El Reino predicado por Jesús:
¿profecía incumplida o promesa por realizar?
Imanol ZUBERO
¿Profecía incumplida?
El Reino de Dios constituye el centro de la predicación de Jesús[2]; el Reino es “la última voluntad de Dios
para este mundo”[3]. Proclama Jesús
desde el inicio de su predicación: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios
está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1, 14-15). Sus
destinatarios primarios son las víctimas, los sujetos frágiles, todas aquellas
personas a las que el presente excluye: “Bienaventurados los pobres, porque
vuestro es el Reino de Dios. Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque
seréis saciados. Bienaventurados los que lloráis ahora, porque reiréis” (Lc 6,
20-21). Suyo es el futuro, suyo; de todas aquellas personas a las que el control
de su presente les ha sido expropiado. Dios las acogerá en sus amorosas manos y
serán sujetos principales en su Reino. Un Reino que, sin embargo, ya es aún
cuando todavía no lo sea en plenitud. “Sin acontecimientos históricos
liberadores no hay crecimiento del reino”, escribe Gustavo Gutiérrez[4]. Sólo en la medida en que se producen hechos
concretos de liberación –ciegos que recuperan la vista, paralíticos que vuelven
a caminar, leprosos que son curados, endemoniados que son liberados, hambrientos
que son alimentados...- el Reino, a la vez promesa y realidad, se vuelve parcial
pero suficientemente inteligible a los hombres. Como señala Jon Sobrino:
Formalmente los milagros son signos de que el reino de Dios se acerca con
poder, “clamores del reino”, como se les ha llamado. No son por lo tanto el
reino en su totalidad ni presentan una solución totalizante a los males que el
reino debe remediar. En cuanto signos del reino los milagros son ante todo
salvación, realidades benéficas y realidades liberadoras en presencia de la
opresión. De ahí que los milagros generan gozo por lo benéfico y generan
esperanza por lo liberador (...) Los milagros no son sólo salvación sino
estricta liberación[5].
Pero si nos aproximamos esta cuestión desde la perspectiva de una Humanidad
en la que la pobreza, el hambre y el llanto han sido a lo largo del tiempo el
pan de cada día de cientos de millones de personas, no es difícil acabar
archivando la promesa del Reino al lado de tantas y tantas otras promesas de
liberación que el tiempo ha dejado reducidas, en el mejor de los casos, a
combustible utópico para minorías tozudas, cuando no simplemente a profecías
incumplidas que alimentan el escepticismo de mayorías integradas. Venga a
nosotros tu Reino... Ya, muy bien: ¿pero cuándo? ¿Cuándo vendrá a los pobres el
Reino de Dios? ¿Cuándo serán los hambrientos saciados? ¿Cuándo reirán por fin
los que hoy lloran? ¿Para cuando el cumplimiento de esa última voluntad de Dios
para este mundo? ¿o es que, tal vez, no hablamos de este mundo? Como sostiene
Albert Camus: “Desde hace veinte siglos no ha disminuido en el mundo la suma
total del mal. Ninguna parusía, ni divina ni revolucionaria, se ha cumplido”[6].
Porque lo cierto es que, digan lo que digan Davos y sus legionarios
ideológicos, no es fácil imaginar tiempos peores que estos[7]. La globalización capitalista sólo es
posible en un mundo como el que describe el Informe sobre Desarrollo Humano
1999 de las Naciones Unidas: un mundo en el que la diferencia entre países
ricos y pobres no ha dejado de aumentar desde el siglo XIX, de manera que si en
1820 la diferencia de rentas entre los más ricos y los más pobres era de
aproximadamente de 3 a 1, en 1913 ya era de 11 a 1, en 1950 de 35 a 1, en 1973
de 44 a 1 y en 1992 era de 72 a 1. Es preciso que a muchos les vaya mal apara
que a unos pocos les vaya tan bien. Cada día, todos los días, 40.000 seres
humanos mueren de malnutrición o de hambre. El modelo de desarrollo de Occidente
provoca el equivalente de un Hiroshima cada dos días. Y sin embargo, ofrecemos
nuestro modelo de vida a todo el planeta, como si fuese efectivamente
universalizable. Cuando no lo es, ni siquiera para la totalidad de las
sociedades más desarrolladas.
