Un hombre extraordinario
El tedio y el azar me llevaron a viajar por Europa, donde tuve la fortuna de contemplar las reliquias de un espléndido pasado en innumerables iglesias, museos y monumentos. Pero al cabo de tres meses de deambular por las más diversas ciudades y pueblitos me sentía ya cansado de tanta obra de arte y extrañando la relación con gente de carne y hueso, con quien pudiera compartir mis impresiones sobre todo lo que había visto hasta el presente. Deseaba conocer a algún personaje interesante que me devolviera al mundo de los vivos, harto ya de tantos prohombres del pasado, congelados en la dura frialdad del mármol.
Anduve, pues, por aquí y por allá, preguntando a los puesteros de diarios y a los mozos de los bares, que supuestamente conocían a gente del lugar, si había alguien en el pueblo que saliera de lo común y con quien se pudiera tener una conversación que valiera la pena. Al cabo de un tiempo, me sentía decepcionado y con ganas de desistir de mi empeño: Nadie tenía noticia de semejante personaje; en todas partes, según me decían, había gente común y sin ningún rasgo extraordinario. Cuando ya estaba por abandonar la empresa, en un bar de Pietralcina, en Italia, me topé con un mozo que se interesó por mi búsqueda y me informó que en un convento del lugar vivía un monje que tenía fama de extraordinario y que recibía a quien quisiera conversar con él.
El convento estaba situado en la cima de una colina. Mirado desde el pueblo, semejaba la iglesia del Tibidabo, que en mis andanzas había visto en Barcelona. Para llegar hasta él había que recorrer un estrecho sendero de cornisa, lo que sólo se podía practicar de a pie. Siguiendo las indicaciones que me diera el mozo no me fue difícil llegar hasta el lugar, aunque calculé mal el tiempo que me llevaría la subida: Ya anochecía cuando me anuncié con dos golpes de un pesado aldabón de hierro —seguramente forjado en un siglo remoto— que resonaron estruendosamente en la oquedad del recinto que adivinaba detrás de la puerta. Se abrió una pequeña ventana en la que asomó primero la luz de una lámpara de querosén y detrás el rostro de un monje joven, que al parecer oficiaba de portero.
—Buenas noches, buen señor —me dijo amablemente y con rostro algo sorprendido, tal vez por lo insólito de la hora—. ¿Qué lo trae a estas horas por aquí?
— Buenas noches. Me informaron que en este convento vive un hermano que tiene fama de extraordinario y quería saber si puedo tener una entrevista con él.
—Aquí todos somos extraordinarios —me respondió—. No somos como la otra gente.
—¿No hay alguien distinto, que salga de lo común?
—Aquí todos salimos de lo común. ¿No nos ve vestidos de modo distinto?
—¿Nadie aquí hace algo asombroso que llame la atención? —insistí.
—Aquí todos llamamos la atención por nuestra rara forma de vivir. Algunos se asombran para bien, otros se asombran para mal.
—Pero dígame, buen hermano, ¿no hay alguien singular, único, que posea una peculiaridad propia de él y de nadie más?
—¿Y para eso se tomó el trabajo de venir hasta acá? Bastaba que hablara con cualquier persona del pueblo. Si usted le hiciera las preguntas adecuadas, vería que es una persona singularísima, irrepetible, que no es igual a cualquiera de las demás. Que en cada ser humano late un hombre interior que nadie conoce, lleno de maravillosas posibilidades, que no se manifiesta porque nadie ni nada ha sabido despertarlo como a la bella del cuento. Se daría cuenta de que toda persona, aún la más modesta en apariencia, es alguien extraordinario y fuera de lo común… Y si no nos parece asombrosa es porque no sabemos mirarla y sólo nos fijamos en la superficie, en esa cáscara que la sociedad ha construido en cada uno de nosotros por igual y en virtud de la cual todos parecemos de una misma clase. Si usted mira más allá de lo superficial verá que cada persona es un misterio incomparable.
Por un momento quedé sorprendido por lo insólito de sus respuestas. Entendí que no me haría entrar al convento porque lo juzgaba innecesario. Debía buscar en el pueblo lo que había ido a buscar allí.
—Comprendo —le dije—. Tiene usted mucha razón. Nunca lo había pensado desde ese punto de vista.
Saludé y me fui por el sendero ya en sombras y apenas alumbrado por la luz de la luna, mientras meditaba la conversación con el portero.
—Un poco loco este muchacho —me decía a mí mismo—, pero cuánta luz hay en sus palabras. En un breve diálogo me ha enseñado a mirar a las personas de un modo distinto.
No había llegado al pueblo cuando me asaltó una pregunta: ¿Sería acaso ese portero el monje extraordinario del que me había hablado el mozo del bar?
De repente me di cuenta: Todos los monjes eran extraordinarios, como toda gente del pueblo, y cualquiera que hubiera salido a recibirme me habría resultado asombroso si lo miraba más allá de su realidad y desde el punto de vista adecuado.
Raul Czejer
Cada uno de nosotros es insustituible. Por eso cuando alguien se va de nuestra vida queda un espacio vacío imposible de llenar.
Raul Czejer
Cada uno de nosotros es insustituible. Por eso cuando alguien se va de nuestra vida queda un espacio vacío imposible de llenar.
Más allá de los barrotes de la realidad de cada uno hay alguien que no se identifica con esa superficie que lo limita y lo presenta ante el mundo y que sueña con vivir en libertad.
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