jueves, 12 de abril de 2018

Con la esperanza adelante y con los sueños detrás









El Reino predicado por Jesús:
¿profecía incumplida o promesa por realizar?

Imanol ZUBERO


¿Profecía incumplida? El Reino de Dios constituye el centro de la predicación de Jesús[2]; el Reino es “la última voluntad de Dios para este mundo”[3]. Proclama Jesús desde el inicio de su predicación: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1, 14-15). Sus destinatarios primarios son las víctimas, los sujetos frágiles, todas aquellas personas a las que el presente excluye: “Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios. Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados. Bienaventurados los que lloráis ahora, porque reiréis” (Lc 6, 20-21). Suyo es el futuro, suyo; de todas aquellas personas a las que el control de su presente les ha sido expropiado. Dios las acogerá en sus amorosas manos y serán sujetos principales en su Reino. Un Reino que, sin embargo, ya es aún cuando todavía no lo sea en plenitud. “Sin acontecimientos históricos liberadores no hay crecimiento del reino”, escribe Gustavo Gutiérrez[4]. Sólo en la medida en que se producen hechos concretos de liberación –ciegos que recuperan la vista, paralíticos que vuelven a caminar, leprosos que son curados, endemoniados que son liberados, hambrientos que son alimentados...- el Reino, a la vez promesa y realidad, se vuelve parcial pero suficientemente inteligible a los hombres. Como señala Jon Sobrino: Formalmente los milagros son signos de que el reino de Dios se acerca con poder, “clamores del reino”, como se les ha llamado. No son por lo tanto el reino en su totalidad ni presentan una solución totalizante a los males que el reino debe remediar. En cuanto signos del reino los milagros son ante todo salvación, realidades benéficas y realidades liberadoras en presencia de la opresión. De ahí que los milagros generan gozo por lo benéfico y generan esperanza por lo liberador (...) Los milagros no son sólo salvación sino estricta liberación[5]. Pero si nos aproximamos esta cuestión desde la perspectiva de una Humanidad en la que la pobreza, el hambre y el llanto han sido a lo largo del tiempo el pan de cada día de cientos de millones de personas, no es difícil acabar archivando la promesa del Reino al lado de tantas y tantas otras promesas de liberación que el tiempo ha dejado reducidas, en el mejor de los casos, a combustible utópico para minorías tozudas, cuando no simplemente a profecías incumplidas que alimentan el escepticismo de mayorías integradas. Venga a nosotros tu Reino... Ya, muy bien: ¿pero cuándo? ¿Cuándo vendrá a los pobres el Reino de Dios? ¿Cuándo serán los hambrientos saciados? ¿Cuándo reirán por fin los que hoy lloran? ¿Para cuando el cumplimiento de esa última voluntad de Dios para este mundo? ¿o es que, tal vez, no hablamos de este mundo? Como sostiene Albert Camus: “Desde hace veinte siglos no ha disminuido en el mundo la suma total del mal. Ninguna parusía, ni divina ni revolucionaria, se ha cumplido”[6]. Porque lo cierto es que, digan lo que digan Davos y sus legionarios ideológicos, no es fácil imaginar tiempos peores que estos[7]. La globalización capitalista sólo es posible en un mundo como el que describe el Informe sobre Desarrollo Humano 1999 de las Naciones Unidas: un mundo en el que la diferencia entre países ricos y pobres no ha dejado de aumentar desde el siglo XIX, de manera que si en 1820 la diferencia de rentas entre los más ricos y los más pobres era de aproximadamente de 3 a 1, en 1913 ya era de 11 a 1, en 1950 de 35 a 1, en 1973 de 44 a 1 y en 1992 era de 72 a 1. Es preciso que a muchos les vaya mal apara que a unos pocos les vaya tan bien. Cada día, todos los días, 40.000 seres humanos mueren de malnutrición o de hambre. El modelo de desarrollo de Occidente provoca el equivalente de un Hiroshima cada dos días. Y sin embargo, ofrecemos nuestro modelo de vida a todo el planeta, como si fuese efectivamente universalizable. Cuando no lo es, ni siquiera para la totalidad de las sociedades más desarrolladas. En el provocador libro titulado Informe Lugano Susan George responde a la pregunta de cómo garantizar la continuidad del