miércoles, 9 de abril de 2014

La barbarie que supimos conseguir





Hace ya mucho tiempo que la moral desapareció de los negocios y del manejo del poder político. Maquiavelo  dio cuenta del fenómeno y lo elevó  a la categoría de conducta natural y lógica para los gobernantes del venturoso mundo moderno, rotas las cadenas de la ominosa  moral del medioevo y relegada ésta a la vida de intramuros. Hoy vivimos  el sueño que soñaron los profetas del nuevo mundo   y estamos recogiendo los frutos de sus mentes afiebradas. Un mundo que, como el Taj Mahal, es una fiesta  por fuera, pero lleno de tristeza por dentro
 
El autor del artículo que he querido compartir contigo se refiere a España, pero en idénticos términos podría referirse a muchísimos otros países y, por supuesto, al mío propio.

Desde el fin de la II Guerra Mundial, la conciencia moral del mundo nunca ha estado tan agotada y desalentada como ahora. Las violaciones del derecho internacional y de los derechos humanos permanecen hoy impunes, sin que los ciudadanos reaccionen, sin que los intelectuales y periodistas, teóricos vigilantes del pulso del mundo, adviertan el desastre, sin que surja, como en el pasado, movimiento alguno de protesta que haga temblar a los déspotas.

Sin que nadie reaccione, países como Cuba, Venezuela, Nicaragua, Irán, China y otros están siendo oprimidos por sus dictaduras, en algunos casos encabezadas por chulos disfrazados de demócratas, que están siguiendo al pie de la letra un guión preescrito para esclavizar a los pueblos y recuperar la tiranía comunista con otros métodos y por otros caminos.

En algunas democracias teóricas, como España, transformadas en oligocracias alejadas del ciudadano, los hechos y dramas demuestran la impotencia inepta del poder político y hacen evidente el decaimiento y la degradación del país. El incremento de una corrupción casi siempre impune y el hecho de que grandes crímenes como los del 11 M permanezcan sin resolver están contribuyendo al hundimiento de la esperanza. En esta España degradada, el gobierno adopta sin escrúpulos medidas contrarias a la voluntad popular y se atreve a gobernar en contra de los deseos y opiniones de la mayoría, con impunidad y de espaldas al pueblo soberano.

En muchos países islámicos se asesina al que practica otra religión, se aplasta a la mujer, se mutila al delincuente, se predica la guerra y el exterminio del infiel y se violan a diario los derechos humanos básicos, sin que esas canalladas tengan consecuencias en el plano internacional.

Dirigida por gobiernos que llaman "pragmatismo" a la cobardía y a la ausencia de moral, la Humanidad está perdiendo la capacidad de sentir asco y de rebelarse.

Es fácil pensar que frente a los poderosos aparatos estatales de propaganda, los principales causantes del desfallecimiento moral y del envilecimiento, no hay defensa posible y que el librepensamiento y la resistencia están condenadas al fracaso, pero no es así si se analiza la Historia.

Hace poco más de un siglo, el "Yo acuso" de Emile Zola hizo temblar a Francia y poco después, en 1914, "Canto de odio", de Lissauer, una poesía de 14 versos, se transformaba en un acontecimiento capaz de cambiar la Historia.

La clave del desastre moral del mundo actual está en el uso de la propaganda y de la mentira organizada por parte de los gobiernos. Aunque sean pocos los que perciban la tragedia y sin que periodistas e intelectuales lo denuncien, lo cierto es que los mentirosos en el poder están destruyendo la estructura moral del mundo civilizado y lo están empujándolo hacia un nuevo tipo de barbarie.

Hítler fue el primero que utilizó la propaganda para convertir la mentira en algo natural. Los imitadores han sido muchos y en la España actual la mentira del poder está alcanzado el rango de política de Estado, después de la gran estafa al ciudadano que representó Zapatero y el incumplimiento salvaje de todas sus promesas electorales realizado por Rajoy. La mentira oficial está acabando no sólo con la democracia en España, sino también con la política, la confianza, la ética, la literatura y el arte.

La situación exige que cualquier regeneración pase por recuperar la verdad como modelo de convivencia y guía del liderazgo.

En España, la pandilla decadente de siempre, amparada bajo el paraguas del falso "progreso", la misma que en tiempos de Hítler y de Stalin llamaba cobardes a los prudentes y débiles a los humanistas, está actuando con apoyo oficial, llamando pesimista al que duda, etiquetando como antisistema al que protesta y señalando como fascista al que se rebela.

El poder político ha renunciado a ser ejemplar, despojando así al liderazgo de su principal fuerza moral, y no le importa humillarse, contradecirse y mentir con tal de mantenerse en el poder. Los políticos profesionales se han transformado en una raza maldita que pilota la decadencia, que arrasa la democracia y que conduce a la Humanidad por una senda sin principios ni valores, hacia la derrota y el fracaso.
                           Francisco Rubiales, en 
                          http://www.votoenblanco.com/Mentira-confusion-y-agotamiento-moral-nos-conducen-hacia-una-nueva-barbarie_a3360.html

Gracias al autor y a "Voto en Blanco"

Como sabes, "barbarie" es un término ambiguo que ha ido variando de significado a lo largo de los siglos. Hoy, creo yo, asistimos azorados al avance de una barbarie terminal,  una especie de involución del ser humano a comportamientos brutales, indignos de su esencia .

El autor del artículo  que sigue nos presenta un interesante estudio sobre la barbarie tal como se la entendió en el pasado y sobre su forma peculiar  en el presente. Vale la pena destinarle un rato de luctura, en algún remanso del ajetreo diario.

