domingo, 27 de enero de 2013

Metánoia


 

                                                         
Cuando comenzó a cantar el gallo  me di cuenta con alivio de que llegaba la madrugada. El tiempo estaba muy pesado y no me había dejado dormir. No bien el animalejo acabó de ejecutar su concierto, un estallido de luz iluminó la estancia y al momento el retumbar de un trueno  rodó por la bóveda del cielo.

—Parece que va a llover —pensé sin mucha imaginación.     
                                            
Miré por  la ventana hacia el campo iluminado a intervalos imprecisos y vi  que se acercaba un frente de tormenta. Negras nubes encendidas de relámpagos presagiaban un temporal.

—Debe ser Santa Rosa —diagnostiqué, sumándome a la creencia popular, por pura rutina, nada más.

No bien había asegurado puertas y ventanas  cuando  el viento del sudoeste golpeó con violencia la casa haciendo tremolar  las chapas del techo como queriendo arrancarlas  de las clavaduras, silbando en las rendijas  y  agitando de  un lado a otro las ramas de los sauces del patio trasero.

—Es  el pampero. Si llueve mucho el arroyo va desbordarse  y me será imposible atravesarlo —pensé. Era evidente que no podría ir al pueblo porque corría el riesgo de no poder retornar.

Volví a la cama para esperar   que amaneciera. No bien me acosté, sentí el tamborileo de gruesas gotas sobre el techo de chapas

—¡Qué placer  escuchar el sonido de la lluvia! —exclamé y me dispuse a disfrutar del momento que me regalaba la primavera, ese año excesivamente lluviosa, a causa de la corriente de El Niño, según decían los pronosticadores en los medios.

—Tal vez llueva todo el día, así que voy a aprovechar para   holgazanear un rato. Un poco de ociosidad me va a venir bien —me dije complaciente conmigo mismo, cosa fácil para mí, como para la mayoría de los mortales, sospecho.

De pronto ladró el perro, que dormitaba vigilante bajo el alero del frente. Al instante cantó el tero y supe que alguien estaba cerca de la casa. Era raro. La casa estaba lejos del pueblo, más allá del arroyo, donde casi todo era baldío y sólo se veía uno que otro rancho aquí y allá, recostado en algún espinillo retorcido. Yo me había refugiado allí para poder hacer lo mío sin que nadie me moleste, harto de la competencia y de la guerra de todos contra todos en la ciudad. No tenía relación  con los escasos vecinos ni me interesaba tenerla. No quería problemas. El más cercano vivía como a trescientos metros y era para mí un perfecto desconocido. Yo tenía la convicción de que  el infierno eran los otros, así que no quería vínculos con nadie y seguía el consejo de Martín Fierro: “Su esperanza no la cifren nunca en corazón alguno. En el mayor infortunio pongan su confianza en Dios. En los hombres, sólo en uno, con gran precaución en dos”. ¿Misantropía? Tal vez, pero mi experiencia me decía que cuanta más cercanía, más oportunidad de conflictos con los demás, más roñas y pendencias. Adhería sin crítica al juicio  de Séneca, que en un rapto de cinismo confesaba: “Vuelvo más avaro, más ambicioso, más sensual, aún más cruel y más inhumano, porque estuve entre los hombres”. Pero desde aquel entonces ha pasado mucha agua sobre mí.

 —¿Quién será a estas horas? —me dije cuando oí que alguien golpeaba las manos

Me vestí como pude  y miré por la ventana. La lluvia arreciaba y el viento arrachado pugnaba por volar todo en su loca carrera. A duras penas pude distinguir una figura borrosa en la espesura de la noche. Era una sombra sin rostro que seguía golpeando las manos frenéticamente junto a la tranquera.

 —¿Quién es? —grité para hacerme escuchar en el fragor del temporal.

—Soy el vecino —dijo la sombra a voz en cuello.

Un relámpago corrió por un instante el velo de tinieblas  y alcancé a ver la cara de un hombre. Era como un espectro en el escenario fantasmal del campo.