En el provocador libro titulado Informe Lugano Susan George responde
a la pregunta de cómo garantizar la continuidad del capitalismo en el siglo XXI
sin modificar para ello ninguno de sus fundamentos y objetivos [8]. Su conclusión, impecable e implacablemente
lógica, es la siguiente (cito casi textualmente): El neoliberalismo global no
puede comprender dentro de sí a todos, ni siquiera en las naciones más
prósperas. No cabe duda de que no puede incluir a 6.000 u 8.000 millones de
personas de todo el mundo. Por ello, el objetivo para el 2020 debe ser reducir
en una tercera parte el número actual de habitantes, de aproximadamente 6.000
millones a 4.000 millones, reduciendo en la mitad la estimación de la variante
alta de la ONU de 8.000 millones de habitantes. Dicho de otra manera, la
población mundial debe disminuir una media de 100 millones de personas al año
durante dos décadas. Nueve décimas partes o más de la reducción deberá
producirse en los países menos desarrollados.
Y sin embargo, vivimos en el mejor de los mundos posibles, o al menos eso es
lo que nos repiten machaconamente. Ni siquiera hace falta ya esforzarse por
justificar moralmente este mundo. ¿Que no es un buen mundo? No hay otro posible,
así que dejémonos de utopías moralistas. Lasciate ogni speranza, voi che
entrate! “¡Quien entre aquí, renuncie a toda esperanza!”: ¿acaso no dejamos
de repetir mansamente lo que el genio de Dante contempló escrito en las puertas
del infierno? A pesar de que “ninguno de los problemas que intentaba resolver el
comunismo ha desaparecido con éste” (Bossetti) y de que para la mayoría de la
Humanidad “el capitalismo no es un sueño a realizar, sino una pesadilla
realizada” (Galeano); aunque “fue el capitalismo el que en el siglo XIX nos
trajo las masacres de las poblaciones autóctonas en tres continentes, y en este
siglo dos guerras mundiales” (Halliday); a pesar de que “los pobres y los
desamparados todavía están condenados a vivir en un mundo de injusticias
terribles, aplastados por magnates económicos inalcanzables y aparentemente
inalterables, de quienes dependen casi siempre las autoridades políticas,
incluso cuando son formalmente democráticas” (Bobbio); a pesar de todo esto,
mientras todo esto ocurre bajo el dominio capitalista, a causa del
dominio capitalista, la izquierda reconoce mansamente que “no hay alternativas
al capitalismo” (Giddens). Ya está. Se acabó El pensamiento único y su primer y
fundamental principio -la economía está por encima de la política- es realmente
contagioso. En una época de inversión semántica en la que, como denuncia Ernesto
Sabato, “el epíteto de realistas señala a individuos que se caracterizan por
destruir todo género de realidad, desde la más candorosa naturaleza, hasta el
alma de hombres y de niños”[9], la
cultura emancipatoria duda de sí misma. No me refiero a dudas razonables sobre
la institucionalización práctica de la propuesta emancipatoria –si socialismo o
comunismo, si tercera vía o sí socialiberalismo, si reforma o revolución- sino a
dudas incapacitantes sobre el sentido mismo de la propuesta. Lo que se
cuestiona, en el fondo, es la posibilidad de construir un futuro que no sea “el
presente y un par de cosillas más”[10]. Lo que se cuestiona es, por tanto, la posibilidad misma
de un futuro que sea transformación del presente.
En estas condiciones, cuando todo parece indicar que el capitalismo
continuará su “epopeya mortífera” (Gallo), de manera que la pobreza, el hambre y
el llanto seguirán dominando la vida de millones de personas, ¿cómo sostener
razonablemente el mensaje del Reino predicado por Jesús?
La promesa del Reino corre en nuestras sociedades la misma suerte que los
planteamientos de Marx: salvo contadas excepciones, incluso sus herederos
intelectuales han abandonado la dimensión visionaria de su propuesta. De ahí
que, con facilidad, el Reino de Dios se convierta en el “Reino de los Cielos”,
no en el sentido en que Mateo utiliza esta expresión (como sinónimo que evite
pronunciar el sagrado nombre de Dios) [11], sino como reinterpretación de la promesa: no tiene nada
que ver con nuestra historia, sólo se realizará “en la otra vida”.
¿Promesa irrelevante?
Básicamente estoy de acuerdo con el diagnóstico de Metz sobre la denominada
crisis de identidad histórica del cristianismo: no se trata tanto de una crisis
de los contenidos de fe cuanto de los sujetos y las instituciones cristianos,
“que se cierran al sentido práctico de estos contenidos: al seguimiento”[12].