     
 1. La realidad de la barbarie y su ambigua conceptualización
«Los Balcanes están en Europa, pero Europa no es como los Balcanes». Tal puede ser la fórmula queexprese la actitud de distanciamiento, a la vez que de perplejidad, con la que desde los países europeos,y más concretamente de Europa occidental, se contempla la guerra --o quizá, más bien, las guerras-- que desde hace dos años está asolando lo que era la antigua Yugoslavia. La civilizada Europa vuelve a encontrarse de nuevo con la brutalidad de una guerra que pone ante sus ojos los potenciales de irracionalidad y de insensibilidad que el hombre, el sedicente «hombre civilizado», puede poner en juego. El asedio de Vukovar, de Dubrovnik, de Sarajevo... han sido los hitos --en los tres casos la iniciativa bélica correspondió al ex ejército federal y a las fuerzas paramilitares serbias, empeñadas en la operación fascista de «limpieza étnica» que ha de abrir paso al Estado nacional panserbio-- que han marcado la sorprendente escalada de violencia de una guerra civil que ha dejado a Europa consternada y sumida, una vez más, en una parálisis política que no es sino reflejo de su impotencia ante los problemas más decisivos. El final de siglo está cargado de ellos, lejos de ser aquel apacible «final de la historia» que algún neoconservador filohegeliano se aventuró a imaginar (véase Fukuyama 1989 y 1992). Lo que no cabe, en cualquier caso, a estas alturas, es la ingenua posición de quien, desde la extrañeza, recuerde con nostalgia las expectativas de bonanza abiertas aquel día de 1989 en que cayó el muro de Berlín y pareció que estábamos poco menos que al borde de la «paz perpetua». Ahora, como en otros momentos de nuestra historia, valen aquellas palabras de Benjamin, en sus Tesis de filosofía de la historia (8), con las que advertía contra la ilusión que supone considerar anacrónicos ciertos fenómenos y situaciones que, por su carácter deshumanizante, resultan difíciles de encajar: «No es en absoluto filosófico el asombro acerca de que las cosas que estamos viviendo sean 'todavía' posibles en el siglo XX» (Benjamin
1973: 182).
Los acontecimientos que tienen lugar en Europa hacen obligado pensar la barbarie; los europeos
tenemos que repensarla, si no queremos recaer en ella. Ninguna cultura, ninguna colectividad, nadie está definitivamente «vacunado» contra ella. Lo que ocurre en las repúblicas balcánicas, en Bosnia sobre
todo, como lo que sucede más allá, en el Cáucaso, lo atestigua; pero el problema lo desplazamos al
pensarlo como algo que acontece «a las puertas» o extramuros de la Comunidad Europea. Respecto de
los países de la Europa del Este o de la ex URSS las cosas se ven más lejanas, y con el aumento de las
distancias más se incrementa la tendencia a considerar los problemas como pertenecientes a «otro»
mundo: el mundo de los otros. Sin embargo tal desplazamiento no supone ninguna garantía. Los
fenómenos de racismo y xenofobia que cobran cada vez más fuerza en las sociedades occidentales son
el síntoma de que la «enfermedad» llamada barbarie no está erradicada del todo, y hace albergar la
sombría sospecha de que una crisis económica prolongada, un exacerbamiento de los nacionalismos,
una desconfianza generalizada respecto de las instituciones democráticas... puedan conducir a una
eclosión de irracionalidad análoga a las conocidas en otros momentos no tan lejanos. Ciertamente, uno
de los caminos «para evitar que el racismo crezca como una mancha de aceite», precipitándose en
fenómenos de tinte fascista, consiste en «mantener viva la memoria histórica» --algo de lo que andamos
muy escasos en nuestro contexto hispano-- (Elorza 1992). Por lo demás, cabe recordar cómo un autor
tan preocupado por la problemática de la irracionalidad de las sociedades contemporáneas como Erich
Fromm ya hacía saber, al abordar el análisis de la génesis del nazismo, que el fascismo es un peligro
nunca totalmente ahuyentado del Estado moderno, y que para combatirlo --y no ya sólo en el campo de
batalla, como hubo que hacerlo contra los nazis-- hace falta conocerlo (cf. Fromm 1980a: 27).
La advertencia de Fromm se nos presenta con plena vigencia: hay que pensar la barbarie si queremos
combatirla, lo cual nos induce de entrada a emprender ese camino --afortunadamente, repensar la
barbarie ha sido y es tarea de no pocos, aunque, desgraciadamente, actuar contra ella no lo sea de
tantos como debieran, es decir, de todos los que pretendan ser humanos--. Para esa tarea, vamos a
concentrar nuestro esfuerzo en el camino de la clarificación de los diferentes sentidos, y sus
implicaciones, con que utilizamos el término «barbarie» como noción polisémica.
Como quiera que se lo utilice, el término «barbarie» o la denominación o el adjetivo de «bárbaro»
aplicada a cualquier individuo o grupo humano, conlleva siempre connotaciones peyorativas --salvo
excepciones en las que se explicita un sentido distinto (cf. Benjamin 1973: 169; Adorno 1978: 48), o los
conocidos casos en que las palabras «bárbaro» y sus derivados se utilizan exclamativamente
expresando admiración, sorpresa, etc.--, connotaciones, por lo demás que abarcan muy diferentes
grados de calificación negativa (des-calificación), los cuales tampoco son siempre inocentes. Tal carencia
de inocencia de algunos usos de la palabra en cuestión nos conduce a anticipar nuestras posiciones: si el
término «barbarie» siempre implica una valoración negativa, su utilización con uno u otro sentido es
susceptible a su vez de valoración. Es más, lo que hoy es para nosotros la realidad de la barbarie exige
esa valoración, y la calificación de un uso del término como pertinente y aceptable, y por ello positivo, y la
descalificación del otro como impertinente, inadecuado y, en consecuencia, negativo. Distinguiendo dos
usos principales bien diferenciados, encontramos el término «barbarie» como noción descriptiva, aplicada
al otro culturalmente diverso, y «barbarie» como concepto ético, explícitamente valorativo, que entraña la
recusación total de una forma de comportamiento humano. De éstos, es el primer sentido el que hay que
tachar de improcedente: es un uso negativo que, de suyo, se autodescalifica desde el otro sentido del
término, el que consideramos como pertinente. De la tensión entre ellos resulta que quien utiliza el
término en el uso que consideramos improcedente, se encuentra con que la valoración negativa,
normalmente encubierta, que conlleva adjetivar al otro de «bárbaro», se vuelve contra él en el otro
sentido, ése sí pertinente. La noción de barbarie, por su ambivalencia, resulta así reversible, de forma
incluso que dicha reversibilidad pone sobre la pista del sentido para nosotros aceptable del término, que
decanta inequívocamente la ambivalencia de la noción hacia uno sólo de los polos que constituyen su
cotidiana y no esclarecida ambigüedad.
2. Visión etnocéntrica de los bárbaros a lo largo de la historia: La barbarie cultural
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Independientemente de la mejor o peor manera en que hayan resuelto el problema, lo cierto es que todas
las sociedades humanas han presentado resistencia al reconocimiento del otro, culturalmente distinto,
como igualmente humano. Parece en ese sentido de lo más plausible hablar de un «etnocentrismo
espontáneo» como de un fenómeno universal, presente en todas las culturas, y que sólo empezó a ser
dejado (parcialmente) atrás con el «salto» que supuso en diferentes tradiciones de determinadas áreas
culturales la emergencia de religiones universalistas de salvación (cf. Jiménez 1984: 136 ss). Estas
fueron portadoras en gran medida de un «núcleo ético común», que en todos los casos comportaba la
propuesta de una moral universalista asentada sobre el reconocimiento de la igualdad básica de todos
los hombres (cf. Fromm 1970: 95; 1973: 32-33; 1978: 64).
Puede considerarse el avance hacia tal reconocimiento y la consolidación del mismo como uno de los
exponentes más claros de progresiva humanización, y como uno de los logros culturales más
importantes, a pesar de su precariedad, obtenido de manera convergente desde tradiciones e historias
distintas, las cuales se autotrascendían desde su particularidad hacia la universalidad. Aunque la
percepción de lo humano universal siguiera siendo en gran medida etnocéntrica, la dirección de ese
proceso, que llega hasta nosotros, quedó encaminada hacia el reconocimiento de la universalidad de lo
humano --con la afirmación consiguiente de la igualdad de todos los hombres--, que hoy no tenemos por
qué entenderla como contraria a la particularidad, sino como superadora del etnocentrismo (cf. Todorov
1992). Ha sido una tarea (inacabada) de siglos, que en Occidente se ha presentado con rasgos
peculiares, entre los que hay que destacar la agresividad de su etnocentrismo, por un lado, pero también,
por otro y como compensación, junto a la fuerza de sus tendencias universalizadoras, la potencia y
alcance de su autorrelativización y autocrítica, resultados todos ellos de lo que ha sido su proceso de
Ilustración, con sus deficiencias, mas indudablemente también con sus méritos.
Ese proceso de apertura de la particularidad a la universalidad, cuya clave radica en el reconocimiento
del otro, ha sido, pues, un proceso largo, mediado por muchos factores y mediatizado por otras tantas
circunstancias. Con todo, ha supuesto un avance paulatino hacia la exigencia de respeto a la dignidad de
todos, esto es, de cada uno, aunque haya sido un avance logrado en muchos casos a través de rodeos
penosos donde no estaba ausente la posibilidad de una regresión, posibilidad actualizada en ciertos
momentos como facticidad histórica, aunque lo conseguido en cuanto al reconocimiento de dignidad y
derechos quedara ya como cota respecto de la cual no cabía retorno. El proceso ha sido el de una
maduración difícil, concentrándose buena parte de la dificultad en torno a cómo pensar lo diferente para
afirmar transculturalmente la igualdad de todos en aquello que es universal. Cabe afirmar que el
etnocentrismo primario, aliado con el principio de identidad que opera desde la misma gramática, fueron
obstáculos difíciles de superar para ir a la ruptura de la ingenua, distorsionada y siempre peligrosa
equiparación de lo humano a la particularidad de lo propio de cada grupo, etnia, sociedad, etc. Es tal
reducción absolutamente injustificada la que se esconde detrás del uso descriptivo del término
«barbarie».
Si en las sociedades humanas ha sido moneda frecuente ese etnocentrismo primario que lleva a
identificar como genuinamente humano lo que son rasgos propios de la etnia a la que se pertenece, nada
tiene de extraño que la distinción entre civilización y barbarie sea una distinción muy antigua, sostenida
desde el momento en que desarrollos culturales muy diversos entre sí dieron lugar a sociedades
contrastantes en sus condiciones tecnoeconómicas y modos de vida, en sus instituciones y creencias (cf.
Bestard-Contreras 1987: 49 ss). Desde que se produjo ese contraste, percibido como desnivel en cuanto
a los respectivos desarrollos culturales, se hizo presente la tendencia a describir a los extraños en
términos impregnados de connotaciones valorativas de signo negativo. Tales descripciones, cargadas de
prejuicios, han sido cauce de expresión del temor a lo diferente, y de afirmación de la supuesta propia
superioridad, quedando normalmente lo primero encubierto tras la manifiesta explicitación de lo segundo.
La función ideológica del discurso aparentemente descriptivo estaba servida; sólo hacía falta acoplarlo a
las distintas necesidades de justificación: expansión territorial, colonización, expolio, esclavización de
poblaciones vecinas, etc.
En el ámbito cultural griego, en el que en gran parte hunde sus raíces la tradición cultural de Occidente,
encontramos de manera clara esa distinción y ese discurso descriptivo desvalorizador. Tanto es así, que
el término «bárbaro» procede directamente del griego, en el que decantó su significado desde la
acepción neutra de «extranjero» --más exactamente, «el que no habla la propia lengua», que es lo que
quiere decir la palabra griega «bárbaros», de origen onomatopéyico--, hacia la acepción valorativa de
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«salvaje», «rudo», «no civilizado»; en definitiva, infrahumano. Los testimonios a ese respecto son
abundantes, y van desde Heródoto, que describe la barbarie --en especial la de los escitas-- en términos
opuestos a una noción de civilización absolutamente determinada por las características de la propia
sociedad, hasta el mismísimo Aristóteles, quien en la cumbre del pensamiento griego no avanzó, sin
embargo, un paso para superar el limitado y distorsionante antagonismo civilización-barbarie. Basta para
corroborarlo asomarse a su Política y ver sus alusiones a los bárbaros, caracterizados por serles ajena la
polis, con todo lo que a su estructuración sociopolítica se le suponía de desarrollo económico y cultural.
Más concretamente, encontramos que dicha obra se abre con un capítulo que finaliza precisamente
poniendo en boca de los poetas --y de entre éstos, el poeta por excelencia sabemos que era Homero-- la
equiparación entre barbarie y servidumbre, y la consiguiente preconización y justificación del dominio de
los griegos --ciudadanos de la polis, que eran los considerados hombres plenamente humanos, aunque a
decir verdad tal condición quedaba restringida a los adultos varones--: «Por esto dicen los poetas, con
sobrada razón, que los griegos sean señores de los bárbaros, casi dando a entender que naturalmente
es todo uno, ser bárbaro y ser siervo» (Aristóteles 1985: 30).
Puede considerarse un hecho antropológico que toda civilización ha tenido sus bárbaros, que en cada
caso han sido unos determinados otros, diferentes, extraños y peligrosos a la vez, vistos como inferiores,
pero al mismo tiempo difíciles de dominar; su presunta mayor proximidad a la naturaleza parecía darles
una fuerza que el hombre de la civitas no podía sino temer y tratar de domeñar mediante una violencia
mayor. Lo bárbaro es así lo no integrable, lo que no encaja en la propia cultura, lo que desde ésta no
alcanza el estatuto de plena humanidad, aun cuando se reconozca a los bárbaros la pertenencia a la
misma especie biológica. Es en este sentido interesante constatar cómo, ya en el Imperio romano,
heredero de la noción griega de barbarie, aplicada a los celtas y muy en especial a los pueblos
germanos, la difusión de ideas cosmopolitas, de concepciones más coherentemente universalistas como
las de los estoicos, no lograron hacer mella en la dicotomía, consolidada como irreductible, entre
civilización y barbarie.
Sorprende de manera análoga, aunque por más fuertes motivos, el caso del cristianismo, religión
universalista de suyo radicalmente igualitarista --todos los hombres son iguales ante Dios--, pero que no
sólo no pudo sustraerse durante mucho tiempo al prejuicio cultural de la mencionada dicotomía, sino que
incluso la asumió como propia --algo que no debe extrañar, desde el momento en que alcanzó el
reconocimiento de religión oficial del Imperio--, para reciclarla bajo la equiparación de barbarie y
paganismo, a medida que la romanitas fue siendo reemplazada por la cristiandad.
Para el mundo medieval cristiano, bárbaros son los normandos, los vikingos, las «hordas» que acosan a
la cristiandad por oriente, como tártaros y mongoles... Curiosamente, al mundo islámico no se le suele
aplicar el calificativo «bárbaro», sino el de «infiel»; después de todo, comparte con el cristianismo una
filiación religiosa común --forman parte del tronco abrahámico--, aunque su trayectoria se haya desviado.
Y por otra parte, dadas las negativas connotaciones infravalorativas de cualquier descripción de una
sociedad o cultura diferente como bárbara, difícilmente se puede calificar así a toda una civilización que
en la Edad Media toma la delantera a la cristiandad en lo que a desarrollo cultural se refiere. La fuerza de
los hechos hace en ese caso imposible el uso ideológico que es connatural al concepto descriptivo de
barbarie.
Durante la «revolución renacentista» (cf. Heller 1980: 8 ss), también en este asunto cambia el panorama.
Por una parte, el refinamiento de los humanistas italianos les agudiza la mirada para percibir la barbarie
en su más inmediato entorno cultural --franceses y españoles son calificados como bárbaros--, a lo que
se suma la idealización y elevación a paradigma del mundo clásico, desde donde la propia cultura pasa a
ser valorada en términos de déficit respecto de los logros grecolatinos. Por otra parte, los nuevos
descubrimientos, y en especial el de América, originan un terremoto intelectual que obliga a replantear