capitalismo en el siglo XXI sin modificar para ello ninguno de sus fundamentos y objetivos [8]. Su conclusión, impecable e implacablemente lógica, es la siguiente (cito casi textualmente): El neoliberalismo global no puede comprender dentro de sí a todos, ni siquiera en las naciones más prósperas. No cabe duda de que no puede incluir a 6.000 u 8.000 millones de personas de todo el mundo. Por ello, el objetivo para el 2020 debe ser reducir en una tercera parte el número actual de habitantes, de aproximadamente 6.000 millones a 4.000 millones, reduciendo en la mitad la estimación de la variante alta de la ONU de 8.000 millones de habitantes. Dicho de otra manera, la población mundial debe disminuir una media de 100 millones de personas al año durante dos décadas. Nueve décimas partes o más de la reducción deberá producirse en los países menos desarrollados. Y sin embargo, vivimos en el mejor de los mundos posibles, o al menos eso es lo que nos repiten machaconamente. Ni siquiera hace falta ya esforzarse por justificar moralmente este mundo. ¿Que no es un buen mundo? No hay otro posible, así que dejémonos de utopías moralistas. Lasciate ogni speranza, voi che entrate! “¡Quien entre aquí, renuncie a toda esperanza!”: ¿acaso no dejamos de repetir mansamente lo que el genio de Dante contempló escrito en las puertas del infierno? A pesar de que “ninguno de los problemas que intentaba resolver el comunismo ha desaparecido con éste” (Bossetti) y de que para la mayoría de la Humanidad “el capitalismo no es un sueño a realizar, sino una pesadilla realizada” (Galeano); aunque “fue el capitalismo el que en el siglo XIX nos trajo las masacres de las poblaciones autóctonas en tres continentes, y en este siglo dos guerras mundiales” (Halliday); a pesar de que “los pobres y los desamparados todavía están condenados a vivir en un mundo de injusticias terribles, aplastados por magnates económicos inalcanzables y aparentemente inalterables, de quienes dependen casi siempre las autoridades políticas, incluso cuando son formalmente democráticas” (Bobbio); a pesar de todo esto, mientras todo esto ocurre bajo el dominio capitalista, a causa del dominio capitalista, la izquierda reconoce mansamente que “no hay alternativas al capitalismo” (Giddens). Ya está. Se acabó El pensamiento único y su primer y fundamental principio -la economía está por encima de la política- es realmente contagioso. En una época de inversión semántica en la que, como denuncia Ernesto Sabato, “el epíteto de realistas señala a individuos que se caracterizan por destruir todo género de realidad, desde la más candorosa naturaleza, hasta el alma de hombres y de niños”[9], la cultura emancipatoria duda de sí misma. No me refiero a dudas razonables sobre la institucionalización práctica de la propuesta emancipatoria –si socialismo o comunismo, si tercera vía o sí socialiberalismo, si reforma o revolución- sino a dudas incapacitantes sobre el sentido mismo de la propuesta. Lo que se cuestiona, en el fondo, es la posibilidad de construir un futuro que no sea “el presente y un par de cosillas más”[10]. Lo que se cuestiona es, por tanto, la posibilidad misma de un futuro que sea transformación del presente. En estas condiciones, cuando todo parece indicar que el capitalismo continuará su “epopeya mortífera” (Gallo), de manera que la pobreza, el hambre y el llanto seguirán dominando la vida de millones de personas, ¿cómo sostener razonablemente el mensaje del Reino predicado por Jesús? La promesa del Reino corre en nuestras sociedades la misma suerte que los planteamientos de Marx: salvo contadas excepciones, incluso sus herederos intelectuales han abandonado la dimensión visionaria de su propuesta. De ahí que, con facilidad, el Reino de Dios se convierta en el “Reino de los Cielos”, no en el sentido en que Mateo utiliza esta expresión (como sinónimo que evite pronunciar el sagrado nombre de Dios) [11], sino como reinterpretación de la promesa: no tiene nada que ver con nuestra historia, sólo se realizará “en la otra vida”. ¿Promesa irrelevante? Básicamente estoy de acuerdo con el diagnóstico de Metz sobre la denominada crisis de identidad histórica del cristianismo: no se trata