Por exceso o por defecto, la promesa escatológica de Jesús de Nazaret
encuentra crecientes dificultades para hacerse un sitio en nuestras sociedades
industriales avanzadas. Por defecto: una de las fuentes más consistentes del
ateismo moderno ha sido la distancia existente entre las promesas de Jesús y la
tozuda realidad de pobreza, de hambre y de tristeza a lo largo de la historia.
Por exceso: otra fuente de ateismo práctico ha sido la experiencia cotidiana de
una existencia lo suficientemente satisfactoria como para reducir a la
irrelevancia cualquier promesa de futuro que no se sustancie en propuesta de
nuevos y mayores niveles de consumo.
Si las cosas van bien (o para quienes les van bien las cosas), el proyecto de
Jesús acaba siendo irrelevante porque el futuro mesiánico se confunde con un
futuro burgués que reduce el mañana a mera prolongación del presente[13]. Del mismo modo que elaboran una cultura
de la satisfacción (Galbraith), las sociedades satisfechas sólo pueden segregar
una religiosidad de la satisfacción, una teodicea de los satisfechos
que legitima y reafirma su privilegiada posición: ¿cómo, si no es mediante la
autoafirmación justificadora, podría recibir un mensaje sobre el futuro una
sociedad rica, voraz hasta la glotonería y puerilmente risueña? De ahí que con
el tiempo, para una sociedad así la promesa de Dios de un futuro distinto del
presente sólo puede acabar volviéndose radicalmente irrelevante. Una vez que se
vive en el mejor de los mundos posibles (en el que las cosas son como son y no
pueden ser de otra manera, en el que cada cual tiene lo que se merece, en el que
todo acabará encontrando solución) la sensación de haber alcanzado el final de
la Historia se convierte en experiencia cotidiana, el presente se extiende
ilimitadamente y el mañana no promete nada que no sea más de lo mismo.
Cualquier otra interpretación del futuro –en particular aquella que exija la
conversión “desde una praxis social de insolidaridad y de autoafirmación
individual y grupal a costa de los muchos y la vida de los demás, a una praxis
social de solidaridad y de comunión” [14] - simplemente no interesa. No interesa porque, como he
recordado en muchas ocasiones, la única solidaridad que de verdad puede impulsar
transformaciones de la realidad que permitan reír a quienes ahora lloran,
alimentarse a quienes ahora tienen hambre y salir de la pobreza a quienes hoy
mueren de miseria, es una solidaridad que necesariamente va en contra de
nuestros intereses. Recientemente, Zigmunt Bauman escribía lo siguiente:
La cuestión ética no es tanto la de si los nuevos desposeídos o
desfavorecidos se levantan y se suman a la lucha por la justicia, que no pueden
entender más que como rectificación de la injusticia cometida contra ellos, sino
la de si los acomodados y, por ende, privilegiados, la nueva “mayoría
satisfecha” de John Kenneth Galbraith, se ponen por encima de sus intereses
singulares o grupales y se consideran responsables de la humanidad de los Otros,
los menos afortunados. En otras palabras, si están dispuestos a suscribir, en
pensamiento y en acto, y antes de que se los obligue a ello, y no por miedo a
verse obligados, unos principios de justicia tales que no puedan satisfacerse a
menos que se conceda a los Otros el mismo grado de libertad práctica, positiva,
del que ellos mismos han venido gozando[15].
En efecto, en un mundo como el que describe el Informe Lugano de
Susan George, un mundo en el que el 20 por ciento de la población mundial
consume el 80 por ciento de los recursos totales del planeta (por lo que no es
demagógico afirmar que una pequeña parte de la Humanidad vive a costa de
consumir las oportunidades vitales de la mayoría, consolidando así un sistema de
canibalismo estructural), no hay praxis de solidaridad que no pase por una justa
redistribución de las oportunidades vitales de todos los seres humanos, lo que
en la práctica significa aplicar hasta sus últimas consecuencias la propuesta de
Peter Glotz: “La izquierda debe poner en pie una coalición que apele a la
solidaridad del mayor número posible de fuertes con los débiles, en contra de
sus propios intereses; para los materialistas estrictos, que consideran que la
eficacia de los intereses es mayor que la de los ideales, ésta puede parecer una
misión paradójica, pero es la misión que hay que realizar en el presente” [16]. Es evidente que para quienes
están (estamos) en la cima de la pirámide ecológica, la promesa de Jesús, como
la propuesta de Glotz, resulta no ya irrelevante, sino claramente amenazadora[17]. En cualquier caso, se trata de
una propuesta que no interesa y, por lo mismo, que no moviliza. Al contrario:
hacemos cuentas y fácilmente llegamos a la conclusión de que el Reino de
justicia predicado por Jesús no va con nosotros[18].