muchas ideas antropológicas. De suyo, es en el Renacimiento cuando se abre paso la afirmación
consecuente de la universalidad de la condición humana y de la consiguiente igualdad de todos los
hombres --todo ello tematizado en torno a un concepto de naturaleza humana que trata de recoger lo
específico y universal del hombre, es decir, aquello en virtud de lo cual todos los hombres son humanos--,
mas tampoco tal teorización de cuño humanista impide que se siga hablando de los otros como bárbaros:
de inmediato, los indígenas americanos pasaron a ser descritos --es decir, «des-calificados»-- como
tales. Sin embargo, si eso es sabido, como igualmente está más que desvelado el encubrimiento
ideológico que el discurso de la barbarie comenzó a ejercer desde muy pronto sobre las prácticas
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colonialistas, no es tan conocido el hecho de que en las relaciones interculturales de la América
precolombina también se hacía uso de términos equivalentes a los del binomio civilización-barbarie, con
el mismo esquema de superioridad-inferioridad, y junto con análogas pretensiones de dominio. A ese
respecto, considerando todo ello desde una amplia perspectiva antropológica, afirma Todorov:
La primera reacción, espontánea, frente al extranjero es imaginarlo inferior, puesto que es
diferente de nosotros: ni siquiera es un hombre o, si lo es, es un bárbaro inferior; si no habla
nuestra lengua, es que no habla ninguna, no sabe hablar, como pensaba todavía Colón. Y así,
los eslavos de Europa llaman a su vecino alemán nemec, el mudo; los mayas de Yucatán
llaman a los invasores toltecas nunob, los mudos, y los mayas cakchiqueles se refieren a los
mayas mam como «tartamudos» o «mudos». Los mismos aztecas llaman a las gentes que
están al sur de Veracruz nonualca, los mudos, y los que no hablan náhuatl son llamados
tenime, bárbaros, o popoloca, salvajes. Comparten el desprecio de todos los pueblos hacia
sus vecinos al considerar que los más alejados, cultural o geográficamente, ni siquiera son
propios para ser sacrificados y consumidos (el sacrificado debe ser al mismo tiempo
extranjero y estimado, es decir, cercano) (Todorov 1990: 84).
Por lo demás, conviene reparar que incluso para aquéllos que, ante los excesos inhumanos de la
conquista y colonización de América, optaron a favor de la defensa de los indios, éstos no dejaron de ser
considerados como bárbaros. Bartolomé de las Casas, por ejemplo, los describe así, llegando a sostener,
bajo el rótulo común de «barbarie», un triple encasillamiento de los pueblos indígenas según fuera el
desarrollo cultural alcanzado. Pareciendo anticipar planteamientos del antropólogo decimonónico L.
Morgan, Las Casas propone un primer grado de barbarie --el menos bárbaro-- calificado de tal por su
diferencia cultural (creencias, costumbres, etc.), aunque supone disponer de una organización política
compleja y eficaz (caso de los aztecas e incas); junto a ése, el segundo grado se caracteriza por no
utilizar la escritura --criterio que se mantendrá después por otros, pudiendo ser encontrado en el
neoevolucionista V. Gordon Childe (1973)--, mientras que al tercer grado le corresponde ya un estado de
cuasisalvajismo, con costumbres «perversas», sin ley ni religión, de manera tal que la amenaza que
constituyen por sí mismos esos bárbaros les hace poco menos que acreedores de una guerra defensiva
(cf. Las Casas 1958: 307-308).
José de Acosta, en la misma línea y a pesar de su defensa humanitaria de los indios, igualmente los
describe, en su Historia natural y moral de las Indias, como bárbaros, especialmente los que carecen de
un «gobierno» (organización política) de algún modo centralizado y estructurado a la manera estatal
--como era el caso de incas y aztecas, con sus monarquías imperiales, a pesar de su carácter tiránico--
(cf. Acosta 1979: 280).
Por otra parte, estos autores como Las Casas o Acosta, ya no vinculan a la barbarie ninguna cualidad, o
más bien su carencia, «natural». Ven en el bárbaro la posibilidad del acceso a la civilización, la cual la
contemplan apoyada en la naturaleza humana común a todos. En ese sentido, al considerar la barbarie
como un estado virtualmente transitorio --los europeos habrían pasado por él tiempo atrás--, Acosta y Las
Casas anticipan el esquema evolutivo que se impondrá en la Ilustración y que harán suyo los primeros
antropólogos evolucionistas: la secuencia salvajismo, barbarie, civilización. Por lo demás, también estos
autores renacentistas, enmarcados en la neoescolástica del barroco español, adelantan muy
significativamente otra cuestión de gran impacto en el pensamiento posterior: la visión del buen salvaje
--sus ecos se perciben en Rousseau--, que por un lado contrapesa por vía de idealización el sesgo
infravalorativo de las descripciones de los indígenas (cf. Savater 1992) y, por otro, acusa el rebote de
esas descripciones en una barbarie de diferente índole, la barbarie moral, y ya no cultural, de los
conquistadores, de forma que la noción se vuelve contra éstos dejando vía libre para la exaltación
ingenua de lo indígena.
Aparcando de momento ese uso de «barbarie» emparejado a las visiones del buen salvaje, lo que
conviene ahora destacar es cómo el uso descriptivo del término pasó al pensamiento ilustrado en
general, haciendo patente su etnocentrismo y, por tanto, los límites del universalismo propio de los
planteamientos filosóficos, antropológicos, éticos y políticos de la razón ilustrada. La Ilustración europea
tendrá serios problemas para pensar la diferencia. El ya mencionado Rousseau, como Herder y otros
casos puntuales --cabe citar a Diderot--, se presentan como excepciones en un panorama intelectual que
permanece muy cerrado ante la alteridad. La metafísica del sujeto, que desde el paradigma de la
conciencia constituye el nervio de la filosofía moderna, incurre en lo que cabe considerar un doble error
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antropológico: la falacia abstractiva, que deja atrás al hombre concreto, y la falacia generalizadora, que
hace extensivo al hombre de todo tiempo y lugar rasgos y características propios del hombre europeo.
Los avances en la defensa de la libertad y la igualdad de todos los hombres se ven así lastrados por la
cerrazón etnocéntrica para un adecuado tratamiento de la diferencia y, a su través, para planteamientos
más próximos a un dialógico universalismo intercultural y menos aferrados a un monológico
universalismo impositivo.
La contraposición barbarie-civilización se enquista fuertemente en el pensamiento occidental, y no sólo
eso, sino que encuentra además un nuevo marco operativo en la concepción ilustrada de la historia como
progreso. Calificados los otros como bárbaros, el camino está expedito para justificar lo que sea en el
«avance civilizatorio» de la humanidad. Hegel es buen ejemplo de ello: no tiene empacho alguno en
hacerlo así, y no es de extrañar en una concepción teleológico-metafísica de la historia como la suya, que
quiere cargar dialécticamente con lo negativo de la misma, pero que acaba justificando («historiodicea»)
como necesario todo lo negativo, apelando siempre que haga falta a la criptoprovidencialista «astucia de
la razón».
Anteriormente, el mismísimo Kant, sin llegar a los extremos etnocentristas hegelianos, también justifica,
en polémica con Herder, la colonización «civilizadora» occidental (cf. Kant 1987: 55), aunque hay que
decir en honor a la verdad que rechaza con duras palabras la injusticia acarreada por las «visitas
conquistadoras» hechas a países de otras latitudes (cf. Kant 1985: 28). No obstante, hay razones para
pensar que la lógica interna de la ética kantiana se quiebra un tanto en torno a toda esta cuestión: la
exigencia moral incondicionada de respetar la dignidad de todo hombre, tratando su humanidad como fin
y no como medio, parece retroceder, no ante la conquista, pero sí ante la colonización de los pueblos
bárbaros --inevitablemente supone dominio y violencia--, con el argumento encubridor de que el progreso
de la civilización lo requiere y de que, además, esos otros, después de todo, permanecen en la «minoría
de edad» de quienes no han alcanzado su autonomía --punto de apoyo, para Kant, de la dignidad del
hombre y de la exigibilidad del respeto a la misma--. Se trataría en tal caso de promover el paso desde la
barbarie, caracterizada por Kant como el estado de una situación con poder, pero sin libertad ni ley (cf.
Kant 1991: 290), hasta la civilización, la cual, en la perspectiva kantiana, sigue siendo etapa intermedia
en el progreso de la humanidad hacia la moralidad.
La idea de progreso es, pues, el nuevo punto focal para hacer inteligible la historia, y desde él cobra
renovadas fuerzas el concepto descriptivo de barbarie, que nunca deja de ser valorativo. Ya uno de los
padres de la moderna idea de progreso --sabido es que tiene su génesis en la asunción secularizada, por
parte de la razón autónoma, de lo que era la visión teológica de una historia de salvación--, como es
Turgot, ve el progreso, o los «progresos», según prefiere decir, como el tránsito paulatino de la barbarie a
la civilización. En un principio, la primera «iguala a todos los hombres» (Turgot 1991: 39); después,
procesos «desiguales» originan un asincrónico avance civilizatorio. La ilustración, cuya palanca es la
escritura, hace retroceder los límites de la barbarie. No obstante, el progreso es frágil --Turgot aún no
sostenía la visión fuertemente determinista que pronto se impondría, como aparece ya en Voltaire--, y la
barbarie, con lo que supone de ferocidad, ignorancia, predominio de la avaricia, etc. --como,por cierto,
«todavía la vemos en los indios americanos» [sic] (Turgot 1991: 37)--, puede retornar, que es lo que ya
ocurrió en la Edad Media.
Esa idea de progreso es la que se traspasa a la primera corriente con la que nace la antropología
cultural: el evolucionismo cultural. Para sus representantes, como Morgan y Tylor, toda la humanidad
pasaría por esas tres etapas de salvajismo, barbarie y civilización. El concepto de barbarie recibe en
manos de estos primeros antropólogos científicos un tratamiento que pretende ser más riguroso. Deja de
ser un concepto descriptivo laxo, para ser una categoría científico-antropológica, la cual, sin embargo, no
deja de arrastrar las connotaciones negativas de una infravaloración encubierta. Así, Morgan aplica
«bárbaro» al otro no civilizado aún, que si bien ha salido del salvajismo gracias a la domesticación de las
plantas, del cultivo de cereales sobre todo, y ha traspasado la barrera tecnológica del «arte de la
alfarería», no ha llegado todavía al alfabeto fonético, base para el uso generalizado de la escritura y
pórtico del «estado de civilización» (cf. Morgan 1975: 77 ss y 99 ss). A ello se asocia el desarrollo
institucional de las sociedades civilizadas, las cuales encuentran en la propiedad y en la demarcación
territorial las bases para el surgimiento y desarrollo del Estado como forma de organización política (cf.
Morgan 1975: 523 ss). Tales puntos de vista del antropólogo norteamericano no sirven para refrenar su
occidentalismo, sino en todo caso lo contrario, al poner a arios y semitas a la cabeza de los procesos
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civilizatorios, y reducir luego esa vanguardia a los arios europeos a partir de cierto momento histórico. Es
verdad que ello se afirma al lado de la postulación de la igualdad básica de todos los hombres, pues la
civilización es accesible a todos, y que de ninguna manera se ve el proceso histórico como degradación
humana, ni como constituido por desarrollos diferentes de las razas humanas que fueran debidos a
supuestas «desigualdades naturales». El inconveniente, pues, es que la afirmación de la condición
humana común se ve lastrada por el etnocentrismo que se anexiona a los otros devaluándolos como
(nuestros) primitivos (cf. San Martín 1985: 51 ss). Tras ello, la mencionada afirmación se convierte en
fácil máscara encubridora de las prácticas colonialistas, justificadas como potenciación de la marcha
ascendente hacia la civilización en aquellos pueblos y culturas que habrían tardado siglos todavía en
alcanzarla por sí solos.
Si este evolucionismo cultural representa el momento en que la noción de barbarie entra en el discurso
científico, representa también el momento en que se muestra su radical insuficiencia como categoría
descriptiva con pretensiones de validez objetiva. Los desarrollos ulteriores en el campo de la
antropología, desde el particularismo histórico en adelante, han ido descalificando la noción, aunque esa
batalla ganada al etnocentrismo occidental no haya significado una victoria definitiva y haya tenido como
contrapartida en muchos casos ir a parar a un relativismo extremo paralizante, que abdica de toda
pretensión universalista, incluso en el plano de la teoría, para quedar encerrado en el círculo particularista
de la diferencia. Eso no pasaría de ser un problema epistemológico provinciano si no fuera por las
repercusiones éticas del relativismo cultural extremo: tachar de etnocéntrica --o si no así, de imposible--
toda pretensión de una ética universalista. Siguiendo la pista a los avatares del término «barbarie», lo que
tal relativismo extremo consigue es descalificar la utilización pertinente, que poco a poco se ha ido
abriendo camino, de «barbarie» como noción ética, arrojándola por la borda con la justa denuncia del uso
descriptivo de la misma como algo absolutamente improcedente. La cuestión es que para esto último
basta con un relativismo moderado, una posición antietnocéntrica que dé paso a un nuevo universalismo,
verdaderamente humanista por transcultural y ecológicamente equilibrado (cf. Gómez García 1987).
3. Inactualidad del concepto descriptivo de barbarie: La negatividad de un uso impertinente
Nuestro breve recorrido a lo largo de la historia acumulada tras de sí por la noción de barbarie nos ha
hecho patente ciertas constantes: Toda civilización ha tenido sus bárbaros; la noción descriptiva de
barbarie no es neutra, pues implica siempre infravaloración del otro, reducción anexionadora de una
alteridad que en el fondo se teme. Que tal uso del término acaba mostrándose improcedente, carente de
rigor epistemológico, es lo que ya comenzó a vislumbrar Montaigne, quien desde la atalaya de su
escepticismo protomoderno declaró que «llamamos barbarie a lo que no entra en nuestros usos», para
desvelar a renglón seguido, y con buena dosis de relativismo, el porqué de la ceguera de la mirada
etnocéntrica:
En verdad no tenemos otra medida de la verdad y la razón sino las opiniones y costumbres
del país en que vivimos y donde siempre creemos que existe la religión perfecta, la política
perfecta y el perfecto y cumplido manejo de todas las cosas (Montaigne 1984: 153).
Montaigne, además de ese desvelamiento, va más lejos al retrotraer el concepto de barbarie a la propia
cultura de quienes lo aplican descriptiva y altaneramente hacia afuera, para aplicarlo ahora en un sentido
explícitamente valorativo, crítico con la propia civilización, abriendo camino a la utilización de la noción
que nos ocupa como concepto ético: la barbarie moral. Así, tras comparar las prácticas de los llamados
caníbales con los métodos de tortura empleados en las cristianas naciones europeas, confiesa:
A mí me enoja tanto el que no veamos el bárbaro horror de semejantes suplicios, como que,
juzgando tan bien las ajenas faltas, seamos tan ciegos a las nuestras.
La conclusión, más adelante, es ésta:
Podemos, pues, llamar bárbaros a aquellos pueblos respecto a la razón, pero no respecto a
nosotros, que los superamos en toda suerte de barbarie (Montaigne 1984: 156-157).
El relativismo del autor de los Ensayos le pone en guardia frente al abuso de una falsa concepción
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universalista que, además de falaz, es mendaz, por aplicar un doble baremo: uno para sí, y otro para los
demás, otorgando patente de corso a una civilización que, en verdad, es más bárbara que la de los así
llamados «bárbaros». La barbarie --es la conclusión-- no está fuera, sino dentro. La perspectiva se ha
invertido, y con ella el sentido de la noción misma. Desde Montaigne, el uso descriptivo de «barbarie»
que venimos comentando va a considerarse cada vez más como un uso impertinente, que a los ojos de
una mirada mínimamente crítica más dice negativamente de quien la utiliza que de aquéllos sobre
quienes se hace recaer como presunta calificación (desvalorizadora) de su situación cultural.
Conviene en este punto traer a colación que también esos otros considerados bárbaros han devuelto al
hombre occidental --cuando han podido-- el calificativo, en un sentido ético, a la vista de la inhumanidad