—¿Qué pasa? —pregunté intrigado por lo inusual de la hora.

—Sucede que mi mujer está por dar luz y no puedo llevarla al pueblo porque no tengo cómo hacerlo.

—¿Y yo qué puedo hacer? —pregunté disimulando mi fastidio.

—Si me ayuda, entre los dos podemos asistirla en el parto —respondió el vecino.

—¡Huy, no! Yo no sé nada de partos —mentí, porque algo sabía del tema. La razón verdadera era que no quería involucrarme en problemas que no me concernían y perder así mi momento de placer.

—Cuatro manos pueden hacer más que dos, aunque sepamos poco —me contestó con lógica de hierro.

—¿Qué le digo a este tipo? Ya sé: Le haré una propuesta loca que no podrá aceptar —me dije,  creyéndome un gran estratega.

—¿Y si intentamos llevarla al pueblo? Si le parece, preparo ya mismo el sulky —propuse, esperando que lo creyera una locura y me dijera que no, por la furia de la tormenta.

—Bueno. Voy a avisarle, así se queda tranquila. Lo espero. Gracias compadre —aceptó dejándome sin excusas.

—Sonamos. Hasta me llama compadre —pensé entre malhumorado y risueño---. Adiós mi dormir al arrullo de la lluvia. “Nunca faltan encontrones cuando un pobre se divierte”—refunfuñé   repitiendo  a Martín Fierro.

Resignado a mi mala suerte y renegando de mí mismo preparé el sulky como para  afrontar la lluvia y salí.

—¡Qué lío! ¡Quién me habrá mandado a ofrecerme para llevarlos! —pensé enojado conmigo mismo. Pero la mano ya estaba en la trampa y no había más remedio que aceptar la realidad.

 Cuando llegué a la casa del vecino ya me estaban esperando. Acomodamos como se pudo a la mujer en el carruaje y partimos sin demora, adivinando la huella a la luz repentina de los relámpagos. Por suerte faltaba poco para el amanecer.

El camino era un barrizal resbaladizo pero como no era muy transitado se podía recorrer sin mucho problema. El problema era el viento y el arroyo amenazante.

Llegamos al arroyo cuando aún no había desbordado y podíamos vadearlo con alguna precaución. La corriente ya era intensa y pugnaba por arrastrar el carruaje  lanzando al agua a los temerarios pasajeros. Como no podía fallar, se cumplió la ley de Murphy: en medio del arroyo una ráfaga de viento venció la precaria estabilidad del sulky inclinándolo peligrosamente y arrancándole la capota, que desapareció al instante en la vorágine del río. Yo viajaba en el pescante;  no alcancé a sostenerme para evitar la caída y  fui a dar con mi osamenta en el arroyo. Por suerte pude  asirme de unos arbustos evitando que la corriente me arrastrara. Pero mi situación era precaria y no podría resistir mucho tiempo. Mientras tanto el vecino se desesperaba por  sacar el sulky del agua embravecida. La rama se rompió y sentí que me hundía. “Es mi fin”, me dije y me abandoné a la fuerza del destino. De pronto, cuando ya todo parecía perdido sentí que alguien me tiraba con fuerza del cabello. Abrí los ojos y vi  la orilla barrosa y una cara que me miraba preocupada. Era mi vecino,  que había acudido a socorrerme. Gracias a él estoy vivo.

No sé si por el susto o porque había llegado la hora, la mujer comenzó a tener trabajos de parto. Era evidente que no alcanzaríamos a llegar al pueblo antes de que naciera la criatura.

Volvimos al carruaje y nos dispusimos a afrontar lo que viniera. Le dije al vecino que manejara mientras yo me ocupaba del parto. No habíamos andado unas cuadras cuando se produjo el alumbramiento. Con lo poco que sabía me las arreglé para ayudar a la mujer;  por fortuna todo sucedió como la naturaleza lo tenía programado. Era un niño. Berreaba como si lo estuvieran matando. No era para menos. Llegaba al mundo de los hombres en medio de un temporal y bañado por una lluvia impiadosa.