El problema es que en esta situación la promesa de un Reino de justicia puede
acabar siendo irrelevante incluso para quienes auténticamente pretenden la
transformación del mundo. Y es que si las cosas no van bien, si formamos parte
del mundo de las víctimas o si hemos tomado partido por ellas, la promesa del
Reino puede resultar demasiado débil, demasiado etérea como para sostener la
esperanza en un futuro de emancipación y justicia. En su obra Los
justos, Albert Camus presenta un diálogo entre Kaliayev, preso por atentar
contra el régimen zarista, y Foka, preso común encargado de limpiar su celda,
que refleja perfectamente una determinada relación con la propuesta liberadora
de Jesús característica de las izquierdas históricamente más comprometidas con
el cambio:
Kaliayev.- (...) Todos seremos hermanos y la justicia hará
transparentes nuestros corazones. ¿Sabes de qué te hablo?
Foka.- Sí, del reino de Dios (...)
Kaliayev.- No hay que decir eso, hermano. Dios no puede nada. ¡La
justicia es cosa nuestra! ¿No comprendes? ¿Conoces la leyenda de San Demetrio?
(...) Tenía cita en la estepa con le mismo Dios, y allá iba de prisa cuando
encontró a un campesino con el carro atascado. Entonces San Demetrio lo ayudó.
El barro era espeso, el bache profundo. Hubo que luchar durante una hora. Y al
terminar, San Demetrio corrió a la cita, pero Dios ya no estaba.
Foka.- ¿Y entonces?
Kaliayev.- Y entonces están los que siempre llegarán tarde a la cita
porque hay demasiadas carretas atascadas y demasiados humanos que socorrer.
Cuando es tanto lo que hay por hacer, cuando la miseria desgarra todas las
costuras del mundo, cuando los gritos de las víctimas se elevan a lo alto en
horrísono coro, la “impaciencia revolucionaria”, políticamente cuestionable pero
éticamente irreprochable [19],
suele acabar, paradójicamente, en nihilismo que carcome los cimientos de la
rebelión: cuando lo único que cabe hacer es hacerlo todo, todo lo que hagamos,
sea poco o mucho, será nada. De ahí que sean hijos de la impaciencia tanto el
terrorismo contra el pueblo como la desafección política.
La actualidad del Reino anunciado por Jesús
Sin embargo, la realidad de injusticia de la que hemos partido no tiene por
qué alimentar necesariamente una actitud y una práctica de acomodo o de
adaptación a la realidad presente. El hecho de que las cosas estén como están lo
mismo puede llevarnos a la conclusión de que no hay nada que hacer como a la de
que todo o casi todo está aún por hacer. Como plantea, provocador como siempre,
Eduardo Galeano:
Fin de siglo, fin del milenio: ¿fin del mundo? ¿Cuántos aires no envenenados
nos quedan todavía? ¿Cuántas tierras no arrasadas, cuántas aguas no muertas?
¿Cuántas almas no enfermas? En su versión hebrea, la palabra enfermo
significa “sin proyecto”, y ésta es la más grave enfermedad entre las muchas
pestes de estos tiempos. Pero alguien, quién sabe quién, escribió al pasar, en
un muro de la ciudad de Bogotá: Dejemos el pesimismo para tiempos
mejores[20].
