Decididamente
he de decir que la seriedad está fuera de moda. La onda es ser divertido en
todo momento y situación.
Hoy el
tipo serio pasa por aburrido y goza del menosprecio de la gente, porque,
según dicen, no sabe vivir en sociedad y parece no darse cuenta de que los demás no quieren oír de temas comprometedores, sino hablar de trivialidades o chacotear sobre
los asuntos más importantes, deslizándose sobre la superficie de las cosas,
nunca profundizando, Dios libre y guarde.“En las conversaciones no debes sacar temas de religión, de moral o de política”, reza el mandato social impuesto por la gente divertida.
Pero el tipo serio no hace caso de mandatos sociales que no comparte y se empecina en reiterar su manía de hablar de las patrañas de la democracia o de la intolerancia para con las hormigas, o de otros temas que él cree significativos para la vida humana, mientras la concurrencia está empeñada en filosofar sobre las hazañas que realiza con la pelota un tal Messi o sobre cuál será el color de falda preferido por las damas en el próximo verano.
El tipo serio toma las cosas en serio. Por ejemplo, llega a un velorio y se posiciona como quien asiste a una tragedia. “No somos nada”, dice compungido mirando la cara impávida del difunto homenajeado. Ante tal supuesta desubicación las gentes divertidas le tiran flit como a alimaña apestosa y se preguntan en un ataque de indignación:
—¿Cómo se atreve este individuo a arruinar el clima de este evento con expresiones tan bajoneras? ¿No sabe tomar las cosas en joda? ¿A quién se le ocurre asistir a un velorio con cara de aguafiestas? ¡Qué desubicado, che, ponerse a lamentar la muerte del difunto! Si quiere llorar que vaya a llorar a la cancha, cuando su cuadro pierde el campeonato, y llore a moco tendido, pero no aquí, que la estamos pasando requetedivertidos. Y si quiere filosofar, que piense esto: ¿Qué perdimos aquí? Nada más que a un tipo como hay millones semejantes. Festejemos que haya un comensal menos en la mesa. Total, nada vale la pena. Por cuatro días locos que vamos a vivir… lo mejor es pasarla bien y no hacerse problemas —sentencian los divertidos con suficiencia de gurú de Samarcanda.
Pero el tipo serio nació serio y no hay quien lo saque de su seriedad. Bien ubicado en que se trata de un velorio, insiste en propinar sus aforismos a los presentes, que chacotean sobre el baile del caño en el programa más visto de la televisión, entre risas apenas contenidas. “Así es la vida” — dice como replicando palabras agoreras de Casandra— “Unos van y otros vienen. Ninguno es necesario”.
Ante tal espécimen las gentes divertidas huyen despavoridas como alma que lleva el diablo, no sea que se les pegue un cachito de su seriedad como si fuera una sarna, condenándolos al ostracismo social, que sería para ellos el peor de los castigos.
Al tipo divertido no le vengan con pálidas ni con rollos existenciales. No le gusta que le hables de tu dolor de juanete, porque es cosa tuya, che. Arreglátelas como puedas y hablemos de cosas lindas. A propósito,¿viste el nuevo modelo de zapatilla que sacó Nike? —te espeta, ignorando que con tu dolor de juanete no podés ni calzar una pantufla.
No hay nada que hacer. El tipo serio no calza en la cultura jocosa y se siente como sapo de otro charco. Por eso se queda solo en medio de la multitud y remedia su soledad conversando consigo mismo. Cuando hasta sí mismo lo abandona, busca como Diógenes un hombre serio que sepa hablar de temas serios pero sólo encuentra tipos divertidos obedientes de las reglas de buena convivencia: “Serás divertido o no serás nada” “Ser o no ser divertido, he ahí la cuestión”. “Pálidas, go home”.
Debo reconocer con orgullo inveterado que yo soy un tipo serio, para mi bien o para mi mal. Pero, como el alacrán del cuento, no podía ir contra mi naturaleza y seguía inclaudicable en mi patético camino, como el caballero de la triste figura, empeñado en vencer a los molinos de viento y restaurar en el mundo los valores de antaño.
Hasta que un día dije ¡Basta!
Ante tal avalancha de incorregible divertimento que me rodeaba por todos lados y me intoxicaba de frivolidad, decidí poner distancia y refugiarme en la murtra de Catalonia, en medio de la nada, a dialogar con las piedras, que en su callado silencio son incapaces de tomar las cosas a la chacota.
Raul Czejer
Una pregunta que viene al caso:
¿Es
la frivolidad una virtud?
La
frivolidad es la gran virtud postmoderna. Consiste en no tomarse nada
excesivamente en serio, en evitar la confrontación dialéctica, en optar por
una cultura de la representación por contraposición a la autenticidad como
actitud vital. La frivolidad se relaciona íntimamente con la actitud
superficial y epidérmica, con la práctica generalizada de la broma y de la
boutade, en definitiva, es la antítesis a la profundidad de espíritu y a la
seriedad como actitudes vitales.
