a su manera y según sus intereses, reconociendo o retaceando dignidad humana a los demás  según las conveniencias del momento.



 Los varones dijeron y establecieron, haciendo uso de su poder, que ellos solamente tienen los atributos de la dignidad. Se sintieron así autorizados a decir que las mujeres no son seres humanos dignos “como uno” (por supuesto que quien dice esto es un varón, que piensa que la dignidad del ser humano cuelga entre las piernas). En consecuencia no tienen las mismas prerrogativas que los machos y deben encargarse de las tareas de segunda, subordinadas a ellos, por supuesto. Por fortuna algunas mujeres se están encargando de lavarles la cabeza, aunque otras, vergonzantes de su condición, se esfuerzan por mimetizarse con los varones, disimulando su humillante diferencia.



Otros, astutamente, decidieron pensar que la dignidad consistía en la piel blanca y en consecuencia redujeron a los negros a la condición de infrahumanos, de este modo podrían explotarlos como a animales y echarles la culpa de todo los males de la sociedad, sin cargos de conciencia, claro, porque uno tiene sus principios. Pero cuando un negro célebre se cambió el color de la piel, entraron en confusión y ataques de pánico: si un negro se puede transformar en blanco significa que un blanco se puede cambiar en negro, ¡horror! , y que la condición de ser humano viene a ser  como un traje que se quita y se pone: Me pongo la piel negra y ya no soy humano, no tengo dignidad ni derechos ni libertad; me pongo la blanca y ¡maravilla!, ya tengo categoría de persona. Para esto basta con tener unos cuantos mangos como para pagar a los cirujanos, así que la dignidad tan preciada se puede adquirir en el mercado como se compra un kilo de cebollas.



 Pero esta forma de pensar les pareció muy tosca y filistea a los sofisticados de las vanguardias culturales esnobistas y se dieron a buscar a quiénes endilgarles la condición de infrahumanos. Inteligentes y refinados como son, se dieron cuenta de que había personas que seguían pensando “a la antigua”. Los llamaron “dinosaurios”, denominación surrealista —el discurso llano no es digno de un vanguardista que se precie—para nombrar a quienes consideraban  como fósiles del pasado. Aplaudían a rabiar cuando un rockero cantaba con voz aguardentosa “los dinosaurios van a desaparecer”, sin advertir que los próximos dinosaurios serían ellos mismos. En la bolsa de los dinosaurios metieron a todos los que no compartían sus opiniones de avanzada con que, según su mente febril, avizoraban el porvenir. Convencieron a los popes de la industria cultural y al mandarinato universitario de que los dinosaurios  no debían tener prensa ni cátedra, por oscurantistas y estructurados, que pretendían conservar  valores tradicionales ¡qué osadía! No debía facilitarse la libertad de expresión a semejantes engendros. Cayeron así en la más flagrante contradicción: defensores de todas las libertades, aún las más jugadas, y enemigos de toda discriminación, despojaron a los dinosaurios de la oportunidad de expresarse, condenándolos al ostracismo intelectual.



Algunos memoriosos recurrieron al gran Aristóteles para dar lustre y fundamento a su teoría de que hay gente que nace para servir a los señores. Por supuesto, la dignidad es propiedad de los señores, esos que ostentan  gran estilo y tienen la libertad de derrochar fortunas en una timba; en cambio los servidores son  sólo cosas útiles. También trajeron en abono de sus ideas el aforismo que alguna vez leyeron en “Martín Fierro”: “Al que nace barrigón es al ñudo que lo fajen”. En consecuencia —dijeron—es inútil gastar pólvora en chimango queriendo igualar a los de abajo con los de arriba. Hay que dejarlos ser lo que son, respetando su diferencia específica, y no forzar a la naturaleza. “La realidad es la única verdad”, dijo el Gran Maestro. Y la realidad muestra que somos desiguales. Hablar de dignidad igual para todos es una gran mentira —afirmaron con total convicción y sin ponerse colorados.