En principio no es la realidad, en su sentido más objetivo, la que condiciona
nuestra respuesta a la pregunta sobre la necesidad y las posibilidades de
transformación de la misma. Thomas Sowell es autor de una interesante obra en la
que analiza la influencia de las visiones tanto sobre nuestras
concepciones de la realidad como sobre nuestros proyectos para esa misma
realidad social [21]. Según este
autor las visiones son premisas, conjuntos articulados de creencias acerca del
mundo, las personas, la sociedad. Son supuestos implícitos de los que
necesariamente se derivan conclusiones distintas y enfrentadas sobre una amplia
gama de problemas. No dependen de los hechos. En esto se diferencian de las
teorías, que exigen, su traducción en hipótesis empíricamente verificables. Las
visiones pueden mantenerse a pesar y hasta en contra de los
hechos. Las visiones son, sobre todo, una forma de causación: son la base a
partir de la cual se buscan los "por qué" de las cosas. Puede establecerse un
continuo entre dos categorías de visiones enfrentadas a las que denomina,
respectivamente, visiones restringidas y visiones no restringidas. La visión
restringida parte de considerar a los seres humanos como limitados por su
propia naturaleza, básicamente egoístas. Intentar cambiar esta naturaleza supone
un esfuerzo inútil, por lo que el objetivo debe ser aprovechar al máximo las
posibilidades que esta naturaleza limitada ofrece. Siendo imposibles los cambios
profundos, lo único que cabe hacer es calcular con extremada prudencia lo que es
posible cambiar en cada momento. La visión no restringida, por su
parte, considera que la principal limitación de las personas no se deriva de su
propia naturaleza, sino del sistema social existente. Existe un potencial oculto
en la naturaleza humana que puede y debe ser desarrollado para superar lo que
actualmente hay. En palabras de Sowell: “La visión restringida es una visión
trágica de la condición humana. La visión no restringida es una visión moral de
las intenciones humanas, que en última instancia se consideran decisivas”[22].
Ahora bien: “¿Tenemos los cristianos una «visión de esperanza» para este
mundo o, por el contrario, el cristianismo establecido se ha fundido de tal modo
con nuestra sociedad que compartimos las ambigüedades y contradicciones de ésta
y ya no tenemos ningún mensaje de esperanza que ofrecer a nuestros
contemporáneos?” [23]. Sería el
colmo que precisamente ahora, cuando miles de personas miran hacia Porto Alegre
con la esperanza puesta en la capacidad de transformación contenida por los
movimientos sociales y populares que combaten la globalización capitalista,
cuando miles de personas a lo largo y ancho del mundo se unen para gritar
¡Otro mundo es posible!, nosotras y nosotros, los cristianos, doblemos
la cerviz y renunciemos a la esperanza de un mundo transformado según la
voluntad de Dios, sí, pero con la implicación de las mujeres y los hombres.
Como señaló acertadamente Milan Machovecˇ, la fuerza del mensaje de Jesús,
aquello que tocó los corazones y puso en marcha a sus discípulos, no fue tanto
un mensaje sobre el futuro que ha de venir a la manera de las tradiciones
mesiánicas populares, sino un mensaje sobre un futuro que es asunto nuestro, a
la vez promesa y reto a la movilización de todas nuestras capacidades de
humanización del mundo ya desde ahora:
Jesús disuade a los hombres de una concepción standard de tipo
profético-popular, en la que tradicionalmente se habían centrado los intereses y
las atracciones de los descontentos, atraídos por promesas fantásticas. Y los
lleva, más bien, a convencerse de que el futuro es “asunto suyo”, aquí y hoy, un
asunto que atañe esencialmente a cada persona humana “interpelada” de ese modo.
En este sentido Jesús sustrajo el futuro a las nubes del cielo para convertirlo
en una cuestión presente de cada día (...): el futuro no es algo que “viene”,
que llega de lejos, desde fuera, independientemente de nosotros, algo así como
un cambio atmosférico; el futuro es asunto nuestro, dado que en cada instante el
futuro es una exigencia del presente, un reto a las capacidades humanas, que
hemos de movilizar hasta el máximo en cada instante. En la terminología moderna
diríamos que Jesús ha hecho un futuro amado, un futuro humano, de un futuro
extraño, esencialmente extranjero, de un futuro esperado que quizás “venga”, que
es parte de la naturaleza, pero no nuestro[24].
Es cierto que nada de esto elimina las dificultades derivadas de la urgencia
por ver realizarse, aunque sólo sea de manera incipiente, la promesa de Dios.
Pero si nos ofrece una pauta de lectura de la realidad que nos permita
discernir, ya desde ahora, signos de liberación que anticipen la transformación
que el futuro prometido por Dios está produciendo ya en nuestro tiempo.
El futuro nos transforma.¿Cómo puede ser que el futuro, algo que aún no es,
algo que aún no está, nos llegue a afectar? ¿No estaremos incurriendo en un
imposible lógico al situar, como vulgarmente se dice, el carro por delante del
caballo? Evidentemente, el futuro no es algo que esté ahí, algo que nos
esté esperando y hacia lo que avanzamos inexorablemente, sin otra opción que la
adaptación. El futuro nos transforma en la medida en que es anticipado
–definido, preconstruido- ya desde ahora. El futuro actua en el presente en la
medida en que es en el presente cuando ponemos las bases de lo que el futuro va
a ser. Pensar el futuro es, de alguna manera, anticiparlo. Por eso, no es
posible situarse en el presente si no es en el marco de un proyecto de futuro.