 Llegamos al pueblo cuando ya era de día y nos dirigimos al hospital.  Me llamó la atención el inusual vacío de las calles. Todo estaba cerrado y en silencio.

 Llegamos al hospital: cerrado. En una de las puertas un cartel nos informaba la razón: “Paro general. Sólo se atienden emergencias por guardia”. Era un cartel mentiroso, porque  la guardia estaba desierta.

—Sonamos —le dije a mi vecino—. ¿Y ahora qué hacemos?

—Hay un sanatorio en la calle central. Tal vez ahí nos atiendan —contestó.

Hacia allá nos dirigimos. Por suerte estaba abierto. Nos atendió una recepcionista con cara de “¿tan temprano vienen a romper?”.

—¿Cobertura? —preguntó y comenzó a limarse las uñas con la seguridad de que no había tal cosa.

—Sí —contestó el vecino—. La traigo tapada con una frazada.

—Le pregunto si tiene seguro social.

—No; trabajo por cuenta propia.

—La atención cuesta quinientos pesos.

—Sólo tengo cincuenta que me pagaron por un trabajito de jardinería —dijo el vecino

—Entonces no la podremos atender —respondió como si fuera una computadora.

—Un momento. Yo me haré cargo de los gastos —tercié en la conversación  y me asombré de lo que estaba diciendo.

—Son quinientos por la consulta y quinientos más como garantía por si hay que internarla algunos  días —dijo la fulana como quien recita una letanía.

—Le pago quinientos y voy al banco a buscar los restantes. Tardaré un rato.

—No puede ser, porque hoy no hay bancos, por huelga —dijo con indiferencia.

—Le pago con tarjeta de crédito o de débito, la que prefiera.

—No es posible. Se cayó el sistema y los técnicos están de huelga.

—Le dejo en garantía este reloj que vale mucho más de quinientos pesos.

—No soy tasadora de relojes ni estoy autorizada a tomar objetos en garantía— objetó con frialdad y siguió limándose las uñas.

—A esta mina le emboco un sopapo en cualquier momento —pensé, pero me contuve y ensayé una nueva propuesta.

—¿Qué le parece si voy a buscar los quinientos pesos a mi casa? Tardaré un rato largo. Mientras, atiendan a la señora. Le doy mi palabra de que tendrán su dinero.

—Bueno, pero me tiene que firmar un pagaré. Cuando usted pague, se lo devuelvo.

 Firmé el documento y salí al viento y a la lluvia. Fui hasta la casa y volví con los benditos quinientos pesos. Una vez que había pagado, la fulana me informó que la vecina debía quedar internada porque había peligro de infección, dadas las condiciones del alumbramiento.

—Chau quinientos pesos —pensé con resignación y sin lamentos. Ni yo podía creer lo que estaba haciendo.

 Pasé a saludar a los vecinos y a ofrecerme para trasladar a la familia de regreso a su casa cuando le dieran el alta a la señora.

—Gracias, amigo. Le avisaremos. Por mi parte, cualquier cosa que necesite, dígame nomás — ofreció el vecino—. Yo me llamo Juan y mi mujer, María. Gracias por todo.

—No fue nada. Gracias a ustedes por confiar en mí aunque no me conocieran. A propósito, yo me llamo José.

—Lo conversé con mi mujer y nos gustaría que saliera de padrino. ¿Qué le parece?

—Con mucho gusto, Juan. Tendré que aprender el oficio.

 Volví a la casa al tranquito del caballo. Me sentía raro. ¿Era yo el que había hecho todo eso? Sentía  que algo, no sabía qué en ese momento, estaba cambiando.

El temporal había cesado y el sol volvía a brillar en el firmamento.


Gracias por tu amable atención

                                                                                    Raul Czejer

 

 
 

viernes, 11 de enero de 2013

Ideales, ¡go home!