tanto de una crisis de los contenidos de fe cuanto de los sujetos y las instituciones cristianos, “que se cierran al sentido práctico de estos contenidos: al seguimiento”[12]. Por exceso o por defecto, la promesa escatológica de Jesús de Nazaret encuentra crecientes dificultades para hacerse un sitio en nuestras sociedades industriales avanzadas. Por defecto: una de las fuentes más consistentes del ateismo moderno ha sido la distancia existente entre las promesas de Jesús y la tozuda realidad de pobreza, de hambre y de tristeza a lo largo de la historia. Por exceso: otra fuente de ateismo práctico ha sido la experiencia cotidiana de una existencia lo suficientemente satisfactoria como para reducir a la irrelevancia cualquier promesa de futuro que no se sustancie en propuesta de nuevos y mayores niveles de consumo. Si las cosas van bien (o para quienes les van bien las cosas), el proyecto de Jesús acaba siendo irrelevante porque el futuro mesiánico se confunde con un futuro burgués que reduce el mañana a mera prolongación del presente[13]. Del mismo modo que elaboran una cultura de la satisfacción (Galbraith), las sociedades satisfechas sólo pueden segregar una religiosidad de la satisfacción, una teodicea de los satisfechos que legitima y reafirma su privilegiada posición: ¿cómo, si no es mediante la autoafirmación justificadora, podría recibir un mensaje sobre el futuro una sociedad rica, voraz hasta la glotonería y puerilmente risueña? De ahí que con el tiempo, para una sociedad así la promesa de Dios de un futuro distinto del presente sólo puede acabar volviéndose radicalmente irrelevante. Una vez que se vive en el mejor de los mundos posibles (en el que las cosas son como son y no pueden ser de otra manera, en el que cada cual tiene lo que se merece, en el que todo acabará encontrando solución) la sensación de haber alcanzado el final de la Historia se convierte en experiencia cotidiana, el presente se extiende ilimitadamente y el mañana no promete nada que no sea más de lo mismo. Cualquier otra interpretación del futuro –en particular aquella que exija la conversión “desde una praxis social de insolidaridad y de autoafirmación individual y grupal a costa de los muchos y la vida de los demás, a una praxis social de solidaridad y de comunión” [14] - simplemente no interesa. No interesa porque, como he recordado en muchas ocasiones, la única solidaridad que de verdad puede impulsar transformaciones de la realidad que permitan reír a quienes ahora lloran, alimentarse a quienes ahora tienen hambre y salir de la pobreza a quienes hoy mueren de miseria, es una solidaridad que necesariamente va en contra de nuestros intereses. Recientemente, Zigmunt Bauman escribía lo siguiente: La cuestión ética no es tanto la de si los nuevos desposeídos o desfavorecidos se levantan y se suman a la lucha por la justicia, que no pueden entender más que como rectificación de la injusticia cometida contra ellos, sino la de si los acomodados y, por ende, privilegiados, la nueva “mayoría satisfecha” de John Kenneth Galbraith, se ponen por encima de sus intereses singulares o grupales y se consideran responsables de la humanidad de los Otros, los menos afortunados. En otras palabras, si están dispuestos a suscribir, en pensamiento y en acto, y antes de que se los obligue a ello, y no por miedo a verse obligados, unos principios de justicia tales que no puedan satisfacerse a menos que se conceda a los Otros el mismo grado de libertad práctica, positiva, del que ellos mismos han venido gozando[15]. En efecto, en un mundo como el que describe el Informe Lugano de Susan George, un mundo en el que el 20 por ciento de la población mundial consume el 80 por ciento de los recursos totales del planeta (por lo que no es demagógico afirmar que una pequeña parte de la Humanidad vive a costa de consumir las oportunidades vitales de la mayoría, consolidando así un sistema de canibalismo estructural), no hay praxis de solidaridad que no pase por una justa redistribución de las oportunidades vitales de todos los seres humanos, lo que en la práctica significa aplicar hasta sus últimas consecuencias la propuesta de Peter Glotz: “La izquierda debe poner en