de su supuesta civilización. Es ilustrativa a ese respecto la observación histórica que de nuevo nos hace
Todorov: los aztecas, llevados por su absoluta extrañeza ante los españoles, los consideraron como
dioses --también para aquéllos eran bárbaros los otros inferiores--, mas no tardaron mucho en descubrir
su error, aunque sí lo suficiente para que la batalla estuviera definitivamente perdida, y en ser
conscientes de la barbarie de los españoles, tratándose ya para ellos de la barbarie moral de quienes en
armas y tecnología son superiores, pero no desde luego en calidad humana (cf. Todorov 1990: 84-85).
Sin duda, desde los aztecas para acá son muchos los que pueden testimoniar acerca de los «bárbaros
del norte» --motivos históricos y geopolíticos nos autorizan hoy a utilizar esta expresión que pedimos
prestada a L. Racionero (1985), sin que por nuestra parte se quiera decir que los del norte tengan, por lo
demás, la exclusiva de esa barbarie--, con lo que se hace del todo improcedente que desde un nivel
civilizatorio que se entiende superior se considere a cualesquiera otros como bárbaros. La devolución, o
la autorretracción, del concepto, ahora con explícitas connotaciones ético-valorativas, a quienes lo habían
utilizado para describir falazmente, lo inutiliza para ello, pues pone al descubierto su trampa ideológica.
Su desvelamiento hace completamente inactual el uso descriptivo de «barbarie», y ello aunque
actualmente haya quienes sigan hablando despectivamente de «los bárbaros que nos invaden» o
temerosamente de «los bárbaros que nos amenazan». Son, en esos casos, el racismo y la xenofobia los
que asoman tras esas declaraciones u otras similares --quizá más autoexculpatorias por su tono más
suave--, mostrando el «odio feroz sobre la diferencia» por parte de esos verdaderamente bárbaros para
los cuales «el escándalo es la mera existencia del otro» (Horkheimer-Adorno 1970: 244 y 216). Tal es el
rostro adusto de la otra barbarie, de la que sí es necesario, actual y éticamente pertinente hablar.
4. Actualidad y pertinencia del concepto ético de barbarie: La barbarie como deshumanización
Recusado el etnocentrismo, no es aceptable describir ninguna otra cultura como bárbara. Lo peyorativo
que el término supone siempre impide de todo punto que tenga un uso válido como categoría descriptiva
de una cultura. La función ideológica está en este caso tan adherida al término que, para dicha
utilización, no cabe su rehabilitación. No obstante, la cosa no queda ahí, pues se puede añadir que el que
califica a otro como bárbaro, se «barbariza» él mismo, dada la incapacidad que muestra para reconocer
la alteridad. Quien no es capaz de reconocer en el otro a un ser humano como él mismo, sólo prueba su
propia deshumanización. Y si el considerado bárbaro había sido visto como el diferente que es desigual,
puesto que no se llega a compartir con él la propia humanidad, ahora resulta que a quien hay que llamar
bárbaro es al que no reconoce al diferente como igual, como quien porta en sí, al igual que yo, toda la
humanidad. La barbarie la encontramos así allá donde la humanidad es negada, y con ello la humanidad
dividida: superiores e inferiores, blancos y negros, ricos y pobres, los míos y los otros... Hay barbarie
donde haya un trato in-humano que des-humaniza, trato inhumano al otro, que le niega su dignidad
humana, y que deshumaniza también al que lo inflige: el trato humanizante respecto al otro y el trato
humanizante respecto a uno mismo son correlativos --con lo que se corresponde, en definitiva, la
afirmación antropológica de que el tratamiento que se dé al otro es la manera indirecta de pensar la
propia identidad (cf. Augé 1987: 14).
Si la barbarie cultural se refería a la humanidad (injustamente) devaluada del otro, la barbarie moral se
refiere a la deshumanización de quien no trata al otro con el respeto que su humanidad exige.
Precisamente al quedar del todo descalificado cualquier discurso que pretenda sostener la barbarie
cultural de los otros, es cuando ha quedado el camino libre para hablar sin trabas de la barbarie moral.
Hacerlo significa denunciar un comportamiento como contrario a lo que reclama la humanidad de todos y
de cada uno, la de los demás y la propia, denuncia que se alza desde el telón de fondo de una ética
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universalista que puede erigirse en baluarte para la defensa de los derechos de todo hombre, más allá o
más acá de las diferencias culturales. Hablar, pues, en este sentido de barbarie, supone adoptar de
hecho la perspectiva de un irrenunciable universalismo ético.
Los derechos humanos, a los que se les reconoce validez universal, marcan el nivel alcanzado en el
largo, difícil y siempre precario progreso moral de la humanidad hacia mayores cotas de libertad y
justicia. Significan lo logrado en el avance paulatino en un proceso emancipatorio, en virtud del cual
puede decirse que la historia tiene un sentido, que traza la línea que señala hacia una progresiva
humanización que debe dejar atrás labarbarie. Esta, sin embargo, como barbarie moral, puede
reaparecer, aparece de hecho una y otra vez: siempre y allí donde los derechos humanos fundamentales
son pisoteados. Cuando ello ocurre, el juicio ético no se hace esperar y la sensibilidad moral aúna las
conciencias despiertas para denunciar unánimemente la barbarie, dejando a un lado lo que a otros
respectos es sano relativismo. Así, pues, el reconocimiento de los derechos humanos es el mejor fruto
«anti-bárbaro» de la trayectoria civilizatoria de la humanidad, convergente desde las diversas historias en
una civilización planetaria, la cual, aun con todas sus sombras, que son muchas, muestra en ello la
dirección por donde transcurrir un universalismo no impositivo, sino el universalismo ético que demanda
tanto la condición humana común, como la común situación en la que todos nos encontramos, con
enormes riesgos para una supervivencia que hay que garantizar como condición mínima para que todos
puedan acceder a una vida en condiciones de dignidad, base para el sentido del humano sobrevivir (cf.
Apel 1985: 341 ss y 1986: 105 ss).
Los riesgos que hoy afronta la humanidad --sobre todo de catástrofe ecológica o de conflictos bélicos
generalizados, con los peligros no ahuyentados de uso de armas nucleares--, más las conculcaciones,
desgraciadamente tan frecuentes, de los derechos humanos, bastan para constatar que ninguna cultura
se halla «vacunada» contra la barbarie. Esta es humana, por más que sea deshumanizante, reflejándose
en ello la ambivalencia propia de toda realidad humana, la cual, en su facticidad, la encontramos tejida,
desde lo que es el carácter contradictorio de la existencia del hombre, por las diferentes tramas que
constituyen las tendencias positivas y negativas presentes en todo momento --aunque en distinta
proporción--: en las diferentes tradiciones y culturas y en las realizaciones de los hombres a lo largo de
su historia. La lucidez benjaminiana nos lo recuerda con una de esas fórmulas lapidarias, tan
características suyas, en la séptima de sus Tesis sobre filosofía de la historia: «Jamás se da un
documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie» (Benjamin 1973: 182). Progreso y barbarie,
como el trigo y la cizaña neotestamentarios, «van enmarañados» (Adorno 1987: 48).
En los complejos avatares de la realidad del hombre, todo se juega en el peso de las respectivas
tendencias en liza. Lo más grave, sin embargo, es que esas fuerzas culturales que habían protagonizado
el avance humanizador sucumban a la tendencia contraria, y no como algo ajeno que vence desde fuera,
sino como algo que procede desde ellas mismas, como su forma pervertida, cual si fuera --dicho al modo
freudiano-- lo reprimido que retorna. Esa perspectiva marcadamente dialéctica es la que sostuvieron
Horkheimer y Adorno al abordar la dinámica de la Ilustración, viéndola convertida en vía de retorno hacia
un «nuevo género de barbarie» (Horkheimer-Adorno 1970: 7, 13, 35 y 48). Podía ser excesivo tal
diagnóstico --basta recordar al respecto que la autocrítica de la Ilustración forma parte de la Ilustración
misma (cf. Habermas 1991: 27)--, pero no está de más, a sabiendas de que tal diagnóstico fuertemente
pesimista, y en rigor autocontradictorio, en el sentido de la autocontradicción performativa que supone
una «crítica total de la razón» por la razón misma (cf. Apel 1986: 9 ss), está formulado como autocrítica
cultural por parte de quien sostiene, por ejemplo, que «la paja en tu ojo es la mejor lente de aumento»
(Adorno 1987: 47). Mirando así las cosas, exagerando para hallar lo verdadero, como, al decir de Adorno,
hace el psicoanálisis --mas, ¿de verdad pueden exagerarse más las «barbaries» producidas por nuestra
cultura, ésa en cuyo seno ha florecido la Ilustración?--, es como se alerta contra la barbarie que
amenaza. Adorno lo hacía así, tras la II Guerra mundial:
Pensar que después de esta guerra la vida podrá continuar «normalmente» y aun la cultura
podrá ser «restaurada» --como si la restauración de la cultura no fuera ya su negación-- es
idiota. Millones de judíos han sido exterminados, y esto es sólo un interludio, no la verdadera
catástrofe. ¿Qué espera aún esa cultura? Y aunque para muchos el tiempo lo dirá, ¿cabe
imaginar que lo sucedido en Europa no tenga consecuencias, que la cantidad de los
sacrificios no se transforme en una nueva cualidad de la sociedad entera, en barbarie?
(Adorno 1987: 53).
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Estas duras palabras de Minima moralia nos traen de nuevo el calificativo «bárbaro» como el más
adecuado para recoger el perfil, y la esencia, de una cultura como la nuestra, con las fuertes dosis de
irracionalidad e insensibilidad moral que puede albergar en su seno; pero ahora no se trata de la
encubierta descalificación desde la arrogancia de una mirada despectiva, sino de la calificación ética,
abiertamente valorativa, que obliga a mirar de frente aquello que se describe, para dar paso a la
autocrítica sostenida desde la razón moral. Es así como la barbarie moral nos conduce a un nuevo
sentido de barbarie cultural, sentido ético que pone al descubierto el déficit de humanización --la realidad
de alienación, y sus terribles consecuencias cuando se hace extrema-- de una cultura que, con todo su
desarrollo científico-técnico, propicia una «nueva barbarie», la que ahora «está dentro, en la violencia de
escalas de valores insolidarias que basan la sociedad en el interés utilitario y la agresión armada»
(Racionero 1985: 239-240). Un autor como Alain Finkielkraut, con su mirada distante y su palabra
«ex-céntrica», lo expresa como sigue:
Así pues, la barbarie ha acabado por apoderarse de la cultura. A la sombra de esa gran
palabra, crece la intolerancia, al mismo tiempo que el infantilismo. Cuando no es la identidad
cultural la que encierra al individuo en su ámbito cultural y, bajo pena de alta traición, le
rechaza el acceso a la duda, a la ironía, a la razón --a todo lo que podría sustraerle de la
matriz colectiva--, es la industria del ocio, esta creación de la era técnica que reduce a
pacotilla las obras del espíritu (o, como se dice en América, de entertainment). Y la vida
guiada por el pensamiento cede suavemente su lugar al terrible y ridículo cara a cara del
fanático y del zombi (Finkielkraut 1987: 139).
Son palabras de resistencia a la «derrota del pensamiento», a la quiebra de la razón o, si se prefiere, a la
«muerte del hombre», el problema de nuestro tiempo, verdadero fondo antropológico del nihilista anuncio
nietzscheano de la «muerte de Dios» (cf. Fromm 1976: 196-197; 1982: 150; 1984: 82-83). ¿Todo está
perdido? No; a pesar de todo, no sería ésa una conclusión digna de nuestra humanidad. Al menos no
todo está perdido mientras haya «resistencia a la deshumanización» (Fromm 1980b: 14), resistencia
convocante a un esfuerzo solidario por la supervivencia y la dignidad. No todo está, pues, perdido: ni la
barbarie tiene --ha de tener-- la última palabra, ni la Ilustración, en la parte más sana de su empeño
emancipador, está del todo vencida. Es lo que ya trataban de hacer ver los «frankfurtianos» que
desvelaban la «dialéctica de la Ilustración», pero que enmarcaban su diagnóstico bajo el imperativo de
que «el iluminismo debe tomar conciencia de sí, si no quiere que los hombres sean completamente
traicionados»; para añadir a continuación que «no se trata de conservar el pasado, sino de realizar sus
esperanzas» (Horkheimer-Adorno 1970: 11).
5. Humanismo o barbarie
Humanismo o barbarie: en tales términos puede expresarse la alternativa a la que nos hallamos
confrontados, alternativa que se plantea desde la reflexión ética y en cuya formulación ya late el empeño
por «negar» lo inhumano que nos deshumaniza. Tal fórmula «alternativista» se inscribe en la estela de
aquélla otra que, formulada desde la izquierda, concitó muchas expectativas sobre sí. Nos referimos,
claro está, a la fórmula difundida por Rosa Luxemburg de «socialismo o barbarie», que justamente quería
impulsar, frente a las posturas deterministas, ya socialdemócratas, ya leninistas, la opción moral por el
socialismo para salir de la situación de deshumanización que entrañaba la sociedad capitalista.
Desgraciadamente, la alternativa de Luxemburg se vio realizada en su segundo término, concurriendo la
barbarie nazi y la barbarie stalinista en disputarse el primer puesto en cuanto a la negatividad propiciada.
Dejando aparte la espinosa cuestión de si el hecho de que tuviera lugar la barbarie, en vez del
socialismo, implica que éste no se haya realizado --en cualquier caso, no es eludible la trágica paradoja
histórica de que una de las más terribles versiones de la barbarie moderna haya venido de la mano del
así llamado «socialismo real»--, lo cierto es que hoy, desde nuestra experiencia histórica, los términos del
problema se han ampliado y radicalizado, y se presenta la siguiente alternativa ética: o se recupera, a la
altura de nuestro tiempo, la tradición humanista, haciéndola valer de manera renovada, o la recaída en la
barbarie será imparable (cf. Fromm 1982: 162-163). Se trata de sostener, como médula de un renovado
humanismo radical (cf. Fromm 1976: 19; 1984: 68 ss), una universalista ética dialógica de la
responsabilidad solidaria (cf. Apel 1991: 147 ss; Cortina 1988: 155 ss y 181 ss; 1991: 26 ss), que haga
valer las exigencias incondicionadas de respeto a la dignidad de todos desde las posiciones de una
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racionalidad íntegramente humana, autónoma a la vez que consciente de sus límites. Tal es el camino
para reponer al hombre en «el centro de todas las cosas», considerando su humanidad como fin y nunca
como medio; pero ya no al «Hombre» absolutizado que antaño, apoyándose en el falso discurso de una
«naturaleza humana» hipostasiada, algunos humanismos pusieron en el lugar de Dios, sino el hombre
real, concreto, cuya supervivencia y vida digna, y con ellas sus posibilidades de autorrealización, están
en juego.
Si no se hace valer la alternativa del humanismo, que ha de mediarse políticamente --el camino
adecuado quizá sea un renovado ecosocialismo democrático--, entonces las tendencias negativas hacia
la barbarie, esa barbarie moral que no es de los otros, sino la nuestra, la de una humanidad distorsionada
en su deshumanización, puede ganar trágicamente la partida y enfocar la trayectoria histórica --esa vez
-- hacia un final «distópico» contrario, en su consolidada cualidad de «lugar de lo negativo», a lo que
habría de ser el fin utópico en cuya prosecución cabe afirmar el sentido emancipador de la historia. Ese
renacido humanismo, que ha de implicar el ser consecuente con la afirmación goethiana de que cada
individuo lleva en sí toda la humanidad, hasta el extremo de una solidaridad activa con aquéllos cuya
dignidad humana se halle más quebrantada bajo el peso de la injusticia, ese humanismo radical,
universalista y solidario es el que se nos presenta como plataforma moral para mantener viva la
esperanza de que la barbarie --parafraseando a Horkheimer (cf. 1976: 106)-- no tendrá la última palabra.
Es la esperanza, inseparable compañera de la razón, que acompaña a la formulación del imperativo
moral de considerar a la humanidad de cada individuo como fin y de respetar, en consecuencia, la
dignidad de todo hombre. Desde la racionalidad dialógica, discursiva, que quiere ser íntegramente
humana, se alza, frente a la barbarie, la exigencia de activar una praxis solidaria coherente con ese
imperativo categórico. Es la exigencia incondicionada de una ética humanista, en cuyo cumplimiento nos
va nuestra propia humanidad.
                                                       José Antonio Pérez Tapias, en