Tratar de definir, entre los varios futuros históricamente posibles y la
estructural incertidumbre que la vida contiene, aquel concreto futuro que
deseamos, exige tomar decisiones y adoptar estrategias desde hoy mismo. Por otra
parte, ya sabemos que tampoco el pasado es lo que ha sido, sino lo que en un
momento determinado se dice que ha sido. Inventar tradiciones –recurriendo al
conocido trabajo de Eric Hobsbawn y Terence Ranger, The Invention of
Tradition- [25] es una
práctica fundamental, constituyente, de cualquier sociedad. Entre pasado y
presente, al igual que ocurre entre presente y futuro, se establecen relaciones
de mutua alimentación.
El presente, pues, se nos presenta como quicio crítico, no sólo para la
comprensión del pasado, sino también para la construcción del futuro. Escribe
Francesco Alberoni: “Estamos ante una norma: en el momento de la intuición
fulgurante de lo nuevo, cuando se vislumbra el futuro, el ser humano reexamina
el pasado. Lo hace para liberarse de aquello que estaba errado y superado, pero
también para reconocer las marcas, las indicaciones, los precedentes que lo
guiarán a lo largo del camino que está por emprender” [26]. El futuro se decide, en buena medida, hoy. Es por eso
que el futuro nos transforma. Una de las consecuencias más relevantes derivadas
de la configuración de las sociedades industriales avanzadas como sociedades
de riesgo (Beck) es la relevancia que adquiere la elección entre
posibilidades de futuro abiertas, no predeterminadas. Dice a este respecto
Anthony Giddens: “La actividad social moderna tiene un carácter esencialmente
contrafáctico. En un universo social postradicional, individuos y colectividades
disponen en cualquier momento de una serie indefinida de actuaciones potenciales
(con sus correspondientes riesgos). La elección entre esas alternativas es
siempre un asunto de «como si», un problema de selección entre «mundos
posibles»”[27]. Así pues, nada
puede ser más urgente que la preocupación por discernir el futuro posible,
precisamente para evitar cualquier tentación determinista.
Por otro lado, si la promesa del Reino, en cuanto perteneciente al depósito
de la fe, resultara ser nada más que una experiencia inefable, y por lo mismo
incomunicable, indecible, inenarrable, estaría de sobra todo lo que al respecto
podamos decir. Pero estamos llamados a dar respuesta a todo el que nos pida
razón de nuestra esperanza (1 Pe 3, 15). La nuestra ha de ser una esperanza
razonable, lo que no quiere decir que la exposición de las razones de nuestra
esperanza sea suficiente para convencer a nadie. Probablemente, tal cosa no será
posible si no logramos aprehender la realidad también desde la perspectiva de
una razón sensible [28]
que nos capacite para presentir lo nuevo que está naciendo en el seno de un
mundo que gime con dolores de parto.
¿Cuál es, entonces, la actualidad del Reino predicado por Jesús?
Probablemente la misma de siempre: la oportunidad que nos brinda para seguir
encontrando, en medio del mal, experiencias concretas de humanización y
liberación; y para comprender estas experiencias no como fragmentos inconexos,
pequeños tesoros (en el mejor de los casos) restos de un naufragio que las aguas
llevan hasta la playa, sino como hitos que señalan un sendero posible hacia un
futuro distinto.
Escribe Metz en sus “tesis extemporáneas sobre la apocalíptica”: “La
conciencia apocalíptica no se presenta fundamentalmente bajo el signo de la
amenaza y del miedo paralizante ante la catástrofe, sino bajo el signo del reto
a la solidaridad práctica con los «hermanos más débiles» ... ¿cuánto tiempo
tenemos (aún)? Esta es la pregunta escatológica por el tiempo...” [29]. Cuánto tiempo tenemos aún: esta
es la cuestión. Tenemos tiempo y, si miramos a nuestro alrededor con los ojos de
la razón sensible, tenemos recursos para solidarizarnos con nuestros hermanos
más débiles.