No faltó el guardiacárcel que aprovechó la volada y decretó para sí no darle bola a los garantistas de siempre que pretenden igualar a los delincuentes con la gente honesta como uno. “Para los malvivientes, ni la justicia”, dijo, remedando las palabras de un famoso general, y se dedicó a hacer sentir a los presos todo el peso de la ley.



Trascartón vinieron los políticos autocráticos, cínicos a morir, que vieron la oportunidad de vender gato por liebre a los desprevenidos ciudadanos y los convencieron de que los nuevos tiempos exigían dividir a la gente en dos clases: leales fanáticos y enemigos execrables y que los leales son los únicos que tienen dignidad humana mientras que los enemigos son ratas miserables a los que hay que tratar como tales. Con tranquilidad de conciencia los tirotearon a mansalva y a destajo, los privaron de la justicia, los encerraron en jaulas como a fieras salvajes o los tiraron al mar desde aviones sigilosos.  Todo, por supuesto, para defender al modelo o a la civilización occidental.



El chiste es que a sesenta años de la gran asamblea de notables, las cosas siguen como entonces y parecen hacer caso omiso de  palabras bienintencionadas pero ingenuas. La fraternidad universal que propiciaba se va perdiendo en el horizonte, mientras avanza la barbarie como jinete del apocalipsis, tal vez anunciando el gran harmagedón.



¿Por qué la realidad no se adapta a las buenas intenciones? Porque las buenas intenciones no se adaptan a la realidad integral del ser humano, que viene siendo ignorada desde hace tiempo por el discurso políticamente correcto, realidad que no se reduce a lo que se ve con los ojos sino que comprende también a lo que se intuye con el corazón y la inteligencia: Que el ser humano es también espíritu, persona que trasciende su máscara corporal. Es esta condición espiritual la que funda su dignidad y la hace una realidad intocable, como un lugar sagrado que hay que tratar con sumo respeto, descubierta la cabeza y los pies descalzos.

Gracias por tu amable atención

                                                                                                Raúl Czejer

viernes, 30 de diciembre de 2011

Soñar aún es posible

                                           


                                            Antídoto al cinismo
                                                   (El País, 30/12/2011)

Desde que en 1983 el filósofo alemán Peter Sløterdijk publicara la Crítica de la razón cínica han pasado ya más de 25 años y, sin embargo, su profundo análisis del cinismo postmoderno sigue gozando de una extraordinaria vigencia. Esta obra, junto con la Teoría de la acción comunicativa (1981), de Jürgen Habermas, y El principio de responsabilidad (1977), de Hans Jonas, es, con mucha probabilidad, uno de los ensayos filosóficos más sugerentes del último tercio del pasado siglo.

En la obra, reeditada hace muy poco por Siruela, el polémico pensador distingue, con lucidez, el cinismo griego, cuyo máximo representante es Antístenes, del cinismo contemporáneo. En aquella escuela filosófica se adoraba al perro, se reivindicaba la vida natural, sin normas, ni convenciones, en plena harmonía con el Todo; se aspiraba a una existencia sobria, sin ornamentos, ni artificios; se anhelaba la autenticidad, lo cual nada tiene que ver con el cinismo difuso de la tan cacareada postmodernidad.

El cinismo postmoderno es una expresión del nihilismo. El cínico postmoderno ya no cree en nada, ni en la Patria, ni en la Revolución, ni en el Partido. Ha dejado de confiar en las grandes palabras. En su alma habita el más inquietante de los huéspedes: el nihilismo. Parte de la idea que todo lo sólido se desvanece en el aire, por lo cual, la lucha carece de sentido, como también la revolución.