http://www.ugr.es/~pwlac/G10_04JoseAntonio_Perez_Tapias.html
Gracias al autor

Gracias por tu amable atención

                                                                Raul Czejer


martes, 24 de diciembre de 2013

Navidad

Los mejores deseos para  mis amigos, conocidos o desconocidos, que generosamente se asoman a este rincón y tienen la paciencia de leer los post.
Navidad es nacimiento, comienzo de nuevas perspectivas y esperanzas. Que así sea para todos ustedes, y para mí.
Con gratitud:
                                      Raul Czejer

lunes, 28 de octubre de 2013

Homo festivus


Sin compartir todas las opiniones de Philippe Muray ni su iedeología, creo que merece un justo reconocimiento, el que le fuera  negado  sistemáticamente por el mandarinato editorial, tal vez porque su pensamiento no concordaba con el "políticamente correcto".
Espero resulte de tu agrado dedicarle unos minutos de tu tiempo.

 

Homo festivus: último hombre. Philippe Muray y su mirada de la realidad contemporánea. Reseña, por Rodrigo Agulló.



“Imagina a toda la gente […] viviendo al día, sin países y sin religiones, sin nada por lo que luchar o morir, una hermandad del hombre compartiendo todo el mundo, y el mundo vivirá como uno solo.” Nada mejor que John Lennon y su pastelosa balada para saludar a la nueva era, una era cuyo umbral probablemente hace ya tiempo hemos traspasado. Bienvenidos al mundo rosa-bombón del futuro: la utopía más espantosa, porque todo indica que es realizable.

Caminamos, sin duda, hacia un mundo mejor. Un mundo que en el que la democracia y los derechos humanos reinarán sin alternativa posible. Un universo pacificado donde todas las voces serán oídas, todas las creencias reconciliadas, todas las contradicciones evacuadas, donde la solidaridad y la transparencia serán la norma en un presente eterno liberado de las rémoras y atavismos de épocas anteriores. Pero es preciso no bajar la guardia. Todo lo contrario. Hoy más que nunca es preciso el compromiso. La ingerencia humanitaria. La lucha. Contra las exclusiones, contra los populismos, contra el sexismo, contra el racismo, contra las discriminaciones en todas sus formas, contra la xenofobia, contra la polución, contra el maltrato a los animales, contra el tráfico de marfil y de pieles, contra las responsables de las lluvias ácidas, contra la masacre del paisaje, el tabaquismo, el colesterol, el sida…

 ¿Y que hacer del pasado? ¿Qué hacer de esa historia de exclusiones, de genocidios, colonialismos, sexismos, racismos? El pasado es culpable, es preciso arrojarlo como pasto de revisiones, autoinculpaciones y desagravios, o bien reacondicionarlo, asearlo y pasteurizarlo en un parque temático ejemplarizante y progresista, porque de lo que se trata es que la humanidad sea transformada, reeducada y readaptada en esta vasta empresa de mejora del mundo.

 Vivimos en la era del azúcar sin azúcar, de las guerras sin guerra, del té sin té, de los debates en que todo el mundo está de acuerdo. Más modernización. Más globalización. Más Europa. Más transparencia. Más pluralismo. Más mestizaje. Más igualdad. Más paridad. Más de más. Lo esencial es la tolerancia, mucha tolerancia, tolerancia del respeto, respeto de la tolerancia, ¡delatemos y sancionemos a los enemigos de la tolerancia! La paz eterna pasa por una civilización universal donde ya no habrá racismo, porque ya no habrá razas; donde ya no habrá sexismo, porque ya no habrá sexos. Ideal supremo: un mundo poblado de suecos socialdemócratas en celofán, plácidos, higiénicos, participativos y ecocompatibles.[1]

 Pero esta cruzada necesita de todos sus combatientes, porque se trata de una lucha titánica y de dimensiones cósmicas. Es el combate de los partidarios de la emancipación individual y de la tolerancia universal, de la sociedad abierta y sin fronteras, de la universalización derechohumanista y de la igualdad de géneros, frente al oscuro pasado de un mundo hecho de dogmas, de prejuicios grupales y religiosos, de un orden social jerárquico, conflictivo, intolerante y desigualitario.

 Y cada victoria de la innovación contra la tradición es una conquista radiante de la humanidad. Es por ello lógico que los “inconformistas” –esos que asumen el grave riesgo de enfrentarse a las fuerzas “conservadoras, inquisitoriales y homófobas” – vean coronados sus esfuerzos con nombramientos institucionales, y que los subversivos sean subvencionados, y que los anarquistas reciban encargos ministeriales.

 ¿Y que hace usted, lector, por la victoria? ¿Es usted un rebelde? ¿Es usted un transgresor? ¿Un iconoclasta acaso? Si es usted un individuo flexible, elástico, libertario, sin tabúes ni prohibiciones, sin ataduras ni prejuicios, sin memoria, inocente, perfectamente integrado en cuando emancipado, solidario y comprometido con la buena causa, absolutamente conforme a la voz del tiempo, sepa que es usted un perfecto ejemplar de Homo Festivus, el hombre de la post-historia. Y que como tal ha sido retratado, diseccionado en sus pompas y en sus obras y –lo que es mejor– convertido en materia prima literaria por quien ha sido sin ninguna duda el mayor agente corrosivo en la literatura de los últimos tiempos: el escritor Philippe Muray.

 ¿Quién es Philippe Muray?

Rápidamente llegué a la conclusión de que no se podía escribir de otra forma que en el sentido contrario al de las agujas del mundo.
Philippe Muray

 Nacido en Francia en 1945 y fallecido prematuramente en 2006, Philippe Muray nunca rebasó en vida el carácter de escritor “de culto”. Los media y el mundo literario trazaron un muro de silencio en torno a su persona, y sólo hacia el final de su vida comenzó a ser conocido por el gran público. Deja tras de sí una obra a caballo de varios géneros: ensayo, novela, panfleto, crítica literaria y de arte, poesía, y una extensa colección de crónicas agrupadas en varios volúmenes de disuasorio título: Exorcismos espirituales. Una producción un tanto críptica, que exige familiarizarse con el léxico peculiar del autor. Pero Muray es uno de esos casos excepcionales en los que el talento se impone frente al silencio mediático, y hoy, convertido en referencia de moda entre la intelectualidad del país vecino, muchos continúan ignorando quién era en realidad… ¿Un filósofo, un literato, un sociólogo, un moralista? Muray se quería, lisa y llanamente, un escritor. Su materia prima: el tiempo presente. Su estilo: cáustico, irónico, corrosivo, barroco –no en vano se le compara con Celine. Su método: una máquina en la que se introducen hechos y se extraen interpretaciones.[2] Su vocación: convertirse en el cronista del desastre de los tiempos actuales. Su programa: vamos a hacerle detestar el nuevo milenio.

Con estas premisas no es de extrañar que se sitúe en una zona maldita: allí donde toda recuperación se hace imposible. Muray es el gran crítico de la modernidad, es su enemigo acérrimo, irreconciliable, absoluto. Y si la literatura aún conserva para él alguna función, ésta es la de hacernos detestar este estado de cosas que no cesa de presentársenos como lo más deseable.

 Porque para Muray –y este es su punto de partida– “ningún mundo ha sido jamás tan detestable como el mundo presente”. ¿Y qué es lo que hace a nuestro tiempo tan detestable? Repuesta: el hecho de que vivimos en una época inédita, aquella que ha visto consumarse una metamorfosis de lo humano. Y esta mutación sólo puede comprenderse si aceptamos una hipótesis: que la humanidad ha salido de la Historia, que vivimos en tiempos post-históricos –esto es, post-humanos, en tanto en cuanto Historia y humanidad han sido siempre términos sinónimos. Es un paradigma –el Fin de la historia que tiene una filiación intelectual bien conocida: hunde sus raíces en la dialéctica hegeliana y tuvo a su más brillante expositor en la obra del filósofo ruso-francés Alexander Kojève.[3]

 Adiós a la Historia, adiós a lo humano

 Simplificando mucho, podemos resumir la tesis de Kojève de la siguiente forma: el deseo de reconocimiento es lo que hace del hombre un ser con historia. Para el hombre no es suficiente con auto-percibirse: lo esencial es que los otros le perciban como sujeto, y su afán de auto-creación, de auto-transformación es así alimentado por ese deseo, que es lo que le empuja a hacer historia. Y aquí se introduce un elemento clave –para Kojève y para Muray–, que es la idea de negatividad. Es ese afán de reconocimiento –sustrato de la historicidad del hombre– lo que le lleva a negar el mundo tal como es, y también a negar sus propios instintos naturales. Sólo un ser libre es capaz de ello: el hombre. El hombre es negatividad encarnada, lo que implica reafirmación constante del Señor que llevamos dentro, y sumisión del Esclavo que llevamos dentro. Y es así como el deseo de reconocimiento triunfa sobre el instinto animal de autopreservación: vencer el miedo a la muerte y arriesgar la vida, si es preciso, para obtener ese reconocimiento. Ésa es la lucha constante en el fuero interno del hombre, ésa es la fuerza que pone a la Historia en movimiento. Para Kojève, el hombre “es verdaderamente histórico o humano sólo en la medida en que es un guerrero”.

 En el centro de la reflexión de Muray se sitúa una constatación: la Historia ha concluido, y la humanidad no ha podido todavía tomar la medida de su propia metamorfosis. Porque –siguiendo a Kojève– “la Historia se detiene cuando el hombre deja de actuar en el sentido fuerte del término, esto es, cuando ya no niega más, cuando ya no transforma el entorno natural y social por una lucha sangrienta y el trabajo creador. Y el hombre deja de hacerlo cuando el entorno real le da plena satisfacción, realizando plenamente su deseo de reconocimiento. Cuando el hombre está verdadera y plenamente satisfecho por lo que es, ya no desea nada más de lo real y ya no cambia más la realidad, cesando así también de cambiarse a sí mismo”.

 Es en el momento en el que el mundo deviene completamente racional cuando el hombre agota todas sus potencialidades: la Muerte, el Mal y las contradicciones se eclipsan, y ya no queda otro proyecto que perpetuar un presente eterno hecho de placeres y distracciones. En el plano económico todo esto se expresa en el capitalismo. En el psicológico, en la democracia liberal y sus marcos garantistas de reconocimiento. Y en lo político en un orden universal y homogéneo en el que la política se sustituye por la administración de las cosas.

 La salida de la Historia no es un acontecimiento apocalíptico que venga acompañado de trompetas. Es un deslizamiento que sucede quedamente, es invisible, imperceptible, cotidiano, anodino, trivial… El Fin de la Historia, por supuesto, no significa (como muchos se empeñan en malinterpretar) el fin de los acontecimientos. El Fin de la Historia significa la ausencia de un sentido superior de los acontecimientos, significa que éstos se limitarán a suceder, pero sin derivar su significado de una voluntad de transformación de los principios que gobiernan a los hombres. Significa que esos acontecimientos, lisa y llanamente, no significarán nada. El Fin de la Historia pertenece al orden de las sensaciones, y de ahí la dificultad en poder aprehenderlo. No es un descubrimiento científico, es una evidencia, que se tiene o no se tiene. Se puede describir –y la literatura es el mejor medio – pero no se puede demostrar.