Signos del Reino, incluso en Jedwabne
“Por mi parte, preferiría que se recordaran, de este siglo sombrío, las
luminosas figuras de los pocos individuos de dramático destino y lucidez
implacable que siguieron creyendo, a pesar de todo, que el hombre merece seguir
siendo el objetivo del hombre” [30]. Esto escribe Tzvetan Todorov en la introducción a su
último trabajo, en el que somete a análisis el sombrío siglo XX, del que la
historia de Jedwabne se convierte en paradigma:
Jedwabne es un topónimo de difícil pronunciación para un latino. Designa un
pequeño pueblo del interior de Polonia en el que mil quinientas personas mataron
o vieron matar con regocijo a otras mil quinientas en julio de 1941, durante la
ocupación alemana. Los muertos eran polacos y los asesinos, sus vecinos,
también. Llevaban cientos de años conviviendo, se saludaban por la calle, los
niños jugaban juntos, se compraban unos a otros las mercaderías que cubren las
necesidades de la vida diaria, y conocían los nombres que correspondían a cada
rostro. Asesinos y víctimas se diferenciaban sólo en una cosa, en la religión.
Los muertos eran judíos y los matadores católicos.
Sólo siete miembros de la comunidad judía sobrevivieron a una orgía de sangre
que duró veinticuatro horas, aunque se realizó con medios sencillos, como palos,
navajas, hachas y fuego. Se salvaron porque les escondieron en su granja, a
riesgo de sus vidas, los miembros de una familia del pueblo, los Wyrzykowski.
(...) Sí, es posible resistirse al impulso colectivo que convierte en
asesinos a la mitad de los habitantes de un pueblo y en víctimas a la otra
mitad. Lo demuestran los incómodos Wyrzykowski, católicos, granjeros de escasa
cultura y filiación política desconocida[31].
Jedwabne es el mundo, el mundo es Jedwabne. Llevamos miles de años viviendo
juntos y cada cierto tiempo nos masacramos o miramos hacia otro lado mientras
nuestros semejantes están siendo masacrados. Sin embargo, en un siglo
caracterizado por la barbarie totalitaria, con millones y millones de personas
víctimas de las guerras, la opresión y el hambre, Todorov prefiere recordar (sin
olvidar a las víctimas y a sus victimarios) esos hombres y mujeres que en
tiempos de oscuridad (recordando el título de la obra de Hannah Arendt)
supieron mantener en pie el compromiso con sus semejantes, convirtiéndose en luz
para quienes hoy estamos llamados a continuar con el mismo compromiso:
Incluso en los tiempos más oscuros tenemos el derecho de esperar cierta
iluminación (...) esta iluminación puede llegarnos menos de teorías y conceptos
que de la luz incierta, titilante y a menudo débil que irradian algunos hombres
y mujeres en sus vidas y sus obras, bajo casi todas las circunstancias, y que se
extiende sobre el lapso de tiempo que les fue dado en la tierra. Ojos tan
acostumbrados a la oscuridad como los nuestros difícilmente serán capaces de
distinguir si su luz fue la de una vela o la de un sol deslumbrante. Pero
valoraciones objetivas de esta clase me parecen de importancia secundaria y creo
que se pueden dejar a la posteridad[32].
“Les propongo entonces –escribe Sabato y yo me sumo-, con la gravedad de las
palabras finales de la vida, que nos abracemos en un compromiso: salgamos a los
espacios abiertos, arriesguémonos por el otro, esperemos, con quien extiende sus
brazos, que una nueva ola de la historia nos levante. Quizá ya lo está haciendo,
de un modo silencioso y subterráneo, como los brotes que laten bajo las tierras
del invierno”[33].
Y dejemos el pesimismo para tiempos mejores.
[1] J.B. Metz, La fe, en la
historia y la sociedad, Cristiandad, Madrid 1979, pp. 185-186.
[2] H. Küng, Ser
cristiano, Cristiandad, Madrid 1977, p.268.
[3] J. Sobrino. “Cristología
sistemática. Jesucristo, mediador absoluto del reino de Dios”, en VV.AA.,
Mysterium liberationis. Conceptos fundamentales de la Teología de
la Liberación, tomo I, Trotta, Madrid 1990, p. 576.
[4] G. Gutierrez, Teología de
la liberación. Perspectivas, Sígueme, Salamanca 1972, p. 239.
[5] J. Sobrino, “Centralidad del
reino de Dios en la teología de la liberación”, en VV.AA.,
Mysterium liberationis, pp. 481-482.
[6] A. Camus, El hombre
rebelde, Losada, Buenos Aires 1978 (9ª), p. 281.
[7] J. Glover, Humanidad e
inhumanidad. Una historia moral del siglo XX, Cátedra, Madrid 2001.
[8] S. George, Informe
Lugano, Icaria, Barcelona 2001.
[9] E. Sabato, Antes del
fin, Seix Barral, Barcelona 1999, p. 131.