pie una coalición que apele a la solidaridad del mayor número posible de fuertes con los débiles, en contra de sus propios intereses; para los materialistas estrictos, que consideran que la eficacia de los intereses es mayor que la de los ideales, ésta puede parecer una misión paradójica, pero es la misión que hay que realizar en el presente” [16]. Es evidente que para quienes están (estamos) en la cima de la pirámide ecológica, la promesa de Jesús, como la propuesta de Glotz, resulta no ya irrelevante, sino claramente amenazadora[17]. En cualquier caso, se trata de una propuesta que no interesa y, por lo mismo, que no moviliza. Al contrario: hacemos cuentas y fácilmente llegamos a la conclusión de que el Reino de justicia predicado por Jesús no va con nosotros[18]. El problema es que en esta situación la promesa de un Reino de justicia puede acabar siendo irrelevante incluso para quienes auténticamente pretenden la transformación del mundo. Y es que si las cosas no van bien, si formamos parte del mundo de las víctimas o si hemos tomado partido por ellas, la promesa del Reino puede resultar demasiado débil, demasiado etérea como para sostener la esperanza en un futuro de emancipación y justicia. En su obra Los justos, Albert Camus presenta un diálogo entre Kaliayev, preso por atentar contra el régimen zarista, y Foka, preso común encargado de limpiar su celda, que refleja perfectamente una determinada relación con la propuesta liberadora de Jesús característica de las izquierdas históricamente más comprometidas con el cambio: Kaliayev.- (...) Todos seremos hermanos y la justicia hará transparentes nuestros corazones. ¿Sabes de qué te hablo? Foka.- Sí, del reino de Dios (...) Kaliayev.- No hay que decir eso, hermano. Dios no puede nada. ¡La justicia es cosa nuestra! ¿No comprendes? ¿Conoces la leyenda de San Demetrio? (...) Tenía cita en la estepa con le mismo Dios, y allá iba de prisa cuando encontró a un campesino con el carro atascado. Entonces San Demetrio lo ayudó. El barro era espeso, el bache profundo. Hubo que luchar durante una hora. Y al terminar, San Demetrio corrió a la cita, pero Dios ya no estaba. Foka.- ¿Y entonces? Kaliayev.- Y entonces están los que siempre llegarán tarde a la cita porque hay demasiadas carretas atascadas y demasiados humanos que socorrer. Cuando es tanto lo que hay por hacer, cuando la miseria desgarra todas las costuras del mundo, cuando los gritos de las víctimas se elevan a lo alto en horrísono coro, la “impaciencia revolucionaria”, políticamente cuestionable pero éticamente irreprochable [19], suele acabar, paradójicamente, en nihilismo que carcome los cimientos de la rebelión: cuando lo único que cabe hacer es hacerlo todo, todo lo que hagamos, sea poco o mucho, será nada. De ahí que sean hijos de la impaciencia tanto el terrorismo contra el pueblo como la desafección política. La actualidad del Reino anunciado por Jesús Sin embargo, la realidad de injusticia de la que hemos partido no tiene por qué alimentar necesariamente una actitud y una práctica de acomodo o de adaptación a la realidad presente. El hecho de que las cosas estén como están lo mismo puede llevarnos a la conclusión de que no hay nada que hacer como a la de que todo o casi todo está aún por hacer. Como plantea, provocador como siempre, Eduardo Galeano: Fin de siglo, fin del milenio: ¿fin del mundo? ¿Cuántos aires no envenenados nos quedan todavía? ¿Cuántas tierras no arrasadas, cuántas aguas no muertas? ¿Cuántas almas no enfermas? En su versión hebrea, la palabra enfermo significa “sin proyecto”, y ésta es la más grave enfermedad entre las muchas pestes de estos tiempos. Pero alguien, quién sabe quién, escribió al pasar, en un muro de la ciudad de Bogotá: Dejemos el pesimismo para tiempos mejores[20]. En principio no es la realidad, en su sentido más objetivo, la que condiciona nuestra respuesta a la pregunta sobre la necesidad y las posibilidades de transformación de la misma. Thomas Sowell es autor de una interesante obra en la que analiza la influencia de las visiones tanto sobre nuestras concepciones de la realidad como sobre nuestros proyectos para esa misma realidad social [21]. Según este autor las visiones