Por qué a mí
Mañana cuando amanezca habré llegado a lo que nunca esperé ni imaginé en el peor de los delirios. Tirado en la caja de un camión adoquinero, cara al cielo, medito sobre mi mala suerte, mientras las nubes pasan ante mis ojos sobre el fondo de un cielo azul turquesa. Retrocedo en el tiempo y estoy ahora sentado en un vagón desvencijado y polvoriento del tren que, según dicen, me dejará en Catamarca, si es que antes no se desarma por el camino. A través de los vidrios sucios de las ventanillas veo cómo pasan en sucesión interminable los campos yermos de La Rioja , cuya monotonía apenas se quiebra cuando aparece un algarrobo solitario o un mistol, o alguna cabra sufrida ramoneando las jarillas.
Ayer nomás debí emprender este viaje impensado hacia la nada. No esperaba ese desenlace, pero las circunstancias no me habían dejado opción. Todo se precipitó cuando ella se dio cuenta de que faltaba plata en el boliche. Nunca la había visto tan furiosa, tanto que temí por mi vida. Cuando vi brillar en sus manos la cuchilla de cortar la mortadela, comprendí que debía emprender la retirada si quería salvar el pellejo. Ni tiempo de armar mis petates me dejó la sisebuta. Como pude manoteé mi campera y unos pesos y salí como alma que lleva el diablo, procurando poner distancia entre mi seguridad y su iracundia. En mi loca carrera fui a dar a la estación Retiro, del Belgrano. No lo pensé dos veces y sin medir las consecuencias me embarqué hacia Catamarca, sin dejar rastro alguno, por si acaso.
Y aquí estoy, en este sucio vagón, con unos pocos pesos en el bolsillo y preguntándome qué voy a hacer en un pueblo perdido en la montaña con mi oficio de escritor. Para espantar los malos pensamientos contemplo uno por uno los rostros curtidos e impasibles de mis compañeros de travesía y me digo: “Ya veré. Algo sucederá y podré zafar de esta encerrona en que me arrojaron mi vida loca y la intemperancia de mi mujer. Siempre he tenido confianza en mis habilidades de timbero; para algo me habrán de servir”. Yo escribo para revistas del corazón, pero con sólo eso me moriría de hambre, así que me las rebusco en el casino. Me parece mentira lo que me ha pasado, a mí, que soy más bueno que el pan. Pienso y repienso en mis posibilidades y de pronto se me hace la luz: Voy a vender churros con poesía a los devotos de la Virgen del Valle. Imagino churros con formas poéticas para enamorados, para chicos, para conquistar a una mujer y cosas así. Parece loco, pero me tengo fe.
Un barquinazo me hace volver a mi presente de viajero en la caja del camión. Pero pronto retorno al recuerdo de los acontecimientos que me condujeron hasta aquí.
De pronto el tren se detuvo. Afuera todo era sol ardiente, tierra reseca y silencio.
—¿Qué estará pasando? —nos preguntamos los viajeros, al tiempo que nos asomábamos por las ventanillas.
—Ahí viene el guarda —dijo un petizo con cara de turco
—¿Qué pasa, maestro? —le pregunté. El miró su reloj y con toda tranquilidad me respondió, como si hablara de la lluvia que cayó el domingo
—La máquina está rovinada —sentenció, denunciando su origen italiano—. Habrá que tenere paciencia.
—¿Y ahora qué hacemos? —le pregunté sabiendo que no había más remedio que esperar
—Jueguen a las cartas.
No nos pareció malo el consejo. Por suerte algunos mazos había, así que pronto se formaron varios grupos de jugadores. Truco, chinchón, escoba, tute cabrero, según el gusto de cada grupo. Yo me prendí en el truco. Al rato la cosa se había puesto calentita y se me ocurrió que había que ponerle más adrenalina.
—Muchachos —a esta altura todos éramos chanchos del mismo chiquero—, ¿qué les parece si jugamos por unos pesos? Así tiene más sabor y nos divertimos a lo grande, como en el casino.
Les pareció bien. “A mi juego me llamaron”, me dije, mientras me frotaba siniestramente las manos. Al rato nomás los había esquilmado a todos. Pero no contaba con el Tape Medina —nombre que aprendí después—, al que no le gustaba perder su plata.
—Usté es un sinverguenza y nos ha hecho trampa —me dijo y se levantó con el facón en la mano, que más que facón parecía el sable de San Martín, de tan largo que era.
—Mire, amigo, estamos jugando para divertirnos y pasar el rato. Si le pareció que no hubo juego limpio, que cada uno tome su plata y aquí no ha pasado nada.
—Yo no soy su amigo. Usté nos ha ofendido tomándonos el pelo y pa mí las ofensas se lavan con sangre —contestó el Tape al tiempo que se me venía al humo cuchillo en mano. A mí me pareció que estaba viviendo un dejavú y que la historia se estaba repitiendo.Yo soy buen timbero pero no me veo en un enfrentamiento a cuchillo con un pendenciero de ley. Traté de defender mi honestidad con todos los argumentos que se me ocurrieron, pero el Tape era un toro embravecido que resoplaba por las narices y me miraba como queriendo fulminarme. En un santiamén arrebaté unos pesos y me lancé de cabeza por la ventanilla abierta. Rodé por el terraplén y aunque me dolían varios huesos me alejé corriendo a campo traviesa, con los ojos del Tape quemándome la nuca. A la media hora encontré una ruta —luego supe que era la 38—. Un camionero se apiadó de mí y aquí estoy, mirando pasar las nubes blancas y esperando llegar a Catamarca.
Tirado en la caja del rodado me pregunto por qué será que en todas partes termino corrido por algún iracundo, pero no encuentro la respuesta. ¿Por qué me tiene que suceder esto a mí? No hay caso, bien dicen que unos nacen con estrella y otros nacen estrellados. Yo soy de los últimos.
Raúl Czejer