 Para Muray –cuya vida transcurre en los linderos entre el viejo mundo y el nuevo – el advenimiento de la post-historia es un acontecimiento de una profunda tristeza, la catástrofe por excelencia. ¿Cuándo se cruzó el umbral? Probablemente en algún momento entre los años sesenta y ochenta del pasado siglo. Pero esta evolución sí le ofrece algo a Muray: la materia prima de su obra literaria. Muray es el cronista del declive de un mundo y de su sustitución por otro. Muray levanta acta de cómo los nuevos tiempos post-históricos neutralizan todas las contradicciones, purgan todo aquello que es anterior e incompatible con ellos, pero al mismo tiempo se encargan de ocultar una realidad que sería demasiado dura de aceptar: la Historia ha concluido. Y para eso es necesario fingir que seguimos en los tiempos históricos, es necesario inventar enemigos imaginarios y contradicciones que ya no existen, en un relato épico en el que los guardianes del nuevo orden –invariablemente progresistas– se sueñan resistentes a órdenes jerárquicos y patriarcales, u opositores a regímenes autoritarios que hace ya tiempo fueron reducidos a cenizas. Son combates sin riesgo, luchas ganadas de antemano, parodias y pastiches que sólo disimulan una realidad: vivimos en una civilización de control total que se ha adueñado de lo negativo y que lo fabrica en serie para evitar su uso exterior. De hecho, ya no hay exterior: el “anticonformismo”, la “trasgresión” y la “marginalidad” son productos domesticados, y cualquier pensamiento verdadero se encuentra, tarde o temprano, ahogado bajo el peso de su duplicata. Y a esa desaparición de la dialéctica real –de lo auténticamente humano – sucede la instalación de un parque temático global donde, en vez del hombre de los tiempos históricos, habita un neo-hombre, el gran protagonista de la obra de Muray: Homo Festivus.

 La Fiesta del último hombre

¿Hay vida tras el fin de la Historia? ¡Sí! Responde Muray. De hecho no hay nada más que eso: la vida de ese turista universal llamado Homo Festivus, criatura definitivamente liberada de todas de las cuestiones existenciales, vinculadas a la muerte, que tanto atormentaban a sus ancestros. Homo Festivus es cool y carece de los atosigantes prejuicios de épocas anteriores, se ha sacudido el lastre de pertenencias hereditarias, no se considera continuador de ningún legado histórico. Él ha nacido ayer, él es su propio producto, él mismo decide su propia identidad cultural y sexual. Transgresor e inconformista, Homo Festivus es aquel que siempre dice ¡Sí! a toda novedad que se le propone. Adorador de la diversidad, es abstracto e intercambiable por cualquier otro de su especie en cualquier parte del mundo.

Homo Festivus está siempre en guardia contra los conservadores, los obscurantistas, los inmovilistas y demás adversarios del progreso, periódicamente exhumados desde un pasado difunto para hacer el papel de cómodos fantoches. ¡Sin esa presencia negativa no habría fiesta completa! ¡Dónde estarían, sin esa “lucha”, los oropeles trasgresores, las diademas libertarias! Homo Festivus está comprometido con todas las buenas causas del planeta; de la vieja izquierda conserva no sus dogmas revolucionarios, sino una visión moralista y un anhelo de utopía que le lleva a promover una visión virtuosa y arcangélica de lo real. Su empatía con los sufrimientos ajenos se manifiesta en un desbordamiento emocional que le lleva a encarar los dramas del planeta en un registro lacrimoso-caritativo, lo que a su vez le permite consumir, divertirse, viajar y socializar con suplemento de buena conciencia, siempre que haya una invocación solidaria, humanitaria o ecológica de por medio.

Homo Festivus es una alegoría, es un maniquí teórico, es la expresión sintética del festivismo de masas que aparece retratado en la obra de Muray. Y ahí reside el gran hallazgo de este autor, en la descripción de la Fiesta como estadio terminal post-histórico, como eterno presente donde se disuelven todos los venenos de la negatividad y de las contradicciones. Vivimos en una Festivocracia, en los tiempos Hiperfestivos. Entiéndase: no se trata de una fiesta en sentido tradicional –una ocasión excepcional que se contrapone a lo cotidiano. La Fiesta es ahora la cotidianeidad misma: todo concurre a mantener una ilusión de distracción permanente en la que la fiesta pierde su carácter distintivo. Entiéndase también que Muray no articula una crítica –en un sentido marxista– de la Fiesta como “alienación”, como pan y circo que los gobernantes impondrían a los gobernados y de la que sería posible “liberarse” según ese optimismo caro al mesianismo revolucionario. No. La Fiesta es exigida desde la base porque responde a una evolución sistémica en la que los gobernantes ya no gobiernan gran cosa y en la que el mutante Homo Festivus tiene la palabra, y tiene lo que se merece. Exacerbación hedonista y euforia compulsiva, las Pride, las Rave y las fiestas cada vez más gigantescas de la era hiperfestiva no son más que síntomas entre otros muchos.

Porque la Fiesta es mucho más que sus manifestaciones concretas, la Fiesta es modo integral de producción y reproducción de lo social, es organización, es eliminación de fracturas y escisiones, es fusión y unificación, es forma de “liberarse” del mundo concreto. La Fiesta es el proceso de sustitución del territorio real por el mapa de lo festivo. Homo Festivus ha llevado a la práctica, de manera siniestra, el lema festivista de los revolucionarios del sesentayocho: “tomad vuestros deseos por la realidad”. Bajo el signo de la realidad virtual discurren los tiempos post-históricos.

La llegada del Homo Festivus no es ninguna sorpresa. No es otro que aquel Último hombre que fue descrito por Nietzsche en una célebre intuición: el hombre de la post-historia, que llega, sin épica y sin grandeza, a quedarse para siempre.[4] El Último hombre que rechaza ostentoso todos los ideales e ilusiones del pasado (“antes, todo el mundo estaba loco”); el Último hombre “que cree que ha inventado la felicidad, y que guiña el ojo”; el emancipado absoluto, el nihilista pasivo, el ciudadano del mundo, el rebelde en patinete, el consumidor en bermudas, Homo Festivus.

Risa y subversión

El hombre sufre tan profundamente que ha tenido que inventar la risa. El animal más desgraciado y más melancólico es también el más alegre

Nietzsche

Nada más lejos de Muray, frente al desenfreno festivista, que una apología lastimera de “los viejos tiempos” y de sus adustas virtudes. Porque si Muray rechaza los tiempos hiperfestivos no es porque éstos sean alegres, sino por todo lo contrario: “la característica esencial de lo post-humano –dice Muray– es su ausencia de humor, la imposibilidad de reír –si no es con esa risa alelada propia de los bebés”. ¿Una Fiesta sin risa? Sí, una liturgia festiva mortalmente seria. La risa adulta requiere un fondo de incertidumbre y de indecisión que es incompatible con un moralismo que exige saber siempre dónde está el bien y dónde está el mal. Si nos reímos es siempre a expensas de algo –o de alguien­ –. La risa casi siempre es irrespetuosa, suele ser cruel, y es en cualquier caso discriminatoria y por tanto contraria a los valores democráticos de comprensión y de respeto del Otro. ¿Cómo reírse sin ofender a alguna de esas minorías tan minoritarias que son ya legión? El mundo contemporáneo, liberado de las taras de la Historia, se ha transformado en empresa positiva y no admite bromas. El Imperio del Bien rechaza las burlas por retrógradas.

Destruida toda trascendencia y toda ilusión, Homo Festivus intenta escapar del abismo, restaurar la fisura y colmar la brecha a través de una euforia que se superpone a las catástrofes del mundo real. Pero es un cierre en falso. Y todavía es posible mantener abierta esa brecha de incertidumbre. A través del humor. El humor que tiene como objetivo acentuar el desacuerdo con el mundo. Porque la risa es de lo poco que queda de aquella antigua negatividad, hoy asediada por todas partes. Nuestra época es ridícula, y ante ella la única actitud posible es la risa. Inútil esperar el más mínimo pensamiento de quienes se la tomen en serio. Frente a la conversión del mundo en un gigantesco jardín de infancia, “reír y pensar se han convertido en términos sinónimos”. El resto no es más que aquiescencia bobalicona y entertainment.

El consenso totalitario

Los modernos nunca pierden la ocasión de ser autoritarios y de dar órdenes a todo el mundo.

Philippe Muray

El lenguaje del Bien es sutil. Se espuma autocomplacido en el elogio del Otro – ¡los queridos Otros!–, hace la alabanza de la diversidad, del pluralismo y de la tolerancia. Pero con ello quiere decir justamente lo contrario. De lo que trata el “Otrismo” es de erradicar la alteridad. La alteridad genera discriminación, rivalidad, odio al extraño… y la unificación benéfica de la humanidad pasa por el mestizaje universal ¿Cómo es posible conciliar lo inconciliable? ¿Cómo es posible caer extasiados ante las identidades culturales y étnicas, y al mismo tiempo promover su disolución en el mestizaje? Llegamos al núcleo del proyecto progresista: el Otro siempre es bienvenido si su religión se disuelve en cultura, su cultura en folklore, y su identidad en simulacro. Es decir, si el Otro se convierte en lo Mismo. El elogio del Otro es siempre el primer paso hacia la estandarización del planeta.

Imposición y omnipresencia de lo Mismo. Se trata de erradicar la negatividad, la contradicción, lo real, todo aquello que constituía la Historia y que en la post-historia no es más que “el Mal”. Es el Imperio del Bien: un moralismo ubicuo que cuenta con sus beatos, sus misioneros, sus damas de la caridad y sus ligas de la Virtud. Con sus evangelios: el dogma del mestizaje, de la amalgama, de la abolición de fronteras, de abolición de la diferencia sexual, de abolición de toda diferencia. Con sus instrumentos represores: un síndrome maníaco-legislativo y una peste justiciera que Muray bautiza como “erótica de lo penal[5] y que se despliega en un arsenal de mecanismos de delación y de punición contra cualquier opinión o conducta supuestamente discriminatoria por motivos de origen, sexo, estado de familia, salud, discapacidades, características físicas, orientación sexual, edad, nación, raza, religión y un larguísimo etcétera. Y con el correspondiente celo persecutor contra cualquier idea, creación o línea de investigación que sea sospechosa de dar pábulo o alentar formas de pensar incorrectas. Una empresa de purificación ética que reclama vigilancia, control, prevención, y que se traduce en una bulimia normativa que persigue cualquier atisbo de vacío legislativo, que no cesa de inventar nuevos delitos contra la salud, contra la higiene, contra las costumbres juzgadas bárbaras o prehistóricas, y que acorrala, organiza y tabula cualquier resquicio por donde pueda asomar la vida, o sea, todo aquello que se salga de su ideal de asepsia absoluta y de su lívida, insípida y frígida Transparencia.

Con una consecuencia: la victimización general de la sociedad. El estatuto de víctima es rentable ¡todo el mundo quiere ser víctima! Un histerismo de la compasión y una exigencia obsesiva de protección que corren paralelas con un moralismo llorón y una sentimentalización de la política dignas de figurar algún día en una historia universal de la cursilería.[6] Con el colofón de la culpabilización general del pasado: la convocatoria de safaris morales para perseguir la xenofobia, el fascismo, el racismo y la homofobia a través de los siglos, lo que nos conforta en una certeza: nuestros valores son los universales y definitivos, nosotros somos mejores, nosotros somos buenos.

Claro que un mundo donde toda tensión haya sido abolida, un mundo sin misterio, sin sorpresas, sin enigmas, donde sólo reine lo indiferenciado y donde todos sean iguales, sería lo más parecido al infierno. Es por ello imprescindible introducir al menos un simulacro de tensión, una negatividad de cartón piedra. Y así las fuerzas del Mal son ritualmente convocadas, para que los “subversivos” y los “inconformistas” puedan librar sus cruzadas progresistas contra la intolerancia, el integrismo, la xenofobia y el fascismo que viene. Todos los totalitarismos necesitan enemigos. Stalin no cesaba de desbaratar conspiraciones trotskistas; en el 1984 de Orwell Oceania se enfrenta en una guerra eterna contra Eurasia y Estasia.

Muray denomina consenso blando a esa forma sutil del totalitarismo. En la era de los buenos sentimientos se hace imposible oponerse a las normas higiénicas e idílicas sin que al tiempo parezca que se ataca al género humano. En el fondo, más que reprimir violentamente la alteridad –como hacían las tiranías clásicas– se aspira a eliminar la posibilidad misma de su existencia. Decía Orwell –en su análisis de la Novolengua en 1984– que cuando ya no existen palabras para nombrar una cosa, la cosa deja de existir. La corrección política se encarga de esa depuración del lenguaje, de asearlo, aseptizarlo e higienizarlo conforme a los dogmas del día.