son premisas, conjuntos articulados de creencias acerca del mundo, las personas, la sociedad. Son supuestos implícitos de los que necesariamente se derivan conclusiones distintas y enfrentadas sobre una amplia gama de problemas. No dependen de los hechos. En esto se diferencian de las teorías, que exigen, su traducción en hipótesis empíricamente verificables. Las visiones pueden mantenerse a pesar y hasta en contra de los hechos. Las visiones son, sobre todo, una forma de causación: son la base a partir de la cual se buscan los "por qué" de las cosas. Puede establecerse un continuo entre dos categorías de visiones enfrentadas a las que denomina, respectivamente, visiones restringidas y visiones no restringidas. La visión restringida parte de considerar a los seres humanos como limitados por su propia naturaleza, básicamente egoístas. Intentar cambiar esta naturaleza supone un esfuerzo inútil, por lo que el objetivo debe ser aprovechar al máximo las posibilidades que esta naturaleza limitada ofrece. Siendo imposibles los cambios profundos, lo único que cabe hacer es calcular con extremada prudencia lo que es posible cambiar en cada momento. La visión no restringida, por su parte, considera que la principal limitación de las personas no se deriva de su propia naturaleza, sino del sistema social existente. Existe un potencial oculto en la naturaleza humana que puede y debe ser desarrollado para superar lo que actualmente hay. En palabras de Sowell: “La visión restringida es una visión trágica de la condición humana. La visión no restringida es una visión moral de las intenciones humanas, que en última instancia se consideran decisivas”[22]. Ahora bien: “¿Tenemos los cristianos una «visión de esperanza» para este mundo o, por el contrario, el cristianismo establecido se ha fundido de tal modo con nuestra sociedad que compartimos las ambigüedades y contradicciones de ésta y ya no tenemos ningún mensaje de esperanza que ofrecer a nuestros contemporáneos?” [23]. Sería el colmo que precisamente ahora, cuando miles de personas miran hacia Porto Alegre con la esperanza puesta en la capacidad de transformación contenida por los movimientos sociales y populares que combaten la globalización capitalista, cuando miles de personas a lo largo y ancho del mundo se unen para gritar ¡Otro mundo es posible!, nosotras y nosotros, los cristianos, doblemos la cerviz y renunciemos a la esperanza de un mundo transformado según la voluntad de Dios, sí, pero con la implicación de las mujeres y los hombres. Como señaló acertadamente Milan Machovecˇ, la fuerza del mensaje de Jesús, aquello que tocó los corazones y puso en marcha a sus discípulos, no fue tanto un mensaje sobre el futuro que ha de venir a la manera de las tradiciones mesiánicas populares, sino un mensaje sobre un futuro que es asunto nuestro, a la vez promesa y reto a la movilización de todas nuestras capacidades de humanización del mundo ya desde ahora: Jesús disuade a los hombres de una concepción standard de tipo profético-popular, en la que tradicionalmente se habían centrado los intereses y las atracciones de los descontentos, atraídos por promesas fantásticas. Y los lleva, más bien, a convencerse de que el futuro es “asunto suyo”, aquí y hoy, un asunto que atañe esencialmente a cada persona humana “interpelada” de ese modo. En este sentido Jesús sustrajo el futuro a las nubes del cielo para convertirlo en una cuestión presente de cada día (...): el futuro no es algo que “viene”, que llega de lejos, desde fuera, independientemente de nosotros, algo así como un cambio atmosférico; el futuro es asunto nuestro, dado que en cada instante el futuro es una exigencia del presente, un reto a las capacidades humanas, que hemos de movilizar hasta el máximo en cada instante. En la terminología moderna diríamos que Jesús ha hecho un futuro amado, un futuro humano, de un futuro extraño, esencialmente extranjero, de un futuro esperado que quizás “venga”, que es parte de la naturaleza, pero no nuestro[24]. Es cierto que nada de esto elimina las dificultades derivadas de la urgencia por ver realizarse, aunque sólo sea de manera incipiente, la promesa de Dios. Pero si nos ofrece una pauta de lectura de la realidad que nos permita discernir, ya desde ahora, signos de liberación que anticipen la transformación que el futuro prometido por Dios está produciendo ya en nuestro tiempo. El futuro nos transforma.