Algunos filósofos
postmodernos, apologistas del denominado pensiero debole, consideran
que es la gran virtud que debemos enseñar a los niños en las escuelas, que es
fundamental para evitar la caída en formas de fanatismos, intolerancias o
fundamentalismos, que se debe cultivar, para ello, un pensamiento frágil,
desprovisto de ideas fuertes, de sentimientos que tengan hondura o de
creencias excesivamente vividas. La frivolidad tiene que presidir la vida
pública, las instituciones educativas y, como no, los ámbitos de comunicación
de masas.
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Esta tesis, muy
extendida y muy practicada, se está imponiendo sutilmente en distintos
entornos, de tal modo que todo lo que tiene peso, sustancia, ideología, forma
de convicción o de creencia, o bien tenga la expresión de un sentimiento
intenso u hondo, debe ser ecualizado y tamizado por la virtud de la
frivolidad.
En ocasiones, se la
compara con la templanza, que es virtud cardinal en los tratados de moral
tradicional y que, junto a la justicia, la prudencia y la fortaleza se
consideraba uno de los cimientos de la construcción moral de la persona.
Pero, la frivolidad nada tiene que ver con la templanza, porque la frivolidad
es una elocuente expresión moral del relativismo y del permisivismo
postmoderno, mientras que la templanza es la capacidad de dominar y de
controlar la expresividad del pensamiento, de la vida emocional y del
lenguaje, considerando las consecuencias que ello tiene para uno mismo y para
el otro.
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La templaza nunca
jamás es una casualidad, sino que es el resultado de un esfuerzo articulado a
lo largo de tiempo, de un entrenamiento espiritual que debe mucho a la
tradición estoica de la tranquillitas animae. La templanza no se contrapone a
las creencias ni a las convicciones, sino que regula racionalmente la
expresión o manifestación de las mismas.
La apología de la
frivolidad es, sin embargo, contradictoria. Se explica por reacción al
fanatismo y a la barbarie, pero la solución a tales lacras sociales no pasa
por el cultivo de la frivolidad, que es su opuesto, sino, por el cultivo de
auténticas virtudes, entre ellas, la de la prudencia. Frente a tales
manifestaciones, no basta con la tibieza moral, no basta con una actitud
tímida y permisiva, sino que se debe adoptar una actitud beligerantemente
activa, pero, eso sí, sin sucumbir a ningún tipo de violencia, ni físico, ni
psíquico.
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Es evidente que las
convicciones pueden ser peligrosas y que un ser humano nutrido por
determinadas convicciones de orden político, social, religioso o económico
puede convertirse en un arma mortífera, pero no toda convicción es igualmente
peligrosa. Además, la sociedad abierta, el mundo civilizado, el Estado de
derecho, sólo pueden subsistir como tales si los ciudadanos que los integran
viven en su interioridad una constelación de convicciones fundamentales como
el respeto a la vida, a la libertad, a la igualdad, como el sentido de
tolerancia y de solidaridad para con los grupos más vulnerables del cuerpo
social.
La frivolidad no
puede ser considerada como una virtud, porque no es un hábito que perfeccione
al individuo, sino un mal hábito que, en ocasiones, tiene graves
consecuencias. Acaso, ¿Se puede frivolizar el valor de la vida humana? ¿O el
valor de la libertad de expresión, de pensamiento, de creencias o de
asociación? ¿Se puede frivolizar el deber de tolerar al otro? ¿Se puede
frivolizar o banalizar el mal del inocente, el sufrimiento de un ser humano?
¿Se puede banalizar la muerte de un ser amado?
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La frivolidad puede
tolerarse cuando lo que está en juego no afecta las estructuras, ni los ejes
fundamentales del tipo de sociedades que hemos construido, pero cuando uno se
ríe o banaliza determinados núcleos conceptuales o valores esenciales de la
vida democrática, la frivolidad se convierte en una pesadilla. Para el
frívolo no tiene sentido la diferencia entre lo esencial y lo accidental,
entre lo categórico y lo anecdótico, pues todo ello forma parte del mismo
universo insoportablemente leve. Y, sin embargo, no es así, pues no todo
tiene el mismo valor en la vida humana. Además, el frívolo incurre en una
contradicción lógica. Si es consecuente con su actitud, debe evitar de caer
en la defensa beligerante de la frivolidad; tiene que ser igualmente frívolo
y aceptar que otro pueda considerar frívolamente su frivolidad.
Paradójicamente, se desarrollan apologías de la frivolidad con una intensidad
y celo que no dejan de maravillarnos.
La
sociedad futura depende, esencialmente, de los procesos educativos que ahora
y aquí tienen lugar, en las familias y en las escuelas. No debemos permitir,
de ningún modo, la extensión de la frivolidad, ni la imposición de un
pensamiento débil a las generaciones venideras, sino que debemos comunicar
las convicciones elementales, los valores morales mínimos, debemos garantizar
su arraigo y su apropiación, pues sólo, de este modo, se puede esperar
razonablemente calidad social, moral y política para nuestras sociedades
futuras.
Francesc Torralba Roselló . www.forumlibertas.com |
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