El cínico es el último eslabón del criticismo, la consciencia desgraciada de la Ilustración, el gato escaldado por las ideologías. Como insinúa Peter Sløterdijk, sólo se mueve por el instinto de autoconservación a corto plazo. Experimenta una cierta ternura frente al joven alternativo, al rebelde antiglobalización y al ecologista convencido; una suerte de piedad frente a los que sueñan que otro mundo es posible. Viene de vuelta de todo, pero, en el fondo le devora una melancolía que mantiene bajo control emocional. Es un conformista, lleva tatuada en su epidermis la mentalidad TINA (There is no alternative), pero aparenta creer en algo, da la impresión que tiene convicciones y, de hecho, sigue en el Partido, en la Iglesia o en la ONG de turno, pero sólo él sabe que ya no cree en nada más que en conservar su statu quo. El cinismo difuso es el gran mal a combatir, una especie de virus que campa a su aire por el mundo social y político.

El cínico  mira con indiferencia los avatares de la historia. No cree en el poder de la razón y experimenta pasivamente cómo se embrutecen las masas con los medios de comunicación audiovisual y cómo se atrofia la democracia. Sabe, en sus adentros, que el fracaso de la Ilustración que anunciaron los filósofos de la primera generación de la Escuela de Frank-furt, Theodor Adorno y Max Horkheimer, se ha hecho fatalmente realidad en la burbujeante sociedad postmoderna que, más que líquida -con perdón de Bauman-, parece pura gaseosa. Viendo cómo va el mundo desde el sofá de su casa, el cínico, víctima de una sobredosis de telebasura, se pregunta para qué ha servido la cultura de la crítica, la escuela de la sospecha, los grandes maestros pensadores.

Pregunté a mis alumnos cómo se detecta a un cínico; cómo curarse del cinismo, diagnosticarlo a tiempo y combatirlo. Me quedé gratamente sorprendido de sus respuestas. El cínico, por bueno que sea -decía uno-, es un texto camaleónico, que adopta la forma del contexto, un ser sin convicciones que manosea las grandes palabras para mantener su silla. Cuando uno contrasta su discurso público con su vida privada, aflora la incoherencia y el cínico aparece con luz meridiana.

El cinismo es una secreta forma de desesperación y de resentimiento contra toda forma de pensamiento alternativo. En la vida política está alcanzando tal magnitud que uno tiene que luchar firmemente contra su escepticismo para no tirar la toalla. Muchos jóvenes ya la han tirado. No se creen a los políticos cuando hablan y, sin embargo, están sedientos de referentes sociales, de arquetipos ejemplares, de razones por las que merezca la pena luchar. Tienen hambre de épica.

El cinismo genera desconfianza y desesperanza. Frente a él es necesario repetir una y otra vez que otro mundo es posible (y necesario). Contra el fatalismo histórico que anida en el alma del cínico, es esencial reivindicar el poder de la razón y de la participación, el principio esperanza del olvidado Ernst Bloch, la indignación frente al mal y las estructuras de injusticia que ahogan el mundo. Nos conviene recordar que toda realidad viene precedida por un sueño.

El cinismo es el fruto maduro del nihilismo finisecular. Friedrich Nietzsche lo predijo, pero no nos dio herramientas para liberarnos de él. Después del fracaso de las utopías, llegó el nihilismo y, con él, el cinismo. Pero, después del cinismo, ¿qué podemos esperar? Nadie lo sabe con certeza. Será necesario forjar nuevos horizontes de sentido, anclados en el conocimiento real del ser humano, pero con la memoria despierta, pues, de otro modo, podríamos tropezar, una vez más, con la misma piedra.

Autor:Francesc Torralba Roselló, director de la Cátedra Ethos de la Universidad Ramon Llull
Gracias a El País y al autor. Los pasajes en negrita han sido destacados por mí.



viernes, 23 de diciembre de 2011

Navidad del alma

Navidad es una rememoración y un llamado a hacer renacer dentro del pecho la esperanza de un mundo con sentido, donde vivir valga la pena y morir no sea un absurdo.

Con toda cordialidad y deseando para ti lo mejor, me complace saludarte en esta fiesta del alma.