"Lo preocupante no es la perversidad de los malvados sino la indiferencia de los buenos” Martin Luther King

 
Un día de esos en que lo inspiraban la genialidad y el delirio, Nietzsche proclamó la muerte de Dios a manos de los hombres y desató una caza de brujas que aún perdura. “Mueran los ideales. Viva el mundo real”, fue su lema y su programa. A la cabeza de una horda de abolladores de quimeras,  no dejó títere con cabeza y abolió  el mundo del más allá, decretando que la única realidad es el mundo y la vida del más acá.

 El “efecto Nietzsche” produjo una legión de corifeos que se dio a repetir sus ideas interpretándolas y aplicándolas como se le ocurría a cada uno y según su conveniencia. Uno tras otro fueron cayendo los ídolos con pies de barro con que se había ilusionado la modernidad que suplantaría al dios ya muerto: la patria, la ciencia, el progreso, la revolución, el socialismo, la democracia, la justicia, el deber, los principios, los derechos humanos…Hoy se ha acabado la orgía deconstructora y ya no queda nada en pie. Ya no hay ideales que justifiquen la vida y los hombres se encuentran  inmersos en un nihilismo sin precedentes. ¿Cómo hacer, entonces, para ser feliz, si ya no hay nada que valorice la vida?

Antes de que apareciera el “loco de Turín”  blandiendo  su martillo deconstructor, los hombres se ilusionaban con un mundo perfecto en el que no existirían las fealdades que hallamos en el mundo real y en nombre de tal mundo perfecto condenaban la vida presente como rastrera e indigna del hombre y la sacrificaban en su honor. Pero llegó Nietzsche e instaló una nueva ilusión: Vivir la eternidad en esta vida.

 “La vida tiene valor en sí misma y no necesita nada de fuera de ella para justificarse”, nos diría Herr Nietzsche. Hay que amar la vida como es. “Amar también lo feo, porque lo feo es necesario y es parte de la vida real”, decía, y rechazaba todo juicio peyorativo sobre la realidad emitido desde un punto de vista ideal.

 Siguiendo las huellas del profeta de Turín, André Compte Sponville nos aconseja “Esperar un poco menos, amar un poco más”: Amar la realidad tal como es en  el momento actual, sin añorar  paraísos perdidos ni desear mundos  mejores.  Porque la nostalgia de lo que ya no es y el anhelo de lo que aún no es nos dispersa en el tiempo y nos impide concentrarnos en vivir a fondo lo que tenemos entre manos, que es sólo la realidad presente, con sus luces y sombras.

 “La vida es eso que pasa a nuestro lado mientras estamos ocupados en otra cosa”, decía John Lennon.  ¿Qué será esa “otra cosa”? Es estar ocupado en luchar por utopías. Es negar la vida real en función de paraísos soñados. Es despreciar y rechazar la vida tal como es, con sus fealdades y miserias y aspirar a conjeturales nuevos cielos y nuevas tierras.
 
¿Suena lindo, no? Pero sospecho que la serpiente acecha bajo las  palabras bonitas.

 ¿Cómo le caería el consejo de amar la realidad tal como es a aquel que padece hambre y miseria? Tal vez nos diría “Vení vos y ponete en mi lugar. Después me contás si seguís pensando lo mismo”. No creo que ni Compte Sponville, ni Nietzsche, ni Lennon, ni los antiguos estoicos aceptarían dejar sus cómodas posiciones de burgueses satisfechos para abrazarse con amor al espanto de la indigencia.