¿Cómo puede ser que el futuro, algo que aún no es, algo que aún no está, nos llegue a afectar? ¿No estaremos incurriendo en un imposible lógico al situar, como vulgarmente se dice, el carro por delante del caballo? Evidentemente, el futuro no es algo que esté ahí, algo que nos esté esperando y hacia lo que avanzamos inexorablemente, sin otra opción que la adaptación. El futuro nos transforma en la medida en que es anticipado –definido, preconstruido- ya desde ahora. El futuro actua en el presente en la medida en que es en el presente cuando ponemos las bases de lo que el futuro va a ser. Pensar el futuro es, de alguna manera, anticiparlo. Por eso, no es posible situarse en el presente si no es en el marco de un proyecto de futuro. Tratar de definir, entre los varios futuros históricamente posibles y la estructural incertidumbre que la vida contiene, aquel concreto futuro que deseamos, exige tomar decisiones y adoptar estrategias desde hoy mismo. Por otra parte, ya sabemos que tampoco el pasado es lo que ha sido, sino lo que en un momento determinado se dice que ha sido. Inventar tradiciones –recurriendo al conocido trabajo de Eric Hobsbawn y Terence Ranger, The Invention of Tradition- [25] es una práctica fundamental, constituyente, de cualquier sociedad. Entre pasado y presente, al igual que ocurre entre presente y futuro, se establecen relaciones de mutua alimentación. El presente, pues, se nos presenta como quicio crítico, no sólo para la comprensión del pasado, sino también para la construcción del futuro. Escribe Francesco Alberoni: “Estamos ante una norma: en el momento de la intuición fulgurante de lo nuevo, cuando se vislumbra el futuro, el ser humano reexamina el pasado. Lo hace para liberarse de aquello que estaba errado y superado, pero también para reconocer las marcas, las indicaciones, los precedentes que lo guiarán a lo largo del camino que está por emprender” [26]. El futuro se decide, en buena medida, hoy. Es por eso que el futuro nos transforma. Una de las consecuencias más relevantes derivadas de la configuración de las sociedades industriales avanzadas como sociedades de riesgo (Beck) es la relevancia que adquiere la elección entre posibilidades de futuro abiertas, no predeterminadas. Dice a este respecto Anthony Giddens: “La actividad social moderna tiene un carácter esencialmente contrafáctico. En un universo social postradicional, individuos y colectividades disponen en cualquier momento de una serie indefinida de actuaciones potenciales (con sus correspondientes riesgos). La elección entre esas alternativas es siempre un asunto de «como si», un problema de selección entre «mundos posibles»”[27]. Así pues, nada puede ser más urgente que la preocupación por discernir el futuro posible, precisamente para evitar cualquier tentación determinista. Por otro lado, si la promesa del Reino, en cuanto perteneciente al depósito de la fe, resultara ser nada más que una experiencia inefable, y por lo mismo incomunicable, indecible, inenarrable, estaría de sobra todo lo que al respecto podamos decir. Pero estamos llamados a dar respuesta a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza (1 Pe 3, 15). La nuestra ha de ser una esperanza razonable, lo que no quiere decir que la exposición de las razones de nuestra esperanza sea suficiente para convencer a nadie. Probablemente, tal cosa no será posible si no logramos aprehender la realidad también desde la perspectiva de una razón sensible [28] que nos capacite para presentir lo nuevo que está naciendo en el seno de un mundo que gime con dolores de parto. ¿Cuál es, entonces, la actualidad del Reino predicado por Jesús? Probablemente la misma de siempre: la oportunidad que nos brinda para seguir encontrando, en medio del mal, experiencias concretas de humanización y liberación; y para comprender estas experiencias no como fragmentos inconexos, pequeños tesoros (en el mejor de los casos) restos de un naufragio que las aguas llevan hasta la