Pedro dice basta
A mi amigo Pedro se le estaba haciendo insoportable la situación. Tan luego a él, que gustaba de los silencios conventuales a la hora del descanso para disfrutar a su gusto del Nocturno de Chopin o del Concierto de Aranjuez, le había tocado tener de vecinos a un grupo de muchachos que dedicaban sus largas horas de ocio a aporrear los instrumentos propios de una banda de rock conectados a un desorbitado amplificador que hacía tremolar las paredes. Cuando los jóvenes se instalaron en la casa le pareció agradable escuchar un poco de la algarabía que toda reunión de muchachos suele suscitar; daría un poco de alegría al entorno, pensó. Pero cuando se sucedieron los días y dale que dale a la batería y las guitarras, sus oídos educados en la música clásica se saturaron de ruidos y no tuvo más remedio que andar por la casa con un tapa orejas que pusiera distancia entre él y la trapisonda de los vecinos. El placer de la estudiantina se fue al tacho. Comenzó a subírsele la presión y él a fastidiarse con tanto estruendo de rock pesado.
Por fin se decidió: Presentaría a los vecinos su queja por ruidos molestos. Llamó insistentemente a la puerta y nada. Pensó que de tanto estar sumergidos en un mar de bochinche los muchachos se habían vuelto medio sordos, así que apeló a recursos más expeditivos. Si no escuchaban, al menos podrían oler, pensó. En el quiosco de la esquina compró unas bombitas de mal olor y las arrojó hacia el interior de la casa de los vecinos por el conducto de respiración de la cocina. Al ratito nomás los vio aparecer en estampida hacia la calle apantallándose las narices. “Esta es la mía”, se dijo, y encaró a la banda que sentada en el cordón de la vereda se empecinaba en espantar la resaca de la pestilencia que misteriosamente había invadido el estudio improvisado.
—Muchachos —les dijo con el tono más amable que encontró en su repertorio—, aprovecho que casualmente los encuentro. Quería pedirles que moderen el nivel de ruido de su amplificador. No me dejan dormir ni a la tarde ni a altas horas de la noche y, sinceramente, ya no lo soporto más.
—La libertad es libre —le contestó un flaco con aires de John Lennon en tiempos de sus andanzas con Yoko Ono—. En nuestra casa podemos hacer lo que queramos. Para eso pagamos el alquiler.
—Mirá, flaco —le respondió sintiendo que los colores se le subían a la cara—, tu libertad será libre dentro de tu casa, pero no en mi casa, donde el que manda soy yo. Si tu ruido invade mi propiedad, me estás atropellando, y eso no lo voy a permitir.
—Vos sos un intolerante de mierda, incapaz de aguantarte nada en beneficio de la convivencia y del arte musical—le espetó a boca de jarro un gordito pelirrojo. Después supe que era el que apaleaba la batería.
—Vamos por partes —vociferó Pedro levantando presión y sintiendo que la furia española se le subía a la cabeza—. Primero aclaremos lo “de mierda”: Mi supuesta intolerancia no tiene nada que ver con vos. Segundo: ¿Intolerante? ¿Defenderse de la agresión es ser intolerante? ¿Acaso la convivencia puede basarse en la injusticia? Y tercero: ¿En beneficio de la música? Muchachos, ustedes no hacen música, ustedes deconstruyen la música. Se los digo yo, que de eso sé bastante.
—¡No me vengas con filosofías! Tolerar es bancarse las molestias que los demás nos pueden ocasionar. Un poco de ruido no te va a arruinar los nervios. ¡No hay que ser tan estrechos, che! —le contestó el flaco cara de intelectual setentista— Además, te informo que la música que hacemos es música cavernaria, porque nosotros buscamos reconstruir las raíces originales del arte musical, limpiándola de toda la porquería que le cargó encima la burguesía satisfecha.
---Tampoco hay que ser tan contemplativos que renunciemos a nuestros derechos. Aunque a vos no te parezca, tu barahúnda de ruidos, música o lo que vos quieras, me va a arruinar la salud. Yo les insisto: por favor, bajen el volumen del sonido —concluyó Pedro, viendo que sus vecinos eran impermeables a las ideas de justicia, respeto y consideración y que iba a tener a tener que lidiar con ellos en su propio terreno.
El bochinche siguió tal cual. “Fuego contra fuego”, se dijo Pedro estratégicamente y se dispuso a presentar batalla. En una tienda de aparatos de audio compró un equipo amplificador de diez mil watts de consumo real y lo instaló en el cuarto contiguo a la casa vecina. Cuando probó su funcionamiento, sin llegar al máximo, los cuadros se cayeron de las paredes. Un amigo que entendía de electrónica le proveyó un sensor que encendía el equipo cuando el nivel de ruido de la casa vecina llegaba al límite de 55 decibeles. Cada vez que los rockeros improvisados se pasaban de la raya, el amplificador de Pedro tapaba batería, guitarras y cualquier otro sonido que anduviera por ahí, de tal modo que era imposible continuar con el ensayo. Los muchachos comprendieron que debían bajar los decibeles que invadían la casa del vecino. Forraron paredes, ventanas y puertas con material aislante, convirtiendo a la casa en una cueva estanca apenas iluminada por una bombilla eléctrica. Aislados del mundanal ruido se encerraron a darle a los instrumentos sin asco y sin descanso, a gusto y piacere, como diría mi amigo, el tano Pascual.
Pero a Pedro se le fue la mano.
Un día en que se despertó medio chinchudo y no dispuesto a tolerar ruidito alguno más allá del límite que había impuesto, puso al máximo el amplificador. Al comienzo de la tocata cavernaria todo fue normal, pero a medida que se calentaba el concierto el volumen comenzó a subir de nivel, traspasó las paredes y el aislante y llegó al límite. Al instante se disparó el equipo de Pedro. El estruendo fue un tsunami de sonidos que hizo tremolar la casa como hoja azotada por el viento, el temblor rajó las paredes y toda la estructura colapsó ante el embate de las ondas sonoras embravecidas. No quedó piedra sobre piedra. Batería, guitarras, bajos, amplificadores, todo sucumbió bajo los escombros. De puro milagro los habitantes se salvaron de la hecatombe.
Pedro fue condenado por estrago con dolo eventual y lesiones varias.
Ahora, recluido en una celda oscura y silenciosa como una caverna añora los días en que la algarabía de los jóvenes, la batería y las guitarras poblaban su mundo de mágicos sonidos. De vez en cuando lo voy a visitar y le llevo las grabaciones de los últimos conciertos de la banda de rock que fueran sus vecinos.
Gracias por tu amable atención
Raúl Czejer
Raúl Czejer