                                                                                             Raúl Czejer

viernes, 9 de diciembre de 2011

Cielo del cínico

                                                 

Antonio Machado dice que no hay caminos, pero yo creo que hay caminos y caminos, algunos ya construidos, otros proyectados y otros en construcción. Unos conducen al cielo y otros al infierno, hablando siempre de nuestra vida en el mundo. Lo importante es saber discernir un camino de otro y obrar en consecuencia.





                               Haciendo camino
A veces me gusta sentarme  a la sombra de los árboles junto a la orilla del río para mirar  los barcos que pasan hacia el mar cercano. Contemplando el fluir silencioso del agua me suelen venir a la memoria los versos que aprendí cuando era joven: “Nuestras vidas son los ríos, que van a dar a la mar”. Y más de una vez se me dio por meditar en la sentencia de aquel filósofo que dijo que todo cambia y que nadie se baña dos veces en el mismo río.

El fluir de las cosas. Gran verdad y gran misterio que siempre nos ha intrigado y afligido, porque todo se nos escurre de entre las manos. Frágiles seres humanos, nos afanamos por apresar en ese río algo estable que nos dé seguridad, pero es inútil. Todo pasa y nosotros pasamos con ello.

Es empresa vana pretender parar el río de la vida. Pero pensaba que tal vez podamos adoptar una actitud inteligente ante el cambio, para adaptarnos, evitando dar patadas contra las espinas de lo inevitable, o para influir en lo posible en el curso de las cosas.

Hoy como ayer y siempre, las cosas están cambiando. La cuestión es saber para dónde están cambiando y si ese donde va ser mejor que el que está desapareciendo. La historia no sigue un programa preestablecido como si fuera una función de teatro sino que se construye en buena medida con acontecimientos novedosos que surgen de factores del entorno natural o del imprevisible factor humano. Con todo, es posible imaginar cierta prospectiva más o menos acertada del porvenir y usar esa información para prepararnos de antemano, como sucede cuando los pronosticadores anuncian que se viene un huracán.

Hay cambios que son imparables porque obedecen a variables que no manejamos los seres humanos; pero también hay cambios que se pueden frenar o condicionar, porque dependen de nuestras decisiones y conductas.

No todos los cambios causados por el hombre  vienen con el sello de garantía de conducirnos al cielo anhelado o al infierno tan temido. Pero los hay positivos y negativos, de modo que sería bueno para nosotros contar con un criterio que nos permita discernir hacia dónde nos están conduciendo, para adoptar una actitud favorable o de oposición frente a ellos, o al menos para anticipar las prevenciones que aconseje la prudencia.

A propósito de lo que vengo diciendo permítanme contarles algo que me pasó hace unos días y que tiene que ver con el cambio de costumbres.

Hasta hace poco era inconcebible en mi país que un hombre se ponga a orinar en la vía pública, pero desde un tiempo a esta parte se están viendo más casos cada día. Para ser justo, debo confesar que conservan cierto pudor, porque tienen cuidado de hacerlo de  espalda a los transeúntes, pero no  me puedo imaginar  cómo van a proceder cuando, siguiendo la tendencia, se les ocurra defecar en las veredas.

De cara a este fenómeno me pregunté mientras paseaba a orillas del río: ¿Es un cambio positivo esta nueva  moda  de orinar en la vía pública? ¿Es un camino hacia el mundo mejor que anhelamos los seres humanos, o es un camino al infierno?

Para decidir si significa un avance o un retroceso, voy a aplicar, me dije, el criterio de Kant. ¿Puedo tomar la máxima “orinarás en la vía pública” como regla universal? Si concluyo que  sí, será un avance; si no, será un retroceso.

Pues bien, me pregunté, ¿Qué pasaría si todo el mundo se pone a orinar en lo lugares públicos, en los trenes, en las plazas, en los cines, en los parques, en las tribunas de los estadios…?

Me imaginé, entonces, una ciudad inundada de orín y de exquisitas fragancias levantadas del suelo por sol del verano  y esparcidas por el céfiro blando por todos los rincones de la ciudad, inundando los comedores donde las señoras disfrutan de  su five o’clock tea, o perfumando el jardín de los cerezos, para espanto de  los pajaritos, que no saben si volar del lugar o taparse las narices con las alas. Todo una poesía, ¿no?