[10] J. Ehrenberg, Mi
querido socialismo, Icaria, Barcelona 2001, p. 214.
[11] L. González-Carvajal,
El Reino de Dios y nuestra historia, Sal Terrae, Santander 1986, p.
49-50.
[12] J.B. Metz, La fe, en la
historia y la sociedad, p. 176.
[13] J.B. Metz, Más allá de
la religión burguesa, Sígueme, Salamanca 1982, pp. 10-11.
[14] J. Vives, “El conocimiento
de Dios y los intereses de los hombres”, en VV.AA., El secuestro de la
verdad, Sal Terrae, Santander 1986, p. 23.
[15] Z. Bauman, La
posmodernidad y sus descontentos, Akal, Madrid 2001, p. 81.
[16] P. Glotz, Manifiesto
para una nueva izquierda en Europa, Siglo Veintiuno, Madrid 1987, p. 21.
También J. Habermas ha manejado un concepto similar de solidaridad en: “¿Qué
significa hoy socialismo? Revolución recuperadora y necesidad de revisión de la
izquierda”, en R. Blackburn, ed., después de la caída, Crítica,
Barcelona 1993. Por mi parte, he reflexionado ampliamente sobre esta propuesta y
sus potencialidades para construir un nuevo modelo de solidaridad en: I. Zubero,
Las nuevas condiciones de la solidaridad, Desclée de Brouwer, Bilbao
1994.
[17] Tómese esto de la
“pirámide ecológica” en un sentido puramente metafórico, pues, a diferencia de
lo que pueda ocurrir entre leones y gacelas, nada hay de natural en la desigual
distribución de oportunidades vitales entre los seres humanos.
[18] En su libro titulado,
precisamente, La globalización depredadora (Siglo Veintiuno, Madrid
2002, p. 20), R. Falk reproduce un texto de un analista próximo a los círculos
militares estadounidenses, en el que señala que la política de seguridad
nacional ha de incluir como objetivo defender “lo que poseemos además
de lo que apreciamos. Lo que encarna nuestro estándar material de
vida”.
[19] Ver, a este respecto, la
obra de W. Harich Crítica de la impaciencia revolucionaria (Crítica,
Barcelona 1988), en cuyo prólogo escribe Toni Doménech: “La actividad de los
revolucionarios está, obviamente, determinada por un juicio moral condenatorio
del orden social existente. Claro es que ese juicio moral no tiene por qué
estorbar a una comprensión realista y objetiva del medio en que se desenvuelve
la acción revolucionaria, ni menos impedir las consideraciones de oportunidad de
su dispositivo táctico o estratégico” (p. 13).
[20] E. Galeano, Patas
arriba. La escuela del mundo al revés, Siglo Veintiuno, Madrid 1998, p.
328.
[21] Th. Sowell, Conflicto
de visiones, Gedisa, Barcelona 1990.
[22] Sowell, op.cit.,
p. 33.
[23] J. Moltmann, La
justicia crea futuro, Sal Terrae, Santander 1992, p. 12.
[24] M. Machovecˇ, Jesús
para ateos, Sígueme, Salamanca 1976, p. 97.
[25] E. Hobsbawn and T. Ranger,
eds., The Invention of Tradition, Cambridge University Press,
Cambridge 1983.
[26] F. Alberoni, El árbol
de la vida, Gedisa, Barcelona 1997 (5ª), pp. 103-104.
[27] A. Giddens, Modernidad
e identidad del yo, Península, Barcelona 1994, p. 44.
[28] M. Maffesoli, Elogio
de la razón sensible, Paidós, Barcelona 1997.
[29] J.B. Metz, La fe en la
historia y en la sociedad, pp. 186 y 187.
[30] T. Todorov, Memoria del
mal, tentación del bien. Indagación sobre el siglo XX, Península, Barcelona
2002, p. 13.
[31] J.M. Reverte, “Prólogo”,
en J.T. Gross, Vecinos. El exterminio de la comunidad judía de
Jedwabne, Crítica, Barcelona 2002.
[32] H. Arendt. Hombres en
tiempos de oscuridad, Gedisa, Barcelona 2001, p. 11.
[33] E. Sabato,
op.cit, p. 187.
IGLESIA VIVA,
Nº 210, abr-jun, 2002
Imanol Zubero. Profesor de Sociología en la Universidad
del País Vasco,
colaborador del Instituto Diocesano de Teología y Pastoral
de Bilbao.
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