 ¿Qué habría pasado con la humanidad si desde su aparición se hubiera ajustado al principio de amar la realidad tal como es? Se me hace que todavía viviríamos en las cavernas y de la caza y la pesca. Porque todas las mejoras en las condiciones de vida de la humanidad fueron anticipadas por la imaginación y el deseo de un mundo mejor y realizadas por los hombres capaces de sacrificio por el porvenir. Para vivir de la agricultura y dejarse de deambular de aquí para allá hubo que aprender a transformar la realidad insatisfactoria y a tener esperanza en que el futuro daría sus frutos. “Cuando siembra el hombre va llorando pero canta cuando recoge la cosecha”, leemos en los salmos de la Biblia. Llora porque no sabe cuál va ser el resultado de su sacrificio, pero tiene fe en la naturaleza de las cosas y espera la recompensa  por haber creído en el futuro.

Se me ocurre conjeturar, entonces,  que la prédica postmoderna de amar la realidad tal como es obedece al propósito inconfesado de desarmar los espíritus a fin de que cesen los reclamos, los conflictos, las exigencias, las indignaciones y acepte cada uno con alegría la suerte que le ha tocado.

O tal vez los espíritus se han desarmado por su cuenta y lo que hacen los corifeos del postmodernismo es sólo levantar acta de lo que pasa en nuestra sociedad decadente y presentarlo como lo que debe ser. Dirían: “La gente ya no cree ni aspira  a mundos mejores, y es bueno que así sea, porque serán más felices”.

 Si es verdad que la gente se ha bajado de los grandes relatos y sólo  se dedica a disfrutar la vida, ello se debe a las  decepciones que le han propinado esos mismos relatos. Pero eso no significa que todo relato deba ser decepcionante. La causa de la libertad y la felicidad de los seres humanos siempre será justificadora de una vida dedicada a promoverla, porque corresponde al deseo básico de todo ser humano. Pero la libertad y la felicidad no se consiguen con el abandono de las causas nobles, porque así la vida se queda sin sentido, y no es posible levantar el sinsentido mediante el mero disfrute de las cosas lindas  y la resignación ante las feas.

 Creo que esta valoración absoluta de la vida tal como es significa otro ídolo con pies de barro que viene a reemplazar a los valores derrumbados. Es sólo una nueva quimera. Porque la realidad es totalmente insatisfactoria, salvo en unos pocos momentos de felicidad en que parece que se abrieran las puertas del cielo. No por nada los hombres de todos los tiempos aspiraron a un mundo mejor, en el más acá o en el más allá. Los que creemos que debe ser en el más acá y en el más allá lo hacemos en vista de la radical finitud del mundo y de la historia que no puede satisfacer  la natural  aspiración al infinito que alienta el corazón del ser humano.

 Está reconocido por la filosofía de la existencia que el hombre es esencialmente un deber que se cumple  necesariamente. Ese deber  consiste en crear un mundo cada vez más humano mediante la realización histórica de los valores trascendentes. Si por su decisión deja de hacerlo y se dedica a disfrutar la vida, crea de todos modos un mundo, pero inhumano, porque deja que reine la opresión o que los niños se mueran de hambre u otras canalladas por el estilo.

Si el hombre es esencialmente un deber, es inmoral  que pretenda vivir encerrado en la realidad factual aceptándola tal como es, porque el deber del hombre es hacer que algo valioso suceda en el mundo. Si se encierra en la realidad, deja de lado su humanidad y se convierte en un cerdo contento con su chiquero.

 Me parece que la propuesta de aceptar la realidad tal como es se puede dar la mano con aquellos que dicen que la historia se terminó. Ambas miradas son sospechosas de promover la aceptación del estado de cosas flagrantemente injusto que significa la civilización capitalista.

 “El mundo que tenemos es el mejor de los mundos posibles”, decía Leibniz. ¿Para qué andar imaginando cambios? Todo cambio sería para peor.

 Yo prefiero seguir el consejo de Francisco de Asís: “Dame resignación para aceptar las cosas que no se pueden cambiar, valor para cambiar las que se deben cambiar y sabiduría para distinguir unas de otras”.

Gracias por tu amable atención.

                                                                           Raúl Czejer


"Yo amo los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles", dice Antonio Machado. Su amor a los mundos ideales lo alentó  a comprometerse con la lucha por el cambio de la realidad.