¿Qué hacer? Para Muray sólo cabe una opción: marcar, a través de la literatura, una distancia sanitaria frente a “todas esas formas pomposas y fúnebres de la moral contemporánea y todo su sistema de valores tolerantistas, paritarios, intercambistas, librecambistas, solidaristas y multiculturales, pero siempre vigilantes, niveladores y controladores como las beatas de sacristía que en realidad son, que ahogan con su peso de muerte y de prejuicios lo poco que todavía queda de vida, y que si perduran es porque siguen sin dejarse definir como lo que realmente son: un orden moral, el orden moral más odioso de todos los órdenes morales que jamás hayan agobiado a la humanidad, pero cuyo origen de izquierda le protege de la debacle que merece”.[7]

 
 

Cuando los castradores pasan por liberadores
Las sociedades post-históricas se caracterizan por un odio –rayano en lo patológico– por el Patriarcado como configuración arquetípica de los tiempos históricos, que se identifica además con el orden arcaico de diferenciación entre los sexos. Una diferenciación que se ve asimilada a los vestigios de la soberanía masculina y del antiguo régimen machista. La supresión de todo principio de contradicción exige eliminar ese antagonismo básico, esa vieja distinción sexual que era “demasiado ofensiva, demasiado constatable, demasiado cargada de sentido”. Homo Festivus cultiva un ideal unisex. Y en los tiempos hiperfestivos la figura del Paterfamilias no tiene otra asignación que la de convertirse en residuo naftalinoso o clown irrisorio, abocado a su reeducación por las Madres y por los Niños –dos figuras dominantes en el orden simbólico de los tiempos post-históricos.
Las formas hegemónicas de producción de lo social concurren a realizar un ideal andrógino conforme a la idea de que todo sujeto porta en sí una “bisexualidad variable”, y de que en cualquier caso el ser “hombre” o “mujer” son roles socialmente inducidos, susceptibles de ser re-fijados en cualquier estadio de la vida. La invención estadounidense de la ideología de género acude al rescate para decir que la vieja humanidad estaba equivocada al creer que sus miembros podían definirse en función del sexo. Lo que procede es definirse en función del género, masculino o femenino a gusto del consumidor. ¡Basta ya de ese insoportable escándalo de naturaleza que consiste en no poder elegir el sexo! Los transexuales son portadores de un mensaje de esperanza para la humanidad. La liquidación de los viejos roles sexuales no puede reducirse al ámbito de lo social –maternalización de los padres, virilización de las mujeres–, sino que debe extenderse al plano psicosomático: la nueva moral impele a los hombres a “dejar hablar al lado femenino”, el mercado les anima a repulir su aspecto, y el sacrosanto principio de transparencia les exhorta a “reconocer la bisexualidad latente” cuando no a “salir del armario”. La “bisexualidad psíquica infantil” será cuidada como delicada planta por una pedagogía que se apresurará a erradicar cualquier brote considerado “homófobo”, y los juguetes considerados “sexistas” serán prohibidos. Tal vez, al cabo de una o varias generaciones, se habrá conseguido olvidar de una vez por todas la antigua y maldita división de sexos.
Esta abolición de la distinción sexual –en realidad una des-sexualización en toda regla– se acompaña de dos fenómenos a los que Muray reserva sus críticas más acerbas: la feminización y la infantilización del cuerpo social. El niño es el Rey de los tiempos post-históricos. Desde el momento en que el pasado se condena en su conjunto, la ventaja del adulto sobre el niño desaparece, y es el niño, la inocencia, el que pasa al primer plano. En la publicidad y en el cine es el niño el que siempre sabe lo que hay que hacer, el adulto –sobre todo el padre– aparece como “un imbécil inadaptado al que sólo se tolera si se pliega a las reglas de los niños que evolucionan bajo el ojo tierno de las mamás-todo amor.”[1] Toda la post-historia es una regresión a la infancia, y Homo Festivus es un niño consentido al que hay que organizar distracciones para que no se aburra. Los niños viven en un eterno presente, son los mejores consumidores y tienen todos los derechos. La maternidad-mundo –señala Muray– se encarga de convencernos de que somos niños irresponsables rodeados de programas higienistas, caritativos, humanitarios, protectores, y de que no tenemos otra cosa que hacer que flotar como fetos andróginos en la música del hiperfestivismo como en el baño matricial de los orígenes.
Lo más curioso es que, para algunos cerebros hibernados en la mitología sesentayochista, esta des-sexualización inducida todavía se considera una sublevación heroica, una batalla a muerte contra el puritanismo y la reacción. Cuando se trata precisamente de lo contrario: de la destrucción de la antigua libido –considerada como negativa, jerarquizante y conflictiva– y de su sustitución por un sistema de asepsia absoluta. Llegamos al mundo del “Progenitor A, Progenitor B”, al mundo donde para evitar “traumas” se reclama la supresión de la mención “sexo” de los papeles de identidad, a un mundo en que el auto-engendramiento y la clonación son perspectivas reales. Y en el que el sexo entendido como actividad higiénica y cuasi-deportiva marca el fin del erotismo. El sexo es omnipresente, pero los sexos desaparecen. Un solo sexo, el mismo para todos. El sexo como consumo, el placer como obligación. No ocultar nada, mostrarlo todo. Es el reino de la Transparencia total, el fin de la porosidad de la vida. ¿Qué queda del antiguo libertinaje –de aquella parte maldita hecha de claroscuros y de penumbras? El Imperio del Bien alcanza cotas que ni el viejo puritanismo religioso llegó a soñar. [2]
El escritor Philippe Muray es un sujeto histórico extraviado en la post-historia, es un sujeto sexual que describe la desaparición de la sexualidad. Y esa descripción es una llamada implícita a recuperar “ese punto fundamental del equilibrio humano: la relación humana franca, y tradicional porque histórica, es decir real, entre el hombre y la mujer –sabiendo que la mujer desea al hombre que desea a la mujer que a su vez desea al hombre como un hombre, y no como una mujer.”[3] Restaurar la sexualidad sería una forma de reconquistar lo real, de restaurar la Historia.
El progresismo y sus cipayos
Muray está muy lejos de ser un polemista. No aspira a emprender un diálogo, a intercambiar ideas, a debatir. Mucho menos a convencer. Para él la actividad literaria es sólo un medio de restaurar su distancia frente al mundo moderno. Porque la catástrofe no tiene remedio, la liquidación de la vieja humanidad y las viejas condiciones de vida es irreversible. Y si hay un enfrentamiento, no es entre conservadores y progresistas, sino entre las diversas facciones que, dentro de la modernidad, mantienen la ficción de que la Historia continúa. Moderno contra Moderno, esa es la realidad. Su tarea hercúlea consiste en elaborar una recensión minuciosa – a través de la sátira, la literatura y la sociología – de los dogmas y aberraciones de un mundo que pretende extirpar toda negatividad e instaurar una visión arcangélica de lo real. Entresacamos algunos retratos de los diferentes rostros de Homo Festivus.
  • El rebelde
Para Muray es muy fácil reconocer a un “rebelde”: es el que siempre dice ¡sí! a todo lo que, de un modo u otro, se le propone como “nuevo”. Eso es lo poco que Homo Festivus ha retenido del marxismo: la creencia enternecedora en que “lo nuevo es invencible”, que el futuro es para él y que el viento de la Historia sopla en sus velas.
En los tiempos hiperfestivos la transgresión, lo subversivo y lo “políticamente incorrecto” están en el puente de mando. Y así se impone “la Cultura como consenso anticonsensual, la transgresión como rutina artística, la subversión como subvención y la provocación como paquete-regalo en todas las buenas causas mediáticas que son presentadas como conquistas radiantes, pero también peligrosas, del espíritu”.[4] La transgresión como nuevo academicismo aspira a mantener la ilusión de “ruptura”, de continuidad de los tiempos históricos: “la ficción de lo negativo se manifiesta por un elogio continuo de todo lo que antes se manifestaba como negatividad, como combate contra el Orden moral. Pero desde el momento que todo el mundo se pretende subversivo, ya no hay subversión. Si todo el mundo se aparta de la norma, esa norma es puramente ilusoria. La ruptura reemplaza a la norma, y el conformismo toma la máscara de la subversión”[5].
Para Muray el fin del mundo consiste en el fin de la dialéctica real y en su sustitución por parodias más o menos conseguidas. Los rebelócratas son los grandes figurantes de esa parodia. Pero es una parodia en la que ya nadie cree. En un mundo sin alteridad, sin enfrentamientos, sin posibilidades múltiples, es decir, sin negatividad, las palabras subversivo, transgresor, iconoclasta o provocador son vocablos que han conservado tanto poder de mordiente como las encías podridas de un nonagenario.[JRP2]
  • El artista
Ejemplo más nítido de la subversión de cartón piedra, el artista “reclama no sólo el derecho a la transgresión sin sanción, sino a la institucionalización de la transgresión –y sólo un espíritu de los de antes podría ver la contradicción que ello implica”. La Cultura es uno de esos sustantivos que sobreviven a la transformación de su contenido. Lo que hoy se llama “cultura” es uno de los agentes más eficaces del Bien radical. Y los “artistas” –alegremente asimilados a los “intelectuales”– son los mejor situados para diseminar el imaginario del Bien entre el cuerpo social. Como señala el filósofo Jean Claude Michéa, “el reciclaje de la mitología romántica del artista rebelde permite a todos los artistas oficiales del showbusiness encontrarse en la escena de todos los combates en los que está en juego la defensa del orden económico y cultural que asegure su rentable celebridad”[6]. La “rebelión” es una operación de blanqueo por la cual el capitalismo se rehace una virginidad, lo que a su vez permite reconciliar el nivel de vida burgués con el estilo de vida del artista: el artista se beneficia de las ventajas materiales y morales del conformista, además del prestigio del disidente. “En su boca, la “cultura” y el “arte” sólo sirven para instrumentalizar la historia secular de la conciencia inmaculada de la izquierda – que sólo ahora comienza a verse que no es más que una historia de tartuferías.” El artista es “progre” por definición.
“Nunca antes los artistas habrían pretendido ser los médicos de la humanidad sufriente, los líderes, los comprometidos, los solidarios, los liberadores y los redentores del mundo. Nunca antes se les hubiera ocurrido auto-designarse como conciencia moral perpetua, poco menos que por derecho divino. Nunca antes habrían exigido que los poderes públicos les subvencionen su libertad privada, y que esa subvención tenga que defenderse con uñas y dientes como si fuera una conquista social inalienable. Élite autodesignada, aristocracia ilustrada, su buena conciencia –tan astuta como ingenua – les mantiene en la ilusión de creerse la guía y la conciencia del pueblo”. Muray tiene un nombre para ellos: artistócratas.[7]
  • El turista
Alguien dijo que el turismo es la industria que consiste en transportar a gente que estaría mejor en su casa a sitios que estarían mejor sin ellos. Para Muray el turista –auténtico Quinto jinete del Apocalipsis de la modernidad– es sin duda alguna el rostro más verídico de Homo Festivus. ¡Buscad al turista y encontraréis la fealdad! “El turismo produce en el espacio lo que la modernidad produce en el tiempo: hacer feo todo lo que fue hermoso, hacer accesible todo lo que era inaccesible, hacer moderno o tourist-friendly todo lo que no lo era”.[8]
El turista es la criatura moderna y festivista por excelencia, porque es el mejor agente de aquello que Braudillard denominaba “el asesinato de la realidad”. Al paso del turista, todo se convierte en simulacro. Todo lo que no es susceptible de ser visitado turísticamente, es decir, todo lo que no se pliega de forma beata a la modernidad inocente e hipersensible, debe ser más pronto que tarde normalizado, aseado y aseptizado para su consumo por Homo Festivus. El turista es el gran museificador de la humanidad. “¿Cómo transformar a los seres parlantes en excursionistas? La gloria de Walt Disney consiste en haber sido el primero que presintió que la Historia terminaba, y que el globo, explorado por entero y visitable por cualquiera, estaba a punto de perder sus últimos atractivos. Ya no hay planeta. Ya no hay Historia. Ya no hay Tiempo. Sólo queda el pasatiempo.”[9]
  • El gay
Desde el momento en que la homosexualidad se funda en la valoración de lo mismo –o en la devaluación de la diferencia– ello debería ya asegurarle un lugar de privilegio dentro de la mitología festivócrata. De entrada, se presupone que un homosexual piensa –o debería pensar– bien. Pero cuando Muray describe el festivismo gay no trata en modo alguno de denigrar a la homosexualidad en sí –una orientación o preferencia particular merecedora, a lo más, de una perfecta indiferencia–, sino de preguntarse por qué la homosexualidad como militancia necesita poco menos que obtener la ovación admirada de una humanidad agradecida. Lo que nos lleva a eso que denomina la gaytitud, y que consiste en asimilar una orientación sexual particular a una cosmovisión, a una categoría socio-política y a una forma de redención del género humano.
Señala Muray que los gays militantes han sido los más eficaces portavoces en Europa de la ideología correctista norteamericana. Es la cruzada por excelencia de los tiempos hiperfestivos, que –conducida con la buena conciencia a prueba de bomba de todas las víctimas profesionales– para conseguir sus objetivos ha utilizado la provocación, la exigencia de protección, la culpabilización, la persecución, el chantaje y las reivindicaciones particulares camufladas bajo la retórica de la igualdad y de la libertad. Según una lógica binaria –“quien no está con nosotros está en contra”– que ha conducido a una situación inversa a la de hace décadas: la “homofobia” es hoy susceptible de sanción penal, y “homófobo” será todo aquel que presente alguna objeción o que no muestre una aprobación genuflexa ante tan buena causa.
Así resulta extraordinario “verles combatir contra enemigos a los que se oye tan poco, verles denunciar de forma rutinaria los tabúes sobre temas de los que no se cesa de hablar, verles partir en cruzada contra censuras que nadie ha visto, verles universalmente aplaudidos por derribar ‘prejuicios sociales’ que no son más que lejanos recuerdos, verles ocupar todo el escenario para denunciar que son ‘rechazados’, verles mantener el fuego sagrado de un combate que encuentra tan pocos opositores.”[10] Y por eso la gaytitud se aferra como a un clavo ardiendo cuando, por ventura, encuentra a un puñado de creyentes en la antigua religión, o a un puñado de sostenedores del viejo mundo que quieran prestarse a jugar el papel de fantoche reaccionario, intolerante y homófobo, y a darle así un semblante de heroísmo a la causa ganada de antemano.
Al gay homofestivo se le debe el impagable invento de la Pride, punto de arranque de la Fiesta moderna, indisociable del movimiento homosexual. Es al gay a quien Occidente le debe el icono insuperable de la Fiesta, con los confetis, los pompones, las panderetas y las mil y una maravillas del festivismo moderno.
  • El progre
Síntesis, quintaesencia o denominador común de todas las encarnaciones festivócratas, el “progre” –lo que hoy es tanto como decir la “izquierda”– es “el dealer universal de esta humanidad en secesión de humanidad”. En su alucinante convicción de encarnar la guerra contra el Mal, la izquierda es hoy el partido meapilas contemporáneo. En su sedicente búsqueda de un mañana radiante, a la izquierda le es preciso incriminar constantemente al mundo, al tiempo que acelera el proceso de festivización. Con una fe ferviente en la idea –en el fondo consoladora– de la (des)alienación, la izquierda es congénitamente incapaz de comprender la post-historia, y es por tanto un factor de mistificación, es decir, un lastre para comprender el mundo en el que se vive.[11]
 