playa, sino como hitos que señalan un sendero posible hacia un futuro distinto. Escribe Metz en sus “tesis extemporáneas sobre la apocalíptica”: “La conciencia apocalíptica no se presenta fundamentalmente bajo el signo de la amenaza y del miedo paralizante ante la catástrofe, sino bajo el signo del reto a la solidaridad práctica con los «hermanos más débiles» ... ¿cuánto tiempo tenemos (aún)? Esta es la pregunta escatológica por el tiempo...” [29]. Cuánto tiempo tenemos aún: esta es la cuestión. Tenemos tiempo y, si miramos a nuestro alrededor con los ojos de la razón sensible, tenemos recursos para solidarizarnos con nuestros hermanos más débiles. Signos del Reino, incluso en Jedwabne “Por mi parte, preferiría que se recordaran, de este siglo sombrío, las luminosas figuras de los pocos individuos de dramático destino y lucidez implacable que siguieron creyendo, a pesar de todo, que el hombre merece seguir siendo el objetivo del hombre” [30]. Esto escribe Tzvetan Todorov en la introducción a su último trabajo, en el que somete a análisis el sombrío siglo XX, del que la historia de Jedwabne se convierte en paradigma: Jedwabne es un topónimo de difícil pronunciación para un latino. Designa un pequeño pueblo del interior de Polonia en el que mil quinientas personas mataron o vieron matar con regocijo a otras mil quinientas en julio de 1941, durante la ocupación alemana. Los muertos eran polacos y los asesinos, sus vecinos, también. Llevaban cientos de años conviviendo, se saludaban por la calle, los niños jugaban juntos, se compraban unos a otros las mercaderías que cubren las necesidades de la vida diaria, y conocían los nombres que correspondían a cada rostro. Asesinos y víctimas se diferenciaban sólo en una cosa, en la religión. Los muertos eran judíos y los matadores católicos. Sólo siete miembros de la comunidad judía sobrevivieron a una orgía de sangre que duró veinticuatro horas, aunque se realizó con medios sencillos, como palos, navajas, hachas y fuego. Se salvaron porque les escondieron en su granja, a riesgo de sus vidas, los miembros de una familia del pueblo, los Wyrzykowski. (...) Sí, es posible resistirse al impulso colectivo que convierte en asesinos a la mitad de los habitantes de un pueblo y en víctimas a la otra mitad. Lo demuestran los incómodos Wyrzykowski, católicos, granjeros de escasa cultura y filiación política desconocida[31]. Jedwabne es el mundo, el mundo es Jedwabne. Llevamos miles de años viviendo juntos y cada cierto tiempo nos masacramos o miramos hacia otro lado mientras nuestros semejantes están siendo masacrados. Sin embargo, en un siglo caracterizado por la barbarie totalitaria, con millones y millones de personas víctimas de las guerras, la opresión y el hambre, Todorov prefiere recordar (sin olvidar a las víctimas y a sus victimarios) esos hombres y mujeres que en tiempos de oscuridad (recordando el título de la obra de Hannah Arendt) supieron mantener en pie el compromiso con sus semejantes, convirtiéndose en luz para quienes hoy estamos llamados a continuar con el mismo compromiso: Incluso en los tiempos más oscuros tenemos el derecho de esperar cierta iluminación (...) esta iluminación puede llegarnos menos de teorías y conceptos que de la luz incierta, titilante y a menudo débil que irradian algunos hombres y mujeres en sus vidas y sus obras, bajo casi todas las circunstancias, y que se extiende sobre el lapso de tiempo que les fue dado en la tierra. Ojos tan acostumbrados a la oscuridad como los nuestros difícilmente serán capaces de distinguir si su luz fue la de una vela o la de un sol deslumbrante. Pero valoraciones objetivas de esta clase me parecen de importancia secundaria y creo que se pueden dejar a la posteridad[32]. “Les propongo entonces –escribe Sabato y yo me sumo-, con la gravedad de las palabras finales de la vida, que nos abracemos en un compromiso: salgamos a los espacios abiertos, arriesguémonos por el otro, esperemos, con quien extiende sus brazos, que una nueva ola de la historia nos levante. Quizá ya lo está haciendo, de un modo silencioso y subterráneo, como los brotes que laten bajo las tierras del invierno”[33]. Y dejemos el pesimismo para tiempos mejores.