Me di cuenta de que si  adoptáramos la regla de orinar en cualquier parte la vida se tornaría miserable e indigna de ser vivida, así que concluí que el mentado cambio de costumbres era un retroceso de la civilización y me propuse como misión humanitaria reeducar a los conciudadanos que sorprendiera contribuyendo con semejante camino al infierno.

No tuve que esperar mucho tiempo. Viajando una mañana por la Autopista del Sol, observé un automóvil estacionado en la banquina y un poco más allá a un hombre de espaldas al tránsito, en actitud manifiestamente non sancta. Me detuve decidido a comenzar mi misión humanitaria y le recriminé su comportamiento antisocial.

—¿No le da vergüenza  hacer sus necesidades en la vía pública? —le dije con firmeza.
—¿Vergüenza? De ninguna manera. Vergüenza es ser esclavo de las convenciones sociales, porque significa no ser libre —me respondió—. Además, ¿qué hay de vergonzoso en lo que es natural? Sepa que orinar es una actividad muy noble y necesaria para el cuerpo
—Bueno, pero hay lugares para cada cosa —objeté
—¿Usted se esconde para comer? No. ¿Por qué esconderse para orinar?
—¿Pero no ve que ensucia el espacio que es de todos? —insistí
—Usted me está discriminando —me dijo enojado—. Yo practico la filosofía cínica y según sus preceptos debo vivir según la naturaleza e ignorar las convenciones e instituciones sociales. La naturaleza es buena, la cultura corrompe al hombre imponiéndole costumbres antinaturales. Aquí me vinieron ganas de orinar y aquí es justo que lo haga.
—¿Por qué dice que lo discrimino? —le pregunté intrigado por lo insólito de su respuesta.
—Porque está atacando el derecho de las minorías de vivir según su parecer. Los cínicos somos una minoría, y como tal debemos  ser respetados en nuestro particular estilo de vida.
—¿Y qué pasaría si de minoría pasaran a ser mayoría y todos procedieran como usted? —le contesté esgrimiendo mi argumento kantiano
—Viviríamos todos más felices, más libres de las ataduras a las que nos acostumbró la sociedad.
—Está bien, parece un mundo ideal, pero ¿qué hacemos con los orines y los excrementos diseminados por todas partes? Ya nos fastidian los perros que ensucian las veredas, ¡se imagina cuando todos tomemos las veredas como orinales y excusados y vivamos pisando inmundicias! —objeté
—Son daños colaterales. La libertad no tiene precio —me retrucó con aire de solvencia.
—Me parece una respuesta simplista —le contesté.
—Tal vez, pero basta para mí. No me interesa su aprobación o reprobación
—Dígame —insistí — ¿no habría que distinguir cosas buenas y cosas malas para el ser humano en general en el peculiar estilo de vida de las minorías?, ¿no hay en las minorías una autocrítica?
—Lo mismo vale para las mayorías —volvió a retrucarme
—Tiene razón —admití—.  No quise ofenderlo cuando le recriminé su conducta. Lo invitaba nada más a que la revise críticamente —concluí en tono amistoso y viendo que el sujeto era terco como una mula.
—No tengo nada que revisar —me contestó con altanería—. Nosotros somos el futuro. Usted es un retrógrado que obstaculiza la apertura de nuevos caminos.
—A éste le emboco un trompazo en cualquier momento —pensé,  olvidándome de mi misión humanitaria. Pero me contuve. Saludé y me fui con la frustración de no haberlo convencido.

Volví a mi paseo y a mi río y allí, lejos del mundanal ruido, imaginé un mundo a la medida del cinismo y saqué mi conclusión: “Como vienen las cosas es mejor que  consiga una buena máscara antigás y unas  botas para cuando el mundo sea un enorme excusado”

                                                                                    Raúl Czejer