 
¿Hay salida?
¿Philippe Muray, reaccionario? No en el sentido más habitual del término –el de alguien que quiere volver al pasado–, porque el escritor francés carece del optimismo de los que piensan que eso sería posible. El fin de la Historia es como el fin de la virginidad: no hay vuelta atrás. Pero son los directores de escena de la festivocracia los primeros interesados en negarlo. Y pretenden que “la Historia continúa” cada vez que cualquier sobresalto les amarga el desayuno. Pero no son más que accidentes. En el futuro habrá sin duda conflictos, rupturas y convulsiones –los espasmos agonizantes del viejo mundo. Pero es preciso no engañarse: éstos no harán más que reforzar el proceso, porque, ante el horror que generan, siempre se preferirá la placidez y la sedación hiperfestivas.
Un ejemplo: es habitual pretender que las manifestaciones históricas violentas –terrorismo, integrismo islámico– son prueba irrefutable de la continuidad de los tiempos históricos. Pero incluso si tales violencias durasen cientos de años, para Muray no son más que pervivencias transitorias que sólo tratan de negar una realidad: el deseo profundo y tal vez inconsciente de todos los pueblos –digan lo que digan y hagan lo que hagan– de alinearse con la agonía occidental, entendida ya como el único modelo viable para la humanidad del futuro. Y la locura sanguinaria de los fanatismos probablemente sólo encubre una cosa: la frustración de no haber llegado todavía a ese estadio. Además, el combate entre el terrorista islámico y Homo Festivus es un combate desigual, que sólo puede saldarse con la victoria del segundo. “Venceremos […] porque somos los más muertos”, afirma Homo Festivus –por boca de Muray. El Último hombre prevalece sobre el guerrero de la Dhijad. Nadie puede matar a un muerto.[12]
Es también habitual señalar a los movimientos altermundialistas y antiglobalización como otros tantos rechazos a la uniformización festivócrata. Nada más lejos de la realidad. De nada sirve protestar contra la globalización a través de grandes algaradas festivas si no se empieza por abandonar “el ideal angélico de un mundo sin fronteras, que es precisamente la nueva frontera de la globalización, su ilusión lírica específica. Los que defienden furiosamente la libre circulación de capitales y los que defienden con furia la libre circulación de personas –de los sacrosantos inmigrantes– están del mismo lado. Todos ellos son partidarios de la des-territorialización, de un mundo confuso-onírico donde las antiguas soberanías, producto de la humanización, se vean abolidas para siempre.” Los activistas antiglobalización “están tan sometidos a la modernidad matriarcal y planetaria como los Amos transnacionales a los que dicen combatir. Y sus furibundas guerrillas callejeras no son más que teatro callejero, una forma como cualquier otra –‘artística’, luego doblemente culpable – de la sumisión”.[13]
Otros hablan de un supuesto revival religioso –del auge de los integrismos, de nuevas formas de espiritualidad– y quieren ver un retorno de lo sagrado. No hay tal, dice Muray. No hay ningún “retorno de la religión”. Ninguna re-espiritualización. Lo que sí hay es una “puesta en escena” de residuos religiosos –bajo las formas más delirantes– por el Espectáculo mismo y en beneficio del Espectáculo. Se trata de “reavivar el núcleo duro de lo irracional, de retomar una ficción mística consistente sin la cual ninguna comunidad, ningún colectivismo puede aguantar el tirón”.[14] Todo cabe ahí: las bufonadas New Age, las extravagancias ocultistas, la moda budista o las Jornadas católico-espectaculares en las que la Iglesia trata de adaptarse al lenguaje del día. Festivópolis encuentra así el suplemento de Trascendencia necesario para poder afirmar que la perfección se encuentra en ella. Show must go on.
Pero es el “populismo” –esa bestia negra” favorita de la festivocracia– el que aporta el plus de negatividad necesario. Es ese populismo que asoma cuando en algún referéndum se produce el resultado equivocado, o cuando el pueblo dice ¡mierda! y vota a algún partido de sulfurosas ideas y de groseros modales. En ese caso se impone una labor de paciente pedagogía, para que los obtusos que no acaban de enterarse de en qué mundo viven dejen de fastidiar y no tengan otras ideas y deseos que los que para ellos deciden las élites transnacionales. El término “populismo” encubre, en este sentido, un profundo desprecio por el pequeño pueblo –por ese conjunto de paletos, xenófobos, cerriles, sexistas, residuos del pasado. Evidentemente –señala Muray– quedan todavía brotes del viejo mundo, vestigios aislados aquí y allá que aún pueden dar algún que otro susto. Pero se encuentran de tal modo rodeados y de tal modo trabajados por el Imperio del Bien que es difícil pensar que puedan hacer gran cosa. Y si bien es cierto que entre mucha gente tal vez perviva “algún terror oscuro y profundo sobre la marcha del mundo, ese terror se ve también combatido, en el interior de cada uno, por una tendencia a la sumisión igualmente oscura y profunda, por el deseo de adaptarse a las nuevas condiciones, por la sensación de que no hay elección.” Muray no alberga esperanza alguna sobre hipotéticas capacidades de “resistencia” de pueblos que hubiesen permanecido “sanos”.
Si Muray es reaccionario no lo es en sentido pesimista, sino en un sentido trágico, de aceptación de lo real. Tampoco es un nihilista, porque cuenta con sólidos asideros. Uno de ellos es su creencia en el potencial liberador de la literatura. Otro estriba en su creencia en las virtudes guerreras y estéticas de la risa. Hay un tercero, sorprendente por inesperado: ¡su adhesión confesada a la fe católica y a la Iglesia de Roma!
Es éste un punto desconcertante, sobre el que los comentadores de Muray no acaban de ponerse de acuerdo. Lo cierto es que no hay en su obra apologética alguna. Se ha llegado a señalar que, más que un catolicismo ontológico, de lo que se trata en su caso es de un uso instrumental del catolicismo: éste le proporcionaría un punto de vista exterior sobre las cosas, al servicio de su visión del mundo. Porque en esa visión, como hemos visto, la idea de negatividad es esencial. Y el catolicismo –es decir, la antimodernidad por excelencia– sería para él un instrumento de la Historia para mantener la contradicción en el seno de lo real. De aceptar esta idea, el suyo sería un catolicismo dialéctico, un peculiar “catolicismo hegeliano” condicionado además por su ideología literaria, en la que el interés por el pecado y por la culpa como presupuestos para la descripción de los fallos humanos son elementos destacados.[15] Es Muray en cualquier caso un extraño tipo de católico, desprovisto de la esperanza que se les supone a los seguidores de Cristo.
¿Un Muray sin esperanza? Todo lo más, tal vez sobre ciertas posibilidades de que la modernidad se autodestruya. Moderno contra Moderno…[16]
¿Muray Superstar?
Varios años tras su muerte Muray se ha convertido en referencia intelectual de moda en el país vecino. En previsible ironía festivócrata, el “inconformista” Muray ha sido lanzado como producto al mercado cultural. Sus textos se leen en el teatro y las tiradas de sus libros se multiplican. Una paradoja que se explica en la medida en que su obra responde a una demanda latente: la de convertir la edad de vacío en material literario y además reírse con ello. Muray –ese aguafiestas vocacional– transforma el idioma francés en una fiesta, lo retuerce en juegos de palabras y en neologismos de comicidad nunca vista, y forja un nuevo vocabulario para describir una época privada de toda forma, de toda razón y de toda belleza. La época de Homo Festivus. Muray es, en ese sentido, muy dependiente de la lengua francesa. Su eficacia retórica y estética siempre quedará mermada por muy buena que sea la traducción.
Muray es un escritor, no un ideólogo o un filósofo. No trabaja sobre las causas de lo que describe. No busca soluciones o recetas. No es objetivo. No se oculta tras la solidez de los argumentos – como se supone lo haría un intelectual. Él es demasiado brillante, demasiado protagonista. La exageración –la reducción al absurdo– es una de sus armas. Y con ella retoma la gran tradición volteriana que aúna elegancia formal y ferocidad en la caricatura, para ridiculizar así los nuevos dogmas, moralismos e hipocresías. Su obra es una Comedia Humana de los inicios de la post-historia. Una creación filosófica y política, pero ante todo artística y literaria.
Y es ahí donde los fariseos intentan embalsamarlo. Llegados el reconocimiento y la fama, es preciso desactivarlo, normalizarlo. Una vieja historia. Ya los sesentayochistas se aliñaron un Nietzsche libertario y juguetón a su medida, y evacuaron su lado incómodo –su aristocratismo, su antidemocratismo. De Philippe Muray se pretende ahora hacer un antimoderno a la moda, un dandy reaccionario en el fondo encantador; un enfant terrible ocurrente a quien se toleran los desbarres –¡qué cosas tiene Muray!–, un esteta provocador a colocar en las estanterías de la cultura-espectáculo.
Es un intento que traduce una creciente desazón. Porque lo cierto es que, hoy por hoy, la intelectualidad francesa más brillante ya no se encuentra donde se supone debería estar –en la militancia bienpensante de la izquierda divina– sino en otra historia. El discurso de Philippe Muray no es un fenómeno aislado. Encuentra sus ecos filosóficos y literarios en autores como Jean Braudillard, Marcel Gauchet, Michel Houellebecq, Alain Filkienkraut, Jean Clair, Jean Claude Michéa, Gilles Lipovetski, Renaud Camus, Richard Millet… Lo que no es extraño. Es en Francia donde los procesos de ingeniería social más se han acelerado, hasta hacerla casi irreconocible. Es en Francia donde la dictadura del pensamiento único se ha hecho más agobiante, precisamente allí donde el pensamiento crítico y la libertad de espíritu son tradiciones seculares. No es extraño que sea también en Francia donde se alzan las primeras disidencias importantes –también las resistencias más ruidosas– frente al nuevo mundo que se alza sobre las ruinas de la vieja civilización europea y de sus valores. [17]
Toda disidencia auténtica consiste en una lección sobre cómo estar en el mundo sin pertenecer a él. Mal que les pese a sus “recuperadores”, el mensaje de Muray –para quien quiera escucharlo– es radical: no se puede transigir con el mundo contemporáneo, hay que rechazarlo en bloque. Lo cuál no significa predicar el desánimo. Todo lo contrario. Gracias a Muray sabemos que el rechazo de la Fiesta es también una invocación a la alegría. A la alegría de la lucidez, y al júbilo de la inteligencia. Ambas hacen libres, y son escasamente progresistas.
NOTA:
El único texto de Philippe Muray hasta el momento publicado en español es: Queridos yihadistas, Editorial Nuevo Inicio, Granada 2010.
En Internet, el texto: Retrato del Vanguardista, en:http://refinerialiteraria.wordpress.com/2011/12/19/muray-el-inedito-3/
También puede encontrarse una entrevista en: http://poesiaargentina.4t.com/deriva/deriva2/sigloceline.htm
 
Fuente: El Manifiesto.com

Gracias a El Manifiesto.com y a Rodrigo Agulló.

Gracias por tu amable atención.
                                                          Raúl Czejer