[1] J.B. Metz, La fe, en la historia y la sociedad, Cristiandad, Madrid 1979, pp. 185-186. [2] H. Küng, Ser cristiano, Cristiandad, Madrid 1977, p.268. [3] J. Sobrino. “Cristología sistemática. Jesucristo, mediador absoluto del reino de Dios”, en VV.AA., Mysterium liberationis. Conceptos fundamentales de la Teología de la Liberación, tomo I, Trotta, Madrid 1990, p. 576. [4] G. Gutierrez, Teología de la liberación. Perspectivas, Sígueme, Salamanca 1972, p. 239. [5] J. Sobrino, “Centralidad del reino de Dios en la teología de la liberación”, en VV.AA., Mysterium liberationis, pp. 481-482. [6] A. Camus, El hombre rebelde, Losada, Buenos Aires 1978 (9ª), p. 281. [7] J. Glover, Humanidad e inhumanidad. Una historia moral del siglo XX, Cátedra, Madrid 2001. [8] S. George, Informe Lugano, Icaria, Barcelona 2001. [9] E. Sabato, Antes del fin, Seix Barral, Barcelona 1999, p. 131. [10] J. Ehrenberg, Mi querido socialismo, Icaria, Barcelona 2001, p. 214. [11] L. González-Carvajal, El Reino de Dios y nuestra historia, Sal Terrae, Santander 1986, p. 49-50. [12] J.B. Metz, La fe, en la historia y la sociedad, p. 176. [13] J.B. Metz, Más allá de la religión burguesa, Sígueme, Salamanca 1982, pp. 10-11. [14] J. Vives, “El conocimiento de Dios y los intereses de los hombres”, en VV.AA., El secuestro de la verdad, Sal Terrae, Santander 1986, p. 23. [15] Z. Bauman, La posmodernidad y sus descontentos, Akal, Madrid 2001, p. 81. [16] P. Glotz, Manifiesto para una nueva izquierda en Europa, Siglo Veintiuno, Madrid 1987, p. 21. También J. Habermas ha manejado un concepto similar de solidaridad en: “¿Qué significa hoy socialismo? Revolución recuperadora y necesidad de revisión de la izquierda”, en R. Blackburn, ed., después de la caída, Crítica, Barcelona 1993. Por mi parte, he reflexionado ampliamente sobre esta propuesta y sus potencialidades para construir un nuevo modelo de solidaridad en: I. Zubero, Las nuevas condiciones de la solidaridad, Desclée de Brouwer, Bilbao 1994. [17] Tómese esto de la “pirámide ecológica” en un sentido puramente metafórico, pues, a diferencia de lo que pueda ocurrir entre leones y gacelas, nada hay de natural en la desigual distribución de oportunidades vitales entre los seres humanos. [18] En su libro titulado, precisamente, La globalización depredadora (Siglo Veintiuno, Madrid 2002, p. 20), R. Falk reproduce un texto de un analista próximo a los círculos militares estadounidenses, en el que señala que la política de seguridad nacional ha de incluir como objetivo defender “lo que poseemos además de lo que apreciamos. Lo que encarna nuestro estándar material de vida”. [19] Ver, a este respecto, la obra de W. Harich Crítica de la impaciencia revolucionaria (Crítica, Barcelona 1988), en cuyo prólogo escribe Toni Doménech: “La actividad de los revolucionarios está, obviamente, determinada por un juicio moral condenatorio del orden social existente. Claro es que ese juicio moral no tiene por qué estorbar a una comprensión realista y objetiva del medio en que se desenvuelve la acción revolucionaria, ni menos impedir las consideraciones de oportunidad de su dispositivo táctico o estratégico” (p. 13). [20] E. Galeano, Patas arriba. La escuela del mundo al revés, Siglo Veintiuno, Madrid 1998, p. 328. [21] Th. Sowell, Conflicto de visiones, Gedisa, Barcelona 1990. [22] Sowell, op.cit., p. 33. [23] J. Moltmann, La justicia crea futuro, Sal Terrae, Santander 1992, p. 12. [24] M. Machovecˇ, Jesús para ateos, Sígueme, Salamanca 1976, p. 97. [25] E. Hobsbawn and T. Ranger, eds., The Invention of Tradition, Cambridge University Press, Cambridge 1983. [26] F. Alberoni, El árbol de la vida, Gedisa, Barcelona 1997 (5ª), pp. 103-104. [27] A. Giddens, Modernidad e identidad del yo, Península, Barcelona 1994, p. 44. [28] M. Maffesoli, Elogio de la razón sensible, Paidós, Barcelona 1997. [29] J.B. Metz, La fe en la historia y en la sociedad, pp. 186 y 187. [30] T. Todorov, Memoria del mal, tentación del bien. Indagación sobre el siglo XX, Península, Barcelona 2002, p. 13. [31] J.M. Reverte, “Prólogo”, en J.T. Gross, Vecinos. El exterminio de la comunidad judía de Jedwabne, Crítica, Barcelona 2002. [32] H. Arendt. Hombres en tiempos de oscuridad, Gedisa, Barcelona 2001, p. 11. [33] E. Sabato, op.cit, p. 187.

IGLESIA VIVA, Nº 210, abr-jun, 2002
Imanol Zubero. Profesor de Sociología en la Universidad del País Vasco,
colaborador del Instituto Diocesano de Teología y Pastoral de Bilbao.




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